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domingo, 2 de diciembre de 2018

El cultivo de la vainilla

 
 
La vainilla también es cultivada en las regiones cálidas, y más exclusivamente en el estado de Veracruz. La planta pertenece a la familia de la orquídea trepadora. Es una planta suave, suculenta, de hojas gruesas de 25 centímetros de largo; trepa a los árboles altos y hunde sus raíces en la corteza, y su nutrición proviene principalmente del aire. El hermoso pimpollo blanco con su labelo color verde tiene apenas un poco de aroma; ni siquiera la cápsula madura despide mucho olor. El aroma se obtiene principalmente por fermentación artificial. Las vainas maduras deben envolverse en paños de lana y colocarse en una caja, encima de una hoguera de paja a baja temperatura. Cuando calienta el sol, las vainas se exponen al aire libre, y al acercarse la noche hay que envolverlas de nuevo.
 
 

En los días lluviosos, a falta de sol se emplea el calor artificial y el secado se realiza sobre bateas delgadas y planas de bambú, suspendidas a cierta altura sobre las brasas de carbón. Es preciso estar moviendo constantemente las vainas. Si se secan desigualmente, hay que retirar las que aún permanecen verdes y envolverlas por separado en trozos de franela, hasta que el color café (color canela) sea igual en todas ellas. El procedimiento no es nada sencillo, ya que la cápsula puede no llegar a endurecerse a menos que se disipe la esencia oleosa que contiene. Sin embargo, si se enmohece puede echarse a perder y una sola vaina enmohecida arruinaría a las demás si no es eliminada inmediatamente.

En un país como México, donde escasea la mano de obra, es natural que no puedan realizarse en gran escala las tareas que exigen una minuciosa atención. Por esta razón, el indio y los miembros de su familia son quienes se ocupan del cultivo y de la preparación de la vainilla.

La planta crece silvestre en los bosques de la costa (hay especies que se dan en altitudes hasta de 3000 pies); pero la de mejor calidad es la que cultivan los indios de la tribu totonaca, que habitan en los distritos de Papantla, Misantla y Nautla. En las florestas jóvenes se elimina parte de la maleza y enseguida se pone en el suelo un trozo de tallo de vainilla, en tierra floja, sujetándolo con un cordón al tronco de un árbol. La cosecha comienza más o menos al tercer año. Pero los indios también andan en busca de la vainilla silvestre en el bosque y la preparan siguiendo todas las maniobras del caso, especialmente en la parte meridional del estado de Veracruz, en los municipios de Tuxtla, Acayucan y Tlacotalpan. En la costa del Pacífico, en el sur de la República, hay muchas de las mejores especies de vainilla en los bosques, pero poca gente las ha visto y, por lo tanto, permanecen intactas.
 
 

(Tomado de: Carl Christian Sartorius – México hacia 1850)



jueves, 22 de noviembre de 2018

La hora de comer, 1850




Es imposible conocer bien una ciudad a menos que se dedique uno a vagar a toda hora del día por esas calles de Dios y a observar el comportamiento de la gente. La hora habitual de la comida es entre las dos y las cuatro de la tarde, y esto incluye a todas las clases sociales. Ese lapso es el más tranquilo en las calles; todo el mundo está en su casa; tiendas y talleres han cerrado sus puertas; inclusive los trabajadores a destajo disponen al menos de una hora que aprovechan para fumar un cigarrillo o tomar la siesta.

Solamente los domingos se ven las calles animadas a esas horas, y esto se debe, en parte, a los muchos provincianos que llegan de visita a la ciudad y, en parte, a los paseantes. Las comidas en los hoteles no ofrecen nada especial, pues los platillos son preparados a la europea; pero en muchas de las casas inferiores uno puede observar sobre el piso hornillas humeantes donde se preparan viandas curiosas. Como las puertas que dan a la calle están abiertas de par en par, podemos observar las cazuelas sobre las hornillas, algunas con mole y otras con frijoles negros. Multitud de personas entran o salen de un pequeño departamento cercano a la cocina; son arrieros con sus collares de cuero, rancheros, soldados, obreros, etcétera. Estos establecimientos donde preparan comidas son llamados “fondas” y sirven a las clases de bajos recursos, ya que por un real (alrededor de seis peniques) puede uno obtener una comida completa, incluyendo un vaso de pulque.

No lejos de ahí hay otros lugares menos limpios, en los que se ve a las indias, con parte del cuerpo desnudo o mal cubierto, arrodilladas en el suelo y moliendo maíz en el metate, en tanto que otras manipulan la masa para hacer las tortillas y las cuecen sobre sartenes planas hechas de arcilla (comales). Precisamente los que rondan por las inmediaciones de las fondas, rechazan el pan de trigo; para ellos la tortilla es absolutamente indispensable, y a propósito, es más sabrosa que el pan cuando uno la come con picosos guisados y con frijoles.

En esos lugares no se utilizan cuchillos ni tenedores, los manteles no son precisamente blancos y las servilletas han adquirido el color de los guisados; huelen no exactamente a eau de mille fleurs, pero provocan el estornudo por estar impregnados de chile. Los comensales de este barrio tienen una costumbre singular: después de la comida (que termina siempre con algo dulzón o con un terrón de azúcar) toman un gran vaso de agua, se persignan al tiempo que pronuncian las palabras: “bendito sea Dios”, y luego, con la boca abierta y haciendo mucho ruido, dejan que el gas acumulado en su estómago se convierta en un regüeldo, que es modulado con cierta dosis de virtuosismo, si se me permite la expresión. La gente común considera que esta práctica es salutífera e, incluso, personas de la más alta posición no la desdeñan, sobre todo en familia, observándose más a menudo en el aldeano y el comerciante. Don Quijote sugiere no hablar de esto, pero no prohíbe la práctica.

Mucha gente come en la calle y luego disfruta de una siesta. Por ejemplo, los colocadores de ladrillos, albañiles, adoquinadores y cargadores, suelen llevar consigo sus alimentos. Se sientan, juntamente con la esposa y los niños, en algún reborde del pavimento o en la escalinata del templo, y allí disfrutan de su alimento con tanto gusto como si estuvieran reclinados en un triclinio romano. Algunos grupos llevan sus platillos al mismo lugar y la variedad aumenta. ¡Y hay que oír los cumplidos y los elogios que se hacen unos y otros sobre la manera excelente de preparar las viandas! “En verdad, doña Mariquita –dice un colocador de ladrillos-, usted sí sabe preparar los más deliciosos bocados mejor que nadie en la ciudad; ¡qué delicioso es este platillo!” “¡Oh, favor que usted me hace! –responde la mujer-. Mi marido se queja de que nunca cocino cosas tan buenas como las que prepara la esposa de usted, doña Camila”, etcétera. Estas personas se tratan entre ellas con gran cortesía, como si hubieran tomado clases de urbanidad. Los que venimos del norte nos sorprendemos de lo poco que come esta gente trabajadora. Un rechoncho campesino británico devoraría en una sentada todo lo que a una familia mexicana le alcanzaría para el día entero.
 
(Tomado de: Carl Christian Sartorius – México hacia 1850)

jueves, 15 de noviembre de 2018

Urbanidad a la mexicana II

[El carácter de los indígenas]

El carácter de las tribus que tuve oportunidad de tratar no es, en lo general, franco y abierto, sino cerrado, desconfiado y calculador. El indio no solamente levanta ese muro de defensa contra los miembros de otra tribu y contra los descendientes de sus opresores, lo cual sería muy natural; sino también contra su propia gente. Esta tradición está en su lenguaje, en sus maneras y en su historia. De esta suerte, las salutaciones de los indios entre ellos, especialmente las de las mujeres, son todo un galimatías de deseos y de preguntas sobre la salud, repetidas monótona e indiferentemente por los dos lados, aun sin mirarse una a la otra, y a veces sin detenerse. El indio que desea obtener algo de otro, nunca se lo pide directamente o sin rodeos; primero le hace un pequeño regalo, en seguida elogia esto o aquello, y al final formula su deseo. Si un indio tiene algo que preguntarle al juez o al alcalde de su aldea, y aun cuando su demanda sea plenamente justificada, quien por supuesto es también un indio como él, y posiblemente un pariente suyo, primeramente envía a un íntimo amigo con una botella de aguardiente o con una gallina gorda para asegurarse de que el funcionario que recibirá tal presente lo recibirá de buen grado. A menudo acudieron a verme grupos de vecinos de las aldeas indias para pedirme consejo acerca de sus problemas locales; tales grupos constaban de diez o doce personas, por el temor de que un solo emisario pretendiera sacar provecho del asunto en alguna forma. El grupo entero entraba en mi cuarto, un indio tras otro, y a la cabeza iba un gran dignatario que llevaba la voz; cada uno de los visitantes llevaba en la mano algún presente. El que hacía las veces de jefe comenzaba cumplimentándome con una serie de reverencias y diciendo: “Buenos días, padre, ¿cómo está usted?, ¿cómo está nuestra madre, su esposa, y los niños? Vea usted: le traemos esta nimiedad, es pequeña, porque somos pobres; pero debe tomarla por nuestro buen deseo, más que por lo que es.” En seguida, todos se acercaban para entregarme aves, huevos y diversas frutas. Era totalmente inútil que yo rehusara. Respondía: “Usted conoce a mis hijos. Yo no puedo aceptar esto. Si puedo serles útil a ustedes, los atenderé con mucho gusto. Guarden sus regalos y díganme lo que desean.”

“No, padre, no hablaremos si usted rechaza estas cosas…” al terminar el diálogo, y después de que la honorable embajada de vecinos era invitada a sentarse, los mayores se acomodaban en el piso, en semicírculo, a pesar de que no faltaban las sillas; sólo el portavoz permanecía de pie y por medio de un discurso cuidadosamente estudiado exponía sus deseos, mientras los demás asentían de vez en cuando con la cabeza como para reforzar las palabras del que hablaba.

En sus negociaciones los indios actúan como verdaderos diplomáticos, y les gusta expresarse con ambigüedad, con el objeto de poder después interpretar con ventaja para ellos todo cuanto se hubiere hablado. En los tratos con ellos, uno debe tener en cuenta que todas las condiciones sean especificadas de manera precisa.

Si después de una transacción de esta índole usted les ofrece una copa de ron, todas las caras se iluminan y unos y otros se intercambian miradas significativas; ellos prefieren tomar licor fuera de la puerta, y el hombre que regresa con su vaso vacío ciertamente sabe cómo expresar su gratitud en forma tal que pueda asegurarse una segunda copa.
(Tomado de: Carl Christian Sartorius – México hacia 1850)

martes, 30 de octubre de 2018

Día de Muertos, 1850




Otra costumbre que ha sido conservada por toda la población, pero que para los indios tiene un significado especial, es la festividad de “Todos los Santos”. Para los mexicanos ha adquirido un sello nacional que proviene de los aborígenes y que, gradualmente, ha sido adoptada por los mestizos y aun por los criollos. No es ciertamente el festival basado en ritos de la Iglesia romana, porque esto, aquí, es sólo una consideración secundaria; en rigor viene a ser un antiguo festival indio, añadido a las celebraciones cristianas, debido a la prudencia de los sacerdotes católicos, quienes consideraron que esta costumbre ya estaba demasiado arraigada entre los neocatólicos. Antes de la fecha consagrada a todos los santos, la gente suele hacer muchas compras. Hay que usar ese día un vestido nuevo, zapatos nuevos, ponerse nuevos adornos. Las mujeres compran vajillas nuevas de todas clases, esteras multicolores, pequeños cestos de hojas de palma (tompiatl) y otros productos; sobre todo la compra de cirios de cera es la que más atareada tiene a la gente.
 
 Durante varias semanas, antes de la fecha, se observa gran actividad entre los comerciantes minoristas. Cada uno de ellos trata de adquirir cera a un precio razonable; los fabricantes de velas trabajan hasta en sus casas elaborando cirios de todos los tamaños y, por las tardes, la familia entera se ocupa de adornar las velas con cintas de papel de colores. No hay casa ni cabaña que carezca de cirios de cera; hasta el trabajador más pobre prefiere quedarse sin pan, pero no sin un cirio; y los indios dedican a la compra de este producto sus ingresos de varias semanas.

Estos hábitos no se ven mucho en las ciudades grandes; las clases altas se abstienen en lo posible de adoptar costumbres plebeyas; si queremos ver un festival en su forma antigua, tendremos que trasladarnos a alguna aldea.

Los que tienen la fortuna de hacerse de un padrino entre los indios, deben ir a visitar a sus “compadres” el día primero de noviembre. La calle, frente a la casa, esta limpiamente barrida y delante de la puerta hay una gran cruz cubierta de siemprevivas. El indio las llama “cempasúchil” y procura cultivarlas cerca de su cabaña. La casa está arreglada como en días de fiesta; hay flores ante todas las imágenes de santos adosadas al muro; entre éstas, hay una corona de flores y dos cirios encendidos en sus candeleros de barro. No se ve a nadie en casa, pero cerca de allí se escucha el palmoteo de las tortillas.

Observemos a través de la puerta este sanctorum de las mujeres. Tres robustas doncellas preparan la masa en los metates; pero allí está nuestra “comadre” con un cuchillo en la mano, como Judith frente a Holofernes; en este caso su víctima es un enorme pavo. En un rincón se encuentra un segundo guajolote, sentenciado a correr la misma suerte que el primero; no lejos de allí se encuentran cuando menos seis gallinas; todo listo para la comilona. Le pregunto después de saludarla: “Dígame, comadre, ¿qué va a hacer con tantas provisiones? ¿Acaso se va a casar una de las muchachas?” Las tres se miran pícaramente unas a otras. “Ojalá –dice la mamá entre risitas-, así me quitarían una de mis preocupaciones; pero esas gallinas que ve usted son para el día de muertos, y ya nos hará usted el honor de probar el tlatonile.”

Si el lector pensara aceptar la invitación, yo le rogaría que no se llenara la boca con este platillo antes de probarlo; el “tlatonile” parece un guisado inocente, pero arde como el fuego; es el mero extracto de chile y nadie que no tenga una boca a prueba de llamas debe aventurarse a saborearlo.

Pero ahora explicaremos el significado del festival. Los antiguos aztecas efectuaban anualmente una festividad en honor de los difuntos y les ofrecían sacrificios de animales.
 
En tumbas amuralladas de los viejos tiempos encontré los huesos de muslos de pavos, tapados con un plato, y en el piso alrededor, en otras tumbas, los huesos de pequeños pájaros. Los sacrificios eran probablemente de varias clases, ya que los indios presumían que sus muertos estarían en las ilustres moradas del sol, en la sombría morada de Tláloc o en el tenebroso “Mictlan”. Inclusive parece que se hacían sacrificios humanos, sacrificios de esclavos, pues se encontraron algunos cráneos enfrente de una pirámide funeraria, dentro de un recinto amurallado. No hay duda de que en estas festividades había sacrificios y alimentos de seres sacrificados. Los sacerdotes cristianos aceptaron que estos ritos se combinaran con las ceremonias de todos los santos y de esta suerte se ha mantenido hasta el presente día la costumbre pagana, probablemente de origen tolteca. Por el nombre –todos los santos- podría pensarse que se trata de una festividad lúgubre dedicada a recordar a los seres amados que han fallecido. Pero ni el indio ni el mestizo conocen la plena amargura del sentimiento; no temen a la muerte; abandonar la vida no es nada terrible para ellos; no se apasionan por los bienes terrenales que van a dejar en este mundo y tampoco se preocupan por los parientes que les sobrevivirán, ya que éstos seguirán disfrutando de la fértil tierra y del suave cielo. ¿Es indiferencia o acaso una frivolidad lo que esta rica naturaleza tropical ofrece a sus hijos? No sabría decirlo; pero lo cierto es que, a los ojos del pueblo, la muerte no parece tan tenebrosa ni funesta; que la tristeza por los que se van no absorbe todos los deleites de la vida. El primer estallido de dolor es violento, muchas lágrimas se derraman, pero pronto se secan. Al igual que el musulmán, el mexicano dice: “Dios lo ha querido, todos debemos morir.” Así mira las cosas cada indio, desde el lado práctico. Cuando una persona fallece, parientes y vecinos acuden a ofrecer sus condolencias, especialmente por la noche cuando el cuerpo permanece todavía en la casa. El tributo ofrecido es un cirio o algo que beber. Se dicen plegarias por el eterno descanso del desaparecido y después transcurre la noche en medio de entretenimientos sociales y contento, en la misma estancia donde yace el cadáver sobre el piso, rodeado por cuatro cirios encendidos.

Cuando fallece un niño menor de siete años, el hecho es celebrado como un día de íntimo regocijo, porque el alma del pequeño asciende directamente al cielo, sin el transitorio paso por el purgatorio. El cuerpecito lo cubren de flores y listones, sujeto a una tabla y colocado de pie en un rincón de la cabaña, en una especie de nicho formado con plantas y flores e iluminado por muchos cirios. Al acercarse la noche se queman algunos cohetes que son el anuncio del “velorio”; se toca música y la noche transcurre con alegría y bailes. Los padrinos de la criatura no aprueban este ceremonial porque tiene que cargar con los gastos. Todo el mundo permanece despierto hasta el amanecer, lo mismo los niños que los adultos, hasta que todos se dirigen al cementerio parroquial. Se acondiciona rápidamente el féretro con unas cuantas tiras de madera; una estera sirve de ataúd. Si hay algún sacerdote cerca, va al sitio de la exhumación, precedido por tres hombres que llevan la cruz, imparte la bendición y el cuerpo es bajado a la tumba. Los presentes arrojan puñados de tierra, la tumba se llena al fin y los dolientes se alejan, sin que en ellos se haya producido ninguna extraordinaria impresión. Si a una madre se le da el pésame por haber perdido a su pequeño, ella replica: “Yo amé a este angelito; pero me alegro de que esté feliz sin haber tenido que soportar las amarguras de la vida”.

Acostumbrados los indios a reconocer lo inevitable, y aun a danzar en torno de la tumba abierta, no es de sorprender que los ritos en honor de los que se marchan revistan un carácter más bien alegre que melancólico. Debemos repetir que sólo los indios y los mestizos observan esta práctica, en tanto que los criollos blancos rara vez imitan la costumbre indígena.

En los poblados de los indios se sigue este procedimiento: por la tarde del último día de octubre, la casa se pone en el mejor orden y al oscurecer se tiende sobre el piso de la vivienda una estera multicolor nueva. Toda la familia se reúne en la cocina en espera de que se prepare la comida que consiste en chocolate, champurrado de maíz, pollos cocidos y tortillas pequeñas. Se coloca una porción de cada cosa en nuevos cacharros que los miembros de la familia conducen a la casa donde se ha instalado la estera multicolor; a las porciones previamente servidas se añade una peculiar especie de pan de maíz, llamada “etotlascale” y “pan de muerto”, cierta clase de pan de trigo sin grasa, ni azúcar ni sal, y que es horneado para esta ocasión. Antes de hornearlo, la masa es dividida en pequeñas porciones y a cada una de éstas se le da la forma de una liebre, de un pájaro, etcétera, después de lo cual cada pieza es bellamente adornada. En candeleros de barro, en número igual al de los platillos, se encienden cirios delgados como canutillos; entre los platos se colocan rosas, caléndulas y botones de Datura grandiflora. Y ahora sí, el jefe de la familia invoca a los niños muertos de su propia familia, es decir, hijos, nietos, hermanos y hermanas, para que acudan a disfrutar de la ofrenda. Enseguida toda la familia retorna a la cocina para consumir lo que resta del alimento, que ha sido preparado en abundancia para que también los vivos lo disfruten. A ese ritual se le llama “la oferta de los niños”, y cada pequeño, de acuerdo con su edad, dispone de su platillo y de su cirio. Alrededor de la estera multicolor se colocan unos cuencos con incienso, y toda la estancia es invadida por una densa nube del humo aromático.

Al día siguiente se preparan en forma similar ofrendas para la gente adulta, pero en una escala mayor, que incluye desde la estera hasta los cirios. Además se añaden otros platillos, como el mole de guajolote, tamales y otras viandas deliciosamente sazonadas, una buena cantidad de bebidas en grandes vasos de metal con asa: alcohol, pulque, vino de Castilla y otras bebidas favoritas de los indios. Con la ofrenda de los adultos la gente se preocupa menos en adornar la casa con flores; pero en cambio se añaden objetos que pertenecieron a los difuntos: sus sandalias, sus sombreros de palma o las hachas pequeñas con que solían trabajar. La casa entera se llena con el humo del incienso colocado ante las imágenes de los santos patronos; imágenes que indudablemente fueron adoptadas hace tres siglos en sustitución de los ídolos.

Sin duda los toltecas les dejaron en herencia a los aztecas la creencia de que las almas de los muertos visitan los lugares que para ellos fueron más queridos en vida, y que esas almas a veces flotan en sus moradas en la forma de graciosos colibríes o de nubes; podemos presumir que tal creencia subsiste aún entre el pueblo, por más que no lo hemos confirmado por boca de los indios. Ellos son reservados en todo lo que concierne a la religión de sus mayores, y es posible que como consecuencia de su prolongada sumisión, sus tradiciones sean inconexas y sólo acá y acullá sean reconocidas.


(Tomado de: Carl Christian Sartorius – México hacia 1850)