Mostrando las entradas con la etiqueta jose Guadalupe posada. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta jose Guadalupe posada. Mostrar todas las entradas

viernes, 28 de agosto de 2020

José Guadalupe Posada, el trabajo gustoso


3. El trabajo gustoso

En el semanario El Fandango el 31 de mayo de 1892 fue publicado el siguiente anuncio: José Guadalupe Posada tiene el honor de ofrecer al público sus trabajos como grabador en metal, madera, para toda clase de ilustraciones de libros y periódicos. Igualmente ofrece sus servicios como dibujante de litografía. Cerrada de Sta. Teresa no. 2.
Allí hay que buscar a Posada, en su taller. Visto desde fuera es una pequeña accesoria en la puerta cochera de una casa de vecindad igual a muchas que todavía podemos encontrar en el centro de la ciudad. Si entramos hallaremos un microcosmos autosuficiente en el que se hacen cosas con las manos. Porque, pese a los aromas de ácidos y tintas, ese delicado olor a prensas que puede ventear desde lejos quien lleva en su sangre a un impresor, o a los suntuosos colores de las hojas volantes, o al rasgueo del buril sobre el metal en el ámbito silencioso, se percibe inmediatamente que el sentido primordial del artesano es el del tacto.

El maestro está trabajando. Trabaja mucho: Cardoza y Aragón le atribuye la horrible cantidad de más de 20 mil grabados; se dice pronto, más de 20 mil. Está como siempre, encorvado sobre la plancha un poco alzada sobre un atril, mirando por una lupa con la gran cabeza un poco inclinada hacia abajo, y en la gorda mano, el buril. Junto a una pata de la mesa, la escupidera de latón; al fondo los aprendices accionan la prensa; uno de ellos, su hijo, prometía como ilustrador, pero murió joven. Trabajar. Pero trabajar en el taller del artesano no tiene las sórdidas y descorazonadoras implicaciones que hallamos en la oficina, la fábrica y los otros hormigueros. Esta jornada de trabajo, escribe Octavio Paz, "no está dividida por un horario rígido sino por un ritmo que tiene que ver más con el cuerpo y la sensibilidad que con las necesidades abstractas de la producción. Mientras trabaja puede conversar, y a veces, cantar".

Todo en el taller tiene medida humana. Este espacio es todavía un cálido y, sólo en apariencia, anárquico espacio indiferenciado donde se puede trabajar, comer, dormir, conversar con los amigos que vienen de visita, vivir con la mujer y los hijos, y no una víctima más de los autoritarismos de la arquitectura funcional: cada actividad en el espacio que le corresponde, orden, asepsia y vacío, como en el quirófano. No sin razón se afirma que la historia de los espacios es la historia de las modalidades del poder. En el taller todo está gratamente confundido y a la mano. "Por sus dimensiones y por el número de personas que la componen -sigue diciendo Paz-, la comunidad de los artesanos es propicia a la convivencia democrática; su organización es jerárquica pero no autoritaria y su jerarquía no está fundada en el poder sino en el saber hacer: maestros, oficiales, aprendices; en fin, el trabajo artesanal es un quehacer que participa también del juego y de la creación. Después de habernos dado una lección de sensibilidad y fantasía, la artesanía nos da una de política."
El tiempo y el espacio del artesano son, pues, abarcables y muy personalizados. En su cuerdo ámbito el artesano trabaja lentamente, con ese ritmo que hace que las cosas salgan bien. Posada pudo haber sido cestero, carpintero, vidriero o alfarero; las cosas, y su natural predilección, lo hicieron grabador. Pero él también hace útiles, hace "toda clase de ilustraciones de libros y periódicos", sin las cuales los escritos serían elocuentes pero ciegos. Toda clase. En un cartel donde de autorretrató puede leerse: imprenta de A. Vanegas Arroyo (fundada en el siglo XIX año de 1880. En esta antigua casa se halla un variado y selecto surtido de canciones para el presente año. Colección de felicitaciones, suertes de prestidigitación, adivinanzas, juegos de estrado, cuadernos de cocina, dulcero, pastelero, brindis, versos para payaso, discursos patrióticos, comedias para niños o títeres, bonitos cuentos. El nuevo oráculo o sea el libro del porvenir. Reglas para echar las cartas. El nuevo agorero mexicano. La magia prieta o blanca o sea el libro de los brujos.

Todo esto y más. Al maestro lo urgen más que al relojero o al sastre porque trabaja para los periódicos. La Gaceta Callejera, hoja volante que se publicará cuando los acontecimientos de sensación lo requieran, no puede esperar. El número de asuntos ilustrados por Posada es enorme: la catástrofe y la carta de amor, la fiesta, el fenómeno y la ejecución pública; el descarrilamiento, el ardid político, el juego de la lotería, el fin del mundo; actrices, toreros, rufianes, sirvientas, usureros, curas, catrinas, peones, lagartijos, policías, comadres, pelados, burócratas, envenenadores, prostitutas, jueces, damas de la más alta sociedad, tranviarios, rateros, militares, políticos, buzos, acróbatas, y, en fin, tipos y más tipos, y personajes y más personajes: Don Porfirio, Madero y Don Chepito Marihuano, Nuestra Señora de Zapopan y el Tigre de Santa Julia... Todos lúcida y puntualmente retratados. Así, lentamente ha ido dibujando su zoológico mexicano, su historia natural de una época mansa y turbulenta, festiva y cruel; Posada, como Balzac, es el notario de la historia, el testigo del orden social.

Pero el desmesurado mundo de Posada se distingue de otros universos semejantes, los de Balzac o Galdós, por ejemplo, en que su comedia no ha sido planeada ni obedece a ningún programa; esta obra inmensa, labor de una vida, es casi un accidente, es nada más la aglomeración que resulta del aluvión de demandas. De aquí se sigue algo cuya sola mención habría indignado, creo yo, a Diego Rivera y los otros críticos socialistas, y es el carácter medieval del arte de Posada. Los trabajos del maestro que no siguen ningún plan, que van creciendo casi silvestremente, que son fieles a todas las tradiciones y toman lo que quieren de aquí y de allá, tienden a ser impersonales; Posada, como Juan Ruiz, se oculta y se revela en la tradición; él también es un anónimo coplero o un anónimo constructor de catedrales. Y si de comparaciones se trata, me parece que la enciclopedia de Posada se parece más a la de Rabelais que a la de cualquier otro. Ellos comparten la alegría, la minuciosidad y precisión, el encanto y el fuerte sabor popular. Los dos son muy simpáticos. Sí, nuestro maestro bien podría haber sido el regocijado ilustrador de los dichos y hechos del buen Pantagruel.

(Tomado de: Hiriart, Hugo - El universo de Posada. Estética de la obsolescencia. VIII Memoria y olvido: imágenes de México. SEP/Martín Casillas Editores. México, D.F., 1982)

lunes, 15 de junio de 2020

Temor a la muerte, angustia de vivir

TEMOR A LA MUERTE. ANGUSTIA DE VIVIR

¿Dónde es, corazón mío, el sitio de mi vida?
¿Dónde es mi verdadera casa?
¿Dó mi mansión precisa está?
¡Yo sufro aquí en la tierra!


Cantares mexicanos
Trad. de Ángel María Garibay K.


LA CALAVERA como motivo plástico, una fantasía popular que desde hace milenios se deleita en la representación de la muerte, como el Renacimiento y el barroco en la de los angelillos y cupidos: esto fue una tremenda sorpresa y casi un trauma para los visitantes de la Exposición del Arte Mexicano en París. Se paraban ante la estatua de Coatlicue, diosa de la tierra y de la vida, que lleva la máscara de la muerte; contemplaban el cráneo de cristal de roca -uno de los minerales más duros-, tallado por un artista azteca, en innumerables horas de trabajo, con un asombroso dominio del oficio; miraban los grabados de los dibujantes populares, Manilla y Posada, que recurrían a esqueletos para comentar los sucesos sociales y políticos de su tiempo. Se enteraban de que en México hay padres que el 2 de noviembre regalan a sus niños calaveras de azúcar y chocolate en las cuales está escrito con letras de azúcar el nombre de la criatura, y que ésta se come encantada el dulce macabro, como si fuera la cosa más natural del mundo. Les fascinaba un arte popular que confeccionaba con materiales muy humildes, con tela, madera, barro y hasta con chicle, unos muñecos en forma de esqueletos, ataviados con abigarradas prendas, juguetes muy comunes y queridos por el pueblo… Paul Rivet, en una crónica sobre la exposición, habla de “motivos inesperados” y pregunta: “¿Qué decir de esos muñecos que representan una pareja de recién casados en traje de boda y son en realidad una pareja de esqueletos?” Pregunta en la que se vislumbra, además de asombro, un dejo de espanto. El europeo, para quien es una pesadilla pensar en la muerte y que no quiere que le recuerden la caducidad de la vida, se ve de pronto frente a un mundo que parece libre de esta angustia, que juega con la muerte y hasta se burla de ella… ¡Extraño mundo, actitud inconcebible!

El México antiguo no conocía el concepto del infierno. Es posible y hasta probable que en el subconsciente del pueblo, sobre todo del pueblo indígena, siga viviendo todavía el oscuro recuerdo de un más allá abierto aun al pecador. El hecho en sí es el mismo en todas partes, pero la concepción de la muerte es otra. La imagen del esqueleto con la guadaña y el reloj de arena, símbolo de lo perecedero, es en México de importación: en los casos en que se la acoge -por ejemplo, en las representaciones de la danza macabra-, se adapta, en seguida, y se aclimata, se mexicaniza, como lo vemos en Manilla y Posada. Xavier Villaurrutia, cuya poesía gira, casi enteramente, en torno a la muerte, escribió alguna vez: “Aquí se tiene una gran facilidad para morir, que es más fuerte en su atracción conforme mayor cantidad de sangre india tenemos en las venas. Mientras más criollo se es, mayor temor tenemos por la muerte, puesto que eso es lo que se nos enseña”. La carga psíquica que da un tinte trágico a la existencia del mexicano, hoy como hace dos y tres mil años, no es el temor a la muerte, sino la angustia ante la vida, la conciencia de estar expuesto, y con insuficientes medios de defensa, a una vida llena de peligros, llena de esencia demoníaca.

La íntima convicción del indio de que la vida es sufrimiento, de que el sumiso y débil es víctima de la brutalidad del fuerte -aquello que Roualt expresó al poner debajo de uno de los grabados de Miserere et Guerre la sentencia de Plauto “El hombre es el lobo del hombre”- hizo que el arte religioso del México colonial adoptara con verdadera pasión y tratara en mil conmovedoras variantes el tema del cristo martirizado, cuyo cuerpo, fustigado por inhumanos verdugos, chorrea sangre de mil pavorosas heridas. Es significativo que estas representaciones abunden en el siglo XVIII, siglo en que el indio y el mestizo, ejecutantes casi siempre anónimos, empiezan a imprimir al arte religioso su carácter y mentalidad. Y el hecho de encontrarse estas esculturas y pinturas sobre todo en las humildes iglesias pueblerinas, en aldeas de población indígena al margen de las influencias de la civilización urbana, admite la conclusión de que el martirio que el hombre inflige al hombre es una experiencia honda y primordialmente arraigada en el mundo sentimental del indio; y que el Cristo torturado es tan particularmente adorable para él porque siente su tortura como algo muy suyo. No cabe duda de que tal “patetismo del dolor material” -permítaseme citar esta frase de Werner Weisbach (El arte del barroco)- procede del realismo, o más bien, del verismo español, que se complace “en recargar la idea de la vida con imágenes de lo sangriento, terrible y espantoso”. Pero tampoco hay duda de que México se apoderó del tema con intenso fervor -comparable al fervor con el que se adueñó del estilo churrigueresco para dotarlo de la pompa y exuberancia que corresponde a su propia idiosincracia- y que el Nazareno colonial no es una simple variante del español, sino creación independiente, obra de una sensibilidad específicamente mexicana. “En los Cristos misérrimos de aullidos, de sudor y de sangre, encontramos, con la puntualidad infalible de lo extraordinario, gran parte de la dramática mitología indígena anidando, con forzado confort, en la exigua y lamentable imagen de la aldea”, dice Cardoza y Aragón, (Pintura mexicana contemporánea).

Angustia de vivir. Recordemos las palabras que el padre nahua decía a su hijita cuando ésta llegaba a la edad de seis o siete años: “...Aquí en la tierra es lugar de mucho llanto, lugar donde… es bien conocida la amargura y el abatimiento. Un viento como de obsidianas sopla y se desliza sobre nosotros… no es lugar de bienestar en la tierra, no hay alegría, no hay felicidad” (Códice Florentino, lib. VI, trad. de Miguel León-Portilla).

(Francisco Goitia: Tata Jesucristo)

Y recordemos también la obra maestra de un pintor de nuestros días, Tata Jesucristo de Francisco Goitia, quien, hablando de las dos mujeres representadas en su cuadro, dice: “Están llorando lágrimas de nuestra raza, penas y lágrimas nuestras, diferentes de las de los otros. Toda la congoja de México está en ellas”. Lo que las hace sollozar es la vida, el dolor de la vida, la incertidumbre que es la vida del hombre en la tierra.

El México antiguo no temblaba ante Mictlantecuhtli, el dios de la muerte; temblaba ante esa incertidumbre que es la vida del hombre. La llamaban Tezcatlipoca.

(Tomado de: Westheim, Paul - La Calavera. Traducción de Mariana Frenk. Lecturas Mexicanas #91, primera serie. Fondo de Cultura Económica, México, 1985)

jueves, 28 de noviembre de 2019

Jean Charlot

(Jean Charlot, fotografía por Tina Modotti)

Nació en París, Francia, en 1898; [murió en Hawaii en 1979] llegó a México en 1921. Fue uno de los iniciadores del movimiento muralista mexicano. Pintó un gran fresco en el cubo de la escalera monumental de la Escuela Nacional Preparatoria (1922-1923) y otros 3 en la Secretaría de Educación Pública. Durante su estancia en el país colaboró con el arqueólogo Sylvanus G. Morley en la reproducción de las pinturas mayas de Chichén Itzá. Inspirado en la obra de José Guadalupe Posada, contribuyó a consagrar el grabado como un arte independiente. Trabajó después algún tiempo en Estados Unidos y luego se radicó en Hawaii. Otras de sus pinturas murales se encuentran en la Universidad de Iowa (1939-1940); en el Black Mountain College, N.C. (1944); en el Colegio de Santa María, Notre Dame, Indiana (1955); en la Iglesia de San Francisco Javier, Naiserelangi, Provincia de Ra, Islas Fidji; en el First National Bank de Waikiki, Hawaii (1966); en la iglesia de San Apóstol en Mililani, Hawaii (1970); en el Hotel Ala Moana (1971), en el edificio de Trabajadores Públicos (1970-1973), este último en colaboración con E. Giddings. Ha ilustrado varios libros, entre ellos La Congregación de las hermanas de San José (Honolulu, 1958), Kittens, Cubs and Babies (Nueva York, 1959), Selections from Hawaiian Antiquities and Folk-lore (Honolulu, 1959), The Bridge of San Luis Rey (Nueva York, 1962), The timid Ghost (Nueva York, 1966) y Moanalua Petroglyphs (1973). Es autor de: Mowentihke Chalman (Honolulu, 1969), Artist on Art (Honolulu, 1972) y de un apéndice a José Clemente Orozco. El Artista en Nueva York

(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen III, Colima - Familia)

(Jean Charlot: Hawaiian Drummers. 1950)

(Street sketches: disassembled sketchbooks, DS-40.  Jean Charlot.  1922–1923.  Paper and pencil.  Mexico)

(Street sketches: disassembled sketchbooks, DS-107.  Jean Charlot.  1922–1923.  Paper and pencil.  Mexico)

(Book jacket.  The Sun, the Moon and a Rabbit.  Amelia Martinez del Rio.  Illustrated by Jean Charlot.  New York: Sheed & Ward.  1935)


Más de Jean Charlot AQUI


viernes, 22 de noviembre de 2019

José Clemente Orozco, Páginas Autobiográficas I


El estímulo de Posada
Nací en 23 de noviembre de 1883 en Ciudad Guzmán, conocida también por Zapotlán el grande, en el estado de Jalisco.
Mi familia salió de Ciudad Guzmán cuando tenía yo dos años de edad, estableciéndose por algún tiempo en Guadalajara y más tarde en la ciudad de México, por el año de 1890. En ese mismo año ingresé como alumno en la Escuela Primaria Anexa a la Normal de Maestros, que en esa época ocupaba el edificio que ha sido sucesivamente Escuela de Altos Estudios, Departamento Editorial de la Secretaría de Educación Pública y Facultad de Filosofía y Letras, en la calle de Licenciado Verdad.
En la misma calle y a pocos pasos de la escuela, tenía Vanegas Arroyo su imprenta, en donde José Guadalupe Posada trabajaba en sus famosos grabados.
Bien sabido es que Vanegas Arroyo fue el editor de extraordinarias publicaciones populares, desde cuentos para niños hasta los corridos, que eran algo así como los extras periodísticos de entonces, y el maestro Posada ilustraba todas esas publicaciones con grabados que jamás han sido superados, si bien muy imitados hasta la fecha.
Los papelerillos se encargaban de vocear escandalosamente por calles y plazas las noticias sensacionales que salían de las prensas de Vanegas Arroyo: “El fusilamiento del Capitán Cota” o “El Horrorosísimo Crimen del Horrorosísimo Hijo que mató a su Horrorosísima Madre”.
 Posada trabajaba a la vista del público, detrás de la vidriera que daba a la calle, y yo me detenía encantado por algunos minutos camino de la escuela, a contemplar al grabador, cuatro veces al día, a la entrada y salida de las clases, y algunas veces me atrevía a entrar al taller a hurtar un poco de las virutas de metal que resultaban al correr el buril del maestro sobre la plancha de metal de imprenta pintada con azarcón.
Éste fue el primer estímulo que despertó mi imaginación y me impulsó a emborronar papel con los primeros muñecos, la primera revelación de la existencia del arte de la pintura. Fui desde entonces uno de los mejores clientes de las ediciones de Vanegas Arroyo, cuyo expendio estuvo situado en una casa ya desaparecida por haber sido derribada al encontrar las ruinas arqueológicas de la esquina de las calles de Guatemala y de la República Argentina.
En el mismo expendio eran iluminados a mano, con estarcidor, los grabados de Posada y al observar tal operación recibí las primeras lecciones de colorido.

San Carlos
Bien pronto supe que en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, a dos cuadras de la Escuela Normal, había cursos nocturnos de dibujo, y con gran entusiasmo ingresé a ellos. En aquella época el patio de la academia estaba abierto, pero los corredores estaban cerrados con vidrieras y a lo largo de las paredes había infinidad de aquellas famosas litografías de Julien, la quintaesencia del academismo y que tenían que copiar con el mayor cuidado y limpieza los que querían comenzar sus estudios de arte. Dura e innecesaria disciplina.
En 1897, mi familia me envió a la escuela de Agricultura de San Jacinto a seguir por tres años la carrera de perito agrícola. Nunca me interesó la agricultura y jamás llegué a ser un perito en cuestiones agrarias, pero la educación y las enseñanzas que recibí en esa magnífica escuela fueron de mucha utilidad, pues el primer dinero que gané en la vida fue levantando planos topográficos y posiblemente hubiera sido capaz de planear un sistema de riego, construir un establo o uncir bueyes y trazar con el arado muy largos surcos en línea recta. Podía muy bien sembrar maíz, alfalfa, caña; analizar tierras y abonarlas, en fin, conocimientos bastantes para explotar la tierra. Tres años de vida en el campo, sana y alegre.
Al dejar la Escuela de Agricultura mis ambiciones crecieron y fue mi deseo ingresar en la Escuela Nacional Preparatoria, en donde permanecí por cuatro años con el vago propósito de estudiar más tarde arquitectura, pero la obsesión de la pintura me hizo dejar los estudios preparatorios para volver pocos años después a la Academia, ya con el conocimiento perfectamente definido de mi vocación.
Habiendo muerto mi padre, hube de trabajar para sostener mis estudios en la Academia. Algunas veces fui dibujante de arquitectura. Otra vez estuve por algún tiempo como dibujante en el taller gráfico de El Imparcial y otras publicaciones del señor Reyes Spíndola. Recuerdo con agrado a don Carlos Alcalde, hábil ilustrador de prensa y excelente persona.


(Tomado de: Orozco, José Clemente - Páginas autobiográficas. Cuadernos Mexicanos, año II, número 97. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F. s/f)

lunes, 19 de noviembre de 2018

Nota Roja en el Porfiriato


(Grabados, por José Guadalupe Posada)
 
Los primeros cultivadores de la nota roja son los autores de corridos y los grabadores. En el porfiriato, José Guadalupe Posada (1868-1913) convierte los crímenes más notorios en expresión artística y presenta los hechos de sangre como los cuentos de hadas de las mayorías. No la viejecita que vivía en un zapato ni el gato con botas, sino El horrorosísimo crimen del horrorosísimo hijo que mato a su horrorisísima madre o Una mujer que se divide en dos mitades, convirtiéndose en bola de fuego. En La Gaceta Callejera, Posada transforma hechos de la naturaleza social en “sensaciones”, en aquello “tan real” que es inverosímil, tan cercano a nosotros que sólo si el arte o el escándalo lo transfiguran, advertimos su definitiva lejanía. Así, el horrible asesinato de María Rodríguez que mató a su compadre de diez puñaladas porque él no quiso acceder a sus deseos, o el Tigre de Santa Julia, bandido famoso, o la Bejarano, asesina por antonomasia, o los robachicos que secuestran para vender.




Los títulos son una medida exacta del morbo: Drama sangriento en la Plazuela de Tarasquillo, Asesinato de la Mañagueña/El asesinato de Leandra Martínez por su hermano Manuel (1891)/ “Horribilísimo y espantosísimo acontecimiento! Un hijo infame envenena a sus padres y a una criatura en Pachuca (1906) / El ahorcado de la calle de Las Rejas de Balvanera. Horrible suicidio del lunes 9 de enero de 1892.

La Gaceta Callejera de Vanegas Arroyo publica a diario corridos –novelas comprimidas en verso- que Posada complementa con ilustraciones. Allí la ciudad suprimida oficialmente halla un representante flexible y ecléctico, que será, por separado y en conjunto, anticlerical y supersticioso, misógino y devoto de la Virgen, creyente en el diablo y en las infinitas apariciones de la Guadalupana. No hay contradicción: no es asunto de Posada si los criminales son ídolos populares y si los danzantes del Señor de Chalma practican el otro culto a la razón; él se concibe como medio expresivo, un relato visual donde no hay distinciones entre lo que pasa y lo que debería pasar.



En Posada, el fervor deriva de pasiones gritadas o vividas a voz en cuello en los que encarnan caprichosamente el sentido de justicia y el sentido de libertad. En el tránsito metafórico, los crímenes dejan de ser sacudimientos colectivos y devienen leyendas hogareñas. Olvidadas las víctimas, desvanecido el escalofrío inicial, queda el estupor complacido ante un relato que fija el grabado y rehace una cultura oral que es, masivamente, la que importa durante el porfiriato, y la que preserva en la ciudad leyendas y relatos de milagros.



El público (el pueblo) localiza en la nota roja a una de las prolongaciones del Catecismo. Idénticos los juegos entre fantasía y realidad (demonios y llamas voladoras visitan asesinos y pecadores en trance de muerte); idénticas las conclusiones morales: La Tierra se traga a José Sánchez por dar muerte a sus hijos y a sus padres, o los grabados sobre Los 41 maricones encontrados en un baile de la calle de la Paz el 20 de noviembre de 1901. Posada es fidedigno y es creativo: así ve el pueblo o así ve él mismo, todo pueblo, el espacio donde la Pasión y la justicia rectifican en lo que pueden los crímenes de la vida misma.

(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994)