jueves, 22 de noviembre de 2018

La hora de comer, 1850




Es imposible conocer bien una ciudad a menos que se dedique uno a vagar a toda hora del día por esas calles de Dios y a observar el comportamiento de la gente. La hora habitual de la comida es entre las dos y las cuatro de la tarde, y esto incluye a todas las clases sociales. Ese lapso es el más tranquilo en las calles; todo el mundo está en su casa; tiendas y talleres han cerrado sus puertas; inclusive los trabajadores a destajo disponen al menos de una hora que aprovechan para fumar un cigarrillo o tomar la siesta.

Solamente los domingos se ven las calles animadas a esas horas, y esto se debe, en parte, a los muchos provincianos que llegan de visita a la ciudad y, en parte, a los paseantes. Las comidas en los hoteles no ofrecen nada especial, pues los platillos son preparados a la europea; pero en muchas de las casas inferiores uno puede observar sobre el piso hornillas humeantes donde se preparan viandas curiosas. Como las puertas que dan a la calle están abiertas de par en par, podemos observar las cazuelas sobre las hornillas, algunas con mole y otras con frijoles negros. Multitud de personas entran o salen de un pequeño departamento cercano a la cocina; son arrieros con sus collares de cuero, rancheros, soldados, obreros, etcétera. Estos establecimientos donde preparan comidas son llamados “fondas” y sirven a las clases de bajos recursos, ya que por un real (alrededor de seis peniques) puede uno obtener una comida completa, incluyendo un vaso de pulque.

No lejos de ahí hay otros lugares menos limpios, en los que se ve a las indias, con parte del cuerpo desnudo o mal cubierto, arrodilladas en el suelo y moliendo maíz en el metate, en tanto que otras manipulan la masa para hacer las tortillas y las cuecen sobre sartenes planas hechas de arcilla (comales). Precisamente los que rondan por las inmediaciones de las fondas, rechazan el pan de trigo; para ellos la tortilla es absolutamente indispensable, y a propósito, es más sabrosa que el pan cuando uno la come con picosos guisados y con frijoles.

En esos lugares no se utilizan cuchillos ni tenedores, los manteles no son precisamente blancos y las servilletas han adquirido el color de los guisados; huelen no exactamente a eau de mille fleurs, pero provocan el estornudo por estar impregnados de chile. Los comensales de este barrio tienen una costumbre singular: después de la comida (que termina siempre con algo dulzón o con un terrón de azúcar) toman un gran vaso de agua, se persignan al tiempo que pronuncian las palabras: “bendito sea Dios”, y luego, con la boca abierta y haciendo mucho ruido, dejan que el gas acumulado en su estómago se convierta en un regüeldo, que es modulado con cierta dosis de virtuosismo, si se me permite la expresión. La gente común considera que esta práctica es salutífera e, incluso, personas de la más alta posición no la desdeñan, sobre todo en familia, observándose más a menudo en el aldeano y el comerciante. Don Quijote sugiere no hablar de esto, pero no prohíbe la práctica.

Mucha gente come en la calle y luego disfruta de una siesta. Por ejemplo, los colocadores de ladrillos, albañiles, adoquinadores y cargadores, suelen llevar consigo sus alimentos. Se sientan, juntamente con la esposa y los niños, en algún reborde del pavimento o en la escalinata del templo, y allí disfrutan de su alimento con tanto gusto como si estuvieran reclinados en un triclinio romano. Algunos grupos llevan sus platillos al mismo lugar y la variedad aumenta. ¡Y hay que oír los cumplidos y los elogios que se hacen unos y otros sobre la manera excelente de preparar las viandas! “En verdad, doña Mariquita –dice un colocador de ladrillos-, usted sí sabe preparar los más deliciosos bocados mejor que nadie en la ciudad; ¡qué delicioso es este platillo!” “¡Oh, favor que usted me hace! –responde la mujer-. Mi marido se queja de que nunca cocino cosas tan buenas como las que prepara la esposa de usted, doña Camila”, etcétera. Estas personas se tratan entre ellas con gran cortesía, como si hubieran tomado clases de urbanidad. Los que venimos del norte nos sorprendemos de lo poco que come esta gente trabajadora. Un rechoncho campesino británico devoraría en una sentada todo lo que a una familia mexicana le alcanzaría para el día entero.
 
(Tomado de: Carl Christian Sartorius – México hacia 1850)

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