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lunes, 15 de abril de 2019

Frida Kahlo


Para contemplar su rostro desde el lecho de inválida y pintar sus autorretratos, Frida había mandado instalar un espejo en el techo de su dormitorio. Armada de pinceles copiaba sus expresivos ojos, el arco negrísimo de sus cejas, sus labios llenos, la extrema belleza de sus facciones.

La cama de madera torneada; el armario repleto de vestidos de tehuana; los floreros con alcatraces siempre frescos; la caja de cristal donde están guardados el ropón y los zapatos de estambres que usó en su bautismo un niño llamado Diego; la figura nerviosa y oscura del señor Xólotl, el perro azteca; los judas de cartón… todos esos objetos forman, dentro de la casona de Coyoacán, el mundo íntimo de Frida Kahlo, testigos de la lucha de años que entabló esta mujer contra el sufrimiento, empleando las armas que mejor manejaba: el amor y el arte.


 
En esa casa nació Frida en 1910 y allí vivió hasta el día de su muerte. En el patio cerrado, la pequeña jugaba, a veces desnuda, entre las macetas floridas, o se perdía en la pequeña selva del jardín, o corría por las habitaciones de altos techos y paredes adornadas con los retratos ovalados de sus abuelos o de la boda de sus padres, el fotógrafo húngaro Guillermo Kahlo y la dulce dama mexicana Matilde Calderón. A los 6 años enfermó de parálisis y aunque se repuso, la vida ya se había propuesto condenarla a la inmovilidad.


 
El accidente

Por 1926 Frida cursaba la preparatoria. No sólo desafiaba los convencionalismos en una época en que se creía que la mujer no debía pisar las universidades, sino que era el único miembro femenino de una pandilla de estudiantes rebeldes llamados Los Cachuchas.

Un día de septiembre abordó, en compañía de un amigo, uno de los frágiles autobuses que circulaban por la ciudad de México. Frente al mercado de San Juan, un tranvía aplastó al autobús contra una esquina. “Fue un choque extraño” escribiría más tarde Frida. “No fue violento, sino sordo, lento, y maltrató a todos. Y a mí mucho más”.

No sentía sus heridas ni lloraba, a pesar de que tenía fracturada la columna vertebral, la pelvis y el brazo izquierdo; la pierna derecha estaba rota en 11 pedazos y una varilla de acero le atravesaba el cuerpo de lado a lado.

Un hombre rescató a Frida de entre los fierros retorcidos, la llevó a un billar y la colocó sobre una mesa mientras llegaba la ambulancia. En el hospital la muchacha sintió por primera vez un dolor intenso. En aquella época no se hacían radiografías y los médicos no sospecharon la magnitud de sus lesiones. Más tarde llegó la familia; la madre enmudeció por un mes, la hermana se desmayó y el padre enfermó de tristeza. En una cama, Frida balbuceaba: “No tengo miedo a la muerte, pero quiero vivir”.

El accidente la condenó a una vida de invalidez intermitente; pero también le dio oportunidad de establecer contacto con el mundo maravilloso de la pintura. En su cama de hospital, aprisionada dentro de una coraza de yeso, Frida tomó los pinceles que le había obsequiado su padre y comenzó a pintar.

El encuentro

Años atrás se había fascinado al ver cómo Diego Rivera llenaba de color los muros del anfiteatro Bolívar, en la Preparatoria. El artista acababa de regresar de Europa con la fama de haber figurado entre los mejores pintores cubistas. Lleno de vitalidad hacía entonces las primeras incursiones en lo que comenzaba a llamarse el muralismo mexicano.

El día en que Diego y Frida se vieron por primera vez, él pintaba trepado en un andamio mientras Lupe Marín, su temperamental mujer, tejía a sus pies. Frida irrumpió en el sitio empujada por unos estudiantes. Parecía no tener más de 12 años de edad. Pidió permiso al artista para verlo trabajar y la celosa Lupe le lanzó un insulto que Frida recibió sin inmutarse. Lupe tuvo que sonreír al reconocer el valor y la presencia de ánimo de la joven.

En 1928 se produjo un segundo encuentro. Frida había mejorado de su invalidez y estaba dedicada por completo a pintar. Un día vio a Diego encaramado en sus andamios, pintado un mural en la Secretaría de Educación Pública. Ella le pidió que viera 3 retratos de mujer que acababa de pintar. Diego se entusiasmó con las pinturas y Frida lo invitó a su casa para mostrarle otras.

Al siguiente domingo Diego tocó la puerta de la casa número 126 de la calle Londres, en Coyoacán. Frida lo esperaba en el jardín, al pie de un árbol y silbando La Internacional, vestida de overol para recalcar su condición de comunista. Poco después hacía desfilar sus pinturas ante el visitante. Días más tarde se repitió la visita; al despedirse, el pintor beso a Frida. Ella tenía 18 años; Diego el doble.

La primera boda

Al poco tiempo contraían matrimonio por lo civil ante el alcalde de Coyoacán, un comerciante en pulque. Un peluquero y un médico homeópata fueron los testigos. En la fiesta hizo irrupción Lupe Marín para llenar de insultos a la novia.


                                                                    (Frida Kahlo: La Venadita)

Diego fue para Frida todo el amor y todo el sufrimiento. Después del accidente, los médicos le habían advertido que no intentara concebir un hijo. Ella los desobedeció. Su intento de ser madre reavivó las heridas y terminó en un fracaso doloroso. En 3 ocasiones más perdió a los vástagos que anhelaba. Expresaba su dolor en bellas imágenes, con la del cuadro en que se representaba a sí misma con su rostro injertado en un cuerpo de venado horriblemente lacerado por flechas.


(Frida Kahlo: Las dos Fridas)

Su pintura tenía obsesivas reminiscencias de salas de operaciones, camas de sanatorio, planchas de granito. Un sol agónico ilumina el cuadro en que dos Fridas, con los corazones descubiertos y unidas entre sí, dejan escapar la vida por unas venas que detienen levemente unas pinzas quirúrgicas. En otro autorretrato aparece mostrando en el tronco una columna rota, una lluvia de lágrimas en los ojos, y el cuerpo vendado y herido por mil clavos.

(Frida Kahlo: La Columna rota)
 

Cuando André Breton, el padre del surrealismo, visitó México, quedó sorprendido por aquella pintura que reflejaba el universo íntimo de un ser poseído por el dolor. En Nueva York y en París recibieron a la pintora con entusiasmo. Kandinsky la levantó en brazos y la besó en las mejillas; Picasso, avaro para los elogios, expresó públicamente su admiración ante los autorretratos de la mexicana. Frida se hizo célebre en París, y Schiaparelli presentó en una de sus colecciones el vestido Madame Rivera, versión de alta costura del traje mexicano que lucía la pintora.

El divorcio

Frida regresó a México enferma. Sufría además por las continuas infidelidades de Diego. “Supongo que todo el mundo espera de mí revelaciones indecentes”, dijo ella en una ocasión. “Tal vez esperen oír también mis lamentaciones por lo que me ha hecho sufrir Diego. Pero yo no creo que la tierra sufra a causa de la lluvia”.

Frida había descubierto que su mejor amiga era amante de su esposo y se dejó consumir por la amargura. Diego pensó que procuraría cierto alivio a su compañera divorciándose. Ella se opuso, diciendo que prefería el engaño a la separación. Hubo escenas en las cuales él confesó que deseaba el divorcio. Finalmente se separaron después de 13 años de matrimonio.

Producto de esa tormenta fue un autorretrato en el que Frida aparece vestida de tehuana, con el rostro de Diego en la frente. Finalmente se puso tan enferma que Rivera la llevó a un hospital de San Francisco, California.

La segunda boda

Cuando Frida se recuperó, Diego le propuso una reconciliación. Ella aceptó y el día en que el pintor cumplía 54 años, el 8 de diciembre de 1940, volvieron a casarse. Ella lo reincorporó a su vida consciente de cuáles eran sus defectos y con la certidumbre de seguir siendo engañada. Años más tarde Diego le pidió de nuevo el divorcio para casarse con María Félix. La propia María dijo a Frida que no se preocupara: ella no tenía ningún deseo de casarse con Diego.

La salud de Frida seguía empeorando. En 16 años los médicos le habían practicado 14 operaciones. Cuando le amputaron una pierna se sintió tan deprimida que ya no podía reír cuando Diego le contaba sus chistes habituales. Recluida en su cuarto, con el corsé de yeso que había decorado con florecitas y otras figuras de colores, contemplaba su piernas postiza y en un momento de cruel ironía decidió cubrirla con un botín rojo al que había cosido unos cascabeles.


(Frida Kahlo: Árbol de la esperanza, mantente firme)

Siguió entregando a la pintura sus últimas energías. Creó así ese paisaje agrietado en el que flotan dos desolados planetas y ella aparece desnuda sobre una camilla de hospital, con una herida en la espalda, un corsé ortopédico en el cuerpo y una banderita de papel en la mano: “Árbol de la esperanza, mantente firme”, dice el letrero de la bandera.

Frida lloraba y suplicaba que llegara la muerte. La víspera del 13 de julio de 1954 su enfermedad hizo crisis. Al anochecer dio a Diego un anillo, como regalo anticipado de sus 25 años de casados. Murió al amanecer.

Diego despidió en el cementerio al amor de su vida. Durante mucho tiempo buscó el recuerdo de Frida en la casa de Coyoacán. Luego quiso disfrutar de los últimos años que le quedaban, y volvió a su vida de siempre.


(Tomado de: Valdéz, Alejandro - Frida Kahlo: Te amo, Diego. Contenido ¡Extra! Mujeres que dejaron huella, segundo tomo. Editorial Contenido, S.A. de C.V. Mexico, D.F., 1998)




jueves, 14 de febrero de 2019

Wolfgang Paalen



(amanecer - 1959)

Wolfgang Paalen nació en 1905 en Viena, Austria. Falleció en la ciudad de México, por decisión propia, en 1959. Hombre dotado de clara inteligencia y exacerbada sensibilidad, todo unido a una fuerte neurosis; lo que nos da una idea del carácter artístico de este singular maestro.

Su formación, con un obligado arranque académico vienés, fue influida en su paso por varias ciudades europeas; esto le valió enterarse de los movimientos artísticos de vanguardia de principios de siglo; situación que le ayudó a definir su postura.

A partir de 1932 participó, en Paris, en las actividades del grupo Abstracción-Creación, acorde con sus preferencias; entre sus amigos más cercanos en ese momento de su carrera, se encontraban Auguste Herbin, Fernand Léger, Hans Arp, F. Kupka y Amédée Pzenfant. No obstante su identificación declarada hacia el abstraccionismo, terminó por abandonarlo transitoriamente para incorporarse al movimiento de los surrealistas, tal vez animado por Max Ernst y por la simpatía que le despertó André Breton. En 1938 intervino en la organización de la histórica Exposición Internacional del Surrealismo, exhibiendo también dos de sus cuadros fundamentales en esa corriente: Fata Alaska (1937) y Combate de príncipes saturninos (1938). En realidad su paso por el surrealismo fue breve, más no por ello intrascendente; contribuyó al movimiento con el procedimiento del fumage, que utilizó en diversas ocasiones.

Paalen conoció a Frida Kahlo en París en 1938; atendiendo a una invitación de ésta y huyendo de la hecatombe que los fascistas desatarían en Europa, arribó a México en septiembre de 1939, en compañía de Alice Rahon, su pareja en esa época. Le había antecedido André Breton, quien tuvo el ingenio de definir a México como el país surrealista por excelencia. Atraído por una serie de intereses que ocupaban su atención y respondían a su propia problemática artística, Paalen permaneció en México, salvo algunas ausencias. Aquí desarrolló una intensa vida intelectual a través de diversas actividades, desde aquellas relacionadas con el arte prehispánico, hasta las inherentes a su trabajo artístico.

En enero de 1940 se presentó en México la Exposición Internacional del Surrealismo; todo un evento cultural por las intenciones y la novedad de las obras europeas presentadas aquí. La organización corrió a cargo de André Breton, el poeta peruano César Moro y Wolfgang Paalen. La exposición se instaló en la Galería de Arte Mexicano, de la inolvidable Inés Amor. Participaron artistas europeos, cuyos nombres sería ocioso citar aquí y algunos mexicanos a quienes Breton consideró como exponentes sui generis del surrealismo. En realidad estos artistas practicaban un arte que poco o nada tenía que ver con la corriente politizada del muralismo, y entre ellos se encontraban Manuel Rodríguez Lozano, Agustín Lazo, Antonio Ruiz, Carlos Mérida, el joven Guillermo Meza y el fotógrafo Manuel Álvarez Bravo. Expuso también Frida Kahlo y con su oportunismo acostumbrado Diego Rivera, con obras que estaban muy lejos del programa bretoniano. De Paalen se mostraron las siguientes pinturas: La balanza, Viejo océano, Combate de príncipes saturninos y un objeto, El genio de la especie, obra verdaderamente sensacional: un revólver hecho a base de huesos, colocado en elegante estuche.



La importancia que en su momento tuvo la Exposición Surrealista fue considerable, como sucede siempre que se presenta lo que en sí constituye ya una novedad en el medio. Hoy se puede pensar que se exagera esa importancia; mas entre lo que provocó, que no fue poco, estuvo el inquietar las conciencias de los productores de arte, en especial a los inconformes de la política artística llevada en el país; entre ellos se encontraba Manuel Rodríguez Lozano. El no modificó propiamente su producción, pero sí reafirmó sus principios, ya que la exposición venía a demostrar la validez de otros tipos de creación plástica, como la suya, con toda seguridad muchos de los artistas –y entre ellos hay que contar a los estudiantes- que asistieron a la exhibición de las obras surrealistas sufrieron un fuerte impacto. El significado de esta exposición no se reflejó de inmediato, más dio sus frutos posteriormente; fue como una semilla que fecundó en un campo propicio.


(Así es la vida - 1958)

La presencia de Wolfgang Paalen en México tuvo una resonancia sutil y subterránea, a pesar de haber instalado aquí su taller; investigó sobre las enigmáticas cabezas olmecas, publicó la revista Dyn, desde la cual teorizó sobre el significado del arte dentro de un mundo, en el que la ciencia fincada en las teorías de Einstein parecía que lo era todo. En nuestro país presentó dos exposiciones de sus pinturas: la primera en 1945 en la Galería de Arte Mexicano, la segunda en 1958, significativamente en la Galería de Antonio Souza, una de las pocas dedicadas entonces al arte de vanguardia.

En esas muestras se registran los cambios habidos en su concepción estética. Pronto abandonó las filas del surrealismo para adoptar finalmente una expresión luminosa, rica en colores, pero nada lejana del abstraccionismo; en cierta forma regresó a los orígenes de su arte. La resonancia de cuanto Paalen hizo en México, y fue mostrado tanto en su taller como al público, alcanzó en la década de los cincuenta una proyección positiva sobre los pintores jóvenes que denodadamente abrían nuevos caminos al arte mexicano.


 (Bañistas -bagneuses-1959)

Contribuyeron al reconocimiento del artista vienés los trabajos de los críticos de arte Margarita Nelken y Jorge Juan Crespo de la Serna.


(Tomado de: verificar Delmari Romero Keith – Otras figuras del muralismo. Historia del arte mexicano, fasc. #105, Arte contemporáneo; Salvat Mexicana de Ediciones, S.A. de C.V., México, D.F., 1982)