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lunes, 9 de junio de 2025

Huautla, una entre muchas



 Huautla, una entre muchas 

Huautla, un "lugar del águila" más. Conocí hace años la Huautla de Hidalgo, entonces de difícil acceso, donde tuve la sorpresa de encontrar un grupo de gitanos que cautivaban a los vecinos con la exhibición de viejas películas de cine. Supe de la existencia de otras Huautlas en Guerrero, Puebla y Morelos. Son muchos los lugares de México que evocan al águila, nahual del Sol, o a los guerreros consagrados al astro mayor, como lo fue el propio Cuauhtémoc. Huautla de Jiménez, la capital mazateca, es la única población indígena que tiene la dignidad de ciudad. 

Me había enterado, gracias al lingüista George M. Cowan, que en esa Huautla oaxaqueña se conserva un lenguaje silbado el cual permite dialogar holgadamente desde distancias considerables. Ignoraba que Huautla se volvería, por muy otras razones, un lugar célebre en todo el mundo, con el cual me atarían los lazos más imponderables. 

No había, a principios de los cincuentas, más comunicación con la ciudad serrana que los caminos de herradura, largos caminos abruptos. A principios de 1956 supe en Ciudad Alemán, por Raúl Sandoval (uno de los vocales ejecutivos de la Comisión del Papaloapan), que ya existía un campo de aterrizaje y que se estaba construyendo una carretera de Teotitlán del Camino a Huautla. ¿Quería conocer el ritmo con que se trabajaba? Dentro de poco iría a inspeccionarlo y podría acompañarle.


Vuelo de Alemán a Teotitlán


Heme así, una mañana, sentado en el avión que Sandoval conduce con la tranquilidad con que manejaría su coche en el paseo de la Reforma. Raúl Sandoval, ingeniero civil, es hombre joven: tendrá unos treinta y cinco años. Mirada aguda, mentón volitivo.

Atisbo la población de Papaloapan en el culebreo de las aguas y Tuxtepec entre las orillas verdes; ahí está Temascal, con la presa gigantesca, y el nuevo lago formado por el río Tonto. Subimos, subimos, para salvar la enorme joroba del cerro Rabón, la montaña mágica de los mazatecos. Ahí está la cueva inmensa en que veneran -desde hace cuatro siglos, con liturgia católica- a su antiquísimo dios de la lluvia. 

Pasamos a poca distancia de la roca desnuda del Rabón. Cielo intensamente azul; el aire resplandece en este puerto de la sierra. Ahora el avión baja suavemente hacia el valle de Teotitlán. Volamos sobre la imponente fortaleza azteca de Quiotepec -muralla sobre una colina que encierra y domina la cañada- y atisbamos la mancha verde de las arboledas y las huertas del oasis teotitleco. Un fuerte viraje del avión me permite gozar lindas perspectivas calidoscópicas, grises y amarillas. La tonelada alada se posa como pluma en el campo; éste sí es campo, porque hay hierba y maleza. 


Primer ascenso a la Sierra Mazateca 


Sandoval inicia sin perder un instante el ascenso a la sierra. Admiro desde el jeep los trabajos de la carretera Teotitlán-Huautla. Una ladera semidesnuda, continuamente interrumpida por vallecitos y barrancos. En pocos quilómetros se sube de la cálida cañada a tierra fría. Teotitlán ya se pierde en el valle a lo lejos; la vegetación, antes rala, se vuelve más tupida y más verde. Surgen los bosques, ya se respira el aire fresco, ya hay humedad. 

Un grupo de chozas: las primeras que veo desde Teotitlán. Aquí viven mazatecos, como los de la otra vertiente. Una familia -siete adultos y dos niños- siembra maíz en un declive muy empinado. Y tanto, que se tiene miedo de verla perder el equilibrio y precipitarse en el despeñadero. Vestidos blancos, camisas solferino en la luz violenta de la altura. Silenciosos, concentrados, no me miran. La siembra es un rito. 

Llegamos al puerto. 


Los simbiontes 


Más allá, detrás de las lomas grises, está Huautla. Dentro de pocos meses la carretera alcanzará el corazón de la sierra mazateca; y lo afirmo porque han llegado -me parece, milagrosamente- hasta este alto puerto montañoso, los diplodocos y Los mastodontes mecánicos. Arañan las laderas con sus uñas de acero al cromo-níquel, mueven toneladas de tierra, levantan rocas, alisan, aplanan, bufando y echando pesado humo de aceite. Siempre me llena de asombro la perfecta simbiosis entre los megaterios metálicos y el hombrecillo que está adentro, a quien tengo la tentación de llamar simbionte. 

Esa no es una carretera de lujo, ni su propósito es turístico. Se trata de comunicar las dos vertientes, de abaratar los transportes, de infundir una nueva vida económica en una zona rica y secularmente aislada. Así se aviva el ritmo de la amalgamación del México indígena con el México moderno, se abate la discriminación y se unifica a todos los mexicanos por medio del idioma de Castilla. 

El frío aquí arriba es polar. Urge volver a tierra templada. ¡Hasta pronto, Huautla! Bajo mil quinientos metros con el jeep. La atrevida e inteligente carretera sabe dónde y cómo serpentear por la falda escarpada. Ya me doy cuenta de por qué atribuyen tanta sabiduría a la serpiente.



(Tomado de: Tibón, Gutierre - La ciudad de los hongos alucinantes. Panorama Editorial, S. A. México, D. F., 1985)

sábado, 8 de enero de 2022

Hongos sagrados, redescubrimiento en México

 


[...] En la historia en desarrollo de los hongos mexicanos, es obligado un reconocimiento especial a la contribución del sabio amateur (en el significado original, complementario, del término), R. Gordon Wasson. Él y su finada esposa. Valentina P. Wasson, redescubrieron, a mediados de los años cincuenta, el culto viviente del hongo entre los indios oaxaqueños, y eso los convirtió en objeto de atención mundial, no sólo a través de las páginas de la revista Life y en las publicaciones científicas sino también en su extraordinario libro Mushrooms, Russia and History (1957). En esas páginas Borhegyi y Wasson sugirieron una conexión entre los hongos sagrados de México y los hongos de piedra prehistóricos de Guatemala. 

Ésa fue la primera vez que se consideraba por escrito tal posibilidad. Pero esto nos lleva un poco adelante en nuestra historia, que propiamente debe de empezar en el siglo XVI, cuando Sahagún describió por primera vez los hongos alucinogénicos de tallo esbelto con pequeñas cabezas redondas que los aztecas llamaban teonanácatl, carne o alimento de los dioses. Bernardino de Sahagún explicó que éstos usualmente eran ingeridos con miel (como también se dice que los toman los lacandones), y que podían tener efectos agradables o aterrorizantes. 

Francisco Hernández (1651) fue más específico: mencionó tres tipos de hongos intoxicantes que eran reverenciados por la gente del México central durante la época de la Conquista. En el siglo XVII, Jacinto de la Serna y Ruiz de Alarcón aún se hallaban perturbados por la continua supervivencia de tales hongos en el ritual indígena, pero a partir de entonces desaparecieron de la literatura antropológica, sin que uno solo fuese identificado botánicamente; permanecieron tan ignorados que el botánico-economista Safford (1915) decidió que no habían existido en absoluto y que el teonanácatl ¡tuvo que haber sido peyote! 

El veredicto etnocéntrico de Safford llegó a ser aceptado ampliamente a pesar de algunas referencias históricas muy especificas, como la descripción de Sahagún: “Crece en los valles, entre la hierba. La cabeza es pequeña y redonda, el tallo largo y delgado.” Esta descripción difícilmente corresponde al cacto del peyote, que se da solamente en los altos desiertos semiáridos del norte. 

Una de las personas que no estuvieron de acuerdo con Safford fue el ya mencionado Dr. Reko, quien insistió en que las viejas fuentes estaban en lo correcto y que el uso de hongos alucinogénicos verdaderamente sobrevivía en los pueblos de las montañas de Oaxaca.

HALLADO AL FIN: UN CULTO DEL HONGO VIVIENTE EN MÉXICO 

A fines de los años treinta se demostraría que Reko tenía razón. En 1936 “Papá” Weitlaner encontró hongos mágicos por primera vez en las tierras mazatecas de Oaxaca. 

Envió una muestra a Reko, quien a su vez la mandó al Museo Botánico de Harvard, pero desafortunadamente ésta llegó muy deteriorada y no se pudo identificar. En 1938, Weitlaner, su hija Irmgard y el que después sería su esposo, Jean Basset Johnson, durante un viaje de campo a Huautla de Jiménez se convirtieron en los primeros extraños a los que se les permitió presenciar, aunque sin participar, a un ritual de curación de toda una noche en el que se comieron hongos. Johnson, quien perdió su vida en Noráfrica en 1944, describió la experiencia en un encuentro de la Sociedad Mexicana de Antropología en agosto de 1938 y en una ponencia más extensa que fue publicado por el Museo Etnográfico de Gothenburg (1939). 

Johnson escribió que el uso del hongo parecía estar diseminado en toda la región mazateca; los chamanes o curanderos los usaban con el propósito de adivinar la causa de enfermedades, y se creía que los hongos, a los que se reverenciaba devotamente, eran los que hablaban durante la sesión y no los curanderos. Johnson también confirmó que los indios conocían no sólo una sino diversas variedades de hongos intoxicantes. 

En agosto de 1938, un mes después de la experiencia de Weitlaner y Johnson en Huautla de Jiménez, Schultes y Reko recibieron de los informantes indígenas del mismo pueblo muestras de tres distintas especies que, se les dijo, eran reverenciadas por la gente a causa de sus propiedades visionarias. Schultes tomó notas meticulosas de su morfología y en 1939 publicó la primera descripción científica. En 1956, el distinguido micólogo francés Roger Heim, director del Museo de Historia Natural de París, identificó una como psilocybe caerulescens; otra fue definida por el micólogo de Harvard, Dr. David Linder, como panaeolus campanulatus y subsecuentemente redefinida como p. sphinctrinus; y la tercera, como stropharia cubensis por el doctor Rolf Singer. 

Schultes y Reko, en su viaje de campo de 1938, también habían podido delimitar el área del uso del hongo sagrado más allá de los límites de la región mazateca hasta otros grupos indígenas del sureste de México. En los años posteriores se han agregado más poblaciones fungómanas a la lista, incluyendo, en 1970 y 1971, a la matlatzinca de San Francisco Oxtotilpan, un pequeño pueblo ubicado a cuarenta kilómetros al sudeste de Toluca en el Estado de México, y posiblemente también a los choles y los lacandones de las planicies mayas. Los matlatzincas, que pertenecen a la familia del lenguaje otomí, uno de los más viejos de México, han sido los primeros habitantes del México central identificados como consumidores de hongos alucinogénicos desde los siglos XVI y XVII; y los choles y los lacandones son, como ya se ha visto, los primeros grupos mayas entre los que se han hallado hongos sagrados en épocas históricas. En conjunto, ahora tenemos noticia de unos quince diferentes grupos indígenas, cada uno de ellos con su propio lenguaje, cuyos curanderos emplean hongos alucinogénicos.

Es muy probable que haya otros, incluyendo a los de habla maya de las planicies, y quizá incluso del altiplano, entre los cuales se descubrirá que la antigua práctica ha sobrevivido.


(Tomado de: Furst, Peter T. - Alucinógenos y Cultura. Colección Popular #190. Traducción de José Agustín. Fondo de Cultura Económica, México, 1980)

miércoles, 12 de junio de 2019

Dos veladas con hongos


La velada vivida por Bernardo (1962)

A las nueve de la noche, acostado en un petate al lado de Miriam, empecé a masticar los hongos que me dio María Sabina. Eran seis pares, y los trague con dificultad. No les tenía confianza, por el completo fracaso en las dos ocasiones precedentes; así que me comí un hongo más, de los de Miriam y otros dos que le pedí a María Sabina. Esperé en la semioscuridad, con escepticismo; me molestaba la risita histérica y el río de palabras inútiles de Miriam que me impedían gozar de los rezos y el canto, severo y armonioso, de la curandera.

De repente, sin ninguna transición, me encontré en una tumba egipcia. Miriam, Lucy, María Sabina, y María Aurora su hija, eran momias; yacían todas en grandes sarcófagos dorados y policromos. Ahí donde se colaba la tenue claridad de las ventanas, vi las majestuosas columnas de un templo a orillas del Nilo.

-Miriam, Miriam, éste es Egipto. ¡Qué maravilla!

Traté de acariciarle la mano. Estaba helada y húmeda. La retiró con gesto brusco. Al recordar mis sensaciones después de la noche alucinada, me extrañó que esta actitud no hubiera suscitado en mí sentimientos de rencor.

Las imágenes esplendorosas -sarcófagos, columnas, templos- se difuminaron y desaparecieron completamente, sustituidas por sonidos y ritmos. La música se adueñó de mí penetrando en cada una de mis fibras, primero tersa y suave como un concierto angélico; luego se agigantó en una inmensa polifonía. Era yo un hombre hecho música; mejor dicho, me identificaba con toda una orquesta sinfónica, y me puse a dirigirla desde el podium, acompañando con mi voz los ríos de sonidos. Cantaba fuerte: era yo el violín concertino, no, todos los violines, todos los violonchelos y los contrabajos. Un instante -¿o fue una hora?- me volví arpa; luego oboe, y flauta; era yo todos los instrumentos de cuerda y de viento y otra vez, la orquesta completa en u crescendo sin fin, que me transportaba a esferas de gozo espiritual nunca imaginadas.

Con todo, me sentía solitario y con una añoranza inexpresable; tal vez porque Miriam había rechazado mi caricia.

No crean que soy músico. Me gusta, claro está, un concierto sinfónico, pero al cerrar los ojos no sé distinguir los varios instrumentos de la orquesta. En el trance ya no existía para mí el mundo de formas, colores, imágenes y palabras: todo era música, un océano de música, y yo estaba en su centro.

William, el marido de Lucy, se había quedado sin comer hongos, para ayudarnos en caso de necesidad. Yo oía la voz de Miriam que le suplicaba: -Ayude a Bernardo. Es demasiado fuerte para él. Dele agua azucarada. Ayúdele.

William se presentó con un halo de luz intensa. (Ahora sé que era la de su lamparita eléctrica). Su estatura era imponente. Lo vi como si fuera un santo; habló con voz armoniosa que llenó todo el ámbito. Venía de otro mundo; me parecía que había bajado del cielo. Rehusé tomar la bebida. "Es usted mi enemigo", le dije. Los santos me caen pesados también en la vida real. Además me molestaba la preocupación maternal que tenía por mí Miriam. Me acuerdo cómo repetí, sarcásticamente, la palabra azúcar, azúcar, azúcar.

El espacio y el tiempo había adquirido nuevas proporciones inconmensurables. El cuarto de la ceremonia era infinito; los ruidos se oían agigantados. Cada segundo era una hora; cada hora una vida. Lucy lanzaba de vez en cuando exclamaciones de asombro y de júbilo. El palmoteo rítmico de María Sabina parecía llegar desde una enorme lejanía; en realidad la maga estaba a pocos metros de mi petate.

Sería la presencia de María Sabina o el proceso natural de la alucinación; lo cierto es que, antes de salir del cuarto, no tuve ninguna sensación de angustia. Sólo sentía resonar en mí esa música inefable, ultraterrena; estaba mágica y totalmente envuelto en su embeleso. 

Cuando William me pidió que fuera a acostarme, me opuse decididamente. No quería, por nada del mundo, volver a la realidad. Insistió tanto, y con tan buena gracia, que por fin accedí. No tengo el más vago recuerdo de cómo me llevó a mi cuarto, ni de cómo me echó a la cama. Sólo sé que empezó una terrible lucha para volver en mí, que duró horas -o más bien, siglos-. No sabía dónde estaba. También ese cuarto era infinito; empecé a temer que nunca lograría "volver". Me di cuenta de que mi mujer estaba conmigo, cariñosa y preocupada por mí. A las cinco de la mañana (sé la hora porque Miriam se la preguntó a William), nuestro ángel guardián me dio un vaso de agua. Todavía lo vi como a un ser de otro mundo. Cuando, con la claridad del alba, bajé de la cama, tuve la clara sensación de que se abría delante de mí un abismo. Sólo con un supremo esfuerzo de voluntad pude volver al lado de Miriam.

Ella sufría no menos que yo en la sorda lucha para salir del encantamiento que ya era más bien pesadilla y agonía. Las seis, las siete, las ocho, las nueve. En el cuarto brillaba la luz del sol, pero nuestra angustia persistía, con los ojos abiertos o cerrados. Sólo a las doce volvimos a la realidad completa.



La velada vivida por Miriam

Al cabo de media hora de haber ingerido los hongos, súbitamente se presentaron ante mis ojos abiertos en la semioscuridad, manchas de colores y minúsculos decorados; arabescos, florecitas cursis como de bomboneras, pequeños adornos meticulosos pero de lo más convencional. "¡Ajá, son éstas las famosas alucinaciones!". Risas, me dieron. Los diseños cambiaban, se renovaban continuamente, como en el caleidoscopio. "Este dibujo también lo conozco", me decía para mis adentros, con cierto desencanto. Diminutas formas geométricas se alternaban con dibujos de telas, alfombras, vitrales de iglesias.

-Estoy en Egipto- oí que me decía Bernardo. Quiso acariciarme. Sentí una mano enorme, descomunal. No soporté su contacto, y retiré mi brazo. Quería estar sola.

Ya no reía. Las pequeñas formas geométricas crecían en tamaño, adquirían bulto; sus colores eran más vívidos. Como esbeltos rollos policromos avanzaban en sentido oblicuo, se deshacían en miríadas de gotas de todos los tintes, volvían a unirse y a desunirse. Me preguntaba de dónde venían esos colores, alternativamente tiernos y violentos, y deploraba que nunca los podría reproducir, ya que, por mi desdicha, no sé pintar.

Esta reflexión prueba que algo en mi conciencia había quedado despierto. También me di cuenta de que Lucy lanzaba unos pequeños gritos de asombro y que Bernardo se había puesto a tararear y canturrear.

(Pierdo la noción del tiempo, en tanto que el cuarto se ensancha, se vuelve infinito). Los ruidos -hasta un rechinido del petate o un susurro- se agigantan. Parece que llegan de muy lejos y sólo se apagan después de múltiples ecos. El palmoteo intermitente de María Sabina, un clac, clac, clac sordo y seco contribuye a producir una obsesión que crece como un alud: me voy, me voy, me salgo de mí misma. Concentro lo que queda de mi voluntad y grito: " William, ayuda a Bernardo. Dale agua azucarada. Es demasiado fuerte para él. No lo aguantará". Siento que nos estamos perdiendo todos. No sabíamos a dónde íbamos, no sabíamos, no sabíamos. (Otra vez estoy en trance, completamente sumida en el mundo de luces y formas).

Veo nuevos cuadros, nuevos colores, reflejos y matices nunca imaginados. Son obras de un grandísimo pintor; su hermosura es tal que no puedo tolerarla; me corta el aliento. Quiero que la visión se detenga, pero sigue implacable y siempre más bella: las figuras son ahora de mayor tamaño, sin simetría, y los colores más tenues. Ya no es decoración, es arte puro. ¿Son peces de plata que bullen en un mar de oro, o peces de oro que se agitan en un mar de plata?

Me encuentro en un ambiente nuevo y distinto. He vuelto al mundo de mi infancia, el de los cuentos de hadas, imaginario y real al mismo tiempo. Estoy en el bosque encantado de la Bella Durmiente, de Caperucita, de Pulgarcito. Cosa extraña: no es un severo bosque de mi país natal, sino una selva virgen con cantos de pájaros y gritos de monos y zumbidos de insectos, que el eco carga de misterio e inquietud. ¡Qué indecible alegría para mí, ver ese mundo hadado, y al mismo tiempo qué ansiedad, qué miedo de encontrarme sola en medio de él! Me miran venaditos de grandes ojos húmedos y conejos blancos; ahí está la casa de pan de miel de la bruja. ¡Qué precioso palacio! ¡Y esa fuente, qué linda! ¿Qué quiere de mí la rana? No, es el rey de las ranas, tiene una coronita de oro. Le tengo un terror pánico, que no me mire así, quiero cubrirme.

¡Cuántas espinas! Estoy en medio de rosales en flor: las rosas son espléndidas, blancas, amarillas, rojas. Pero ¿podré salir de aquí, con todas esas espinas, podré volver? Volver, sí, pero ¿a dónde?

Otra vez la selva; estoy como muerta, con una debilidad infinita. No importa. Todo a mi alrededor es tan primoroso, tan lleno de colores, y los enanitos bailando, jugando con el eco. Cada enano elige un tono y el eco lo repite, ite, ite, ite.

Todo es exactamente como me lo había figurado de niña. Pero ¿qué hace aquí Puck? Me acecha un grave peligro. Tal vez no podré irme nunca de aquí, ¡qué angustia! Mira quién me mira: Pulgarcito en persona, muy pequeña persona. Ya no está. Tengo que buscar en la oreja de mi caballo, tal vez se ha ocultado ahí. 

En este momento se abrió una pequeña ventana a la realidad. Sentí una terrible congoja por Bernardo. Estaba a mi derecha, y sin embargo, me separaba de él una incolmable distancia. Bernardo gritaba y cantaba y exultaba. "William, ayúdele!" supliqué, y otra vez me sentí arrastrada hacia el otro mundo.

El cuarto era un recinto monumental con altísimas columnas doradas. Un vapor neblinoso envolvía todo, y surcaban el espacio figuras fantasmáticas. Miré a la derecha, donde estaba Bernardo. Vi, espeluznada, una calavera con anteojos, suspendida en el humo. No pude seguir mirando. Otra vez me asaltó la congoja. Mi Bernardo se muere, y no puedo ayudarle. "William, William, ayudamos a volver, danos agua azucarada".

William se acercó con una luz. Bajaba de las alturas, como un redentor. Nos ayudó a incorporarnos y a beber. Era la salvación. Tuve la sensación de que, desde mi más tierna infancia, sólo había recibido beneficios de mi prójimo, y el buen William era el símbolo, la quintaesencia de toda esa bondad, de toda la caridad humana.

Oí cómo sacaban a Bernardo del cuarto. ¿Vivía aún o estaba muerto? Luego me sacaron a mí. Me apoye en el barandal, vencida por una aguda náusea. Estaba yo en el fondo del mar, veía la ondulación de las plantas acuáticas, y más lejos, los riscos. En verdad era el patio de la Posada Rosaura, en Huautla de Jiménez: lo reconocí la mañana siguiente.

El ángel guardián, no sé cómo, me hizo acostar. En la cama yacía mi Bernardo -¿muerto? Mi corazón cesó de latir, el terror me heló toda. Me acerqué. Su cuerpo estaba caliente, ¡vivía! Nunca podré describir el sentimiento de profundísima dicha que sentí entonces.

Sin embargo, al hundirme otra vez en el sueño, ya no vi los aspectos amables de los cuentos de Grimm y Andersen, sino monstruos, dragones, salamandras, el lobo feroz y varias brujas feísimas. Luego vi ciertos raros personajes que se licuaban y caían en gotas y otros, de los cuales no sabía si eran más personas o más hongos.

Las visiones ahora se habían vuelto un tormento. Era otra realidad, porque lo veía con estos mismos ojos, y también tenía tres dimensiones, y colores y olores, pero yo quería salir, quería volver, y ya no me era posible. Nunca más saldré de aquí. Ya no respiraba; mi corazón se paró, no podía ni pensar ni moverme. Morí lentísimamente, sin dolor, sin pesadumbre. Todo se había acabado. 

Después de todo no estaba tan muerta ya que oí cómo Bernardo llamaba a William. Tenía sed. También me di cuenta de la hora. Eran las cinco: lo dijo William.

-¿Dónde estamos, Bernardo? ¿En Japón, verdad?
-No, en Egipto.
-¿Crees que saldremos de esto, quiero decir, que saldremos con vida?
-Claro que saldremos. Ahora descansa, duerme.

Fácil decirlo: dormir. No, durante interminables horas -hasta muy entrado el día- siguieron luchando en mí las dos realidades, hasta que triunfó la de la cordura. La lucha terrible me dejó, literalmente, exhausta.

Dicen que viajé en el paraíso y en el infierno de mi subconsciente. Tal vez sea así; pero creo que con una dosis menor de hongos me hubiera ahorrado el infierno. No repetiré la experiencia; me alegro, de todos modos, de haber pasado por ella. Ha sido una de las más fuertes de mi vida.

(Tomado de: Tibón, Gutierre - La ciudad de los hongos alucinantes. Panorama Editorial, S. A. México, D. F., 1985)



jueves, 6 de diciembre de 2018

Los visitantes de María Sabina

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María Sabina Magdalena García nació a fines del siglo XIX y murió quince años antes de que terminara el siglo XX. La curandera más famosa de la historia de México, originaria del pueblo de Huautla de Juárez, ubicado en la Sierra Mazateca, al sur de Oaxaca y de México, fue guía y amiga de muchas de las personalidades más importantes de su época. Sin proponérselo, se convirtió en una celebridad nacional e internacional, en gran medida por su profundo conocimiento del uso ceremonial y curativo de los hongos alucinógenos que crecen en la región donde nació, vivió y murió.
 
Reconocida como una mujer sabia en todo el mundo, María Sabina se convirtió en icono del movimiento hippie, cuyos grandes estandartes aseguraron siempre haber compartido con ella el viaje. Sin lugar a dudas diversas celebridades lo hicieron, pero también hay muchos rumores, historias no comprobadas, de personalidades y famosos que decían haber recibido la atención de la chamana.
 
Persona sencilla y poderosa, Sabina llevaba una vida simple, sembraba y comía el maíz y el frijol que le daba su terreno y no cobraba una tarifa determinada a sus pacientes, esperando que cada persona le diera lo que podía. Los rumores aseguran que entre estos pacientes estuvieron los Beatles, Bob Marley, los Rolling Stones, Aldous Huxley e incluso el mismísimo Walt Disney. Y se cuenta también que John Lennon afirmó que gracias a ella por primera y única vez en su vida vio el mar, el verdadero, el que se sitúa entre el cielo y la tierra, entre el cuerpo y el alma.
 
María Sabina fue conocida gracias al investigador Robert Gordon Wasson y a su esposa Valentina Pavlovna, considerados los padres del estudio de los hongos, quienes escribieron varios libros y entregaron al movimiento hippie referencias de la chamana. Gordon Wasson tuvo su primer encuentro con Sabina en 1955, a partir del cual comenzó a publicar lo que experimentaba durante sus viajes en revistas y libros, historias que parecen ser las culpables de los rumores que existen sobre los encuentros de Sabina con las grandes personalidades del siglo XX. Y es que lo mismo que describe Gordon Wasson es lo que se dice que dijeron haber experimentado los Beatles, Bob Marley y Andy Warhol.
 
"Hay un mundo más allá del nuestro, un mundo que está lejos, también cercano e invisible. Ahí es donde vive Dios, donde vive el muerto y los santos. Un mundo donde todo ha pasado ya, y se sabe todo. Ese mundo habla. Tiene un idioma propio. Yo informo lo que dice. El hongo sagrado me toma de la mano y me lleva al mundo donde se sabe todo. Allí están los hongos sagrados, que hablan en cierto modo que puedo entender. Les pregunto y me contestan. Cuando vuelvo del viaje que he tomado con ellos, digo lo que me han dicho y lo que me han mostrado", expresó una vez María Sabina. Y quizás fue el misticismo de esta sabiduría el que motivó a los músicos y pintores a verla o inventar que la habían visto. Ningún hippie que se respetara podía negar la admiración que la oriunda de Huautla despertaba, así como nadie podía decir que no había estado o no la había visto, por lo menos una vez, a alguna gran personalidad del siglo XX saliendo de la casa de Sabina. Los rumores en torno a la chamana crecieron como los hongos: a montones.
 
(Tomado de: Marcelo Yarza - 101 Rumores y secretos en la historia de México, Editorial Grijalbo, México, D.F., 2008)
 
 

martes, 2 de octubre de 2018

Velada de curación

Velada de curación
 
 

Noche silenciosa de julio, en Huautla. Tiembla dentro del jacal la débil llama de una vela. El enfermo –su respiración es afanosa, y de vez en cuando emite un gemido- está acostado en el centro de la habitación. Ha sido cubierto el petate con una manta blanca. A su lado, el brujo; en un rincón, dos niños y una anciana, los “testigos”. El brujo habla en voz baja, como rezando: encomienda a los santos y a los chiccóun, para que no le sean dañinos los hongos.

Es casi la media noche; el copal humea en la cabecera. Todo está en calma; hay que evitar a todo trance cualquier ruido, porque el enfermo podría enloquecer. Apaga la vela el brujo y en la oscuridad toma dos cabecitas del hongo y las pone en la boca del doliente, que las masca y las traga sin agua, haciendo un gran esfuerzo. El brujo, mientras tanto, ingiere cuatro. Al poco rato, ambos repiten la misma dosis. Ahora el enfermo descansa, en tanto que el brujo devora otras ocho cabezas de hongos: son dieciséis para él y sólo cuatro para el hombre acostado. Este suspira, se queja, dice que se siente mareado. Poco a poco se tranquiliza, respira rítmicamente, entra en un estado de sopor.


Ha pasado poco menos de media hora. El brujo le toma el pulso y le pregunta, quedamente:


-¿Cómo te sientes?


-Mejor- contesta el otro, en un hilo de voz.


-¿Por qué te has enfermado?


-No sé, no sé.


-Sí sabes, sólo que no quieres decírmelo.


-No sé. ¿Qué quieres que te diga?


-¿Estás satisfecho?


-¿De qué?


-De todo. ¿Todo te va bien?


Un silencio. Continúa el diálogo en la noche y el enfermo paulatinamente revela sus dificultades, sus conflictos interiores, sus angustias más íntimas. Confiesa lo inconfesable.


No oculta nada.

Alucinación

Habla del presente y del pasado. Recuerda sucesos que lo turbaron en su infancia. Luego se calla. Empiezan las alucinaciones provocadas por los hongos. El brujo no ha perdido una palabra, y ata cabos, saca deducciones, razona con una claridad que casi lo hace sufrir. En tanto que el enfermo tiene visiones fantásticas, en preciosos colores cristalinos, y con frecuencia ríe y lanza pequeños gritos de agrado, el efecto del hongo se acentúa también en el brujo. Este habla incesantemente en voz alta, pidiendo a los santos que se apiaden de su víctima, que le perdonen; reza con fervor, y hasta pronuncia palabras incoherentes, que los testigos interpretan como un diálogo con los espíritus.

Los efectos de los hongos terminan al cabo de seis o siete horas. El enfermo no se acuerda de su conversación con el brujo, pero está todavía lleno del deleite eufórico que le provocaron las alucinaciones. En general, se siente mejor. El brujo ha descubierto (o así lo cree) de dónde proviene el mal de su paciente o quién es el hechicero autor del sortilegio.


Ahora su tarea es más fácil: prescribe los brebajes curativos y da instrucciones para los ulteriores cuidados del paciente. Durante su convalecencia tendrá que observar absoluta castidad y en ningún caso su régimen alimenticio debe alterarse por los obsequios de comestibles que le hagan sus amigos.


-¿Cómo pretende el brujo haber descubierto las causas del mal y cómo encuentra la manera de curarlo?- pregunto al doctor Guerra.


-Siempre, en la medicina primitiva, hay una mezcla inexplicable de prácticas empíricas (que sin embargo, pueden tener cierta índole científica), creencias místicas, indefendibles desde un punto de vista estrictamente racional. Los curanderos de Huautla tienen en su favor varios elementos: el interrogatorio durante el cual contesta el paciente sin ninguna inhibición; el estado de percepción más agudo que logran con el hongo; el conocimiento del valor medicinal de muchas yerbas; la confianza absoluta que inspiran en el enfermo y que les permite obtener efectos psicoterápicos decisivos; sin contar la sugestión curativa de las invocaciones a las potencias superiores, repetidas durante horas y horas en la noche, y que seguramente impregnan el subconsciente del enfermo.




(Tomado de: Gutierre Tibón – La ciudad de los hongos alucinantes)



martes, 21 de agosto de 2018

El hongo-flor

El hongo-flor


La descripción más amplia nos la ha dejado Sahagún: “Hay unos honguillos en esta tierra que se llaman teonanácatl, que se crían debajo del heno en los campos y páramos; son redondos y tienen el pie altillo y delgado y redondo. Comidos son de mal sabor, dañan la garganta y emborrachan. Son medicinales contra las calenturas y la gota, hanse de comer dos o tres no más y los que los comen ven visiones y sienten vascas en el corazón; a los que comen muchos ellos provocan a lujuria, aunque sean pocos”.

Hongos que combaten la fiebre y el reumatismo; que hacen ver visiones, permiten conocer el porvenir y hasta producen efectos afrodisíacos. Hongos proteicos: colorados, negros, pardos, color de rosa; pequeños, grandes; delgados, gruesos; divinos y diabólicos.
El hongo-flor, xochinanácatl, “honguillo que embeoda”, se distingue del hongo del llano, ixtlahuacan-nanácatl, y de los demás que menciona el padre Molina; el de rosa, poyomatli, al que alude Sahagún, se mezcla con el tabaco y lo convierte en un estupefaciente; las setas mágicas de los mijes, de los chinantecos, zapotecos y mazatecos… Todo un maremágnum micológico donde tratan de orientarse, en su oficina neoyorquina de Wall Street, Gordon Wasson, y en su laboratorio micológico de París, el insigne Roger Heim.


Estamos en vísperas de descubrimientos en la química analítica y en la farmacodinamia, cuyo alcance aún no podemos medir.


Redescubrimiento y silencio

El redescubrimiento del hongo sagrado de los antiguos mexicanos se inicia en Huautla, hace veinte años. Durante la Semana Santa de 1936, el antropólogo Roberto J. Weintlaner estudiaba la lengua mazateca en la ciudad serrana, cuando un comerciante huauteco, don José Dorantes, le habló de las setas que los brujos emplean para la adivinación y la curación de las enfermedades. Además, le describió las sensaciones que había experimentado él mismo, al ingerir tres cabezas de aquellas setas.

¡El teonanácatl todavía usado en pleno siglo XX! Weitlaner comunicó su hallazgo al botánico capitalino Blas Pablo Reko, quien a su vez envió especímenes del hongo a varios especialistas de los Estados Unidos y al profesor Santesson, de Estocolmo. Desde entonces los dos últimos sabios mencionados han muerto, en tanto que el ingeniero Weitlaner sigue realizando sus investigaciones etnológicas con el entusiasmo de sus años mozos. (su aventura más reciente la vivió a bordo del Stockholm, hace pocos meses, cuando el buque sueco embistió y hundió al Andrea Doria). Dos instituciones muy importantes: el jardín botánico de Nueva York  y el museo botánico de Harvard, identificaron al honguito de Huautla, probablemente el llamado ndí-shi-to, con un agárico ya conocido: el Panaeolus campanulus L. var. Sphintrinus (Bresadola).


Traduzcamos. Campanulus: “en forma de campanita; L.: Linneo (el naturalista que clasificó y bautizó esa seta); var.: varietas, es decir, variedad; sphinctrinus: “que cierra, que aprieta” (esfinterino, en español). Bresadola es el apellido del famoso abad y micólogo italiano, que hace unos cuantos decenios describió más de un millar de especies nuevas de hongos.


El sabio sueco Santesson analizó el agárico de Huautla, hizo una serie de experimentos con ranas, y llegó a la conclusión de que el panaeolus contiene un principio activo que provoca un tipo de narcosis muy parecido a la del famoso ploliuqui (Rivea corymbosa L.), otra planta alucinógena de México. Desde entonces (1939) hubo un silencio completo sobre el pretendido glucoalcaloide del hongo mazateco.


(Tomado de: Gutierre Tibón – La ciudad de los hongos alucinantes)

sábado, 11 de agosto de 2018

Hongos, Carne de Dios

Carne de Dios
Hay unos seres a caballo entre dos reinos de la naturaleza, que nacen y viven misteriosamente: los hongos. No tienen huesos pero sí carne, una carne vegetal. Mucho la apreciaban los antiguos mexicanos, que llamaron a los hongos empleando una reduplicación de la primera sílaba de nácatl, carne: nanácatl. Los nanacates, o sean los muy carnosos, se comían asados en comales, o cocidos. Su popularidad en el México antiguo la demuestran los muchos nombres de lugar en que entra nanácatl como voz formativa.



[Recuerdo a Nanacamila (“en las sementeras de los hongos”), ranchería de la sierra de Puebla, cerca de Zacatlán; a Nanacamilpa, de análogo significado, cabecera de un municipio tlaxcalteca. En Nacayolo es fácil reconocer un antiguo Nanacayolo, “corazón del hongo”, centro de recolección de setas blancas comestibles que los de Nacayolo expenden todavía en grandes cantidades en el mercado de la vecina Chignahuapan, otro municipio de la sierra poblana. Un monte boscoso y húmedo de la misma sierra cerca de Ayotoxco, ha dado su nombre al rancho de Nanacatepec, “en el cerro de los hongos”; y Nanacatlán, “cerca de los hongos”, es un pueblo totonaco en la sierra septentrional de Puebla; sus montes se caracterizan por la abundancia de las setas.]




En el México prehispánico se conocieron las propiedades medicinales, narcóticas y alucinógenas de ciertos hongos, a los que llamaron cuauhtla nanácatl (hongos de monte”), teonanácatl (“hongo de Dios”). Varios autores traducen teonanácatl como “carne de Dios”.


Motolinía observa: “Y de la dicha manera, con aquél amargo manjar, su cruel dios los comulgaba”. Igual opinión tenía el padre Jacinto de la Serna, que un siglo más tarde afirmó que esos hongos “manifestaban bien el ansia que el Demonio tiene de darse sacramentado en comida y bebida por el amor de Cristo Nuestro Señor que se nos sacramentó debajo de las especies de pan y vino”.


Mística comunión con el hongo

Estaba en lo cierto el padre De la Serna. El hongo divino servía –y todavía sirve en ciertas partes de México- para establecer una mística comunión con las potencias sobrehumanas. Sabemos que el peyote sigue siendo venerado como deidad; también el teonanacate, que provoca estados mentales parecidos a los del cacto mágico, fue divinizado. El nombre de un dios zapoteco era Zoo Patao (de xi-zoo, “borrachera” y pitao, “dios”). El Zoo Patao es el hongo de Dios, el hongo destinado al culto. En la ciudad de Huautla, mientras las demás sustancias que sirven para los actos mágicos se venden abiertamente, los hongos ndi-shi-to, por su carácter sagrado, no son ofrecidos a la venta en el mercado público; más bien, se obsequian a quienes los necesitan.



En la actualidad, los zapotecos llaman al teonanacate  beya zoo, “hongo borracho”, que corresponde al mazateco de Eloxochitlán, to-shcá, con el mismo significado. Del ndí-shi-to, nombre de la variedad pequeña de la seta mágica, me dieron en Huautla un significado: “que nace solo”, “que brota espontáneamente”. Los chinantecos tienen dos normas para el teonanacate: a ni “remedio del hongo” y a mo quiá “medio para la adivinación”. El doctor Francisco Hernández (segunda mitad del siglo XVI), al referirse al nanácatl seu fungorum genere, afirma que el teonanácatl es teyhuinti, es decir: “embriagador” en lengua náhuatl. Molina lo llama teyhuinti nanácatl, y menciona otros cuatro “hongos que emborrachan”.




(Tomado de: Tibón, Gutierre - La ciudad de los hongos alucinantes. Panorama Editorial, S. A. México, D. F., 1985)