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jueves, 2 de febrero de 2023

Seis ademanes

 


Seis ademanes

Dentro de la serie de ademanes que tiene el hombre para evitar palabras o para subrayarlas hay algunos que son exclusivos de una raza o nación. En México veo tres ademanes nacionales o propios que son los que doy en diseño para su mejor comprensión. El ademán 1, significa dinero (pesos); el número 2, unidad mínima de tiempo y de volumen; el número 3, acción de gracias.

Cuando un español quiere significar dinero valiéndose de la de la mímica, frota repetidamente la yema del pulgar contra el índice.

Este ademán, que es ante todo movimiento, como si fuésemos pasando una por una las monedas, se usa también en México pero no es el típico. El ademán mexicano es mucho más sobrio y contundente, consiste en abrir ciertos dedos de modo que evoque la forma del peso. Es un ademán estático.

Cuando un español quiere decirle a otro, valiéndose de la mímica, que espere un poco, tiene que acudir a una serie de movimientos aproximativos: con la mano hace un signo de detener o aguardar y, con la expresión del rostro y el movimiento de la cabeza, una especie de súplica confirmativa. Total, movimientos y pocas sobriedad. El mexicano, en cambio, no tiene más que estirar paralelamente dos dedos dejando entre ellos un pequeño espacio. Ademán muy plástico, muy sobrio y sin dinamismo.

Finalmente cuando el español quiere agradecer algo pronuncia las gracias acompañándolas con una sentimiento de la cabeza. En cambio, el mexicano que agradece un cigarrillo, por ejemplo, no tiene más que levantar la mano abierta, darle un giro de un cuarto de círculo y afirmar esta postura.

En estos tres ademanes mexicanos hay la nota común ya dicha, expresividad estática, lo cual hace pensar en el hieratismo de las razas asiáticas. Pero vemos además esto otro: que el mexicano consiguió sus ademanes propios para estas tres cosas, el dinero el tiempo o el espacio, y la cortesía.

Más tarde averigüé que los mexicanos tienen tres ademanes para señalar la altura: uno para la altura de los seres humanos, otro para la altura de los animales y otro para la de las cosas. En cada uno de estos casos presenta la mano una postura especial. Para el primero se apiñan los dedos, cuidando de unir el pulgar y el índice; para el segundo, la mano extendida y plana se proyecta como telón o cuchillo; y, para la tercera, se extiende plana, como si fuese a posarse en la superficie de una mesa o de un libro.


¿Qué es esto? ¿No es una maravilla, por lo pronto? ¿No es una maravilla de finura, de agudeza, llegar a diferenciar con esos tres ademanes las tres categorías de lo humano, lo animal y lo inerte?

No creo que exista otro pueblo tan sensible a las alturas. ¿Proviene ello de una vieja civilización que se cuidaba mucho de las jerarquías? ¿Será un residuo azteca? ¿Hay entre los indios o los chinos algo parecido? Y hago esta pregunta porque los orientales y los mexicanos coinciden en otras sutilezas de olfato y de paladar que no alcanzamos los occidentales.

No creo que los etnólogos deban pasar por alto estos ademanes significativos de los mexicanos. Téngase en cuenta que los mexicanos son hombres que no bracean ni manotean al hablar; vicios comunes entre latinos. Sus ademanes no son como los del español o del italiano: alharaquientos, improvisados, tumultuosos y personalísimos; son pocos y rituales. Hasta el grado de poder catalogarse y dibujarse. Yo puedo dibujarlos y decir: ademán para indicar pesos; ademán para indicar agradecimiento; ademán para indicar tamaño del hombre, de la bestia o de la cosa.

De los seis ademanes genuinamente mexicanos, los que más se prestan a filosofar son el de espacio y tiempo y los de altura.

Vemos que uno y otros son signos de medición. "Espérame tantito", "dame tantito café" o bien "la mesa, el animal o el niño eran así de altos".

El haber dado con un signo para aquel diminutivo de tantito es un hallazgo feliz pero, además, tiene que responder a la psicología mexicana, cautelosa, refrenada, medida.

¿Ven ustedes? Ya salió la medida.

El mexicano es cauto y meticuloso, muy distinto que el español. Si este dice: "espérame un rato", o, incluso "espérame un ratito", no expresa lo mismo que el mexicano con su "espérame tantito".

Este tantito es sumamente nebuloso, no compromete a nada. Es una medida elástica y escurridiza; cautelosa. Con él expresa el mexicano la relatividad del tiempo y el espacio.

Muchos de los diminutivos que se usan en México se deben probablemente al mismo sentimiento de inseguridad, a la misma idea de relatividad. "Te veo en la nochecita." "En la mañanita, en la tardecita." "Orita vengo." "Lueguito".

El mexicano desmigaja el tiempo, lo hace migas, para que no le coaccione ni comprometa.

Y, pasando a los ademanes que indican alturas, nos encontramos con el mismo escrúpulo, con la misma meticulosidad.

¿Qué es eso de medir a todos con el mismo rasero? ¿Es que se pueden sumar o barajar cantidades heterogéneas?

Pues fijémonos bien en cómo son los ademanes que aplican en cada caso. ¿Por qué se pone la mano en esa postura cuando se refiere al tamaño de un burro? Porque así alude a las cuatro patas y al avance del caminar, se le supone en cuatro patas. ¿Y por qué en esa otra cuando se trata de la mesa o de cosa inerte? Porque con tal postura se indica mejor la gravitación, la inercia de los objetos. ¿Y por qué en la otra cuando hablamos del niño? Porque el ser humano es espiritual y erguido.

Estas explicaciones no se las he oído a ningún mexicano, pero me parecen lógicas y perfectamente aceptables.


(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)


lunes, 22 de noviembre de 2021

José Gaos

 


Nació en Gijón, España, en 1900; murió en la Ciudad de México en 1969. Hizo sus estudios en el Colegio de Santo Domingo en Oviedo y en las universidades de Valencia, Madrid y Montpellier. De 1933 a 1936 fue director del período preparatorio de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, y rector de ésta de 1936 a 1938, en que llegó a México. Fue catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y miembro de El Colegio de México. Sus obras: La filosofía de Maimónides y Dos ideas de la filosofía (junto con F. Larroyo) (1940); Antología filosófica (1941); El pensamiento hispanoamericano (1944); Pensamiento español, Pensamiento de lengua española, Antología del pensamiento de lengua española y Dos exclusivas del hombre (1945); Filosofía de la filosofía y Tratados de Gamarra (1947); Filosofía del entendimiento de Bello (1948); Un método para resolver los problemas de nuestro tiempo y Escritores místicos españoles (1949); Introducción a Heidegger (1951); En torno a la filosofía mexicana (1952-1953); Filosofía mexicana en nuestros días (1954); La filosofía en la Universidad (1956-1957); Sobre Ortega y Gasset (1957); Confesiones profesionales y Discurso de filosofía (1958); Introducción a la fenomenología, Sobre enseñanza y educación, Museo de filósofos y Orígenes de la filosofía y de su historia (1960); Las críticas de Kant, Filosofía contemporánea y De la filosofía (1962).

Tradujo, además, obras fundamentales de R. Odebrecht, M. Scheler, E. Husserl, B. Grothuysen, W. Dilthey, W. Jaeger, J. Wahl, H. Heidegger, K. Jaspers, L. Levelle, N. Abagnano, y N. Hartmann. Gaos fue discípulo de Ortega y Gasset y de Manuel García Morente. Tuvo, a su vez, distinguidos discípulos mexicanos e influyó profundamente en la enseñanza de la filosofía. La UNAM y el Fondo de Cultura Económica le rindieron un homenaje póstumo en Dianoia, Anuario de Filosofía, 1970. Escribieron Augusto Salazar Bondy, Alain Guy, Udo Rukser, José Luis Abellán, Bernabé Navarro, Justino Fernández, Vera Yamuni, Luis Recaséns Siches y Patrick Romanell. En 1971, El Colegio de México publicó Nuestra idea del mundo.


(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen V, - Gabinetes - Guadalajara)

sábado, 2 de enero de 2021

León Felipe


(León Felipe Camino y Galicia), poeta nacido en Tábara, Zamora, España, en 1884; muerto en México en 1968. Comenzó su vida literaria en Madrid (1920), con Versos y oraciones de caminante. Residió en México, como exiliado político, desde 1940; junto con otros intelectuales y literatos, alentó la creación de la revista Cuadernos Americanos. Su obra comprende también traducciones, prosa y teatro; pero debe a la poesía su gran celebridad. Entre los veinticinco volúmenes por él publicados se encuentran: Antología poética (1935), El payaso de las bofetadas y El pescador de caña (1938), Español del éxodo y del llanto (1939), Ganarás la luz (1942), Antología rota (1947), El ciervo (1958), ¡Oh, este viejo y roto violín! (1966). En 1964 la Editorial Losada publicó en Buenos Aires sus Obras completas.

COMO TU

Así es mi vida,
piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña;
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas
bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una lonja,
ni piedra de una audiencia,
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia;
como tú,
piedra aventurera;
como tú,
que tal vez estás hecha
sólo para una honda,
piedra pequeña
y
ligera...

(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen IV, - Familia - Futbol)

sábado, 10 de agosto de 2019

Pedro Garfias


Pedro Garfias Zurita nace en Salamanca el 20 de mayo de 1901. Fueron sus padres Antonio Garfias y Dolores Zurita. Aunque salmantino por nacimiento, se considera generalmente como poeta andaluz, y razones no faltan. Su madre era de la sevillana Villa Manrique y su padre, aunque ignoremos a ciencia cierta dónde nació, era andaluz, radicado en la provincia de Córdoba y con apellido de origen onubense. Además, y ello es lo que cuenta, Garfias se sintió siempre andaluz y amó a su "blanca Andalucía" por encima de todo.
Cursa sus primeros estudios en Osuna y la escuela preparatoria en Sevilla, a la que llega en 1910. Después, dos años en Cabra cursando el bachillerato de letras para preparar su ingreso a la carrera de leyes, cosa que no llegaría a hacer aunque se traslada a Madrid con ese propósito.
En vez de ello se sumerge en el mundo literario y al poco tiempo funda, junto con Xavier Bóveda, César A. Comet, Guillermo de Torre, Fernando Iglesias Caballero, J. Rivas Panedas y J. Aroca, el movimiento ultraísta cuyos voceros serán las revistas Tableros y Horizonte. Posteriormente, se unirán a este movimiento otros poetas como Juan Larrea y Gerardo Diego.
Publica su primer libro, El ala del sur, en 1926, en el que se recoge poesía escrita entre 1918 y 1923 en Madrid y Sevilla. Otros de la misma época, como Ritmos cóncavos, Romances y canciones, Tres poemas de Toledo y Motivos del mar, se publicarán mucho después, ya en México; después, un largo silencio de trece años de los que sólo sabemos que vive en Osuna y Écija.
La guerra "española", a la que se incorpora en defensa de la República como comisario político en el frente de Córdoba, devuelve la palabra al poeta y publica Héroes del sur, Consignas del frente y de la retaguardia y Consignas para comisarios, tres opúsculos que se reunirán posteriormente en Poesía de la guerra española, publicado en México en 1941. Estos poemas le valen a Garfias el premio Nacional de Literatura, otorgado por la España republicana, en 1938.
En marzo o abril de 1939, ya perfilada la derrota de la causa de la República, marcha el poeta al exilio como tantos otros miles de sus compatriotas, y pasa primero las fronteras de Francia y posteriormente las de Inglaterra, donde habrá de escribir la considerada por muchos su obra mayor: Primavera en Eaton Hastings, cuya primera edición debemos al FCE en 1939. Después, México, al que llega a bordo del vapor Sinaia, y en el cual compone su conocido poema "Entre España y México".
Viviendo en Monterrey (de 1943 a 1948), publica De soledad y otros pesares, recopilación de poemas escritos en diversas épocas en España, y algunos en México. En el año de 1943 se conoce su Elegía a la presa de Dnieperstroi. Años después, en 1951, saldrá a la luz Viejos y nuevos poemas.
Viajero incansable recorre casi toda la República Mexicana y es acogido por sus amigos lo mismo en Torreón que en Chihuahua, Sonora, Jalisco, Puebla, Campeche, Yucatán, Guanajuato, Veracruz o el Distrito Federal. Dicta conferencias, da recitales, y en 1953 publica en Guadalajara el que será su último libro en vida: Río de aguas amargas.

Se habla de tres inéditos: Sonetos a mi padre, La balada de la cárcel del mundo y La ronda de los toreros muertos, que presumiblemente se llevó Garfias a la tumba impresos en su portentosa memoria en la que escribía y pulía cada palabra, cada verso.
Escribió una obra teatral, Las vidas paralelas y una comedia llamada Los hijos de la luna que ignoramos si fueron representadas y publicadas. Se sabe también de un guión para cine y de algunos cuentos, pero tampoco podemos dar noticia de ellos.
A la edad de 66 años, cansado, enfermo y lleno de nostalgia, muere el poeta en Monterrey en el año de 1967.

Entre España y México
A bordo del Sinaia

Qué hilo tan fino, qué delgado junco
—de acero fiel —nos une y nos separa
con España presente en el recuerdo,
con México presente en la esperanza.
Repite el mar sus cóncavos azules,
repite el cielo sus tranquilas aguas
y entre el cielo y el mar ensayan vuelos
de análoga ambición, nuestras miradas.

España que perdimos, no nos pierdas;
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta.

Y tú, México libre, pueblo abierto
al ágil viento y a la luz del alba,
indios de clara estirpe, campesinos
con tierras, con simientes y con máquinas;
proletarios gigantes de anchas manos
que forjan el destino de la Patria;
pueblo libre de México:
como otro tiempo por la mar salada
te va un río español de sangre roja,
de generosa sangre desbordada.
Pero eres tú esta vez quien nos conquistas,
y para siempre, ¡oh vieja y nueva España!



(Tomado de Pedroche, Aurora (Selección y nota) - Pedro Garfias, antología. Material de Lectura #88. Serie Poesía Moderna. Dirección General de Difusión Cultural/UNAM. México, D.F., s/f)

jueves, 18 de julio de 2019

Los primeros refugiados, 1939


Los primeros refugiados


  • Vienen a Veracruz
  • Embarcaron ayer en Saint Nazaire, a bordo del "Flandre". Hay más de 80,000 que desean vivir aquí.


Por Francisco Díaz Roncero,
Representante Exclusivo de los Servicios Havas-A.N.T.A.
(Prohibida la reproducción)


Saint Nazaire, Francia, 4 de abril.- A las 15 horas de hoy zarpó el "Flandre" rumbo a Veracruz y lleva a bordo varios centenares de refugiados españoles que van a buscar a la República Mexicana, que generosa les abre los brazos, nuevos medios de vida, horizontes benévolos y un ambiente cordial que les haga olvidar siquiera en parte el horror de la guerra que destruyó sus hogares y los dejó sin recursos, heridos y maltrechos a mitad del arroyo.
Se calcula que 250,000 personas han enviado sus fichas al servicio de evacuación a los refugiados españoles, pidiendo más de 80,000 ser enviados a la América Latina y de preferencia a México.
Entre los que acaban de salir en el "Flandre" reinaba una mezcla de tristeza y de alegría; tristeza y mucha me la manifestaron varios de los que entrevisté en nombre de los servicios Havas-A.N.T.A., al recordar su territorio devastado por la guerra civil, sus familiares los unos muertos, otros desaparecidos, algunos encarcelados por órdenes de las autoridades franquistas. Alegría también pude comprobar entre otros elementos ansiosos de buscar un horizonte amplio, seguros de triunfar en la nueva "lucha por la vida", tranquilos ante la visión de un país hospitalario, en donde se habla su idioma y que les brinda la oportunidad de reconstruir el hogar, de rehacer su familia, en una palabra: su vida.
Cuando el " Flandre" levó anclas, un gigantesco grito se escapó de cubierta: "¡Viva la República Española!", prorrumpieron a una voz en un solo instante los centenares de hombres, mujeres y niños que se aprestaban a la travesía del Atlántico teniendo sus ojos puestos en México, como tierra de promisión.
Pude tener datos interesantes acerca de cómo funciona el servicio de su evacuación y del manejo de las " fichas" que acabo de citar. Toda persona salida de España y refugiada en territorio francés, tiene una ficha, así se encuentren en los campos de concentración de las ciudades importantes o en las aldeas más pequeñas y lejanas del centro del país. Los agentes especiales nombrados por la oficina de evacuación creada especialmente para el objeto, recogen las tarjetas en donde el refugiado anota su filiación política, el lugar donde desea trasladarse juntamente con sus familiares, así como la profesión, oficio u ocupación que le son habituales.
Las actividades de los refugiados se clasifican en 38 grupos distintos, como campesinos, obreros especializados, profesionales, empleados, burócratas, etc.
En cuanto a la estadística estructurada acerca del lugar a donde desean ir los refugiados, establece que su inmensa mayoría escribe la palabra "México" en su ficha y poquísimos son los que desean regresar a España o dirigirse a otros países.
El servicio de evacuación, vigilado por las autoridades francesas, funciona bajo la férula del ex gobierno de [Juan] Negrín [López] que activamente se encarga de todos los trámites y de pagar a nombre del propio Gobierno hoy desaparecido "de facto", los pasajes de los españoles que se trasladan a América. Además, cada refugiado que se embarca recibe dos mil francos para sus primeras actividades en otras tierras.
El grupo de Negrín afirma contar con los medios pecuniarios bastantes para lograr la evacuación de todos los refugiados así como con el apoyo de varias organizaciones y sociedades de otros países a donde se dirigirán esos miles de hombres y mujeres. La Federación de Sociedades Españolas de Norteamérica ha enviado a París una comisión con importante suma de dinero que pone a disposición de los nuevos emigrantes.


(Tomado de: Hemeroteca El Universal, tomo 3, 1936-1945. Editorial Cumbre, S.A. México, 1987)

miércoles, 30 de enero de 2019

Frutos exóticos

El fruto más pulido, más comedido, más bien educado que yo conozco, es el aguacate. Viste un pellejo liso y negro como de hule fino. Tiene un solo hueso o semilla, casi tan grande como el total de su cuerpo. Y la carne es una mantequilla verdosa que no se adhiere al hueso. No tiene, pues, jugo que chorree, dureza que esquivar, acritud ni dulzura excesivas. Se le toma en el plato, se le hace una incisión en redondo, se tira de las medias cápsulas, dentro de una de las cuales queda el hueso, y se expulsa éste apretando un poco la media fruta que lo retuvo.

Lo más opuesto al aguacate es el mango, fruta chorrosa, sumamente rica en jugo y con una carne que apenas puede separarse del hueso. Las adherencias de su carne son tales que para poder darme cuenta de cómo era la semilla tuve que rasparla y dejarla secar. Entonces obtuve una especie de lengüeta peluda. Estos filamentos o nerviecillos del mango se notan al morderlo. Pero si no hincamos en su carne los dientes, sino el pincho especial, y le cortamos sus lomos con el cuchillo, gustaremos de una fruta fresca, blanda, jugosa, sabrosísima y de un color alegre, amarillo cálido.

La más exótica o extraña por su color es la fruta llamada zapote prieto. Bajo una lisa, delgada y verde vestidura, una carne negra que ha de batirse para servirla en los platos. La primera vez que le presentan a uno este riquísimo postre natural, se resiste a comerlo, porque los manjares negros no avivan el apetito a través de los ojos. Ocurre lo mismo con los calamares en su tinta, comida negra que luego gusta tanto. La pulpa negra del zapote prieto, una vez aceptada por la razón es, para el paladar, de una consistencia tan leve y espumosa como la del merengue.


Queda por ver cómo es el mamey. Oval y alargado como el mango, pero de corteza color de barro seco. Una vez que lo abrimos en canal, nos enseña un interior de color rojo llameante. Como bajo su corteza la Tierra, tiene el mamey fuego bajo la suya. Y esta carne no rezuma líquido libre; y es apelmazada, para ser extraída con cuchara.

Al pensar y escribir de estas cuatro magníficas frutas exóticas, padece la pluma una tentación: la de adentrarse en alguno de los ubérrimos mercados de México capital, especialmente en el de la Merced, que abastece a todos. Pero, a los mercados como a las ferias, a las verbenas y todo lo que sea barullo voy rara vez. Y bien sabe Dios que me gustaría poder describir aquí una de las más lindas pequeñeces que encierran:  la variedad de semillas para pasto, refrescos, infusiones, emplastos y demás, cuyas cantidades fascinan al pintor. Pero, después de las semillas reclamarían su lugar las yerbas medicinales o de simple recreo que aquí son muchas y para los más variados dolemas, según los indios. Y después tendría que ocuparme de los hechiceros, de la hechicería, que se sigue practicando. En los periódicos de hoy se puede leer en grandes letras: “Hechicero linchado en Ojinaga.”


Pero no es correcto patinar o dejarse ir en alas de las asociaciones emergentes en una nota como ésta. No pensemos en el mercado de la Merced. Evitemos el barullo y regresemos al frutero que teníamos delante con las cuatro frutas escogidas.


El aguacate nos hace pensar en una raza blanda, de muchas eles y tes, de pocas erres.


El mamey nos hace pensar en una raza cálida y concentrada.


El zapote prieto nos hace pensar en una raza oscura, leve y fina.

El mango, en una raza lujuriosa.


Con el aguacate se comprenden estas palabras: Popotla, Tlalnepantla.


Con el mamey se comprende la hoja diaria de los crímenes.


Con el zapote prieto se comprende la finura ingrávida de la indita.


Con el mango se comprenden la hamaca y los ojos brillantes.




Y con la papaya, ¿qué se comprende? “Te has olvidado de la fruta que tomas cada día en el desayuno”, me dijo la voz de la conciencia.

Cuidado con pedirla en Cuba con este nombre. En Cuba hay que llamarla fruta bomba.


Con la papaya se comprende la buena digestión. Su nombre parece compuesto por un chico o por una raza balbuciente. Es fruta que no seduce por el olfato, sino por el paladar. Con unas gotas de limón es exquisita. Se diría que es hermana del melón, pero es opuesta a él por la carencia de rico aroma y por su virtud estomacal. ¡Viajero! ¡Desayúnate con papaya!

(Tomado de: José Moreno Villa – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)

viernes, 14 de diciembre de 2018

José Bergamín



 
Nació en Madrid, España, en 1895; murió en Fuenterrabía, el 28 de agosto de 1983. Licenciado en derecho, dirigió la revista Cruz y Raya (1933-1936). Fue una de las personalidades católicas que estuvieron del lado de la República y presidió la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Llegó a México en 1940, como refugiado político. Aquí fue catedrático en la UNAM, dirigió la Editorial Séneca y publicó parte de su obra literaria. Regresó a España en 1959, pero tuvo que abandonarla de nuevo en 1964, por haber protestado contra actos represivos del régimen franquista. Entre sus numerosas obras están: El cohete y la estrella (Madrid, 1923), Tres escenas en ángulo recto (Madrid, 1924), Caracteres (Málaga, 1926), El arte del birlibirloque (Madrid, 1931), Mangas y capirotes (Madrid, 1933), Laberinto de la novela (Madrid, 1935), La estatua de don Tancredo (Madrid, 1935), Disparadero español (Madrid, 1936), Detrás de la cruz (1941), El pozo de la angustia (1941), Caballito del diablo (1942), El pasajero, peregrino español en América (1943), La hija de Dios y la niña guerrillera (1945), Fronteras infernales de la poesía (Madrid, 1959), y Rimas y sonetos rezagados (Madrid, 1962). Tradujo al español obras de importantes escritores católicos de otras lenguas. Su último libro de poesía, La claridad desierta, fue publicado en 1973 por la revista española Litoral, con texto e ilustraciones de homenaje de escritores y artistas de España e Hispanoamérica.

(Tomado de: Enciclopedia de México, volumen II, Bajos-Colima)


miércoles, 24 de octubre de 2018

Los Olvidados (1950)

Los Olvidados

 


Dir. Luis Buñuel, con Roberto Cobo, Stella Inda y Miguel Inclán.
Argumento original: Luis Buñuel y Luis Alcoriza.

Fotografía: Gabriel Figueroa.

Filmada del 6 de febrero al 9 de marzo de 1950 en los Estudios Tepeyac y locaciones de la Ciudad de México –Plaza Romita, Tacubaya, Nonoalco y otros-. Estrenada el 9 de diciembre de 1950 en el cine México –una semana.
 

Comentario: Bien puede ser vista como la primera obra de genio producida por el cine en castellano, si por obra de genio se tiene a la que propone un universo.

 
(Tomado de: Algarabía #142. Emilio García Riera – Las grandes películas de la Época de Oro. México, D.F. 2016)

 

 


 

jueves, 11 de octubre de 2018

Isidro Fabela

Isidro Fabela en la Sociedad de Naciones




Vivía yo entonces a orillas del lago de Neuchátel, pero pasaba mis fines de semana en Ginebra. Como sede de la Sociedad de Naciones, la vieja ciudad de Juan Jacobo Rousseau se había convertido en capital política del mundo. Pero ¡qué mundo y qué política! Triunfaba la ilegalidad internacional: en China, en Etiopía, en España, en Checoslovaquia, en Austria, las traiciones se alternaban con las agresiones y la actitud de los diplomáticos en las asambleas ginebrinas se volvía cada vez más “diplomática”.


Enfrentarse con “realismo” a las nuevas situaciones creadas por las potencias totalitarias y evitar a todo trance mayores tensiones con Japón, Alemania e Italia –en otras palabras, la aceptación de los “hechos consumados”, el apaciguamiento a ultranza, la no intervención mal entendida, el cuidar ante todo el “equilibrio de las fuerzas”- era la tendencia de la equívoca política internacional seguida por Francia y Gran Bretaña, política que condujo directamente a la catástrofe.

Una sola nación se opuso entonces a la hipocresía y a la cobardía de los gobiernos europeos: una nación americana, todavía no industrializada, que carecía del respaldo de una poderosa organización militar. Un país “cuya fuerza consistía en su derecho y en el respeto a los derechos ajenos”. Su presidente se llamaba Lázaro Cárdenas y su delegado en Ginebra, Isidro Fabela.


Tuve la suerte de conocer a éste último la primavera de 1938, poco después de mi primer viaje a México. No ignoraba su actitud en defensa de Etiopía, cuando Víctor Manuel III sustituyó nominalmente al León de Judá, y admiraba el valor con que defendió a Austria, en las horas funestas del Anschluss, cuando ni una sola de las grandes potencias ni la propia Sociedad de las Naciones protestaron contra la supresión de un estado miembro de la Liga.


Ahora la preocupación principal de Fabela era la situación de la España republicana. La lucha, cada día más desigual, se volvía estéril, debido a la “no intervención” que de hecho era, como dijo muy bien el Presidente Cárdenas, “uno de los modos más cautelosos de intervenir”, pues dejaba al gobierno legítimo en condiciones de absoluta inferioridad frente a los rebeldes y a sus aliados nazis y fascistas.

A fines del mismo año el licenciado Fabela estaba turbado por la tragedia de los refugiados que vegetaban en condiciones pavorosas, en los campos de concentración improvisados por el gobierno francés cerca de la frontera. “El problema de migración a México de esos infelices es de una urgencia inmediata”, escribía al Presidente.


Sabemos que pocos meses más tarde empezaron a llegar a Veracruz los vencidos. México tendió sus brazos a decenas de millares de republicanos que aquí rehicieron sus vidas.


Ante la indiferencia del mundo y la cobardía colectiva, el general Cárdenas y el licenciado Fabela defendieron gallardamente los valores éticos fundamentales: libertad, justicia, humanidad. Es tan fácil pronunciar estas palabras, y tan difícil obrar en coherencia con ellas. Esta coherencia, a través de tantos años, es uno de los aspectos más positivos del clima, instaurado aquí por la Revolución. Al cabo de un cuarto de siglo, México sigue reconociendo el gobierno legítimo de España y no acepta el “hecho consumado”: actitud que singulariza a México en el mundo de conciencia algo elástica en que vivimos.


Fabela como profeta


La clarividencia política de Isidro Fabela en aquellos años demuestra que a su innato quijotismo aúna el sentido común de Sancho Panza. A principios de 1939 escribe a Cárdenas que la nueva guerra europea es inevitable: se llama Chamberlain “el apóstol negativo de la paz”; condena el antisemitismo nazi, que reduce a los judíos “que han contribuido al considerable progreso material y moral e intelectual del Estado alemán, y del mundo, a la condición de miserables parias, sin patria, sin paz y sin pan”; analiza las verdaderas causa por las cuales el Perú se ha retirado de la Sociedad de las Naciones: la afinidad de su gobierno con la ideología totalitaria de Hitler y Mussolini.


Además de Quijote-Sancho, es profeta. Escribe al general Cárdenas que Hitler sumirá a su país en el peor de los desastres, condenándole a su posible desaparición como gran potencia; añade que si la conflagración se generaliza, la intervención de los Estados Unidos será decisiva en la hora culminante.


Este es el hombre que me brindó su amistad en Ginebra; un hombre que ennoblece toda una nación. Allá en Suiza su valor civil y su postura tan distinta a la de todos los demás diplomáticos la había conquistado un respeto que, desde luego, repercutía sobre la nación que representaba. El licenciado Fabela me hablaba de México y de su Revolución, de la que había sido él uno de los protagonistas. Evitaba la hipérbole; pero aseguraba con la lucidez del vidente que en su nuevo clima social México adelantaría con un ritmo insospechado. Pocos años más tarde, él mismo contribuyó, como gobernador de su estado natal, a la industrialización de Toluca, Tlalnepantla y de Naucalpan. Su fe en la nueva generación de México no se fundaba en razones sentimentales, sino en el conocimiento de la historia: los mexicanos han logrado sobrellevar y dominar las crisis más duras de la conquista hasta la de la liberación del coloniaje; desde las de las intervenciones militares extranjeras del siglo pasado hasta la de la Revolución en la segunda y tercera década de nuestra centuria.


Estaba convencido de que un pueblo de tan recia personalidad como el suyo, confluencia de ríos culturales europeos y americanos, dotado además de una sensibilidad nueva y singularmente aguda, diría pronto una palabra nueva al mundo. ¿En el arte? ¿En la ciencia? ¿En la filosofía? Estaba por verse. Por el momento, él, Isidro Fabela, interpretaba en Ginebra el pensamiento del gobierno y del pueblo mexicano, y lo expresaba contra el viento de los demócratas acobardados y la marea de los totalitarios ensoberbecidos.


Cierto día don Isidro Fabela me preguntó si no me agradaría proseguir mi existencia en su país, esto era (son sus palabras), incorporarme a la vida nacional de México.


Un cuarto de siglo después puedo decir que aquí he ensanchando mis horizontes, trabajando con pasión y enjundia en el campo que he elegido, el de la investigación; que mi  vida ha sido aquí dichosa y llena de estímulos; en fin, que desde el primer día he sentido que pertenecía para siempre (¡qué palabra tan definitiva, y sin embargo es la justa!) a esta tierra suya y ahora también mía.



(Tomado de: Gutierre Tibón - México en Europa y en África)

lunes, 8 de octubre de 2018

El mercado de la Merced




Es el más importante de la capital. Radica en la parte vieja, en terrenos del antiguo convento que le da nombre. Pero no se ciñe a un ámbito propio, de construcción adecuada, sino que se extiende y derrama por una porción de calles y callejones adyacentes que hacen imposible dominarlo en una visita.


Los mercados revelan en todas partes muchos pormenores de la población y de la vida, pero éste es particularmente rico en datos de importancia. Lo primero que sorprende es el silencio dominante en todo aquel conglomerado humano que por la índole de su comercio suele ser ruidoso. Ya en otro lugar hemos apuntado algo sobre ese silencio del indio. Como sobre sus modales suaves y finos. En este mercado no se grita, no se canta, no se despide con mal humor al visitante; nadie ríe, nadie pide. Si se invita a comprar, se hace con maneras modosas y tan simpáticas que se siente uno dolorido de no poder acceder a todas las ofertas.



Antes de penetrar en el edificio matriz del mercado, entre las apreturas de una calle obstruida por barracas, puestecillos, automóviles y peatones, topamos con el hombre del pajarito de la suerte. La jaula triple, donde tenía a sus tres pajaritos amaestrados, merecía una foto porque su forma, su color y adornos eran de un mexicanísimo agudo. Esta jaula, pintada con amarillo limón, pequeño mueble rococó, teatrito de singular arquitectura, estaba cubierto con su pequeño dosel de terciopelo para evitar insolaciones a los cómicos pajaritos.





Para poder avanzar y salir con bien de este laberinto es preciso un práctico, como en las ensenadas difíciles. Sin él nos pararíamos ante el primer montón de cosas y no llegaríamos nunca a los mejores. Inés Amor, esta mexicana inteligente y activa, nos llevó, a Pedro Salinas, el poeta, y a mí, a un corredor del mercado que parecía el templo de la magia, cubierto desde el suelo al techo con la más rica variedad de plantas aromáticas y medicinales, que uno puede soñar, más algún camaleón vivo, algunas alas de murciélago y algunos cuernos de macho cabrío. Delante del puesto número 380 campeaba un cartelón que decía: “Dominga Paredes, herbolaria. Vende toda clase de hierbas medicinales, explicando su procedencia de cada una de ellas. Cura toda clase de enfermedades. Especialidad en venéreas y del corazón.” Y en otro, lo que sigue: “Curo la diabetes y la úlcera del estómago, la tuberculosis, la sangre [este nombre acompañado de un manchón carmín], embriagues [así, con s], sin perjudicar el organismo.”


Mil aromas invitaban a comprar. Pero ¿para qué? La herbolaria nos sacó de dudas: “Para un baño tónico y aromático”. Y nos puso en un papelón varios puñados de estas hierbas: toronjil, hinojo, romero, azocopaque, santodomingo, pericón, azahar, hoja de higo, ruda, cedrón, rosa de Castilla y manzanilla.



La experta, la práctica, la conductora Inés nos empujó a otro corredor lleno de encanto, pasando sin detenernos ante los puestos de chiles variadísimos den tamaño, colores y calidades. Este otro corredor estaba especializado en objetos de caña, paja, petate, jarcia, junco y madera. Es decir, en canastos, cestas, sillas, anaqueles e infinidad de variantes.



A partir de este segundo corredor ya no pude ordenar mis observaciones. Sólo puedo decir que salimos a una calle, a cuyo fondo se veía una extrañísima iglesita barroca llamada del Cristo de Manzanares. Donde había patibularias y sucias imágenes entre centenares de lamparitas de aceite, paredes renegridas y altares sin lienzo. Sé que tuve en mis manos ojos de venado, secos y adornados con hilos y cuentas de plata, útiles contra el mal de ojo, y manitas de azabache que vendían las mismas mujeres para el mismo fin. Sé que observamos las llamadas encomiendas, que son portales para mercaderes, y notamos que en el interior de todas ellas lucían altarcitos con su correspondiente lámpara encendida. Sé que pasamos cerca del Callejón de la Pulquería de Palacio y que nuestros ojos se colaban por puertas con vistas a corredores superholandeses donde flameaban los lienzos colgados a secar y se movían mujeres y niños, entre hombres apoyados en bultos de mercancía.





Dando vueltas por puestos de frutas ricas y bajo letreros y muestras de tiendas pintorescas, objetos brillantes y mates, coloreados o desvaídos, fuimos a parar a unas barracas donde vendían soldaditos de plomo o apetitosos dulces más visitados por las moscas de lo que era menester. Pedro Salinas goza con todos los productos menores del pueblo artista y se detuvo a comprar chácharas plumíferas y de barro. Compró soldaditos de plomo y todo un bestiario de diminutas figurillas arcillosas tan toscas como gráciles. La vendedora nos ofreció unos banquillos muy bajos para poder examinar sus géneros extendidos en el suelo.

Y Salinas exclamaba a cada momento: “¿No es un encanto comprar así, en plena calle, sentado bajo un toldo y sin prisas ni abusos?” Todo el papelón lleno de figurillas costó noventa y cinco centavos.


Nuestro examen final fue el de los dulces. La dulcería es en México un tema tan cabal y tan extenso que tardaré varios años en medio documentarme para poder abordarlo. En este momento baja de su motocicleta un militar, compra un dulce hincado en un palillo, se lo pone en los labios monta otra vez y arranca veloz. Nuestros ojos escudriñan, saltan y comparan buscando los dulces más seductores de forma, color y jugosidad. Entre los puestos andan o duermen los perros. Hay dulcerías de éstas que preservan sus confituras con vitrinas, otras no. Despachan mujeres de abundantes carnes, que mientras no tienen parroquianos, amamantan a sus chamacos. El colorido de los puestos es variado pero, por si no bastan los colores de los dulces, cuelgan de las paredes abigarrados cartones de lotería con premios en juguetes entre tiras de plata y oro.




(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)