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lunes, 10 de febrero de 2025

La caída de Tenochtitlan, 1521

 

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La caída de Tenochtitlan 

por Hernán Cortés 


Cortés no se dejó abatir por las derrota de la Noche Triste. Desde la tierra amiga de Tlaxcala prepara la vuelta a la metrópoli Imperial. La segunda marcha sobre México-Tenochtitlan y su caída constan en la tercera de las Cartas de relación del Capitán, de la cual se entresacan los siguientes párrafos.


Quiso nuestro señor dar tanto esfuerzo a los suyos que les entramos hasta los meter por el agua, a las veces a los pechos, y les tomamos muchas casas de las que están en el agua; y murieron de ellos más de seis mil ánimas entre hombres y mujeres y niños, porque los indios nuestros amigos, vista la victoria que Dios nos daba, no entendían en otra cosa sino en matar a diestro y a siniestro [...]

Aquel día se mataron y prendieron más de cuarenta mil ánimas. Y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona a quien no quebrantase el corazón. E ya nosotros teníamos más que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta crueldad, que no en pelear con los indios. La cual crueldad nunca en generación tan recia se vio ni tan fuera de toda orden de naturaleza como en los naturales de estas partes. Nuestros amigos hubieron este día muy gran despojo, el cual en ninguna manera les podíamos resistir, porque nosotros éramos obra de novecientos españoles, y ellos más de ciento y cincuenta mil hombres, y ningún recaudo ni diligencia bastaba para los estorbar que no robasen aunque de nuestra parte se hacía todo lo posible [...]

Viendo que estos de la ciudad estaban rebeldes y mostraban tanta determinación de morir o defenderse, colegí dos cosas: la una, que habíamos de haber poca o ninguna de las riqueza que nos habían tomado; y la otra, que daban ocasión y nos forzaban a que totalmente los destruyésemos. De esta postrera tenía más sentimiento, y me pesaba en el alma, y pensaba qué forma tenía para los atemorizar de manera que viniesen en conocimiento de su yerro y del daño que podían recibir de nosotros, y no hacía sino quemalles y derrocalles las torres de sus ídolos y sus casas. E porque lo sintiesen más, este día hice poner fuego a estas casas grandes de la plaza, donde, la otra vez que nos echaron de la ciudad, los españoles y yo estábamos aposentados, que eran tan grandes, que un príncipe con más de seiscientas personas de su casa y servicio se podía aposentar en ellas; y otras que estaban junto a ellas, que, aunque algo menores, eran muy más frescas y gentiles, y tenían en ellas Muteczuma todos los linajes de aves que en estas partes había; y aunque a mí me pesó mucho, porque a ellos les pesaba mucho más, determiné de las quemar, de que los enemigos mostraron harto pesar, y también los otros sus aliados de la laguna, porque éstos ni otros nunca pensaron que nuestra fuerza bastase a les entrar tanto en la ciudad, y esto les puso harto desmayo [...]

Miré [desde una torre] lo que teníamos ganado de la ciudad, que sin duda de ocho partes teníamos ganado las siete; e viendo que tanto número de gente de los enemigos no era posible sufrirse en tanta angostura, mayormente que aquellas casas que les quedaban eran pequeñas, y puesta cada una sobre sí en el agua y sobre todo la grandísima hambre que entre ellos había, y que por las calles hallábamos roídas las raíces y cortezas de los árboles, acordé de los dejar de combatir por algún día, y movelles algún partido por donde no pereciese tanta multitud de gente; que cierto me ponían en mucha lástima y dolor el daño que en ellos se hacía, y continuamente les hacía acometer con la paz; y ellos decían que en ninguna manera se habían de dar, y que uno solo que quedase había de morir peleando, y que de todo lo que teníamos no habíamos de haber ninguna cosa, y que lo habían de quemar y echar al agua, donde nunca pareciese. Y yo, por no dar mal por mal, disimulaba el no les dar combate.

Otro día siguiente tornamos a la ciudad, y mandé que no peleasen ni hiciesen mal a los enemigos. Y como ellos veían tanta multitud de gente sobre ellos y conocían que los venían a matar sus vasallos y los que solían mandar, y veían su extrema necesidad, y como no tenían donde estar sino sobre los cuerpos muertos de los suyos, con deseo de verse fuera de tanta desventura, decían que por qué no los acabábamos ya de matar; y a mucha priesa dijeron que me llamasen, que me querían hablar. E como todos los españoles deseaban que ya esta guerra se concluyese, y habían lástima de tanto mal como hacian, holgaron mucho, pensando que los indios querían paz. Con mucho placer viniéronme a llamar y a importunar que me llegase a una albarrada donde estaban ciertos principales, porque querían hablar conmigo. Aunque yo sabía que había de aprovechar poco mi ida, determiné de ir, como quien quiera que bien sabía que no darse estaba solamente en el señor y otros tres o cuatro principales de la ciudad, porque la otra gente, muertos o vivos, deseaban ya verse fuera de allí. Y llegado al albarrada, dijéronme que pues ellos me tenían por hijo del sol, y el sol en tanta brevedad como era en un día y una noche daba vuelta a todo el mundo, que por qué yo así brevemente no los acababa de matar y los quitaba de penar tanto, porque ya ellos tenían deseos de morir y irse al cielo para su Ochilobus que los estaba esperando para descansar; y este ídolo es el que en más veneración ellos tienen. Yo les respondí muchas cosas para los atraer a que se diesen, y ninguna cosa aprovechaba, aunque en nosotros veían más muestras y señales de paz que jamás a ningunos vencidos se mostraron, siendo nosotros, con el ayuda de Nuestro Señor, los vencedores.




(Tomado de: González, Luis. El entuerto de la Conquista. Sesenta testimonios. Prólogo, selección y notas de Luis González. Colección Cien de México. SEP. D. F., 1984)

domingo, 3 de noviembre de 2024

Rendición de Michoacán, 1522

 


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Rendición de Michoacán 

Por Jerónimo de Alcalá 

Como es bien sabido, el otro gran imperio de Mesoamérica, el Imperio Purhé, cuya capital no era menos lacustre que Tenochtitlan, no opuso resistencia a los hombres vestidos de hierro y a los indios hispanistas que encabezaba Cristóbal de Olid, uno de los capitanes de Cortés. De esa rendición se ocupa el párrafo de la Relación de Michoacán transcrito enseguida. 


Y antes de que llegasen los españoles, sacrificaron los de Michoacán ochocientos esclavos de los que tenían encarcelados, porque no se les huyesen con la venida de los españoles y se hiciesen con ellos. Y saliéronles a recibir de guerra Huzizilzi y su hermano Don Pedro y todos los caciques de la Provincia y señores con gente de guerra. Y llegaron a un lugar, obra de media legua de la ciudad por el camino de México en un lugar llamado Api e hicieron allí una raya a los españoles y dijéronles que no pasasen más adelante, que les dijesen a que venían y que si los venían a matar. Respondióles el capitán: 

-No os queremos matar, veníos de largo aquí donde estamos, quizá vosotros nos queréis dar guerra.

Dijeron ellos:

-No queremos.

Díjoles el capitán Cristóbal de Olí:

-Pues dejad los arcos y flechas y venid donde nosotros estamos.

Y dejáronlos y fueron donde estaban los españoles parados en el camino todos los señores y caciques con algunos arcos y flechas y recibiéronlos muy bien y abrazáronlos a todos y llegaron todos a los patios de los cúes grandes y soltaron allí los tiros. Y cayéronse todos los indios en el suelo, de miedo y empezaron a escaramuzar en el patio, que era muy grande. 

Y fueron después a las casas del cazonci y viéronlas y tornáronse al patio de los cinco cúes grandes y aposentáronse en las casas de los papas que tenían diez varas -que ellos llaman pirimu- en ancho y en los cúes que estaban las entradas de los cues y las gradas llenas de sangre del sacrificio que habían hecho. Y aún estaban por allí muchos cuerpos de los sacrificados. Y llegábanse los españoles y mirábanles si tenían barbas. Y como subieron a los cúes y echaron las piedras del sacrificio a rodar, por las gradas abajo y a un dios que estaba allí llamado Curitacaheri, mensajero de los dioses. Y mirábalo la gente y decía:

-¿Por qué no se enojan nuestros dioses, cómo no los maldicen?

Y trujeronles mucha comida a los españoles y no había mujeres en la ciudad, que todas se habían huido y venido a Pázcuaro y a otros pueblos. Y los varones molían en las piedras para hacer pan para los españoles y los señores y viejos. Y estuvieron los españoles seis lunas en la ciudad (cada luna cuenta esta gente veinte días) con todo su ejército y gente de México. Y a todos los proveían de comer pan y gallina y huevos y pescado, que hay mucho en la laguna. 

Y desde a cuatro días que llegaron, empezaron a preguntar por los ídolos y dijéronles los señores que no tenían ídolos, y pidiéronles sus atavíos y lleváronles muchos plumajes y rodelas y máscaras, y quemáronlo todos los españoles, en el patio. Después de esto empezáronles a pedir oro y entraron muchos españoles a buscar oro a las casas del cazonci.


(Tomado de: González, Luis. El entuerto de la Conquista. Sesenta testimonios. Prólogo, selección y notas de Luis González. Colección Cien de México. SEP. D. F., 1984)

lunes, 29 de abril de 2024

La Noche Triste y otros descalabros

 

14

La Noche Triste y otros descalabros 

por Hernán Cortés


A la etapa de amor entre Hernán Cortés y la ciudad de Tenochtitlán siguió una serie de desavenencias que culminan en el episodio conocido con el nombre de la Noche Triste. A los españoles, acosados por todas partes, no les queda otro recurso que abandonar la ciudad. Esa desastrosa retirada es referida por Cortés en sus Cartas de Relación a Carlos V.


[...] Y así quedaron aquella noche con victoria y ganadas las dichas cuatro puentes; y yo dejé en las otras cuatro buen recaudo y fui a la fortaleza e hice hacer una puente de madera que llevaban cuarenta hombres; y viendo el gran peligro en que estábamos y el mucho daño que los indios cada día nos hacían, y temiendo que también deshiciesen aquella calzada como las otras, y deshecha era forzado morir todos, y porque de todos los de mi compañía fue requerido muchas veces que me saliese, y porque todos o los más estaban heridos y tan mal que no podían pelear, acordé de lo hacer aquella noche, y tomé todo el oro y joyas de vuestra majestad que se podían sacar y púselo en una sala y allí lo entregué con ciertos líos a los oficiales de vuestra alteza, que yo en su real nombre tenía señalados, y a los alcaldes y regidores y a toda la gente que allí estaba le rogué y requerí que me ayudase a lo sacar y salvar, y di una yegua mía para ello, en la cual se cargó tanta parte cuanta yo podía llevar; y señalé ciertos españoles, así criados míos como de los otros, que viniese con el dicho oro y yegua, y lo demás lo dichos oficiales y alcaldes y regidores y yo lo dimos y repartimos por los españoles para que lo sacasen.

Desamparada la fortaleza, con mucha riqueza así de vuestra alteza como de los españoles y mía, me salí lo más secreto que yo pude, sacando conmigo un hijo y dos hijas del dicho Muteczuma y Cacamacín, señor de Aculuacán, y al otro su hermano que yo había puesto en su lugar, y a otros señores de provincias y ciudades que allí tenía presos. Y llegando a las puentes que los indios tenían quitadas, a la primera de ellas se echó la puente que yo traía hecha, con poco trabajo, porque no hubo quien la resistiese excepto ciertas velas que en ella estaban, las cuales apellidaban tan recio que antes de llegar a la segunda estaba infinita gente de los contrarios sobre nosotros combatiéndonos por todas partes, así desde el agua como de la tierra; y yo pasé presto con cinco de caballo y cien peones, con los cuales pasé a nado todas las puentes y las gané hasta la tierra firme. Y dejando aquella gente a la delantera, torné a la rezaga donde hallé que peleaban reciamente, y que era sin comparación el daño que los nuestros recibían, así los españoles, como los indios de Tascaltécal que con nosotros estaban, y así a todos los mataron, y muchos naturales de los españoles; y asímismo habían muerto muchos españoles y caballos y perdido todo el oro y joyas y ropa y otras muchas cosas que sacábamos y toda la artillería.

Recogidos los que estaban vivos, échelos adelante, y yo y con tres o cuatro de caballo y hasta veinte peones que osaron quedar conmigo, me fui en la rezaga peleando con los indios hasta llegar a una ciudad que se dice Tacuba, que está fuera de la calzada, de que Dios sabe cuánto trabajo y peligro recibí; porque todas las veces que volvía sobre los contrarios salía lleno de flechas y viras y apedreado, porque como era agua de la una parte y de otra, herían a su salvo sin temor. A los que salían a tierra, luego volvíamos sobre ellos y saltaban al agua, así que recibían muy poco daño si no eran algunos que con los muchos se tropezaban unos con otros y caían y aquellos morían. Y con este trabajo y fatiga llevé toda la gente hasta la dicha ciudad de Tacuba, sin me matar ni herir ningún español ni indio, sino fue uno de los de caballo que iba conmigo en la rezaga; y no menos peleaban así en la delantera como por los lados, aunque la mayor fuerza era en las espaldas por do venía la gente de la gran ciudad.

y llegado a la dicha ciudad de Tacuba hallé toda la gente remolineada en una plaza, que no sabían dónde ir, a los cuales yo di prisa que se saliesen al campo antes de que se recreciese más gente en la dicha ciudad y tomasen las azoteas porque nos harían de ellas mucho daño. Y los que llevaban la delantera dijeron que no sabían por dónde habían de salir, y yo los hice quedar en la rezaga y tomé la delantera hasta los sacar fuera de la dicha ciudad, y esperé en unas labranzas; y cuando llegó la rezaga supe que habían recibido algún daño, y que habían muerto algunos españoles e indios, y que se quedaba por el camino mucho oro perdido, lo cual los indios cogían; y allí estuve hasta que pasó toda la gente peleando con los indios, en tal manera, que los detuve para que los peones tomasen un cerro donde estaba una torre y aposento fuerte, el cual tomaron sin recibir algún daño porque no me partí de allí ni dejé pasar los contrarios hasta haber tomado ellos el cerro, en que Dios sabe el trabajo y fatiga que allí se recibió, porque ya no había caballo, de veinte y cuatro que nos habían quedado, que pudiese correr, ni caballero que pudiese alzar el brazo, ni peón sano que pudiese menearse. Llegados al dicho aposento nos fortalecimos en él, y allí nos cercaron y estuvimos cercados hasta noche, sin nos dejar descansar una hora. En este desbarato se halló por copia, que murieron ciento y cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos, y más de dos mil indios que servían a los españoles, entre los cuales mataron al hijo e hijas de Muteczuma, y a todos los otros señores que traíamos presos.

Y aquella noche, a media noche, creyendo no ser sentidos, salimos del dicho aposento muy calladamente, dejando en él hechos muchos fuegos, sin saber camino ninguno ni para dónde íbamos, más de que un indio de los de Tascaltécal nos guiaba diciendo que él nos sacaría a su tierra si el camino no nos impedían. Y muy cerca estaban guardas que nos sintieron y muy presto apellidaron muchas poblaciones que había a la redonda, de las cuales se recogió mucha gente y nos fueron siguiendo hasta el día, que ya que amanecía, cinco de caballo que iban delante por corredores, dieron en unos escuadrones de gente que estaban en el camino y mataron algunos de ellos, los cuales fueron desbaratados creyendo que iba más gente de caballo y de pie.


Y porque vi que de todas partes se recrecía la gente de los contrarios concerté allí la de los nuestros, y de la que había sana para algo, hice escuadrones; y puse en delantera y rezaga y lados, y en medio, los heridos; y asimismo repartí los de caballo, y así fuimos todo aquel día peleando por todas partes, en tanta manera que en toda la noche y día no anduvimos más de tres leguas; y quiso Nuestro Señor que ya que la noche sobrevenía, mostrarnos una torre y buen aposento en un cerro, donde asimismo nos hicimos fuertes. Y por aquella noche nos dejaron, aunque, casi al alba, hubo otro cierto arrebato sin haber de qué, más del temor que ya todos llevábamos de la multitud de gente que a la continua nos seguía al alcance. Otro día me partí a una hora del día por la orden ya dicha, llevando la delantera y rezaga a buen recaudo, y siempre nos seguían de una parte y de otra los enemigos, gritando y apellidando toda aquella tierra, que es muy poblada; y los de caballo, aunque éramos pocos, arremetíamos y hacíamos poco daño en ellos, porque como por allí era la tierra algo fragosa, se nos acogían a los cerros; y de esta manera fuimos aquel día por cerca de unas leguas, hasta que llegamos a una población buena, donde pensamos haber algún reencuentro con los del pueblo, y como llegamos lo desampararon, y se fueron a otras poblaciones que estaban por allí a la redonda.


y allí estuve aquel día, y otro, porque la gente, así heridos como los sanos, venían muy cansados y fatigados y con mucha hambre y sed. Y los caballos asimismo traíamos bien cansados, y porque allí hallamos algún maíz, que comimos y llevamos por el camino, cocido y tostado; y otro día nos partimos, y siempre acompañados de gente de los contrarios, y por la delantera y rezagada nos acometían gritando y haciendo algunas arremetidas, y seguimos nuestro camino por donde el indio tascaltécal nos guiaba, por el cual llevábamos mucho trabajo y fatiga, porque nos convenía ir muchas veces fuera de camino. Y ya que era tarde, llegamos a un llano donde había unas casas pequeñas donde aquella noche nos aposentamos, con harta necesidad de comida.

Y otro día, luego por la mañana, comenzamos a andar, y aún no éramos salidos al camino, cuando ya la gente de los enemigos nos seguía por la rezaga, y escaramuzando con ellos llegamos a un pueblo grande, que estaba dos leguas de allí, y a la mano derecha de él estaban algunos indios encima de un cerro pequeño; y creyendo de los tomar, porque estaban muy cerca del camino, y también por descubrir si había más gente de lo que parecía, detrás del cerro, me fui con cinco de caballo y diez o doce peones, rodeando el dicho cerro, y detrás de él estaba una gran ciudad de mucha gente, con los cuales peleamos tanto, que por ser la tierra donde estaba algo áspera de piedras, y la gente mucha y nosotros pocos, nos convino retraer al pueblo donde los nuestros estaban; y de allí salí yo muy mal en la cabeza de dos pedradas. Y después de me haber atado las heridas, hice salir los españoles del pueblo porque me pareció que no era aposento seguro para nosotros; y así caminando, siguiéndonos todavía los indios en harta cantidad, los cuales pelearon con nosotros tan reciamente que hirieron a cuatro o cinco españoles y otros tantos caballos, y nos mataron un caballo que aunque Dios sabe cuánta falta nos hizo y cuánta pena recibimos con habérnosle muerto, porque no teníamos después de Dios otra seguridad sino la de los caballos, nos consoló su carne, porque la comimos sin dejar cuero ni otra cosa de él, según la necesidad que traíamos; porque después que de la gran ciudad salimos ninguna otra cosa comimos sino maíz tostado y cocido, y esto no todas veces ni abasto, y hierbas que cogíamos el campo.


Y viendo que de cada día sobrevenía más gente y más recia, y nosotros íbamos enflaqueciendo, hice aquella noche que los heridos y dolientes, que llevábamos a las ancas de los caballos y a cuestas, hiciesen muletas y otra manera de ayudas como se pudiesen sostener y andar, porque los caballos y españoles sanos estuviesen libres para pelear. Y pareció que el Espíritu Santo me alumbró con este aviso, según lo que a otro día siguiente sucedió; que habiendo partido en la mañana de este aposento y siendo apartados legua y media de él, yendo por mi camino, salieron al encuentro mucha cantidad de indios, y tanta, que por la delantera, lados ni rezaga, ninguna cosa de los campos que se podían ver, había de ellos vacía. Los cuales pelearon con nosotros tan fuertemente por todas partes, que casi no nos conocíamos unos a otros, tan revueltos y juntos andaban con nosotros, y cierto creíamos ser aquel el último de nuestros días, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban, por ir, como íbamos, muy cansados y casi todos heridos y desmayados de hambre. Pero quiso Nuestro Señor mostrar su gran poder y misericordia con nosotros, que, con toda nuestra flaqueza, quebrantamos su gran orgullo y soberbia, en que murieron muchos de ellos y muchas personas muy principales y señaladas; porque eran tantos, que los unos a los otros se estorbaban que no podían pelear ni huir. Y con este trabajo fuimos mucha parte del día, hasta que quiso Dios que murió una persona tan principal de ellos, que con su muerte cesó toda aquella guerra.



(Tomado de: González, Luis. El entuerto de la Conquista. Sesenta testimonios. Prólogo, selección y notas de Luis González. Colección Cien de México. SEP. D. F., 1984)

lunes, 16 de octubre de 2023

El derrotismo tenochca

 


II

El derrotismo tenochca

Por Bernardino de Sahagún


Un macehual informó a Motecuhzoma, el emperador de México-Tenochtitlan, de la llegada a "orillas de la mar grande" de una como "torres o cerros pequeños que venían flotando por encima del mar" y transportaban gentes de "carnes muy blancas". Desde ese instante, el emperador, según sus allegados, "ya no supo de sueño, ya no supo de comida. Casi cada momento, suspiraba. Estaba desmoralizado", pues creía que era el cumplimiento de los ocho "presagios y augurios que se dieron todavía antes de que los españoles llegaran a estas tierras". Según informes recogidos por fray Bernardino de Sahagún, que constan en el libro XII de su Historia general de las cosas de Nueva España, los fenómenos que propiciaron la actitud derrotista de Motecuhzoma y su corte fueron los siguientes, de acuerdo con la versión castellana de Wigberto Jiménez Moreno.


Diez años antes de que los españoles llegaran por primera vez se mostró en el cielo una serie de funestos augurios, como un mechón de fuego, como una llama de fuego, como una aurora, que estaba extendida cuando fue visible, como enclavada en el cielo.

Estaba en su base ancha, arriba aguda. Hacia el centro del cielo, hasta el corazón del cielo subió, hasta el corazón del cielo subió.

Se veía allá en el oriente y alcanzaba su máximum a medianoche; cuando venía la aurora matutina, hasta entonces el sol la desalojaba.

Después de haber llegado se levantaba durante un año entero (en el año "doce casas" comenzó) y cuando se mostró provocó un gran estrépito. Se pegaron sobre la boca, se tenía gran miedo; abandonaron su ocupación habitual, se desesperaron.

En segunda augurio funesto fue aquí en México. Se quemó por sí mismo, se incendió sin que alguien lo hubiera encendido, encendiéndose por sí mismo, el templo del diablo Vitzilopochtli, el famoso lugar del nombre llamado Tlacateccan.

Parecía como si las columnas ardieran, como si del interior de las columnas saliera la llama del fuego, la lengua del fuego, el fuego rojo; muy rápido se quemaron las jambas de madera. Entonces surgió un gran estrépito y ellos dijeron: "Mexicanos, acudid rápidamente con vuestros cántaros para apagar el fuego."

Y cuando echaron agua encima para apagarlo, tanto más el fuego echó llamas; no podía ser apagado, ardía más.

Tercer augurio funesto: entre rayos y truenos se incendió un templo, una choza llamada Tzomolco, el templo de Xiuhtecutli, el dios del fuego. No llovía fuertemente, sólo lloviznaba, y ellos vieron en esto un augurio funesto; díjose que se trataba sólo de un rayo de verano; tampoco se oía un trueno.

Cuarto augurio funesto: cuando el sol todavía estaba presente, bajo un meteoro. Triple era: vino de la región del poniente del sol y se fue a la región oriente, como una lluvia fina de chispas; a lo lejos se ensancharon sus colas, a lo lejos se extendieron sus colas, al notarse esto, se levantó un gran estrépito que se excedió como un alboroto general de sonajas.

Quinto augurio funesto: el agua hirvió sin viento que la hiciera hervir, como agua hervida, como agua hervida con ruido de estallar. A lo lejos se extendió y mucho; subió en lo alto y las olas llegaron al basamento de las casas y los desbordaron, y las casas fueron atacadas por las aguas y se derrumbaron. Esto es nuestro lago de México.

Sexto augurio funesto: frecuentemente se oía una mujer que lloraba, gritaba durante la noche, gritaba mucho y decía: "¡Mis queridos hijos, nos partimos (nos arruinamos)!" A veces les decía: "Hijitos míos, ¿a dónde os llevaré?"

Séptimo augurio funesto: un día cazaron o metieron redes para aves la gente que vive cerca del agua, y cogieron un pájaro de color gris, ceniciento, como una grulla; entonces vinieron a mostrarlo a Motecuhzoma en la casa del color negro, el tlillancalmécac.

El sol ya estaba poniéndose, pero siempre había claridad; una suerte de espejo se encontraba encima (de la cabeza del pájaro), como un disco redondo con un gran agujero en el centro.

Allí aparecía el cielo, los astros, la constelación del taladrador del fuego. Y cuando miró otra vez la cabeza del pájaro un poco más allá, vio llegar algo como gentes (o cañas) enhiestas, como conquistadores armados para la guerra, llevados por venados. Y entonces el Rey convocó a los intérpretes y a los sabios y les dijo: ¿No sabéis lo que he visto, como gente (o cañas) que llega rectamente? Y ya querían contestarle lo que vieron, cuando desapareció (el pájaro); no vieron nada más.

Octavo augurio funesto: se mostraron delante la gente con frecuencia hombres monstruosos que tenían dos cabezas, pero un solo cuerpo. Los llevaron a la casa del color negro, el tlillancalmécac; allá los vio el Rey, y después de haberlos visto, desaparecieron.



(Tomado de: González, Luis. El entuerto de la Conquista. Sesenta testimonios. Prólogo, selección y notas de Luis González. Colección Cien de México. SEP. D. F., 1984)