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viernes, 1 de marzo de 2024

El caracol y el sable VII

 


La burguesía, su orden y sus intelectuales

La ideología del porfiriato fue la de la burguesía mexicana. El propósito fundamental de sus expositores: Justo Sierra, Jorge Hammeken Mejía, Santiago Sierra, Justo Benítez y Telésforo García es la enmienda de la Constitución de 1857 y la crítica del liberalismo. En 1878, bajo el patrocinio de Porfirio Díaz, el grupo mencionado funda una revista política: La Libertad, en la que divulgan, tenazmente, las ideas de la nueva dictadura.

La Constitución de 1857 fue el tema principal de la crítica de los porfiristas. La consideraban antigua y utópica. "Sus autores -escribe con juvenil pedantería Justo Sierra- en gran parte estaban imbuidos en las falacias filosóficas ya añejas en 57." Los ideales de los reformadores, afirmaban, habían sido desvanecidos como el humo por la filosofía alemana, la aplicación del método experimental de los ingleses y la escuela positivista de Comte. En realidad, trataban de abolir un código cuyo acatamiento impedía el ejercicio de la tiranía.

La Constitución  de 1857 no era obra acabada. La aspiración de los reformadores no llegó a cumplirse. La guerra de intervención, el exilio y la muerte, hicieron imposible la reforma pacífica de la Constitución. No fue, por tanto, mayor obra la del grupo porfirista abolir las leyes fundamentales de la Constitución. Con el poder en manos de Porfirio Díaz, los soldados apercibidos en los cuarteles, el terror como arma política y las concesiones otorgadas a los empresarios norteamericanos, la burguesía necesitaba de un ideario que la justificara y que impidiera, jurídicamente, la disputa del poder por las clases a las que sometería. "La insensata aspiración de mando a favor de un motín de cuartel, simbolizado por don Porfirio Díaz -escribió Guillermo Prieto en 1877-, escindió en dos partes a los mexicanos: los que buscaban, en la la práctica del derecho, el progreso y la libertad dentro del orden legal, frente a los que pretendían derribarlo todo y erigirse en árbitros del país." La espada de Díaz había de lograr que la nación retrocediera, políticamente,a los días de la dictadura de Santa Anna. De la Reforma habría de conservar la separación de la Iglesia y el Estado -la desamortización, al fin, había servido para el enriquecimiento inicial de la burguesía- el culto retórico por la independencia y la orientación educativa. "La burguesía -dijo Justo Sierra- hace todos los días prosélitos, asimilándose a unos por medio del presupuesto, y a otros por medio de la escuela."

La ideología de la dictadura se sustentaba en un principio fundamental: salvar al país de la absorción por Estados Unidos. No era una idea nueva. Paredes y Arrillaga también la había expuesto a su manera. El grupo porfirista le da otra interpretación, ante la obra de Juárez y Lerdo: evitar la influencia norteamericana y procurar la inversión europea sin excluir el concurso de los burgueses mexicanos. La amenaza norteamericana "obligaba" a los porfiristas al asalto del poder. A partir de entonces, la burguesía amedrentaría al pueblo con la anexión, la conquista militar y la imposición de Estados Unidos. La "penetración pacífica", se pensó, era preferible a la dominación militar y a la pérdida de la nacionalidad. Parecía que la guerra de intervención no hubiera sido ejemplo de cómo un pueblo armado era capaz de derrotar a militares profesionales y hacer imposible la conquista de la República. La enseñanza de Juárez: Fe inquebrantable en el pueblo que lucha por su independencia, fue borrada por los cuentos en que Porfirio Díaz era la fuerza providencial. A partir de entonces la burguesía mexicana, disfrazando sus intenciones de patriotismo, enajena el país a los inversionistas extranjeros, se confabula con ellos para la explotación de los recursos naturales y afirma que lo hace para salvarlo de los generales.

La convicción de que el mestizo era indolente, soñador, romántico, despilfarrador, irreflexivo, favoreció la tendencia a entregar los recursos naturales a los extranjeros. El pueblo era anárquico -aunque en la paz de los días del gobierno de Lerdo de Tejada, precisamente el grupo porfirista haya sido el organizador de revueltas, motines y asonadas- y las libertades individuales perjudiciales a la sociedad. El mexicano, "que mandar no sabe; obedecer no quiere", iba fatalmente a ser absorbido por los norteamericanos; la libertad de expresión, en tales condiciones era temible. A un pueblo anárquico, debía corresponder un gobierno fuerte; la ley debía amoldarse a los dictados de esa fuerza, cuyo poder era una delegación voluntaria de todos los individuos para procurar el orden político dentro de la libertad económica; la evolución impediría la revolución; el partido conservador, redimido por la "ciencia", era parte importante de la sociedad y su concurso indispensable; la paz, por sobre todo, garantizaba la colaboración de las fuerzas vivas del país; los pueblos tienen los gobiernos que merecen; en naciones como México, las tendencias disolventes son más enérgicas que las de cohesión y éstas son las únicas que pueden detener el progreso de la anarquía; los indios son "razas atrasadas", inferiores, que carecen de sentimientos patrióticos y mal pueden, alcoholizados como lo están, reclamar tierras y luchar por ellas; su amor a la tierra es el de los hombres primitivos; como seres inferiores, sin derechos, están incapacitados para sostenerlos; la tierra, por tanto, debe estar en manos de los que la hagan progresar; el beneficio de latifundista es el de la patria; los desórdenes se deben a la renovación frecuente de los funcionarios; la reelección es excepcionalmente recomendable y Díaz -y los gobernadores de los estados- eran hombres excepcionales; solo Díaz podía dar cima -la teoría del hombre necesario- a una obra compleja: la consolidación del crédito, factor de prosperidad; la organización fiscal, garantía de crédito; el progreso material, fuente de fortuna pública y de la potencia financiera. Todos los problemas, afirmaban los ideólogos porfiristas, dependen de uno solo: la paz. Porfirio Díaz explicaría en las siguientes palabras -no estrictamente suyas- el secreto de su gobierno: "No bien comenzaron a tenderse por los campos de la República Los rieles de los ferrocarriles y los alambres de los telégrafos, a mejorarse los puertos, a abrirse canales de riego, a deslindarse y adjudicarse las tierras baldías, la fuerza pública a acudir rápidamente a garantizar la vida y la propiedad y a perseguir y escarmentar el bandidaje; a fundarse colonias, a favorecer la explotación de nuevas culturas y el planteamiento de nuevas industrias; y, en suma, a desenvolverse todos los intereses y abrirse a nuevas perspectivas al trabajo perseverante y honrado, los estados comprendieron la misión del gobierno federal, sintieron su influencia bienhechora, palparon su afán por el bien público, lo reconocieron, no sólo como útil, sino como necesario, y desapareciendo las antiguas rencillas y los añejos antagonismos, se sintieron estimulados a colaborar, como han colaborado, a la conservación del orden. Tal es fundamentalmente, el secreto de la paz que impera en todo el territorio desde hace veinte años."

En los principios de la pacificación, hacia 1878, varias comunidades indígenas del Estado de Hidalgo se opusieron a la apropiación de sus tierras por particulares. Lucharon contra el despojo. Díaz hizo sentir su autoridad con violencia. Los redactores de La Libertad calificaron a los indios de trastornadores del orden público y comunistas. Los indios, que en conjunto eran juzgados como razas inferiores, al demandar la protección de la ley eran alborotadores, y al defender sus tierras, salteadores y comunistas. Francisco Islas, abogado defensor de los indios de Hidalgo, dirigió una carta a los redactores de La Libertad, explicándoles la actitud de las comunidades: "...lo que deseaban los pueblos del estado de Hidalgo no es más que justicia, y piden ante quien únicamente puede impartirla: los jueces de Hidalgo. ¿No creen ustedes, los redactores, que ya se hacen sospechosos los que para defender su causa, desfiguran los hechos y lastiman la honra, no ya de los individuos sino de los pueblos?"

Las respuestas de los redactores de La Libertad fue elaborar la teoría de la inferioridad de los indios y calificar todo acto lesivo a los latifundistas de comunismo.

A los obreros les fue aplicada una teoría semejante. Alcoholizados e ignorantes, era obra lenta, evolutiva, redimirlos por la escuela y la alimentación. 

Al consumar su obra el porfirismo, la burguesía juzgaba, no sin optimismo, ante la represión de las huelgas en Río Blanco y Cananea, que los trabajadores mexicanos eran resignados y sumisos y que, por temperamento, carecían de ambiciones: eran conformes y despreocupados. "¿Prospera el socialismo en México?" preguntaba El Imparcial el 22 de julio de 1906. Y respondiéndose a sí mismo el articulista, afirmaba: "...no puede existir el socialismo sino ahí donde el obrero tiene aspiraciones, en donde la competencia entre trabajadores es muy ruda y en donde la instrucción se ha difundido entre las clases laboriosas a un grado bastante para darles a conocer y hacerles comprender las teorías de los doctrinarios y los sistemas políticos y sociales de los reformadores." No era el caso de los obreros mexicanos. La mano de obra abundaba y no aspiraban a cambio social alguno. Los trabajadores eran vistos por la burguesía en actitud pasiva. "Esa paz de los espíritus -concluían los de El Imparcial- y ese modus vivendi a que hemos llegado entre el capital y el trabajo, deja, delante de nosotros, tiempo bastante para dar cima a nuestra reorganización económica."

El Estado había renunciado a intervenir en las relaciones del trabajo, a ser árbitro en los conflictos derivados de la apropiación de tierras. El sueño dorado de la burguesía: confinar al Estado al papel protector de sus intereses, con exclusión de las otras clases, se aceptó como una de tantas teorías de los redactores de La Libertad. Años más tarde El Imparcial calificaba las peticiones de los trabajadores, de que el gobierno federal interviniera, en estos términos: "Esta forma de intervención -la del arbitraje- de las autoridades en asuntos de esta índole [los del trabajo] sería la fórmula del más estupendo de los socialismos de Estado; sería la absorción de todas las libertades y de todos los derechos del hombre por las autoridades políticas y administrativas..." Los desvelos de Sierra, Hammeken, García, Limantur... habían tenido fruto en la educación de otras generaciones. Su ideología era la de la clase gobernante.

La burguesía fue obra de Porfirio Díaz y éste de la burguesía. La compenetración de uno y otra fue tarea del grupo científico, que hábilmente creó la doctrina indispensable para hacer frente a los problemas derivados de la consolidación de sus intereses. Su visión de la realidad mexicana sostuvo la dictadura. Las teorías descendieron de la redacción de La Libertad a los ministros -los más connotados de sus redactores fueron secretarios de Estado- y de ahí a las escuelas y a las oficinas públicas. Cada una de las teorías elaboradas por los científicos las traducía Porfirio Díaz en apotegmas. En el curso de la dictadura habrían de ser el código político del país. No pudo darse, en verdad, mejor ejemplo de afinidad entre la burguesía y el gobierno. El orden político dentro de la libertad económica se traduce en "Poca política y mucha administración"; los indios, raza inferior, en "El mejor indio es el que está a cuatro metros bajo tierra"; la asociación libre a Estados Unidos, en "Un buen embajador en Washington y los demás, sobran"; la autoridad ilimitada, en "Mátalos en caliente"; la obediencia lograda por el escarmiento, en "No me alboroten la caballada". La certidumbre de que el gobernante era un instrumento lo llevó a afirmar, ante la reiterada petición de que fuera Teodoro Dehesa el candidato a la vicepresidencia y no Ramón Corral, uno de sus epitafios: "En política no siempre puede hacerse lo que se quiere."

La identificación de la burguesía y Díaz fue madurando al paso de los años de su administración. Los estados de la República -imaginó Alfonso Reyes- eran como circunvoluciones de su cerebro. "Me duele Tlaxcala", gemía, llevándose la mano a alguna región de la cabeza, y una hora después, como traído por los aires, el gobernador de Tlaxcala estaba temblando frente a él. Los científicos, al ver consumada su obra, no dudaron al afirmar que Díaz había creado la condición esencial de la organización económica, social y política de la burguesía, como ésta había delegado, en Díaz, la suma de autoridad que permitió el desarrollo de una clase a costa de la miseria, la ignorancia y la muerte de millones de seres humanos.

El derrumbe

Hacia 1912 Dehesa observaba, con zozobra, los hechos políticos del país. Desaparecido el porfirismo había que recopilar los episodios para formarse un juicio sobre el derrumbe. No era el único propósito de Dehesa. Su polémica por carta con Limantour, respecto de las responsabilidades de uno y otro, la inspiraba el deseo de dictar un fallo contra los culpables. Dehesa representó, al fin de sus días de gobierno, al partido tuxtepecano; al porfirismo que calificara de "rojo" Mariano Cuevas; al grupo que no pocos consideraban, ingenuamente, que había corrompido Limantour con sus finanzas. Dehesa era uno de los mexicanos -acaso como disculpa de sus mismos actos de gobernante- que admiten la pureza de los actos de la autoridad y la vileza de quienes le rodean, como si el Estado dependiera de actos iluminados a salvo del acoso de los perversos. En sus cartas a Limantour  le hace reproches y lo inculpa. Limantour da por terminada la discusión en carta del 12 de febrero de 1912. "Se equivoca usted -le escribió- completamente, al creer que la "atmósfera de bienestar" que mis amplios recursos económicos me proporcionan, medios que no adquirí, como otros, después de haber desempeñado un puesto público, me impiden darme cuenta de las consecuencias que la interrupción de la paz puede tener para el progreso del país o de su subsistencia como nación independiente". Dehesa no le contesta y pide por carta a Francisco de P. Sentíes que le relate la conferencia que Díaz tuviera con Huerta y otros colaboradores al caer Ciudad Juárez en poder de las fuerzas revolucionarias de Villa y Orozco, el 10 de mayo de 1911. Sentíes, casi un mes más tarde, responde a Dehesa. Había que verificar cuidadosamente los sucesos y escarbar en la memoria hasta el último detalle. Su carta pertenece por entero a la anecdótica de los desastres políticos.

En la conferencia en casa de Díaz, estaban su hijo Porfirio, Limantour y los generales Huerta y González Cossío. Huerta encuentra al Presidente de la República, "vendado del cráneo a la mandíbula, que le habían fracturado, y visiblemente abatido por Los crueles dolores que sin duda le producía la fractura. Este daño tal parecía que aumentaba la sordera que padece como antiguo soldado acostumbrado al estruendo de los cañones. Indudablemente que el señor general Díaz, sordo y abatido por los crueles dolores que con toda seguridad  le afectaban todo el organismo y especialmente la cabeza, tenía la imperiosa necesidad de entregarse por completo a sus consejeros, observándose que, de éstos, al parecer, el señor Limantour era el que ejercía predominio e influencia decisiva. Y tan esto es así, que fue el señor Limantour quien, haciéndose cabeza, interrogó al general Huerta pidiéndole su opinión, en aquel entonces, sobre los últimos acontecimientos.

"El señor general Huerta, según ratificó, con toda intención se dirigió al señor general Díaz, gritándole al oído, que se auxiliaba acercando su mano al pabellón de la oreja, y le dijo: El señor Limantour me pide mi opinión sobre los últimos acontecimientos, pero yo pregunto: ¿a qué acontecimientos se refiere? El señor Limantour, visiblemente nervioso, respondió: ¿Cómo que a qué acontecimientos? ¡Pues al decisivo, a la caída de Ciudad Juárez!"

Huerta -y en su relato a Sentíes es probable que enalteciera su participación en la conferencia- no consideraba "acontecimiento decisivo" la ocupación de Ciudad Juárez. Como en los días de su bárbara campaña contra los indios mayas, Huerta afirma que si rechazaban una columna se mandaría otra y otra y otra hasta desalojar la plaza y hacer huir a los revolucionarios a Estados Unidos para que allí los capturaran. Según Huerta, Limantour respondió que no había elemento. Huerta le replica si no había dinero; Limantour le responde que había 70 millones de pesos. Huerta insiste, sin ironía alguna, que era mucho dinero "para tan poca cosa". Y así el diálogo, de absurdo en absurdo. No había caballos para el ejército federal en su imaginaria campaña contra la caballería de Villa y Orozco. Huerta, anticipándose a los revolucionarios de Pablo González, le dice que había que requisar todos los caballos, empezando por los de Limantour. También se habló de los zapatistas. Díaz, deteniéndose la mandíbula, pregunto a Huerta si podía salir a batir a los sureños. Salió Huerta, y ya en la zona de Zapata se enteró de que, "a puerta cerrada", había entregado Limantour al gobierno con enseres, dinero, y el propio dictador, a los revolucionarios.

¡De modo que la mandíbula, la firme mandíbula de don Porfirio, que parecía, como todo él, una parte de la geografía política del país, fue la causa, rota y doliente, del derrumbe de su dictadura! La conferencia evocada por Sentíes parece un grabado de Posada. El viejo dictador, vendado, sordo, quejoso, no oye lo que se le dice; le gritan y no entiende. ¿Caballos? ¿Villa? ¿Zapata? ¿Panchito? Acaso ya se iba cayendo desde la piel al alma.

Al subir por la escalerilla del Ipiranga alguien, contenido por la escolta militar, lo vio llorar. "¡Lágrimas de cocodrilo!", le gritó. Gimió Porfirio Díaz. Su mandíbula estaba rota.


(Tomado de: García Cantú, Gastón - El Caracol y el Sable. Cuadernos Mexicanos, año II, número 56. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

jueves, 5 de octubre de 2023

El Caracol y el Sable VI

 



Las cárceles

Federico Gamboa, siendo subsecretario de Relaciones Exteriores, hizo un viaje a Veracruz en febrero de 1909. Su afán era conocer la prisión de San Juan de Ulúa para escribir algunas páginas de su novela La llaga. Gamboa, víctima del "documento humano" de los escritores naturalistas, pretendía encerrarse con los presos unas horas. Comunicó su propósito al director de la prisión, general José María Hernández, y éste le respondió en lenguaje llano:

-No se lo aconsejo, mi estimado subsecretario, pues correría usted el riesgo de que estos bárbaros, me lo violaran…

Gamboa, conducido por el propio Hernández, vio los calabozos y las tinajas de Ulúa. Escribió en su Diario: "...me enseñó los no menos espantables calabozos que apellidan, respectivamente, el "infierno", el "purgatorio", el "limbo" y la "gloria", que yo necesitaba ver con mis ojos para describirlos en mi libro. Todos ellos tenían inquilinos, y quiso mi mala estrella que en el "limbo" llevarse más de un año de estar aislado, incomunicado, el rebelde don Juan Sarabia, quien en las sombras de aquella especie de cisterna cálida y oliente a sudor y a mariscos, en camiseta y calzoncillos, se levantó del asiento que ocupaba para responder a nuestros buenos días. Me horroricé por dentro..." a pesar de su horror, Gamboa -así lo recordaría año y medio después Juan Sarabia- comentó: "Qué fresco, parece que estamos en la playa…"

Cuando visitó Gamboa San Juan de Ulúa, estaban prisioneros los líderes de la huelga de Cananea y los participantes en el asalto a Ciudad Juárez en 1906, a quienes se les acusaba, a  más del delito de rebelión, de "ultrajes al Presidente de la República", homicidio, robo de valores y destrucción de edificios. El trato a los presidiarios era cruel, inhumano. Había cantina y a los ebrios los perseguían los carceleros -así lo describió Esteban Baca Calderón- nervio de toro en mano, para golpearlos. No pocos murieron a palos. Periodistas y obreros -contados líderes de los trabajadores; casi todos los acusados de sedición morían en Valle Nacional o Quintana Roo- descargaban carbón de los transportes a los buques de guerra. De los testimonios de San Juan de Ulúa, el de Enrique Novoa, capturado en la rebelión de 1906 en Acayucan, es imborrable: "Las paredes se tocan y están frías, como hielo, pero es un frío húmedo y terrible que penetra hasta los huesos, que cala, por decirlo así. A la vez el calor es insoportable, hay un bochorno asfixiante; jamás entra una ráfaga de aire, aunque haya norte afuera. Las ratas y otros bichos pasan por mi cuerpo, habiéndose dado el caso de que me roan los dedos... Procuro dejarles en el suelo migas de pan para que se entretengan. Hay noches que despierto asfixiándome, un minuto más y tal vez moriría, me siento, me enjugo el sudor, me quitó la ropa encharcada y me visto otra vez para volver a empezar. Cuando esto sucede, rechino los dientes y digo con amargura ¡oh pueblo! ¡oh patria mía!" Los prisioneros que sobrevivieron reanudaron la lucha emprendida.  Veintisiete años después de las reformas a los artículos 6° y 7°, de las subvenciones a los periódicos, de la clausura de los diarios independientes, de las penas corporales, del acoso y el hambre, la prensa de oposición era invencible. Rafael de Zayas Enríquez, en sus Apuntes confidenciales para Porfirio Díaz verdadero informe de la situación nacional hacia 1906 y cuyas páginas recuerdan las de los visitadores de la Nueva España, porque a más de su veracidad no carecían de advertencias- había escrito de la tenacidad de los no pocos periodistas, de su conducta sincera y de la influencia que ejercían en el país. "Creer -escribió- que la persecución puede destruirla [a la prensa] o siquiera enfrenarla, es error más craso, porque se da a cada escritor perseguido la aureola de un mártir de la libertad, y el héroe de calabozo suele convertirse en héroe de barricada." Zayas entregó sus Apuntes en agosto. Un mes antes los lectores de regeneración habían leído el Programa y Manifiesto del Partido Liberal. La batalla contra la dictadura había empezado en un periódico.


(Tomado de: García Cantú, Gastón - El Caracol y el Sable. Cuadernos Mexicanos, año II, número 56. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

lunes, 31 de octubre de 2022

El Caracol y el Sable V

 


Esclavos

Hacia la primera década de este siglo, John Kenneth Turner, periodista norteamericano, se preguntó: ¿Qué es México? Y, como ha sido frecuente en nuestra historia, su respuesta fue un descubrimiento.

Turner oyó, de cuatro desterrados mexicanos en Los Ángeles, una descripción distinta de la que prevalecía respecto de nuestro país. “¿Quieren hacerme creer –dijo- que todavía hay verdadera esclavitud en el hemisferio occidental? ¡Bah! Ustedes hablan como cualquier socialista norteamericano. Quieren decir esclavitud del asalariado, o esclavitud de condiciones de vida miserables. No querrán significar esclavitud humana.”

Los desterrados insistieron:

“-Sí, esclavitud, verdadera esclavitud humana. Hombres y niños comprados y vendidos como mulas, exactamente como mulas, y como tales pertenecen a sus amos: son esclavos.

“-¿Seres humanos comprados y vendidos como mulas en América? ¡En el siglo XX! Bueno, si esto es verdad, tengo que verlo.”

En 1908 emprende su primer viaje al México de Porfirio Díaz. La región descrita en el primer capítulo de su libro es Yucatán. Sobre una tierra, "la de menos sierra, porque toda ella es una viva laja”, Turner entra a un laberinto de fibras, espadas vegetales y cárceles de piedra, representando el papel de un inversionista; única farsa posible para reunir testimonios de unos y otros: propietarios y esclavos. Había pasado la crisis de 1907 y el supuesto capital que invertiría le abre las puertas de las oficinas de Mérida y de las haciendas de la península. Conoce la vida de los reyes del henequén, en sus blancos palacios de Mérida, y la que padecen 8 mil yaquis, 3 mil coreanos y 125 mil mayas.

En la hacienda de San Antonio Yaxché, hombres vestidos de andrajos y descalzos trabajan sin descanso, con mucho cuidado y con la velocidad de los obreros mejor pagados. También trabajaban a destajo y su premio consistía en librarse del látigo, y, con los hombres, mujeres, niños y a veces niñas. Entre los filos hirientes de las plantas, la jornada duraba lo que la luz del día. En cada arbusto debían quedar 30 hojas, tajantes las puntas y en hileras sus fibras verdes. Los hombres trabajaban amenazados por las púas y el látigo del capataz. “Es necesario pegarles –dijo a Turner un representante de la Cámara Agrícola-, sí, muy necesario, porque no hay otro modo de obligarlos a hacer lo que uno quiere. ¿Qué otro modo hay para imponer disciplina en las fincas? Si no los golpeáramos, no habría nada.” Terminando su tarea los encerraban. Guardias armados vigilaban las puertas. Al amanecer, formados en el patio, pasaban lista. Mañana a mañana uno de ellos era atado a las espaldas de un chino para recibir del capataz 15 azotes con fibras de henequén, mojadas y endurecidas. Era la advertencia. En fila caminaban rumbo al campo, aguardándole, a cada uno, 2 mil hojas de henequén, el sol implacable y el látigo.

En 1908, el precio de la fibra era de 8 centavos. El costo de producción no era mayor de un centavo. El sistema de la deuda, transmitido a varias generaciones: el jornal de $22.50 al año; el acasillamiento, la persecución de los que huían –casi siempre de una finca a otra-, la comida de frijol, tortilla y pescado una vez al día, y la renovada presencia de los yaquis, hacían posible que la vida de 50 familias, en Mérida, transcurriera en palacios y jardines.

La esclavitud de los mayas era el fin de una larga, dolorosa lucha empezada en la ocupación de Tepich hacia 1847. en pocas horas aquel poblado se convirtió en un hacinamiento de escombros y brasas. Ni una choza quedó en pie. La tropa cegó los pozos, las cisternas y cubrió de barro los cuerpos y despojos de las víctimas. Los indios fueron derrotados; sus caudillos, fusilados. Dos años después empezó la deportación de los vencidos a Cuba. Los hacendados llegaron a vender –y aun las señoras y los jovencitos de Mérida participaron en el negocio- a los hombres, en cuarenta pesos; en veinticinco a las mujeres. A los niños menores de diez años, los regalaban. La “raza maldita”, que dijera O’Reilly, debía salir de su país. Juárez y Melchor Ocampo hicieron cuanto pudieron para impedir las atrocidades. Los hacendados, para mantener la esclavitud, llegaron a pedir de Estados Unidos apoyo para separar, políticamente, Yucatán. La venta de mayas a Cuba terminó 15 años después, pero no la esclavitud. Los indios, acosados, se refugiaron en la parte oriental de la península; para exterminarlos, Díaz decretó en 1902 la organización de esa zona en territorio federal. Quintana Roo fue, a partir de ese año, una región de guerra. El ejército, dotado de máuseres en 1898, derrotó a los indios y los persiguió con saña por la selva.

En 1902, J. P. Morgan, “El Magnífico”, convocó a los interesados en el henequén –McCormick, Glessner, Deering, Jones- y los agrupó en una sola, poderosa compañía: la International Harvester, para comprar y exportar, a todo el mundo, el henequén en rama. El agente de la Harvester en México, Olegario Molina, hacendado, gobernador y ministro de Fomento y Colonización, recomendó, a partir de entonces, producir más para vender barato. La fibra bajó de precio acarreando la ruina, la desesperación y el hambre: de 9.48 centavos de dólar la libra en 1902 a 3 centavos en 1911.

Los propietarios consideraban terminada la campaña contra los indios. Las haciendas habían logrado un sistema de opresión que hacía imposible la escapatoria de los esclavos. La exportación de henequén, 1877 a 1911, fue de 2,150,458,958 kilos, con un valor de 452,081,615 pesos.

Sólo de 1902, año de la fundación de la Harvester, a 1911, la exportación fue de 927,520,098 kilos de henequén en rama con un valor de 231,272,842 pesos. La exportación dependía de la concentración del henequén en unas cuantas manos; de la feudalización de la tierra y de los hombres. En abril de 1909, dos meses después de aplastada la última rebelión indígena –la del 20 de enero de 1909-, Olegario Molina denunció, como ministro de Fomento y Colonización, la falta de títulos legales en una zona de 2,700 hectáreas en el partido de Tizimín. Los pueblos, las rancherías y las aldeas que abarcaban eran numerosas. El jefe político de Tizimín comunicó a los campesinos y rancheros que estaban emplazados por dos meses para desocupar las tierras o “quedar sujetos al nuevo propietario”. Lo mismo ocurrió, en ese año, en el partido de Espitia. Era el procedimiento seguido desde 1880 y, en Yucatán, coincidente con las guerras a los indios. Extensas tierras fueron cubiertas de henequén. La Harvester hizo uno de los negocios más cuantiosos de su historia. Los indios no recibían salario, sólo una comida al día. El ejército resguardaba las ciudades y los pueblos. Los rurales iban de un sitio a otro fusilando o encarcelando indios. Los mayordomos, látigo en mano, vigilaban la tarea durante 12 o más horas. Los indios habían sido “pacificados” y para reconocer el mérito de haberlo logrado, al fin de la batalla en Quintana Roo, el Congreso de la Unión otorgó a Porfirio Díaz la condecoración del Gran Cordón del Mérito Militar. La unidad de la patria se había, al fin, logrado. El equilibrio de las “razas”, tenazmente buscado desde 1847, era perfecto. El henequén, sin embargo, exigía de brazos. Los cordeles elaborados por la Harvester para los sacos de azúcar y café no bastaban. Los 125 mil mayas no alcanzaban a producirlos. Los indios, “raza” débil, morían jóvenes. Fue necesario llevar a los henequenales, chinos, coreanos y yaquis.

En 1905 Porfirio Díaz dio la orden de que los indios rebeldes de Sonora, sus mujeres e hijos, fueran deportados a Yucatán.

El origen del conflicto fue la apropiación de las tierras del Valle del Yaqui. Durante 24 años gobernaron el estado de Sonora, Ramón Corral, Rafael Izábal y el general Luis G. Torres. La guerra empezó en 1880. un grupo de rurales, ebrios, saquearon una aldea. La protesta ante el gobernador Corral fue rechazada. Idéntica respuesta recibieron del jefe de la zona militar, Luis G. Torres. Los yaquis organizaron su propia defensa y empezó la campaña que duró 25 años, en los cuales un ejército permanente persiguió implacablemente, por valles y montañas, a hombres, mujeres y niños.

El exterminio de los yaquis tenía por objeto el despojarlos de sus tierras comunales, las cuales se extendían en las márgenes de los ríos Yaqui y Mayo. En 1890 Díaz otorgó a Carlos Conant 300 mil hectáreas; éste, a su vez, organizó en Nueva York la Sonora and Sinaloa Irrigation Company, que construyó los primeros canales de riego. Hacia 1902 la compañía de Conant se declaró en quiebra. Las tierras se fraccionaron. Los accionistas pidieron los terrenos de la margen izquierda del río Yaqui y nuevamente se hizo la guerra a los indios. En 1908 los hermanos Richardson compraron las acciones de la Sonora and Sinaloa y obtuvieron de varios capitalistas norteamericanos un crédito por 15 millones de dólares. Los canales de riego abrieron al cultivo 35 mil hectáreas, la invasión trajo consigo otra guerra más contra los yaquis. Las órdenes a los soldados se convirtieron en premios a los que presentaban las orejas de los prisioneros. Ahorcaban sin descanso, sirviéndose de la misma reata para cuatro o cinco capturados. El fusilamiento de Cajeme, capitán de la tribu yaqui, apagó la resistencia el tiempo justo de la lucha reanudada por Tetabiate. Varias veces se intentó hacer la paz. Los tratados fueron desconocidos una y otra vez por las autoridades. En el refugio de la isla Tiburón algunos yaquis se creían a salvo; se presentó el gobernador Izábal y exigió a los seris que le entregaran las manos de los refugiados con la alternativa de sufrir ellos el exterminio de no cumplir su orden. Los seris cumplieron. En 1898, al aumentar el poder combativo del ejército por el nuevo armamento adquirido, la resistencia de unos cuantos centenares de yaquis era cada vez más débil. Entonces empezó la deportación de los supervivientes a Yucatán.

“¿Por qué se hace sufrir a una porción de mujeres, de niños y de viejos –preguntó Turner a un médico militar-, sólo porque algunos de sus parientes en cuarto grado están luchando allá lejos, en las montañas?”

el médico militar respondió:

“¿La razón? No hay razón. Se trata solamente de una excusa y la excusa es que los que trabajan contribuyen a sostener a los que luchan. Pero si esto es verdad, lo es en mínima parte, pues la gran mayoría de los yaquis no se comunican con los combatientes. Puede haber algunos culpables, pero no se hace ningún intento por descubrirlos, de manera que por lo que un puñado de yaquis patriotas estén haciendo, se hace sufrir y morir a decenas de miles. Es como si se incendiase a toda una ciudad porque uno de sus habitantes hubiera robado un caballo.”

La deportación fue un incalculable negocio. Quinientos yaquis eran entregados, cada mes, en Yucatán. Los sacaban de las rancherías en las que cultivaban la tierra, de las aldeas y pueblos. Los hacían caminar miles de kilómetros; otros, los ancianos, morían en las jornadas. A bordo de los navíos 200 de ellos se arrojaron al mar en suicidio colectivo. La tierra quedaba despoblada.

Los soldados y agentes del gobierno enviaban ópatas y pimas, y todo hombre, mujer o niño, que vistieran andrajos. Cada uno costaba, a los hacendados de Yucatán, $65.00. Turner transcribe este diálogo con un oficial encargado de las deportaciones:

“-Durante los últimos tres y medio años –me dijo- he entregado exactamente en Yucatán 15,700 yaquis; entregados, fíjese usted, porque hay que tener presente que el gobierno no me da suficiente dinero para alimentarlos debidamente y del 10 al 20 por ciento mueren en el viaje.

“-Estos yaquis se venden en Yucatán a $65.00 por cabeza: hombres, mujeres y niños. ¿Quién recibe el dinero? Bueno, “10.00 son para mí en pago de mis servicios; el resto va a la Secretaría de Guerra. Sin embargo, eso no es más que una gota de agua en el mar, pues lo cierto es que las casa, vacas, burros, en fin, todo lo que dejan los yaquis abandonado cuando son aprehendidos por los soldados, pasa a ser propiedad privada de algunas autoridades del gobierno de Sonora.”

Turner describe el viaje de los yaquis a Yucatán, partiendo de los sitios en que eran concentrados. Los ve en la ciudad de México, comprueba su penoso camino por las tierras áridas y también a bordo de los barcos de carga. Dialoga con hombres y mujeres: sus breves historias, sus angustias y dramas increíbles.

“-¿A quién pertenecen –pregunta a una mujer- todas esas criaturas, estos muchachos, todos del mismo tamaño?

“-¿Quién sabe? –le responde-. Sus padres han desaparecido, lo mismo que nuestros hijos.”

Los acompaña en su travesía. El agua del mar entra por las hendiduras de la embarcación. Hay enfermos y muchos mueren. Frío y hambre. Agrupados, esperan el desembarco. En Yucatán son entregados a sus compradores. Separan las familias que estaban unidas y empieza el segundo capítulo de su esclavitud: el trabajo entre las púas del henequén.

Día a día, mucho más que los mayas, son azotados. Quince latigazos contados cada seis segundos por el capataz. “el extraordinario verdugo, llamado mayocol –escribió Turner-, un bruto peludo de gran pecho, se inclinó sobre la cubeta y metió las manos hasta el fondo. Al sacarlas, las sostuvo en alto para que se vieran cuatro cuerdas que chorreaban, cada una de ellas como de un metro de largo. Las gruesas y retorcidas cuerdas parecían cuatro hinchadas serpientes a la escasa luz de las lámparas; y a la vista de ellas, las cansadas espaldas de los 700 andrajosos se irguieron con una sacudida; un involuntario jadeo se escuchó entre el grupo. La somnolencia desapareció de sus ojos. Por fin estaban despiertos, bien despiertos.”

Entre el henequén, el látigo y el hambre, el yaqui prefirió la muerte por su propia voluntad.

Si en el cultivo del henequén los mayas morían más de los que nacían, y los yaquis soportaban un año, los esclavos de Valle Nacional sobrevivían ocho meses.

¡Quince mil hombres entraban cada año a cultivar tabaco!

Escribió Turner: “No hay supervivientes de Valle Nacional... no hay verdaderos supervivientes –me contó un ingeniero del gobierno que está a cargo de algunas mejoras en ciertos puertos-. De vez en cuando, sale alguno del Valle y va más allá de El Hule. Con paso torpe y mendigando hace el pesado camino hasta Córdoba; pero nunca vuelve a su punto de origen. Esa gente sale del Valle como cadáveres vivientes, avanzan un corto trecho y caen.”

Valle Nacional, situado al noroeste de Oaxaca, es una honda cañada de 3 a 10 kilómetros de anchura, rodeada por montañas inaccesibles. Las plantas de tabaco se extendían por la faja de tierra lo mismo que las haciendas, en las cuales el monopolio de los hermanos Balsa, españoles, ejercía el poder a nombre del gobierno. Era el sitio del castigo de los que cometían delitos menores, de los capturados por la gendarmería y el de los rebeldes; de los caídos en desgracia por algún conflicto con la burocracia. Hombres, mujeres y también niños.

Como en Yucatán, Turner representa idéntica farsa: la de un norteamericano que pretende adquirir una hacienda. Conoce palmo a palmo el Valle, pregunta por los que desaparecen y la causa de las muertes colectivas. Ve las tareas en el campo bajo el látigo de los capataces, y escucha el relato de un hombre que le señala el rumbo de los pantanos donde agonizantes y muertos son arrojados a los caimanes. Sabe de los esqueletos hacinados en las hondonadas y en Tuxtepec recibe esta proposición:

“-El hecho de que soy cuñado de Félix Díaz, y además amigo personal de los gobernadores de Oaxaca y Veracruz y de los alcaldes de esas ciudades, me coloca en situación de atender los deseos de usted mejor que cualquier otro. Yo estoy preparado para proporcionarle cualquier cantidad de trabajadores, hasta cuarenta mil por año, hombres, mujeres y niños, y el precio de $50.00 por cada uno. Los trabajadores menores de edad duran más que los adultos; le recomiendo usarlos con preferencia a los otros. Le puedo proporcionar a usted mil niños cada mes, menores de 14 años, y estoy en posibilidad de obtener su adopción legal como hijos de la compañía, de manera que los pueda retener legalmente hasta que lleguen a los 21 años.

“-Pero ¿cómo puede adoptar mi compañía –le respondió Turner- como hijos a doce mil niños por año? ¿Quiere decir que el gobierno permitiría semejante cosa?

“-Eso déjemelo a mí –contestó el cuñado de Félix Díaz-. Lo hago todos los días. Usted no paga los $50.00 hasta que tenga en su poder a los niños con sus papeles de adopción.”



(Tomado de: García Cantú, Gastón - El Caracol y el Sable. Cuadernos Mexicanos, año II, número 56. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)


lunes, 25 de octubre de 2021

El Caracol y el Sable IV

 

(Jerónimo, caudillo apache)

EL CARACOL Y EL SABLE IV

Campesinos, comuneros e indígenas


Cierta mañana apareció en el valle de Papantla un grupo de agrimensores con sus teodolitos. La gente ya sabía lo que significaba la medición de las tierras e impidió su trabajo. Los topógrafos volvieron al valle al día siguiente, resguardados por rurales. Los campesinos protestaron nuevamente y se desató la violencia. Días más tarde llegaron más de mil soldados, invadieron el pueblo, los campos, y empezó el exterminio de los pobladores. Años después Lázaro Gutiérrez de Lara se propuso averiguar lo ocurrido. En torno del valle sólo quedaba un recuerdo: durante 15 días el aire era irrespirable por los cadáveres de hombres, mujeres y niños insepultos. En los campos, sembrados de cafetales y cañas de azúcar, no había huella alguna del pueblo.

Nicandro Sánchez, rumbo a Acapulco, se detuvo en el pueblo de Acatipla. Atardecía. Las huertas eran, en verdad, hermosas. Se lo dijo a sí mismo para no olvidarlo. Un viejecito comentó con él la abundancia de los árboles y la dulzura de las frutas. El viejo, entristecido, le confesó la desdicha del pueblo: el propietario de la hacienda El hospital los obligaba a venderle todos los terrenos: servir en sus tierras o desaparecer de la región. No pocos habían sido deportados a Quintana Roo. Los rurales y los soldados perseguían a los vecinos; a veces, en los linderos, descubrían hombres muertos por la espalda. Mirando las huertas, el viejo comentó, no sin esperanza: “Si viniera una fuerte revolución, como la del padre Hidalgo, a favor de los pobres, entonces sí sería otra cosa...” En 1910, Nicandro Sánchez fue al pueblo para alentar a los campesinos en la lucha armada y sólo pudo ver –como Rip van Winkle- oculta en los cañaverales, la torre derruida de la iglesia; los habitantes, más de quinientos, habían desaparecido; unos, asesinados; otros, deportados a Quintana Roo.

No fue distinto el caso de Tequesquitengo. Los campesinos eran dueños de un pequeño valle. El propietario de la hacienda de San José Vista Hermosa invadió las tierras del pueblo. Como ocurrió en Anenecuilco, San Pedro y tantos otros ejidos, los papeles en que constaba el lindero comunal de terrenos y aguas eran muy antiguos. Los campesinos demandaron respeto de los fundos legales. Los encargados de la defensa de Tequesquitengo desaparecieron. El hacendado siguió derribando las mojoneras y apoderándose de la tierra. Los campesinos no cedían. Una mañana el hacendado ordenó que rompieran la presa y las aguas sepultaron Tequesquitengo. No hubo sobrevivientes. En torno de la laguna, los peones de San José Vista Hermosa roturaron la tierra.

En el norte de la República los indios fueron objeto de tenaces persecuciones. Uno de los convenios de Porfirio Díaz con el gobierno norteamericano fue el de permitir el paso de las tropas de ese país al nuestro, para el exterminio de las tribus nómadas. Con el pretexto de que era imposible reducirlos al sedentarismo, los soldados llevaron a cabo una guerra de aniquilamiento. Culminaba en aquellas campañas una larga lucha sostenida por las tribus para sobrevivir. El área de caza era la ruta de los bisontes hacia las salinas. Desaparecida la especie –más de cien millones al empezar la conquista española- y reduciéndose el área al paso de la formación de los “presidios”, con cabezas de ganado mayor, las tribus acometieron las propiedades para proveerse de carne, sal y cueros. Fue una lucha que duró tres siglos. Los colonos, al final de la aventura, “veían pasar a lo lejos, más allá de las fogatas del comanche, el tropel de los bisontes que recorrían las ilimitadas praderas”. Los testimonios de los misioneros españoles, que advirtieron cuál era el fondo de aquella barbarie y que no pocos domeñaron con un puñado de sal, tenían sus días contados al aparecer por las llanuras de Chihuahua los cazadores del coronel Joaquín Terrazas.

En sus memorias, escritas en tercera persona al referir sus atrocidades, anota Terrazas los sucesos de campaña: “A fines de enero –1880- marchó a perseguir bárbaros comenzando las operaciones en el Cañón de las Veras y Montanegra. Atravesó el centro de la sierra saliendo a la boca del Cañón del Nido, siguiendo por Porfías, Terrenates, y cumbres de la Sierra, hasta los cordones de la del Pajarito, donde en la tarde del tercer día de marchas forzadas, atacó a la ranchería del indio Felipe haciéndole prisioneros, entre ellos, a sus hijos y muerto el resto, represando caballos y botín”.

En junio, Joaquín Terrazas vuelve a campaña. Sería la última. Las hazañas del indio Vitorio claman venganza. Recluta 350 hombres y el gobierno les ofrece 300 pesos por indio muerto. Cuando Terrazas y sus hombres desfilan por las calles de Chihuahua, los 115 sobrevivientes llevan, en sus lanzas, las cabelleras de los guerreros de Vitorio y, a grupas, las pantaloneras de los muertos. A los lados de las cabalgaduras caminan los prisioneros, mujeres y niños. En 1886, al morir, el indio Jerónimo, termina la lucha.

Mientras Joaquín Terrazas combate, su primo Luis se apodera de las tierras del estado. Como uno de los personajes de Tolstoi, Porfirio Díaz pareció darle en propiedad cuanto alcanzara en su carrera por la llanura. Y Terrazas recorrió Chihuahua abarcándolo todo. Al final de su vida, en la llanura había cercas y hasta donde la vista alcanzaba y más, mucho más, ganado pastando en los breñales. Las tribus habían desaparecido para siempre.


(Tomado de: García Cantú, Gastón - El Caracol y el Sable. Cuadernos Mexicanos, año II, número 56. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

jueves, 13 de mayo de 2021

El Caracol y el Sable I

 

(Grabado: José Guadalupe Posada)

EL CARACOL Y EL SABLE I

El caracol y el sable es un texto histórico de alta calidad literaria que nos enseña lo que puede ocultarse tras el silencio y la aparente pasividad del pueblo.

Una revolución estalla cuando los oprimidos ya no soportan el régimen imperante, cuando los explotados no pueden continuar más la vida que los ahoga, cuando se han acumulado necesidades profundas que ya no pueden esperar. Toda revolución es una ruptura del orden social vigente, es la expresión más honda de la voluntad de los hombres que empeñan todo, vida y futuro, para construir nuevas formas de convivencia común.

En 1910, los campesinos, comuneros, indígenas, artesanos y obreros transformaron sus agravios en rebeldía construyendo los ejércitos populares y haciendo otra revolución. El caracol y el sable es una narración apasionada que muestra como se incubó, de manera silenciosa, pero persistente, la insurgencia de millones de hombres radicalmente opuestos a la invasión de sus tierras, al robo de sus bosques y aguas, al trabajo mal pagado, a las formas despóticas de la vida pública, a los fraudes electorales, al nulo respeto por la disidencia, a la clausura de las libertades civiles.

 

Gastón García Cantú es uno de los estudiosos más destacados de la Historia Nacional. Editorialista reconocido y narrador de episodios olvidados de la vida pública, es autor de múltiples trabajos, entre los cuales descuellan: El socialismo en el México del Siglo XIX, las invasiones norteamericanas a México, Entrevista con Javier Barrios Sierra y Utopías Mexicanas. De este último libro se ha seleccionado el material que el lector tiene en sus manos.


Ricardo, Emiliano y Doroteo


De 1889 a 1891 tiene lugar algunas huelgas importantes. Al preparase la tercera reelección de Porfirio Díaz no es la clase obrera, sin embargo, la que tiene la dirección de la lucha política: la protesta popular se inicia en los patios de la Escuela de Minería.

-¡Tenemos que suprimir esta farsa que es una tragedia para México!

Uno de los estudiantes preguntó al orador:

-Dinos, Ricardo, ¿qué proyectas? ¿Tienes un plan?

-¡Sí, lo tengo!: Vamos por la ciudad. Digamos al pueblo que tiene derechos, los cuales escupe el dictador. Expliquémosles sus errores y apremiémosles para que barran estas infamias. ¿Cómo? Obligando a Díaz a que abandone su odiosa idea de reelegirse. ¡Marchando al Palacio Nacional si es necesario!

Y empezó la agitación de la “plebe intelectual” –según la designación de Justo Sierra- no conquistada por la burguesía. Trescientos jóvenes arengaron al pueblo en mercados y plazas públicas.

En la reunión más numerosa la gendarmería montada disparó contra aquellos grupos inermes. Fue la señal que despertó a los obreros y a los artesanos. Durante 14 días se combatió en la ciudad. El ejército intervino y las capturas de estudiantes y obreros culminaron, para unos, en los calabozos de la cárcel de Belén; para otros, en Valle Nacional y las haciendas henequeneras de Yucatán. Una cosa se había logrado a pesar de que no había dirección alguna en la agitación política: demostrar al pueblo que el gobierno debía ser derrocado. Es más, en las arengas estudiantiles se dijo que la reelección de Díaz estaba apoyada por empresarios extranjeros. El lenguaje de los jóvenes era claro, directo, comprensible:

-¿Quién –decía en el mitin del zócalo Enrique Flores Magón- vende nuestro país a los industriales franceses, ingleses y norteamericanos, de modo que, además de ser esclavos de la iglesia seamos también esclavos de los países extranjeros?

Un lenguaje así respondía al empleado por Zamacona, Rocha, Bulnes, Sierra y Pineda, quienes en su Manifiesto a la nación, a nombre de un supuesto partido liberal, justificaban la reelección de Díaz calificando la obra del régimen, en ferrocarriles, como la de un factor por el cual México era parte de la civilización y demostraba “con hechos cada día más notorios –decían- que se conoce el valor de esa fuerza mental que se transforma en inconmensurable fuerza física que se llama ‘ciencia’ “.

Y científico llamaría el pueblo, a partir de entonces, al grupo gobernante.

Dos años después de los sucesos en la ciudad de México, un grupo de profesionales y estudiantes editaban El Demócrata, en cuyas páginas se hicieron las primeras denuncias de la condición de servidumbre de campesinos y obreros y de los atropellos de que unos y otros eran víctimas. Cuando el periódico alcanzó un tiraje de 10 mil ejemplares fue confiscado, y los Flores Magón, aprehendidos.

En esos años, otro joven, Emiliano Zapata, al celebrarse una fiesta en su pueblo, Anenecuilco, fue capturado por la policía acusado de rebelde. Atado de codos lo llevaron rumbo a Cuautla, donde les salió al paso su hermano Eufemio y otros campesinos. Desataron a Emiliano y los dos hermanos huyeron al sur del estado de Puebla. Zapata diría más tarde que allí conoció que las desventuras de los campesinos de su tierra eran idénticas a las de otros rumbos. Ya en Anenecuilco demandó, en los tribunales de la ciudad de México, como otras tantas comisiones del pueblo lo hicieran, respeto para los fundos legales del ejido. Nada obtuvo. Días después convoca a los campesinos y empieza su lucha. Los hacendados exigieron su aprehensión y Zapata, derrotado, fue a dar, como soldado, al noveno regimiento de caballería. Era el aprendizaje que le faltaba para saber cómo organizar militarmente a los campesinos.

En esos años, otro joven, Doroteo Arango, hacía su aprendizaje de bandolero con uno de los hombres más famosos del rumbo de Canatlán: Ignacio Parra:

Mucha guerra Parra dio,

era valiente y cabal,

perteneció a la cuadrilla

del gran Heraclio Bernal.

Cuando Doroteo Arango abandonó al valiente Parra, al trote de su caballo, por las llanuras de Chihuahua, se va haciendo Pancho Villa. El “corrido” popular desaparece también en la leyenda del guerrillero. Pancho Villa regresaba a los dominios de los hacendados. Ellos, según sus propias palabras, lo devolverían al camino de sus sufrimientos. El móvil para la lucha habría de dárselo don Abraham González. Después, nadie lo contuvo. Él y sus caballerías destruirían al ejército de la dictadura.

En aquel entonces, un hombre de 35 años, Venustiano Carranza, era elegido presidente municipal de un pueblecito de Coahuila: Cuatrociénegas. Veinte años antes, Carranza había sido un alumno distinguido de la Escuela Nacional Preparatoria. Llegaba a la presidencia municipal después de una larga contienda contra el gobernador García Galán; de protestar por la brutalidad policiaca y de andar por la sierra, con el rifle “venadero” bajo el brazo, defendiéndose de la cacería desatada en contra suya. Fue una de tantas pequeñas rebeliones la de aquel ranchero acosado por un gobernador; pero, de todas las que ocurrieron, fue la de mayor trascendencia en la educación de un revolucionario.

(Tomado de: García Cantú, Gastón - El Caracol y el Sable. Cuadernos Mexicanos, año II, número 56. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f).