Mostrando las entradas con la etiqueta horribilisimas historias. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta horribilisimas historias. Mostrar todas las entradas

miércoles, 22 de enero de 2020

Payaso multado por ser ovacionado, 1883


(Basado en: José L. Cossío, Guía retrospectiva de la Ciudad de México, 1248-249.)

El circo es una de las costumbres populares más arraigadas entre los capitalinos. El pueblo concurre gustoso a muchos de ellos, como el de Orrín, el Chiarini o El Nacional.
En el primero, actuaba Ricardo Bellini, quien salía al escenario vestido de blanco, al estilo de Pierrot, Con la cara enharinada, pintada de colores y el copete terminado en punta; usaba largos bolsillos en el pantalón de donde sacaba todo tipo de instrumentos musicales excéntricos: botellas, cascabeles, campanas y, sobre todo, su cafetera.
Bellini era la delicia de todos los concurrentes. Nacido en Londres, en 1859, llegó a México a los diez años de edad por primera vez, para luego volver a radicar aquí, formando su propio circo. Cada actuación suya resultaba inolvidable, pues cada vez que salía a la pista, dice Luis G. Turbina, "sale el sol en los cielos de la inocencia."
Pero a veces la inocencia se convertía en una crítica al gobierno. Un cronista recuerda que al expedirse la Ley del Timbre, por parte del primer gobierno porfirista, Bell se presentó con su traje de payaso cubierto con estampillas a granel. El chiste le costó una multa de cincuenta pesos.
El pueblo acudía con gran placer a divertirse al Orrín, cuya capacidad, dos mil butacas, era abarrotada semana a semana. Uno de los momentos más gratos, le costó a Ricardo Bell una multa de cincuenta pesos por un chiste que tenía una historia tragicómica.
Resulta que el gobierno de Manuel González, con el decreto de 16 de diciembre de 1881, creó una moneda de uno, dos y cinco centavos con liga de setenta y cinco a ochenta por ciento de cobre y de veinte a veinticinco de níquel, estableciendo que la emisión no podía ser de más de cuatro millones de pesos.
El valor del níquel era de ocho pesos el kilo y del cobre de sesenta y cinco centavos, así que acuñación dejaba grandes utilidades, por lo que se acuñó más moneda de la que se necesitaba. Fue tanto el descrédito que se excluyó del mercado a todas las demás monedas y se vendía por peso y con menor valor que el legal.
Dos años después del decreto, en vísperas de la Navidad, la población no aguantó más. Hubo una sublevación de las placeras de los mercados de El Volador y de La Merced, quienes, enardecidas se dirigieron hasta Palacio Nacional, al que apedrearon, gritando contra el gobierno y rompiendo vidrios y faroles. A los guardias les arrojaban puños de monedas.
Cuando la multitud se encontraba más enardecida, apareció el general Manuel González, sin ninguna escolta, por la calle de Seminario. Al ser reconocido fue apedreado. El presidente abrió la portezuela, se bajó del coche y la muchedumbre, impresionada por este acto de valor, le abrió el paso hasta la puerta Mariana, por donde entró a Palacio.
La guardia hizo una descarga al aire y salieron patrullas para desalojar la plaza. Todo el día recorrieron la ciudad piquetes de tropa, por lo que los actos de protesta debieron suspenderse.
La prensa oficial al dar la noticia dijo que al llegar el presidente Manuel González a Palacio Nacional, el pueblo lo había recibido entre aplausos y vítores.
Y aquí es donde Ricardo Bell entra en esta historia. Durante su actuación dominical en el Circo Orrín, apareció en el redondel dando vueltas a toda carrera y, tras él, el director corría dándole de chicotazos, mientras Bell gritaba a voz en cuello:
-¡Ya no más ovaciones, Mister Orrín!
La multa que debió pagar el célebre payaso fue de cincuenta pesos.


(Tomado de: Sánchez González, Agustín - Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX. Ediciones B, S.A. de C.V., México, D.F., 2006)

viernes, 17 de enero de 2020

El Chalequero, 1888

(Grabado por José Guadalupe Posada)

(Basado en diversos textos, destacando: Hernán Robleto, Crímenes célebres; Carlos Roumagnac, Matadores de mujeres; Alberto del Castillo, Entre la moralización y el sensacionalismo. El surgimiento del reportaje policiaco en la ciudad de México en el porfiriato, Tesis de Maestría, de la ENAH) 
Francisco Guerrero llenó las páginas de la nota roja en México durante tres décadas. Más conocido como el Chalequero, este personaje era un violador, asesino de mujeres y degollador, que actuaba por los rumbos del barrio de Peralvillo, cerca del Río Consulado.
Existen dos versiones en torno al apodo. La primera se refería a los chalecos que portaba el criminal; la segunda, a decir de Hernán Robleto, provenía de que mataba y violaba "a chaleco", es decir, a fuerza, a las mujeres que enamoraba.
Durante siete años, el Chalequero actuó sin que nadie le echara el guante, a pesar de que durante todo este tiempo, continuamente, por el rumbo del Río Consulado, había aparecido una buena cantidad de mujeres degolladas y violadas. Se trataba de humildes prostitutas, cuya lista crecía diariamente, ante la impotencia de la policía por capturar al criminal.
Este hecho acrecentó la leyenda y la imagen del Chalequero se fue mitificando, provocando el temor de todas las mujeres del barrio.
En una hoja volante, publicada por Vanegas Arroyo, ridiculizaba a la policía:


El famoso Chalequero
eclipsó a Miguel Cabrera
porque el matador de Trono
no caerá en la ratonera...

El multiasesino era descrito como "guapo, elegante, galán y pendenciero". Vestía con pantalón de casimir gris, chaqueta negra, sombrero ancho y zapatos negros. Gozaba de una colección de pantalones estrechísimos y por supuesto chalecos, con agujetas y chaquetas charras, con vivos de cuero.
La gente decía que tales elegantes ropajes no le costaban un centavo, pues era sostenido por una de sus amantes, conocida como la Burra Panda; además, se contaba, Francisco Guerrero era mantenido por un grupo de mujerzuelas.
Hacia 1888, la lista de mujeres que aparecieron degolladas en los márgenes del Río Consulado había crecido escandalosamente: Francisca, Emilia, Luisa, Candelaria, María de Jesús, Refugio, Lorenza, Soledad, Margarita, Josefa, Camila y Nicolasa, eran los nombres de las humildes prostitutas que habían caído en sus garras.
La policía no descansó hasta el momento en que logró capturar al matador tras su última fechoría: Murcia Gallardo retó al Chalequero a que se hicieran "bolas" en la calzada de Guadalupe. Tras su desaparición, un vecino lo denunció y con el testimonio de varias mujeres fue atrapado y se le pudo enjuiciar y condenar a muerte.
Alberto del Castillo, de quien hemos tomado varios de los datos señalados en este texto, recoge el testimonio de un par de mujeres que se salvaron de las garras del Chalequero.
Lorenza Urrutia declaró que lo conoció una mañana cuando iba para la Villa de Guadalupe. El hombre le pidió lumbre para encender un cigarro y luego comenzó a platicarle que las mujeres del rumbo no lo podían ver y le habían puesto el apodo de Antonio, el Chaleco. Al escucharlo, y conociendo los antecedentes, Lorenza se aterró, mientras el hombre sacó dos armas grandes e invitó a la mujer a sentarse. Ella le rogó que le permitiese llegar a la Villa, ofreciéndole volver, a lo que accedió el hombre. Lejos de hacerlo, la Urrutia volvió a México y se salvó.
El otro testimonio es el de Clara González, de setenta años, propietaria de un tendajón, que declaró conocer la mala fama de Antonio el Chaleco y deseó conocerlo. Algunas mujeres se lo enseñaron y desde entonces pudo notar que pasaba por la calzada en varias ocasiones y al verlo, las mujeres se escondían.
El Chalequero fue condenado a muerte en 1888. Más tarde, su sentencia fue permutada por una pena de veinte años en San Juan de Ulúa.
Sin embargo, reapareció en 1908 después de otro homicidio por los mismos rumbos, haciendo eco del viejo adagio: el asesino siempre vuelve al lugar del crimen.
El 28 de abril apareció el cadáver de una anciana degollada en los márgenes del Río Consulado. Vestía humildemente y uno de los vecinos dijo haberla visto varias veces en una pulquería conocida como Las Tres Piedras, acompañada de otro anciano.
El reportero de El Imparcial concluyó que las huellas del cuchillo que presentaba el cadáver correspondían a "la cuchillada de borrego" y exactamente al estilo del Chalequero. Esta información llenó de pavor a la población.
Con este dato, la policía investigó en torno al paradero de Guerrero y descubrió que había abandonado la prisión de San Juan de Ulúa dos años atrás, sin conocerse su paradero. El reportero indagó que Guerrero había regresado a vivir con una mujer llamada Antonia Gómez y que ambos trabajaban de porteros en una casa de la calle de San José de Gracia. Al entrevistar a Antonia, averiguó que la pareja se había disgustado y el criminal había abandonado la casa.
Más tarde, Antonia se enteró por una amiga que había visto a Guerrero con una anciana de pelo blanco y enaguas negras por el rumbo de Río Consulado.
El Chalequero fue descubierto y reaprehendido dos a semanas después. Confesó que había conocido a su víctima en la cantina El Morito, donde se tomaron unas copas y salieron a caminar por el río. Como en una película, el Chalequero volvió su vista veinte años atrás y terminó de matarla como a las otras mujeres.
Durante el juicio, seguido de cerca por cientos de personas, fue condenado a la pena capital. Empero, por segunda ocasión, se salvó del patíbulo. A los poca días de ser sentenciado, su cadáver fue encontrado en su celda de la cárcel de Belén; una fuerte tuberculosis terminó con su existencia.
Su entierro fue desairado y su cadáver fue a la fosa común.

(Tomado de: Sánchez González, Agustín - Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX. Ediciones B, S.A. de C.V., México, D.F., 2006)

viernes, 29 de noviembre de 2019

El lépero, criminal en potencia

Lépero (Litografía de Claudio Linati)

El lépero, criminal en potencia

Uno de los personajes a quien la sociedad tolera y teme, que se pasea impunemente por las calles sin que nadie sepa a ciencia cierta de qué vive, qué quiere o qué piensa, es el lépero. Es gente conocida que deambula por todos los barrios y es producto, sin duda, de la crisis social y económica que padece nuestro país.
El lépero también es conocido como pelado, por las veces que caía en la cárcel, o porque no tenía camisa ni forma honrada de vida. En la época virreinal eran conocidos como ensabanados porque apenas cubrían un poco su desnudez, pelados, con una sábana o manta. Un viajero norteamericano, Franz Mayer lo describe así:

Ennegrezcamos a un hombre al sol; dejemos que el pelo se le ponga largo y enmarañado, o que se le llene de sabandijas; que se empuerque con todas las inmundicias de la calle durante años sin que jamás sepa de toallas o de cepillos, ni lo toque el agua, salvo cuando hay tempestades; que a los veinte años se ponga un par de bragas de cuero y las lleve hasta los cuarenta, sin cambiárselas ni lavarlas nunca; encima de todo eso coloquemos un sombrero ennegrecido y agujereado y una blusa harapienta, manchada de abominaciones; añadamos ojos feroces, dientes brillantes y rostros aguzados por el hambre, pechos desnudos y bronceados, y (si son hembras) dos o tres miniaturas de la misma ralea que trotan en pos, y, de seguro, otra liada con correas a la espalda; combinemos todas estas cosas con la imaginación y tendremos la verdadera efigie del lépero mexicano [...]. Allí, en los canales, por los mercados y en las pulquerías, se pasan el día entero los indios y estos parias abyectos comiendo desperdicios, riñendo, bebiendo, robando y durmiendo la mona en el suelo, mientras en torno a él sus hijos gritan de hambre. Por la noche se escabullen para meterse en estos arrabales y se acurrucan en los suelos húmedos de sus madrigueras, para dormir los efectos de la bebida y despertarse a la mañana siguiente para dar comienzo a otro día de miseria y de crimen. ¿Será cosa para asombrarse el que en una ciudad en que tan inmensa proporción de los habitantes son gente de esta calaña (sin esperanza en lo presente ni en lo porvenir) ocurran asesinatos y robos?


(Tomado de: Sánchez González, Agustín - Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX. Ediciones B, S.A. de C.V., México, D.F., 2006)

lunes, 21 de octubre de 2019

La pata de Santa Anna a la basura, 1844


1844


La pata de Santa Anna a la basura


El 6 de diciembre de 1844, el país entró en su enésima crisis gubernamental cuando se llevó a cabo una gran manifestación y los ciudadanos salieron a protestar por la miseria y el autoritarismo en que se vivía.
El presidente Santa-Anna era el principal motivo de escarnio y sobre él volcó su frustración el pueblo. A pesar de la fuerte vigilancia, no pudo evitarse que el 4, una estatua de bronce dedicada al general “Quince Uñas”, ubicada en la Plaza del Volador, apareciera por la mañana con una caperuza de ajusticiado y una soga atada al cuello. Antes de que le quitaran la caperuza, otros hombres lograron derrumbarla.
Otra estatua de tamaño colosal, construida en yeso y colocada en el Teatro Santa-Anna, también fue tumbada, haciéndola añicos,  pisoteándola por todo el mundo y lanzando los pedazos a la calle. En su lugar, un grupo de léperos colocó un letrero que decía:


En la torre de mis gustos,
donde tan alto te vi,
como el cimiento era falso,
otro subió y yo caí.


La peor venganza estaba por venir, cuando la muchedumbre enfurecida y lanzando los peores insultos contra Santa-Anna, se dirigió al Panteón de Santa Paula, situado al noroeste de la capital y profanando el cementerio, derribó el monumento donde se hallaba depositado el pie que perdió el general en una batalla contra las fuerzas francesas, el 5 de diciembre de 1838. “¿En dónde está la pierna?¡Queremos la pata de Santa-Anna, la pata que tan cara le ha costado a la patria!
Este monumento era un obelisco donado por Antonio María Exnaurrízar, tesorero del gobierno. El monolito se colocó sobre una columna, en una alta gradería; sobre su capitel dorado se había colocado una urna para resguardar la pierna amputada a Santa-Anna.
Con la multitud rabiosa, un grupo de músicos de la banda de la Escuela Correccional de Tlatelolco, llamada El Tecpan, cantaron el son de El Butaquito, con letra ocasional que la plebe cantaba con burla y rencor:


Santa-Anna como los gallos
nos canta y cacaraquea,
pero ya todos sabemos
de la pata que cojea.


El monumento fue completamente destruido. La ilustre pata de Santa-Anna fue extraida de la urna de cristal y, amarrada con un cordel, fue paseada por las calles de la ciudad, seguida de la plebe enfurecida.
La muchedumbre se dirigió a Palacio Nacional gritando insultos al general. “¡Ya el anticristo Santa-Anna tira patadas de ahogado!
Así, el pie del dictador anduvo un buen rato de “pata de perro”.
No faltó quien se escandalizara de ese acto bárbaro, ya que el “miembro que la patria había divinizado fue objeto de la burla salvaje de la plebe ignorante y beoda”.
El juicio final, anónimo, al Quince Uñas se expresó de la siguiente manera:


Cayó Morelos e Hidalgo,
cayó Iturbide y guerrero,
¿Cómo no ha de caer Santa-Anna
teniendo una pata menos?


Todas las protestas fueron realizadas por una multitud anónima y enardecida que se rebelaba ante la desvergüenza gubernamental.
En tanto, otro grupo había arrancado un busto del dictador que se hallaba en la fachada del Hotel Bella Unión, en Palma y 16 de Septiembre.
La represión no se hizo esperar y llenó de sangre a los protestantes cuando, en el mercado del Volador, un guardia disparó a un lépero que había lanzado una pedrada que dio en el ojo de un soldado. Como respuesta a la pedrada, los soldados dispararon sus fusiles; el hombre recibió una descarga de balas, muriendo en el acto. También cayeron dos inocentes que andaban por ese sitio: una mujer y un niño.
Una versión indica que el general Pedro García Conde recogió el pie del dictador, de mano de sus profanadores, hartos de reírse y burlarse de quien, a través de sus sucesivos gobiernos, los había conducido a vivir en la miseria.
Pero lo cierto, es que la pata desapareció para siempre, aunque Santa-Anna no, pues regresaría a gobernar nuestro país otro periodo más.


(Tomado de: Sánchez González, Agustín - Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX. Ediciones B, S.A. de C.V., México, D.F., 2006)

viernes, 6 de septiembre de 2019

Asaltantes de canoas son atrapados, 1842

1842

Asaltantes de canoas son atrapados


[Basado en: “Ejecución de justicia”, Unipersonal del Arcabuceado, pp. 159-160]


La Ciudad de México tuvo un paisaje acuático desde su origen y lo conservó hasta principios del siglo XX, época en que concluyó, prácticamente, la navegación como forma de transporte.
Resulta difícil imaginar una ciudad acuífera; es curiosa la referencia que hace, en el siglo XVII, Miguel de Cervantes Saavedra, en su obra El Licenciado Vidriera:


[...] desde allí embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que de no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo.


Por toda la ciudad podían verse las canoas y barcas que transitaban por los canales y las acequias que cruzaban por todas partes, comunicando la ciudad con Xochimilco, Chalco, Iztacalco y Mixquic. Esta forma de transporte era fundamental para el transporte de los alimentos que, por lo general, procedían de esas zonas.
La urbe se encontraba llena de canales y vías fluviales a través de los lagos de Texcoco, Chalco, Xochimilco, Zumpango y Xaltocan.
Guillermo Prieto describe un viaje por uno de los canales más famosos de aquel tiempo:


En un galope estábamos en La Viga; colocamos en el balcón de piedra que forma la garita sobre pel y lo vimos cubierto, tapizado de flores; debajo de las flores desaparecían las aguas. Los conductores de las canoas, todos tan alegres, tan presurosos de llegar a sus destinos; varias familias en simones madrugadores, en coches particulares y a caballo también [...] A las seis de la mañana parte de aquellas innumerables canoas, ya están en destino.
Generalmente se estacionan en la parte del canal que va desde el Puente de San Miguel de la Leña, es decir, espalda de la calle de Quemada, Convento de la Merced y Callejón de Santa Ifigenia. En las aceras que forman estas calles, cuyo centro ocupa el canal, hay balcones coronados de espectadores y de damas, perfectamente vestidas [...]


En estos espacios, el coronel Francisco Vargas acompañado de un piquete de tropa logró capturar a una peligrosa banda de asaltantes.
Los primeros ladrones apresados fueron el español Abraham de los Reyes y su cómplice Cipriano Márquez, acusados de atracar, en octubre de 1842, las canoas que circulan por Chalco.
Cuando estaba por concluir el proceso judicial, el gachupín delató al resto de sus cómplices, designando los más variados delitos cometidos. Se trataba de Cipriano Márquez, Francisco Ramírez, José Antonio González, Vicente Tovar, Francisco Tapia, José Trinidad Contreras, Gorgonio Guzmán y Guadalupe Sánchez. 
Cipriano Márquez, comerciante, guardia auxiliar de Mexicalcingo, era capitán de varias cuadrillas de delincuentes con quienes se reunía para atracar en la mojonera del camino de San Ángel, al pueblo de Coyoacán, lo que no pudo realizarse pues no llegaron todos los ladrones que esperaban. No ocurrió lo mismo en el pueblo de Culhuacán, en donde saquearon la casa de don José Manuel Rodríguez a quien robaron más de nueve mil pesos. Días después, esta misma cuadrilla robó una mula cargada de cobre de antigua moneda en el pueblo de Huichilaque. Así mismo, Confesó haber sido responsable de la balacera suscitada durante más de dos horas a las canoas de Chalco, el 8 de diciembre pasado.
Cómplice de los anteriores, era un reo que se había fugado de la cárcel, de nombre Francisco Ramírez, de oficio carpintero, que al ser atrapado se le descubrió como la persona que había robado a dos pasajeros en la mojonera del camino a San Ángel.
El cuarto ladrón atrapado fue Antonio González, sin oficio, acusado de los asaltos efectuados el 12 y 13 de diciembre en los montes de Canales, Cruz del Marquéz y de Fierro del Toro. También tenía causa pendiente por hurto en los juzgados de Toluca y Tenancingo.
Vicente Tovar, de oficio carpintero, fue denunciado debido a los asaltos a que por espacio de cinco días dieron a innumerables pasajeros en Cerro Gordo y demás parajes del camino a Cuernavaca, batiéndose con la tropa comandada por el general Jerónimo Cardona. En junio, asaltó una tienda del barrio de los Reyes, en Coyoacán; entre el 9 y el 11 de septiembre atracaron a una multitud de pasajeros de San Agustín de las Cuevas, robándose en el peaje de Cerro Gordo las armas y dinero colectado; el 19 del mismo mes asaltó a tres pasajeros en la mojonera de san Ángel; el 26 concurrió al atraco de José Rodríguez, en Culhuacán; el 8 de octubre asaltó en la zona de “más arriba”, a todas las canoas de Chalco; más tarde hizo lo mismo en el Carrizal de Ixtacalco, cuando secuestró cinco canoas trajineras desarmando a la tropa que las escoltaba; el 31 de octubre participó en el robo de más de cincuenta personas en “El Cuernito”, arriba de Tacubaya, entre cuyos pasajeros se encontró el cura del pueblo de Santa Fe y a quienes quitaron con violencia el dinero, ropa y caballos que tenían. Así mismo, confesó una media docena de asaltos más, además de ser desertor del ejército.
A Francisco Tapia de oficio carnicero y de veintiséis años, se le responsabilizó del atraco a la diligencia en las inmediaciones de Huichilaque, de los asaltos del Cuernito y Fierro del Toro e igualmente, de ser desertor de la brigada ligera de artillería.
José Trinidad Contreras, de ejercicio herrero y de veintidós años, fue denunciado como concurrente al repetido asalto de Fierro del Toro y preso por complicado en el atraco que el 6 de abril dieron ocho individuos a Bernardo Herrera en su casa, sita en la 2a. Calle de Vanegas y desertor del octavo regimiento de caballería.
Gorgonio Guzmán, de ejercicio zapatero y de veinticinco años, fue cómplice en los asaltos de la mojonera de San Ángel, del de Culhuacán y del efectuado en Fierro del Toro.
Guadalupe Sánchez, de veintiséis años, era el guía de los pillos y concurrente a los asaltos del camino a Cuernavaca, a los de la Cruz del Marquéz y Monte de Canales, con el agregado de desertar dos veces del regimiento ligero de caballerías, una de ellas con circunstancia agravante.
Al realizarse las aprehensiones, se practicaron las diligencias y se comprobaron los delitos. Los criminales confesaron con el mayor cinismo su culpabilidad, en cuya virtud, el consejo de guerra ordinario los condenó a la pena del último suplicio.


(Tomado de: Sánchez González, Agustín - Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX. Ediciones B, S.A. de C.V., México, D.F., 2006)

martes, 20 de agosto de 2019

Príncipe en cueros


1846
Príncipe en cueros


[Basado en: Leopoldo Zamora Plowers, Quince Uñas y Casanova. Aventureros, tomo I, México, Patria, 1984. pp. 404-406]


Por aquel tiempo llegó clandestinamente a México un príncipe español, don Enrique de Borbón, hermano de Francisco de Asís, esposo de la reina Isabel II. Huía porque su abuela se había opuesto a que se casara con una plebeya.
Quizá nadie se hubiera enterado de tal suceso, de no haber sido porque don Enrique fue asaltado en Ojo de Agua.
La forma en que el príncipe se presentó en Palacio Nacional fue por demás cómica: en paños menores y exigiendo al presidente [Mariano] Paredes, en nombre del gobierno español, castigo a los responsables del ultraje cometido a su persona.
El príncipe Enrique andaba en calzoncillos gritando:
-¿Sois acaso el general Paredes, virrey de México? ¿Sabéis quién soy? De primeras, un viajero despojado de sus ropas lo bandidos de camino real, que venía alegre y confiado por esos caminos de Dios, desde la Villa Rica de la Vera-Cruz, a esta capital de la Nueva España. Y mirad, ¡que me han dejado como me parió mi madre!
El presidente Paredes le pidió que se quejara con la policía.
-¡Pero es que soy, qué puñetazos, el príncipe don Enrique en viaje de incórnito!  
La sorpresa fue mayúscula. Algunos se pusieron en pie y reverenciaron. Alguien gritó:
-¡Sacrilegio! ¡El rey, desnudo!
De inmediato fue llamado el ministro español para reconocer a su majestad, pero este no logró hacerlo, por lo que le pidió su pasaporte.
-¡Hacedme el favor, ministro! ¿Creéis que guardó mis títulos en el mulo? ¡Si todo se lo han llevado! Daba por ellos mil onzas que vos pagaríais y tan mastuerzos los bandidos, que no quisieron.
En esas estaban cuando apareció un asistente del presidente Paredes, con una carta dirigida a él, que leyó de inmediato:


Traidorcillo general:
Cogimos en el camino al llamado príncipe don Enrique, tal vez sea uno de los que ustedes pretenden hacer rey de México. El sujeto llora como mujerzuela, con tanto miedo, que en verdad no nos gusta el candidato. Para llorones, tuvimos bastante con el Moctezuma. Pudimos haberlo retenido en rehén; pero consideramos que era mejor mandároslo así, desnudo, a fin de que vayan ustedes conociendo a su rey, hasta en calzoncillos para que no los engañe. Y con el objeto de que compruebe usted que sí es el príncipe, aunque encuerado, ahí le modo sus títulos.
El capitán de los bandidos santanistas,
LUGARDO DE LA CUEVA


Ante ello, Paredes se disculpó, ofreció su capa para cubrir sus desnudeces al príncipe, que confesó que andaba por estas tierras huyendo de su abuela.
Esto último salvó al país de un escándalo mayor y de una nueva conflagración con la antigua metrópoli, ahora que pocos años atrás había reanudado relaciones y reconocido al gobierno mexicano.


(Tomado de: Sánchez González, Agustín - Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX. Ediciones B, S.A. de C.V., México, D.F., 2006)

viernes, 9 de agosto de 2019

Cólera, el jinete de la muerte


1833
El jinete de la muerte


[Basado en: “Historia del cholera morbus de México”, Guía de Forasteros, Vol. IV, Núm. 13, p. 1 y 4]


El 6 de agosto de 1833, la Ciudad de México, que entonces contaba con unos ciento cincuenta mil habitantes, despertó sobresaltada ante la noticia que corrió de boca en boca: el cólera se encontraba en la capital. La noticia pudo saberse por el anuncio de la muerte de una mujer.
La metrópoli, entonces, carecía de los mínimos servicios públicos; la insalubridad reinante facilitaba la propagación de epidemias como el tifus, la viruela o el mismo cólera.
El gobierno comenzó a tomar las primeras medidas sanitarias ante su llegada y el Ayuntamiento emitió una carta impresa a todos los vecinos, pidiendo socorro para los damnificados.
El 13 de agosto se supuso que los cocheros de los médicos llevaran un listón amarillo en el sombrero para ser distinguidos; que los sacerdotes pintaran las puertas de su casa con una letra “E” blanca; que en cada vivienda donde hubiese un enfermo se colocara en el balcón un lienzo blanco para que acudieran los médicos; que se habilitaran departamentos especiales para coléricos en los hospitales de Tercero y de Jesús, en la Casa de las Recogidas, en Belén y en la Santísima. Además, en todos los conventos se entregaron medicinas, alimentos y asistencia médica gratuita.
Decenas de cadáveres se cruzaban en distintas direcciones para ser sepultados en los cementerios de Tlatelolco, Campo Florido, los Ángeles y San Lázaro. Hasta el día 17, se habían enterrado mil doscientos diecinueve cadáveres, ignorándose cuántos cuerpos fueron sepultados en las iglesias o en las huertas de casas particulares.
En algunos lugares se ingeniaban trucos para evitar el cólera, utilizando remedios como el chinguirito refino hervido con chile ancho, que los borrachines usaban para evitar dicha enfermedad, o el remedio de la Huasteca, donde los rancheros tomaban un vaso de leche de cabra, se arropaban y comenzaban a sudar copiosamente para sanar en pocas horas.
El cólera empezó a disminuir en septiembre, pero nunca se supo el número exacto que se llevó consigo el jinete de la muerte.



(Tomado de: Sánchez González, Agustín - Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX. Ediciones B, S.A. de C.V., México, D.F., 2006)

viernes, 19 de julio de 2019

Chinches como alfombra


1883
Chinches como alfombra


[Escrito a partir de una breve nota aparecida en el periódico El Tiempo, 8 de agosto de 1883]


Por las noches, las calles de la Ciudad de México se ven invadidas por un pequeño insecto que no distingue clases sociales, ni sexos o edades. La chinche, ese insecto fétido que se cría y reproduce en casas viejas y en camas sucias, que llegó como una peste a una ciudad pobre, infortunada y andrajosa.
Las casas viejas, sin remozar desde siglos atrás, sin agua, a veces ni siquiera para tomar, han sido el mejor lugar para la reproducción de estos miserables bichos.
Un testigo señala que hay tal cantidad de chinches, sobre todo en sitios lúgubres como, por ejemplo, la cárcel de distinción de la Callejuela, que por las noches se forman, en el paraninfo, una especie de alfombra movediza y las chinches tapizan las paredes completamente, cayendo del techo una lluvia de esos repugnantes insectos.
Los pobres y los vagabundos que duermen en la calle suelen ser devorados por esas alimañas que cubren enteramente s cuerpos. ¡Qué decir de los borrachines, chupados hasta el agotamiento por los bichos, cuando bajo el influjo del pulque quedan tirados por doquier!
La gente pobre, acostumbrada a ello, ya ni siquiera hacen nada para evitar que se paseen por su organismo. Las chinches se han convertido en minúsculos vampiros que chupan la sangre de la sociedad hasta saciarse y la gente no tiene ninguna posibilidad de evitarlas.
Es por demás tratar de hacer algo en contra de ellas pues, como es de todo mundo sabido, si no hay agua para beber, mucho menos la hay para limpiar.
A la cárcel de Belén, y a todos los presidios de este país, suelen llamarlos la Chinche. Obvio es decir que quien ingresa a presidio acepta, tácitamente, como única compañía, a estos feroces insectos.
Decenas de testimonios han quedado de la vida en esos lugares durante el porfiriato. Alfonso Cravioto señala que fue llevado a la Tercera Comisaría, conocida con la del Tequexquite y fue encerrado en un separo. En ese lugar, al encender un cigarro:
Noté que el piso estaba inmundo y que en un ángulo había un montón de piedras y ladrillos. Me trepe en él para dormir agazapado, pues siempre tuve la virtud militar del sueño en cualquier posición. Empezaba a dormirme cuando una picazón radiada y truculenta me despertó. Encendí un fósforo y miré que el jacuecito que yo llevaba era una sola mancha amarillenta y movediza: me había invadido una verdadera llamarada de chinches brotada de los equívocos ladrillos. No prendía ya más luz en toda la noche, que pasé en constante lucha a manotadas contra los agresivos insectos. La peculiar batalla dejóme con tan sangrienta facha de cara y de vestido, que al día siguiente el gendarme que me llevaba rumbo a Belén, me dijo contemplándome: “Oiga, amigo, ¿usted va preso por riña, verdad?” Las huellas abultadas de las picaduras quedaron en la fotografía antropométrica que me sacaron y que conservo. Esta vez comprendía de manera ultrarrealista por qué nuestro pueblo le decía la Chinche a nuestras cárceles.



(Tomado de: Sánchez González, Agustín - Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX. Ediciones B, S.A. de C.V., México, D.F., 2006)