Solo, en verdad solo, como únicamente puede estar un hombre con la historia sobre sí, Carlos Salinas de Gortari optó por la prudencia. Al menos en las primeras horas siguientes al "ataque" guerrillero de que fueron objeto varias poblaciones chiapanecas. La decisión le pertenece por entero, tanto como su consecuente responsabilidad.
Porque así lo quiso, porque así entiende el Primer Mandatario el mando que le otorgó y le ha sostenido el pueblo, no respondieron de inmediato las fuerzas armadas, según lo dicta la Constitución, en defensa de la soberanía.
Optó por salvar vidas, y seguramente lo consiguió en alguna medida.
También por la búsqueda de una salida, de una solución concertada, negociada o simplemente menos dramática, menos criticada en el exterior. Es ovbio que su intención, como estadista, fue la de evitar que bajo sus órdenes el Ejército sofocase lo más semejante a una asonada subversiva que hemos vivido en la historia moderna.
Contra todas las leyes, por encima de la más elemental convivencia social, sin otra bandera que derrocar a un gobierno constitucional y legítimo, que destruir a su Ejército, cientos -quizá miles- de hombres perfectamente armados, uniformados como lo que son: miembros de otro ejército, le declararon la guerra a México. Dentro de nuestro propio país. Y la respuesta fue permitirlo.
Esta realidad tiene que estremecer la conciencia colectiva de la Nación.
Si lo mismo: tomar alcaldías, estaciones de radio local, matar policías, lo hubiesen hecho fuerzas extranjeras, todos, un todo muy amplio, hubiésemos pedido a gritos que nuestros soldados los expulsaran. Los sometiesen al orden legal, los hicieran pedazos por su osadía contra todo lo establecido, es decir, contra la sociedad en su conjunto.
¿Por qué se mostró un rostro de paciencia, de larga paciencia, en respuesta al ataque?
Queda ahí la interrogante.
Lo que no se puede negar es que los militares estaban listos para responder, en el terreno de la guerra donde ellos se situaron, a los supuestos guerrilleros. Que debe haberles sido muy difícil el gran compás de espera que todo permitió en su contra, sobre todo -lo peor- el admitir que la población civil fuese vulnerable.
Este es el mensaje más terrible, en lo relativo a a seguridad nacional.
Pacíficas poblaciones dejadas de la mano de Dios, lejanas del centro del país por kilómetros y costumbre fueron, textualmente "tomadas" por guerrilleros perfectamente entrenados y armados. ¿Por qué tardó tanto la respuesta de las fuerzas armadas, que por mandato constitucional deben defender pueblo y soberanía? Únicamente hay un motivo: así lo decidió su comandante supremo, el señor Presidente.
¿Qué motivos tuvo Carlos Salinas de Gortari para actuar de esta manera? La historia se lo demandará, el diálogo en el momento fue de uno. De un hombre que decidió, quizás sin consultar siquiera a su propio espejo, que esto era lo mejor. Lo mejor para el país, para su gobierno, para su concepción del planeta Tierra, para su proyecto nacional. Y seguramente también que era lo mejor para el ser humano que ostenta la investidura presidencial por sexto año consecutivo.
La decisión, hay que admitirlo, no debe haber sido fácil. Sus consecuencias no las podemos siquiera imaginar todavía, víctimas que somos de la gran impresiónimpresión, del profundo impacto que significó comenzar el año 1994 inmersos en una violencia que sacude todos los cimientos de nuestro sistema político.
Esta no ha sido una revuelta romántica y justa, producto de la desesperación en que la miseria ha sumido a los chiapanecos, sobre todo a los indígenas. Mucho cuidado con que terminemos por creernos lo que será el discurso de la paz.
Si bien existe una gran miseria ancestral, un pésimo reparto de las tierras, insalubridad, mortalidad infantil, analfabetismo y otros vicios de la marginación, no son el motivo principal, sino sólo uno de ellos. Una de las razones que llevaron a las armas a campesinos que son de origen indígena, que son casi indígenas, pero que no pueden ser conceptualizados iguales a quienes viven en sus comunidades, anclados a usos y costumbres étnicas que los diferencian del resto de los pobladores.
Sí habría que buscar responsabilidad en el programa de Solidaridad, en la gran cantidad de recursos que el gobierno federal ha invertido en el desarrollo social del Estado. Por una parte razón muy simple, junto a estas inversiones que en verdad cambiaron la vida y la visión del mundo de los chiapanecos que menos tienen, no hubo programas productivos eficientes. No hubo un empleo que les permitiese acceder a mejores niveles de vida. Mismos que les fueron enseñados, apenas mostrados, por los servicios de los que se dotó como agua, electricidad, etcétera.
No se trata de conservar, como estadística sobre el escritorio de los doctores de Economía, a los pobres en plenitud de su derecho a seguir siendolo. Por del contrario, así sea con metas -colaterales- electorales y sentido populista, el PRONASOL y cualquier tipo de inversión federal que proporcione una mejor vida a su beneficiarios tiene que ser bienvenido. Que haya agua es mejor a que no la haya, igual con las escuelas, con la electricidad, hasta con las canchas deportivas que desde el helicóptero se observan en comunidades que no deben aparecer, siquiera, en los mapas.
El conflicto surge cuando estos programas no vienen acompañados, insisto en ello, de la posibilidad de ingreso. Y, además, vienen a fortalecer el cacicazgo local. Cuando las estructuras sociales, tan infinitamente corruptas como fueron descubiertas ante la opinión pública por esta guerra, no han cambiado antes de estos programas. Porque entonces los abismos, no registrados por estadísticas -pero graves en su entorno social- se hacen mayores.
Así las grandes inversiones en Chiapas, a través de la gente de Carlos Rojas, fueron un detonante social. Y no, como le contaron al Presidente, un paliativo a su miseria ancestral.
Paradójicamente, el progreso los hizo más pobres al darles mayor conciencia de su marginación y no proporcionarles empleo remunerado.
No olvidemos la presencia en Chiapas, por los programas de dotación de tierras que comenzaron durante el sexenio de Luis Echeverría, de campesinos del norte del país que ya forman parte del entorno, habiendo incorporado su visión de la realidad. Y sobre todo, su capacidad de organización.
Esta sería la base real sobre la que se montó el movimiento guerrillero. Junto con las peculiaridades geográficas de Chiapas. Su imposibilidad de comunicación, su gran disgresión de poblados, el origen de sus habitantes, tan diferente entre sí.
El trabajo de organización de la guerrilla estuvo en manos de profesionales de esa forma de lucha, seguramente de guerrilleros del extremo más al sur de la América que venían, habiendo tenido posiciones muy altas en sus jerarquías, de alguna lucha social fracasada y por tanto pudieron aplicar, con buen éxito, su experiencia. Ellos trabajaron, durante muchos años, con miembros de la iglesia, de la teología de la liberación. Movimiento que además trajo líderes, dispuestos a inmolarse, del extranjero. Entre ellos seguidores del obispo brasileño Pedro Casaldáliga, cuyos testimonios adornan las paredes de las casas de seguridad, descubiertas antes de rendirnos ante el EZLN.
No fueron los únicos. También forman parte del movimiento guerrilleros mexicanos que tuvieron experiencia guerrillera en otros tiempos y otras partes del país. Y algunos miembros del PRD.
Todos ellos trabajaron sobre las organizaciones campesinas existentes en Chiapas. Ellas son clave para entender la fuerza del movimiento guerrillero. Sobre todo el papel que juega la CIAOC y la ANCIEZ, pero no sólo estas.
Es la combinación de todos los factores aquellos objetivos de marginación y falta de empleo, de una geografía muy difícil, de la convivencia obligada de costumbres y orígenes que ponen a los chiapanecos en contra de ellos mismos. Eso es real, eso es una de las razones. Pero no hubiese bastado para una revolución si no existiese la mística religiosa, la influencia inmensa de la gente seguidora del obispo Ruíz y de tantos otros. Sobre todo extranjeros que vinieron a hacer su revolución, sintiéndose los nuevos redentores que deben ser crucificados por las balas del malvado Ejército.
Añádase el trabajo meticuloso, disciplinado de sus dirigentes durante muchos años. Sobresale en ello el papel de los catequistas. De otra manera no hubiese sido tan eficiente su organización.
Y, por último, pero de una importancia vital: el dinero que recibieron del extranjero, de Alemania, Bélgica y supuestamente del millonario norteamericano Ross Perot; también hay versiones de influencia por parte de Cuba. Y la eficiente red de abastecimiento, de cuidado sanitario, hospitales en todos sus niveles siempre atendidos por monjas, que fueron construyendo durante muchos años.
Esa es la realidad que no quiso enfrentar el gobierno, pero que siempre supo que existía. Quizá no con información precisa sobre su fuerza, su magnitud, el número de simpatizantes y lo dispuestos que estaban a morir por sus ideas, pero que sí conoció con tiempo suficiente para tomar otras medidas. Que no se tomaron o que en su momento, ya muy tarde, no fueron suficientes para detener el estallido violento.
Lo que no funcionó fue el papel que desempeñó Patrocinio González Garrido, o aquél de José Córdoba. O lo que no funcionó fue algo mucho más complicado. Que no se soluciona con culpables a priori.
Porque no basta con crucificar a unos y revivir al otro, al que debió ser definitivamente, desde el inicio del sexenio, el titular de Gobernación si es, con lo que demuestra su nombramiento presidencial de Comisionado por la Paz, el único capaz de negociar efectivamente con todos los sectores de la sociedad, incluso en las condiciones más adversas. No es suficiente aceptar que algo no funcionó, sino regresar los pasos, hasta donde sea posible, para recuperar o hallar por primera vez el camino. Y al decir camino quiero decir verdad. Una que no es la que se nos quiere vender como la oficial. La verdad no es aquella de la miseria que pone en el peor de los sitios a los soldados y hace héroes a criminales, a quienes declararon la guerra y asesinaron a sangre fría a humildes policías y soldados sorprendidos en sus cuarteles. No es la verdad aquella que dice que Samuel Ruíz es inocente y José Córdoba Montoya culpable absoluto del mal manejo del estallido de violencia en Chiapas. Ojalá y todo fuese así de simple.
Porque negar que existen muchas verdades en contraposición, no hará sino agravar las tensiones sociales consecuencia de la guerra de Chiapas.
(Tomado de: Arvide, Isabel - Crónica de una guerra anunciada. Grupo Editorial Siete, S.A. de C.V. México, 1994)