EL CARACOL Y EL SABLE IV
Campesinos, comuneros e indígenas
Cierta mañana apareció en el valle de Papantla un grupo de agrimensores con sus teodolitos. La gente ya sabía lo que significaba la medición de las tierras e impidió su trabajo. Los topógrafos volvieron al valle al día siguiente, resguardados por rurales. Los campesinos protestaron nuevamente y se desató la violencia. Días más tarde llegaron más de mil soldados, invadieron el pueblo, los campos, y empezó el exterminio de los pobladores. Años después Lázaro Gutiérrez de Lara se propuso averiguar lo ocurrido. En torno del valle sólo quedaba un recuerdo: durante 15 días el aire era irrespirable por los cadáveres de hombres, mujeres y niños insepultos. En los campos, sembrados de cafetales y cañas de azúcar, no había huella alguna del pueblo.
Nicandro Sánchez, rumbo a Acapulco, se detuvo en el pueblo de Acatipla. Atardecía. Las huertas eran, en verdad, hermosas. Se lo dijo a sí mismo para no olvidarlo. Un viejecito comentó con él la abundancia de los árboles y la dulzura de las frutas. El viejo, entristecido, le confesó la desdicha del pueblo: el propietario de la hacienda El hospital los obligaba a venderle todos los terrenos: servir en sus tierras o desaparecer de la región. No pocos habían sido deportados a Quintana Roo. Los rurales y los soldados perseguían a los vecinos; a veces, en los linderos, descubrían hombres muertos por la espalda. Mirando las huertas, el viejo comentó, no sin esperanza: “Si viniera una fuerte revolución, como la del padre Hidalgo, a favor de los pobres, entonces sí sería otra cosa...” En 1910, Nicandro Sánchez fue al pueblo para alentar a los campesinos en la lucha armada y sólo pudo ver –como Rip van Winkle- oculta en los cañaverales, la torre derruida de la iglesia; los habitantes, más de quinientos, habían desaparecido; unos, asesinados; otros, deportados a Quintana Roo.
No fue distinto el caso de Tequesquitengo. Los campesinos eran dueños de un pequeño valle. El propietario de la hacienda de San José Vista Hermosa invadió las tierras del pueblo. Como ocurrió en Anenecuilco, San Pedro y tantos otros ejidos, los papeles en que constaba el lindero comunal de terrenos y aguas eran muy antiguos. Los campesinos demandaron respeto de los fundos legales. Los encargados de la defensa de Tequesquitengo desaparecieron. El hacendado siguió derribando las mojoneras y apoderándose de la tierra. Los campesinos no cedían. Una mañana el hacendado ordenó que rompieran la presa y las aguas sepultaron Tequesquitengo. No hubo sobrevivientes. En torno de la laguna, los peones de San José Vista Hermosa roturaron la tierra.
En el norte de la República los indios fueron objeto de tenaces persecuciones. Uno de los convenios de Porfirio Díaz con el gobierno norteamericano fue el de permitir el paso de las tropas de ese país al nuestro, para el exterminio de las tribus nómadas. Con el pretexto de que era imposible reducirlos al sedentarismo, los soldados llevaron a cabo una guerra de aniquilamiento. Culminaba en aquellas campañas una larga lucha sostenida por las tribus para sobrevivir. El área de caza era la ruta de los bisontes hacia las salinas. Desaparecida la especie –más de cien millones al empezar la conquista española- y reduciéndose el área al paso de la formación de los “presidios”, con cabezas de ganado mayor, las tribus acometieron las propiedades para proveerse de carne, sal y cueros. Fue una lucha que duró tres siglos. Los colonos, al final de la aventura, “veían pasar a lo lejos, más allá de las fogatas del comanche, el tropel de los bisontes que recorrían las ilimitadas praderas”. Los testimonios de los misioneros españoles, que advirtieron cuál era el fondo de aquella barbarie y que no pocos domeñaron con un puñado de sal, tenían sus días contados al aparecer por las llanuras de Chihuahua los cazadores del coronel Joaquín Terrazas.
En sus memorias, escritas en tercera persona al referir sus atrocidades, anota Terrazas los sucesos de campaña: “A fines de enero –1880- marchó a perseguir bárbaros comenzando las operaciones en el Cañón de las Veras y Montanegra. Atravesó el centro de la sierra saliendo a la boca del Cañón del Nido, siguiendo por Porfías, Terrenates, y cumbres de la Sierra, hasta los cordones de la del Pajarito, donde en la tarde del tercer día de marchas forzadas, atacó a la ranchería del indio Felipe haciéndole prisioneros, entre ellos, a sus hijos y muerto el resto, represando caballos y botín”.
En junio, Joaquín Terrazas vuelve a campaña. Sería la última. Las hazañas del indio Vitorio claman venganza. Recluta 350 hombres y el gobierno les ofrece 300 pesos por indio muerto. Cuando Terrazas y sus hombres desfilan por las calles de Chihuahua, los 115 sobrevivientes llevan, en sus lanzas, las cabelleras de los guerreros de Vitorio y, a grupas, las pantaloneras de los muertos. A los lados de las cabalgaduras caminan los prisioneros, mujeres y niños. En 1886, al morir, el indio Jerónimo, termina la lucha.
Mientras Joaquín Terrazas combate, su primo Luis se apodera de las tierras del estado. Como uno de los personajes de Tolstoi, Porfirio Díaz pareció darle en propiedad cuanto alcanzara en su carrera por la llanura. Y Terrazas recorrió Chihuahua abarcándolo todo. Al final de su vida, en la llanura había cercas y hasta donde la vista alcanzaba y más, mucho más, ganado pastando en los breñales. Las tribus habían desaparecido para siempre.
(Tomado de: García Cantú, Gastón - El Caracol y el Sable. Cuadernos Mexicanos, año II, número 56. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario