Mostrando las entradas con la etiqueta dia de muertos. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta dia de muertos. Mostrar todas las entradas

jueves, 4 de julio de 2024

La muerte a través del cine mexicano

 


La muerte a través del cine 

Por César Aguilera 

El misterio que rodea a la muerte ha inspirado a diversos cineastas para tratarla en sus historias, algunas con respeto y otros con irreverencia. 


La muerte, misteriosa como estremecedora, es el pasaje más dramático para todo ser humano y por ende, ha sido tema a tratar por el cine en diversas facetas, además de dar lugar a terroríficas aventuras de fantasmas, momias, vampiros y muertos vivientes, sin olvidar a la célebre Llorona, de legendario relatos. 

Julián Soler en su filme de 1934, Los muertos hablan, plasmó tenebrosos relatos, igual que Fernando Méndez -quien había llevado a la pantalla el vampirismo- hizo de la muerte toda una apología en películas como Misterios de ultratumba (Fernando Méndez, 1958). En tanto, Roberto Gavaldón con Doña Macabra (Roberto Gavaldón, 1971) recreó lúgubre ambiente para un texto de Hugo Argüelles, con actuaciones de Marga López y Carmen Montejo. También el humor macabro se hizo presente en El esqueleto de la señora Morales (Rogelio A. González, 1959), con Arturo de Córdoba y Amparo Rivelles. 

En 1968, Juan Ibáñez en coproducción con Estados Unidos presentó en thriller La cámara del terror, en cuatro episodios con Boris Karloff y Julissa, el cual revitalizó el género de horror. 


Día de muertos 

El 1 y 2 de noviembre días en que se recuerda a los muertos -niños y adultos, respectivamente- se ha convertido en una alegoría con olor a incienso, donde los panteones son escenarios de verbenas populares decoradas con papel picado, flores amarillas, pan de muerto, calaveras de azúcar y cirios que han hecho del poblado de Mixquic un atractivo turístico fotografiado en documentales.

Respecto a estas festividades, el cineasta soviético Sergei M. Eisenstein en su filme de 1931, ¡Que viva México!, muestra la esencia del simbolismo popular, en colaboración con el fotógrafo Eduard Tisse, quienes influirían años después en la mancuerna Emilio Fernández-Gabriel Figueroa. Apasionado por estas costumbres, el creador de El acorazado Potemkin, al llegar a México comentó: "de niño, en una revista alemana, vi el esqueleto de un revolucionario montado sobre la osamenta de un caballo, mientras las calaveras de una pareja bailaban; era fotografías del Día de muertos, entonces me dije: "qué país es ese que puede divertirse de manera semejante! Ahora vengo a filmar una película en México, de cuyo pueblo y arte soy gran admirador”.

Macario (Roberto Gavaldón, 1959) impactante obra en la que la muerte adquiere identidad, caracterizada por Enrique Lucero, al cual en tiempos del virreinato del siglo XVII, se le aparece a un paupérrimo leñador (Ignacio López Tarso), quien desesperado por la miseria, hace tratos con la parca. La historia está basada en un texto de Bruno Traven (1890-1969).


Picardía con la muerte 

La última película del director Luis Alcoriza fue Día de difuntos en 1986, rodada en el panteón del Cerro de la Estrella en Iztapalapa, comedia de picardía populachera que exhibe típicos individuos como un peluquero (Sergio Ramos "El Comanche"), "El Flaco" Ibáñez (zapatero) y un plomero (Pedro Weber "Chatanuga"), quienes al visitar año con año las tumbas de sus finados, se las ingenian para emborracharse y acabar bailando con las viudas sobre las tumbas hasta que la policía los corre. 


En defensa de la tradición 

En 1989 se estrenó Calacán, primer largometraje de Luis Kelly, egresado del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), quien escribió el relato sobre Calacán, pueblo michoacano habitado por calaveras, amenazado ante la invasión de calabazas de plástico del Halloween y otras modas que intentan acabar con las tradiciones.


(Tomado de: Aguilera, César - Somos Uno, especial de colección, Las rumberas del cine mexicano. La muerte a través del cine. Año 10, núm. 189. Editorial Televisa, S.A. de C.V., México, D.F., 1999)

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Sergei Eisenstein

Fotograma de la película "¡Que viva México!"

Nació en Riga, Letonia (URSS), en 1898; murió en Moscú en 1948. Cineasta soviético, autor, entre otras películas, de El Acorazado Potemkim (1925). En 1930 el escritor Upton Sinclair lo invitó a filmar en México una película con temas de la Revolución que debería llamarse "¡Que viva México!". Llegó a la capital de la República ese mismo año, junto con el camarógrafo sueco Eduardo Tissé y su ayudante Alexandrov, y permaneció en el país poco más de un año. Antes de emprender su recorrido por el interior, sufrió breve prisión por "razones de seguridad". Hizo amistad con los pintores Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Roberto Montenegro, y le sirvió de guía, durante su gira, Agustín Aragón Leyva. Le sorprendieron el paisaje y los habitantes. Escribió: "La gran sabiduría de México es el pensamiento de la muerte. La unidad de la muerte y la vida. El Día de Muertos en México es un día de inaudita alegría". Concibió la película con un prólogo y 4 episodios: Sandunga, Maguey, Soldadera y Fiesta. A fines de 1931 llevaba filmados 30 mil pies e iba apenas a mitad del programa. Sinclair ya no quiso invertir en el proyecto y los trabajos se suspendieron el 14 de marzo de 1932. El material filmado se quedó en Estados Unidos y con él Sol Lesser editó Tormenta sobre México (1933) y Mary Seaton, Time in the Sun (1939). v. El Sol de México, 12 de marzo de 1977.

(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen III, Colima - Familia)

viernes, 26 de junio de 2020

Xantolo, el día de muertos en la Huasteca

Xantolo, el día de muertos en la Huasteca

Uno nunca la espera tan pronto. Siempre es sorpresiva. Pero ahí está, acechando, seduciendo, llamando, escondiéndose detrás de las apariencias, y mostrándose disfrazada en las múltiples máscaras sonrientes que enseñan y ocultan, como las que se pone uno para bailar en los días de fiesta.
Una tarde me tomó desprevenido, justo cuando estaba entretenido en desordenar la rutina; distraído. Siempre sucede lo mismo cuando ocurren cosas importantes: a uno lo pillan; como cuando te enamoras que te rodea de golpe una luz vibrante y sopla un viento vigoroso, y no puedes dejar de verlo y sientes como te rechinan los cimientos... y empiezas a vivir de otra manera: empiezas a vivir y a morir.
Mi error fue no reconocerla a tiempo. Te atrae y te rechaza, te sonríe y te cachondea el alma. Ya estás perdido, no podrás evitarla: empiezas a morir y a vivir.
En ese momento recordé las ocasiones en qué vi la luna ponerse tras las montañas, las noches que me abandoné a la plenitud suprema, los días que gocé hasta el límite un plato bien servido y sabroso... ¿Logré robarle a la vida sus placeres?
Son regalos divinos que se ofrecen ocasionalmente, y fue lo único que pude empacar para el cambio de domicilio, con la esperanza de que no fuera alta la tarifa por exceso de equipaje.
Cuando llegó ese momento tuve la visión de escoger el lugar adecuado: Tianguistengo, cerca de Tlahuelompa, la capital de las campanas. Fue un acierto el insistir. En lo alto de una montaña de la Huasteca hidalguense, frontera indescifrable con la sierra, en la cima de un nudo volcánico dónde el tiempo es húmedo, fresco, con el rocío en las alas de los insectos. En ese cementerio multicolor desde el que, en los días claros y luminosos, se pueden ver a un costado las montañas con nieve, y cuando me atrevo a mirar al cielo lo tengo más cerca y eso me permite volar y flotar de vez en cuando.
Tengo una ventaja extra. Cada trece lunas llegan danzantes un poco atolondrados pero siempre respetuosos a despertarme para cruzar al otro lado. La nostalgia es canija.
Las mujeres hilan flores para colgarlas junto al papel picado, preparan la comida para servirla en ollitas de barro recién cocidas, adornan los altares con frutas tropicales y prenden las velas y el copal. 
Preparan la fiesta con esmero. Reciben primero a los chiquitos, a los angelitos, y les dan sólo tamales de ajonjolí y dulces mientras les cantan las mañanitas: "...hoy por ser día de los muertos te las cantamos así...".
Después llegamos los mayores puntualmente. El camino fosforescente está tapizado de hojas amarillas de cempasuchitl, de manera que uno no se extravíe... la memoria se debilita y necesita de referencias que la refresquen. Además, la vista empieza a dejar de deslumbrarse con la luz... uno camina, flota, siguiendo el brillo de la polar, el reflejo de siete colores pandeados a punto de desvanecerse, la luz plateada de los sueños y fantasías y la transparencia de la lluvia cuando es fina y no se siente.
Hay otro gran auxilio: las voces que cantan sin temor las melodías que penetran suavemente con alegría y tesón. ¡Qué placer escucharlas! Es cuando uno empieza a flaquear con la nostalgia. Voces seductoras que uno finalmente no acaba de olvidar. ¿Para qué? ¿Por qué tendría que hacerlo?, son del pasado, son carnales, son insistentes, son bocanadas de otra vida. La música es irresistible, la banda de metales y tambores que llaman y llaman y acaban por prender... la fiesta está preparada y es un gozo acudir con los otros, los que se han quedado sin sentirlo.
Regresar y comer esos tamales, esos inmensos, gloriosos, voluptuosos tamales (zacahuil), acompañados de chocolate con agua... Y después unos tragos de sotol o pulque... y meterse en la fiesta, ver el recuerdo de facciones casi desconocidas, hurgar en eso que llamaba amor y dejar que las sombras de las nubes tracen por momentos los rasgos verdaderos sobre esas máscaras inmutables, los accidentes del viento que danzan disfrazados y no paran hasta el día de San Andrés, a finales de noviembre.
Cuando acabamos agotados por el baile, la danza, la música que hipnotiza, y las ollas de comida empiezan a aparecer con menos frecuencia, la charla empieza a navegar por cauces más rápidos y traicioneros, aunque más excitantes y sorpresivos. Me preguntan con frecuencia y de soslayo ¿Y, cómo es la vida aquí tan cerca de Dios y tan lejos aún de los gringos? Es un tiempo continuo, sincronizado y armónico con la sonrisa de los niños y con la mirada de los chamanes. Es una espiral hacía afuera, amplia, vasta; una visión panorámica sobre la selva tropical, los ríos, las grutas, las antenas de los insectos y las orejas de las liebres.
Es una delicia platicar sin prisas y sobresaltos mayores del sabor de la tierra, del color de la penumbra, del eco sordo de las pisadas del ganado, de los anhelos jóvenes y desbocados, viejos y claridosos. Volver y nunca acabar de sorprenderse de las resquebrajaduras, crujidos y sopetones que esconden las arrugas y cicatrices... como la tierra que nos empapa de cuando en vez.

(Tomado de: Ávila, Jorge - Xantolo, el día de muertos en la Huasteca. México Desconocido, noviembre 1991, número 177, Año XV. Editorial Jilguero, S.A. de C.V.)




lunes, 15 de junio de 2020

Temor a la muerte, angustia de vivir

TEMOR A LA MUERTE. ANGUSTIA DE VIVIR

¿Dónde es, corazón mío, el sitio de mi vida?
¿Dónde es mi verdadera casa?
¿Dó mi mansión precisa está?
¡Yo sufro aquí en la tierra!


Cantares mexicanos
Trad. de Ángel María Garibay K.


LA CALAVERA como motivo plástico, una fantasía popular que desde hace milenios se deleita en la representación de la muerte, como el Renacimiento y el barroco en la de los angelillos y cupidos: esto fue una tremenda sorpresa y casi un trauma para los visitantes de la Exposición del Arte Mexicano en París. Se paraban ante la estatua de Coatlicue, diosa de la tierra y de la vida, que lleva la máscara de la muerte; contemplaban el cráneo de cristal de roca -uno de los minerales más duros-, tallado por un artista azteca, en innumerables horas de trabajo, con un asombroso dominio del oficio; miraban los grabados de los dibujantes populares, Manilla y Posada, que recurrían a esqueletos para comentar los sucesos sociales y políticos de su tiempo. Se enteraban de que en México hay padres que el 2 de noviembre regalan a sus niños calaveras de azúcar y chocolate en las cuales está escrito con letras de azúcar el nombre de la criatura, y que ésta se come encantada el dulce macabro, como si fuera la cosa más natural del mundo. Les fascinaba un arte popular que confeccionaba con materiales muy humildes, con tela, madera, barro y hasta con chicle, unos muñecos en forma de esqueletos, ataviados con abigarradas prendas, juguetes muy comunes y queridos por el pueblo… Paul Rivet, en una crónica sobre la exposición, habla de “motivos inesperados” y pregunta: “¿Qué decir de esos muñecos que representan una pareja de recién casados en traje de boda y son en realidad una pareja de esqueletos?” Pregunta en la que se vislumbra, además de asombro, un dejo de espanto. El europeo, para quien es una pesadilla pensar en la muerte y que no quiere que le recuerden la caducidad de la vida, se ve de pronto frente a un mundo que parece libre de esta angustia, que juega con la muerte y hasta se burla de ella… ¡Extraño mundo, actitud inconcebible!

El México antiguo no conocía el concepto del infierno. Es posible y hasta probable que en el subconsciente del pueblo, sobre todo del pueblo indígena, siga viviendo todavía el oscuro recuerdo de un más allá abierto aun al pecador. El hecho en sí es el mismo en todas partes, pero la concepción de la muerte es otra. La imagen del esqueleto con la guadaña y el reloj de arena, símbolo de lo perecedero, es en México de importación: en los casos en que se la acoge -por ejemplo, en las representaciones de la danza macabra-, se adapta, en seguida, y se aclimata, se mexicaniza, como lo vemos en Manilla y Posada. Xavier Villaurrutia, cuya poesía gira, casi enteramente, en torno a la muerte, escribió alguna vez: “Aquí se tiene una gran facilidad para morir, que es más fuerte en su atracción conforme mayor cantidad de sangre india tenemos en las venas. Mientras más criollo se es, mayor temor tenemos por la muerte, puesto que eso es lo que se nos enseña”. La carga psíquica que da un tinte trágico a la existencia del mexicano, hoy como hace dos y tres mil años, no es el temor a la muerte, sino la angustia ante la vida, la conciencia de estar expuesto, y con insuficientes medios de defensa, a una vida llena de peligros, llena de esencia demoníaca.

La íntima convicción del indio de que la vida es sufrimiento, de que el sumiso y débil es víctima de la brutalidad del fuerte -aquello que Roualt expresó al poner debajo de uno de los grabados de Miserere et Guerre la sentencia de Plauto “El hombre es el lobo del hombre”- hizo que el arte religioso del México colonial adoptara con verdadera pasión y tratara en mil conmovedoras variantes el tema del cristo martirizado, cuyo cuerpo, fustigado por inhumanos verdugos, chorrea sangre de mil pavorosas heridas. Es significativo que estas representaciones abunden en el siglo XVIII, siglo en que el indio y el mestizo, ejecutantes casi siempre anónimos, empiezan a imprimir al arte religioso su carácter y mentalidad. Y el hecho de encontrarse estas esculturas y pinturas sobre todo en las humildes iglesias pueblerinas, en aldeas de población indígena al margen de las influencias de la civilización urbana, admite la conclusión de que el martirio que el hombre inflige al hombre es una experiencia honda y primordialmente arraigada en el mundo sentimental del indio; y que el Cristo torturado es tan particularmente adorable para él porque siente su tortura como algo muy suyo. No cabe duda de que tal “patetismo del dolor material” -permítaseme citar esta frase de Werner Weisbach (El arte del barroco)- procede del realismo, o más bien, del verismo español, que se complace “en recargar la idea de la vida con imágenes de lo sangriento, terrible y espantoso”. Pero tampoco hay duda de que México se apoderó del tema con intenso fervor -comparable al fervor con el que se adueñó del estilo churrigueresco para dotarlo de la pompa y exuberancia que corresponde a su propia idiosincracia- y que el Nazareno colonial no es una simple variante del español, sino creación independiente, obra de una sensibilidad específicamente mexicana. “En los Cristos misérrimos de aullidos, de sudor y de sangre, encontramos, con la puntualidad infalible de lo extraordinario, gran parte de la dramática mitología indígena anidando, con forzado confort, en la exigua y lamentable imagen de la aldea”, dice Cardoza y Aragón, (Pintura mexicana contemporánea).

Angustia de vivir. Recordemos las palabras que el padre nahua decía a su hijita cuando ésta llegaba a la edad de seis o siete años: “...Aquí en la tierra es lugar de mucho llanto, lugar donde… es bien conocida la amargura y el abatimiento. Un viento como de obsidianas sopla y se desliza sobre nosotros… no es lugar de bienestar en la tierra, no hay alegría, no hay felicidad” (Códice Florentino, lib. VI, trad. de Miguel León-Portilla).

(Francisco Goitia: Tata Jesucristo)

Y recordemos también la obra maestra de un pintor de nuestros días, Tata Jesucristo de Francisco Goitia, quien, hablando de las dos mujeres representadas en su cuadro, dice: “Están llorando lágrimas de nuestra raza, penas y lágrimas nuestras, diferentes de las de los otros. Toda la congoja de México está en ellas”. Lo que las hace sollozar es la vida, el dolor de la vida, la incertidumbre que es la vida del hombre en la tierra.

El México antiguo no temblaba ante Mictlantecuhtli, el dios de la muerte; temblaba ante esa incertidumbre que es la vida del hombre. La llamaban Tezcatlipoca.

(Tomado de: Westheim, Paul - La Calavera. Traducción de Mariana Frenk. Lecturas Mexicanas #91, primera serie. Fondo de Cultura Económica, México, 1985)

viernes, 12 de julio de 2019

La Muerte como elemento sin importancia

No conozco todo el mundo, pero en lo que conozco de él no he visto nada que pudiera inspirarme la frase que encabeza este capítulo. México es la primer nación donde encuentro datos suficientes para sugerirla. Calaveras que comen los niños, esqueletos que sirven de recreo y hasta cochecitos fúnebres para encanto de la gente menuda. Ayer me despertaron con un llamado pan de muerto para que me desayunase. El ofrecimiento me produjo mala impresión, francamente, y aún después de saboreado el bizcocho me rebelé contra el nombre.
La fiesta de los muertos existe en España también, pero lo que no existe allá es esta recreación con la muerte. Aquí cabe pensar que el mexicano no le da importancia ninguna. En las banquetas o aceras, hechos con maderitas o bejucos articulados con alambre y tachonados de lentejuelas claras y negras, y en las confiterías, montones de calaveritas de azúcar. Los muñecos macabros bailan apoyándolos en un cabello de mujer que se tiende disimuladamente de rodilla a rodilla; y las calaveritas de azúcar se las mete uno en la boca y las mastica.
Estoy seguro de que cualquier chico europeo retrocedería ante el ofrecimiento que le hicieran por primera vez de una de estas confituras. Es la mejor prueba de que nos hallamos ante un fenómeno exótico.
Además de los juguetes y de los dulces macabros, se pregona por las calles un periódico lleno de calaveras políticas, El Tornillo, hoja epigramática en que se dan por muertos a los hombres eminentes en política o en otras actividades nacionales. En esta otra forma vuelve a entrar la muerte como de rondón en las casas para regocijo de las familias.
Hubiera querido ver en México al buen don Miguel de Unamuno, que tanto se preocupó de la muerte. A él, que la tomaba tan en serio. A él, que la convirtió en centro mental de su vida.
Para nosotros  la pregunta inmediata es ésta: ¿cómo puede llegar toda una comunidad a este manoseo y jugueteo con una cosa tan seria y tan importante? ¿Es concebible una invitación a la muerte como es concebible una invitación al vals? ¿Será esta costumbre un residuo del culto a la muerte que practicaban los aborígenes, como lo practicaban los egipcios? ¿Se enlaza con esto el libro de Xavier Villaurrutia Nostalgia de la Muerte?
Seguramente ningún mexicano de hoy ve en tal costumbre nada de particular. No ve la muerte en tales objetos. Le debe ocurrir lo que al blasfemo en mi tierra, que nombra  Dios sin saber que lo nombra. O que lo mismo le da Dios que diez. ¡Rediós, rediez! ¡Qué invenciones verbales! Y es que la costumbre, el uso excesivo de los vocablos, hace que el hombre se olvide del significado primario a fuerza de la repetición. La costumbre es rutina. Después de abrocharse los botones del chaleco durante cuarenta años el hombre se los abrocha sin darse cuenta, y después de cuarenta años de tragar humo no es fácil que se maree como con el primer cigarrillo.
Vengo de un país donde ahora, más que nunca, la muerte no es un juego (año de 1938). Donde lo que se juega es la vida. Y, naturalmente, la costumbre mexicana me impresiona y obliga a filosofar. México ha tenido, como España, una educación religiosa y una educación taurófila. A la fiesta de los toros se le ha llamado fiesta de la sangre o fiesta de la muerte, y en la educación religiosa es un punto central la muerte, sea la de Cristo o la del individuo católico. Si de los toros o de la religión pudiera derivarse esta familiaridad mexicana con la muerte, ¿por qué no se derivó lo mismo en España?
En esto, como en muchas otras cosas, el europeo cree advertir un elemento asiático incomprensible para él. En Europa tuvimos durante la Edad Media la danza de la muerte, pero ella no puede separarse de la religión, mientras lo de aquí se me antoja paganismo, indiferencia.

(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)

martes, 30 de octubre de 2018

Día de Muertos, 1850




Otra costumbre que ha sido conservada por toda la población, pero que para los indios tiene un significado especial, es la festividad de “Todos los Santos”. Para los mexicanos ha adquirido un sello nacional que proviene de los aborígenes y que, gradualmente, ha sido adoptada por los mestizos y aun por los criollos. No es ciertamente el festival basado en ritos de la Iglesia romana, porque esto, aquí, es sólo una consideración secundaria; en rigor viene a ser un antiguo festival indio, añadido a las celebraciones cristianas, debido a la prudencia de los sacerdotes católicos, quienes consideraron que esta costumbre ya estaba demasiado arraigada entre los neocatólicos. Antes de la fecha consagrada a todos los santos, la gente suele hacer muchas compras. Hay que usar ese día un vestido nuevo, zapatos nuevos, ponerse nuevos adornos. Las mujeres compran vajillas nuevas de todas clases, esteras multicolores, pequeños cestos de hojas de palma (tompiatl) y otros productos; sobre todo la compra de cirios de cera es la que más atareada tiene a la gente.
 
 Durante varias semanas, antes de la fecha, se observa gran actividad entre los comerciantes minoristas. Cada uno de ellos trata de adquirir cera a un precio razonable; los fabricantes de velas trabajan hasta en sus casas elaborando cirios de todos los tamaños y, por las tardes, la familia entera se ocupa de adornar las velas con cintas de papel de colores. No hay casa ni cabaña que carezca de cirios de cera; hasta el trabajador más pobre prefiere quedarse sin pan, pero no sin un cirio; y los indios dedican a la compra de este producto sus ingresos de varias semanas.

Estos hábitos no se ven mucho en las ciudades grandes; las clases altas se abstienen en lo posible de adoptar costumbres plebeyas; si queremos ver un festival en su forma antigua, tendremos que trasladarnos a alguna aldea.

Los que tienen la fortuna de hacerse de un padrino entre los indios, deben ir a visitar a sus “compadres” el día primero de noviembre. La calle, frente a la casa, esta limpiamente barrida y delante de la puerta hay una gran cruz cubierta de siemprevivas. El indio las llama “cempasúchil” y procura cultivarlas cerca de su cabaña. La casa está arreglada como en días de fiesta; hay flores ante todas las imágenes de santos adosadas al muro; entre éstas, hay una corona de flores y dos cirios encendidos en sus candeleros de barro. No se ve a nadie en casa, pero cerca de allí se escucha el palmoteo de las tortillas.

Observemos a través de la puerta este sanctorum de las mujeres. Tres robustas doncellas preparan la masa en los metates; pero allí está nuestra “comadre” con un cuchillo en la mano, como Judith frente a Holofernes; en este caso su víctima es un enorme pavo. En un rincón se encuentra un segundo guajolote, sentenciado a correr la misma suerte que el primero; no lejos de allí se encuentran cuando menos seis gallinas; todo listo para la comilona. Le pregunto después de saludarla: “Dígame, comadre, ¿qué va a hacer con tantas provisiones? ¿Acaso se va a casar una de las muchachas?” Las tres se miran pícaramente unas a otras. “Ojalá –dice la mamá entre risitas-, así me quitarían una de mis preocupaciones; pero esas gallinas que ve usted son para el día de muertos, y ya nos hará usted el honor de probar el tlatonile.”

Si el lector pensara aceptar la invitación, yo le rogaría que no se llenara la boca con este platillo antes de probarlo; el “tlatonile” parece un guisado inocente, pero arde como el fuego; es el mero extracto de chile y nadie que no tenga una boca a prueba de llamas debe aventurarse a saborearlo.

Pero ahora explicaremos el significado del festival. Los antiguos aztecas efectuaban anualmente una festividad en honor de los difuntos y les ofrecían sacrificios de animales.
 
En tumbas amuralladas de los viejos tiempos encontré los huesos de muslos de pavos, tapados con un plato, y en el piso alrededor, en otras tumbas, los huesos de pequeños pájaros. Los sacrificios eran probablemente de varias clases, ya que los indios presumían que sus muertos estarían en las ilustres moradas del sol, en la sombría morada de Tláloc o en el tenebroso “Mictlan”. Inclusive parece que se hacían sacrificios humanos, sacrificios de esclavos, pues se encontraron algunos cráneos enfrente de una pirámide funeraria, dentro de un recinto amurallado. No hay duda de que en estas festividades había sacrificios y alimentos de seres sacrificados. Los sacerdotes cristianos aceptaron que estos ritos se combinaran con las ceremonias de todos los santos y de esta suerte se ha mantenido hasta el presente día la costumbre pagana, probablemente de origen tolteca. Por el nombre –todos los santos- podría pensarse que se trata de una festividad lúgubre dedicada a recordar a los seres amados que han fallecido. Pero ni el indio ni el mestizo conocen la plena amargura del sentimiento; no temen a la muerte; abandonar la vida no es nada terrible para ellos; no se apasionan por los bienes terrenales que van a dejar en este mundo y tampoco se preocupan por los parientes que les sobrevivirán, ya que éstos seguirán disfrutando de la fértil tierra y del suave cielo. ¿Es indiferencia o acaso una frivolidad lo que esta rica naturaleza tropical ofrece a sus hijos? No sabría decirlo; pero lo cierto es que, a los ojos del pueblo, la muerte no parece tan tenebrosa ni funesta; que la tristeza por los que se van no absorbe todos los deleites de la vida. El primer estallido de dolor es violento, muchas lágrimas se derraman, pero pronto se secan. Al igual que el musulmán, el mexicano dice: “Dios lo ha querido, todos debemos morir.” Así mira las cosas cada indio, desde el lado práctico. Cuando una persona fallece, parientes y vecinos acuden a ofrecer sus condolencias, especialmente por la noche cuando el cuerpo permanece todavía en la casa. El tributo ofrecido es un cirio o algo que beber. Se dicen plegarias por el eterno descanso del desaparecido y después transcurre la noche en medio de entretenimientos sociales y contento, en la misma estancia donde yace el cadáver sobre el piso, rodeado por cuatro cirios encendidos.

Cuando fallece un niño menor de siete años, el hecho es celebrado como un día de íntimo regocijo, porque el alma del pequeño asciende directamente al cielo, sin el transitorio paso por el purgatorio. El cuerpecito lo cubren de flores y listones, sujeto a una tabla y colocado de pie en un rincón de la cabaña, en una especie de nicho formado con plantas y flores e iluminado por muchos cirios. Al acercarse la noche se queman algunos cohetes que son el anuncio del “velorio”; se toca música y la noche transcurre con alegría y bailes. Los padrinos de la criatura no aprueban este ceremonial porque tiene que cargar con los gastos. Todo el mundo permanece despierto hasta el amanecer, lo mismo los niños que los adultos, hasta que todos se dirigen al cementerio parroquial. Se acondiciona rápidamente el féretro con unas cuantas tiras de madera; una estera sirve de ataúd. Si hay algún sacerdote cerca, va al sitio de la exhumación, precedido por tres hombres que llevan la cruz, imparte la bendición y el cuerpo es bajado a la tumba. Los presentes arrojan puñados de tierra, la tumba se llena al fin y los dolientes se alejan, sin que en ellos se haya producido ninguna extraordinaria impresión. Si a una madre se le da el pésame por haber perdido a su pequeño, ella replica: “Yo amé a este angelito; pero me alegro de que esté feliz sin haber tenido que soportar las amarguras de la vida”.

Acostumbrados los indios a reconocer lo inevitable, y aun a danzar en torno de la tumba abierta, no es de sorprender que los ritos en honor de los que se marchan revistan un carácter más bien alegre que melancólico. Debemos repetir que sólo los indios y los mestizos observan esta práctica, en tanto que los criollos blancos rara vez imitan la costumbre indígena.

En los poblados de los indios se sigue este procedimiento: por la tarde del último día de octubre, la casa se pone en el mejor orden y al oscurecer se tiende sobre el piso de la vivienda una estera multicolor nueva. Toda la familia se reúne en la cocina en espera de que se prepare la comida que consiste en chocolate, champurrado de maíz, pollos cocidos y tortillas pequeñas. Se coloca una porción de cada cosa en nuevos cacharros que los miembros de la familia conducen a la casa donde se ha instalado la estera multicolor; a las porciones previamente servidas se añade una peculiar especie de pan de maíz, llamada “etotlascale” y “pan de muerto”, cierta clase de pan de trigo sin grasa, ni azúcar ni sal, y que es horneado para esta ocasión. Antes de hornearlo, la masa es dividida en pequeñas porciones y a cada una de éstas se le da la forma de una liebre, de un pájaro, etcétera, después de lo cual cada pieza es bellamente adornada. En candeleros de barro, en número igual al de los platillos, se encienden cirios delgados como canutillos; entre los platos se colocan rosas, caléndulas y botones de Datura grandiflora. Y ahora sí, el jefe de la familia invoca a los niños muertos de su propia familia, es decir, hijos, nietos, hermanos y hermanas, para que acudan a disfrutar de la ofrenda. Enseguida toda la familia retorna a la cocina para consumir lo que resta del alimento, que ha sido preparado en abundancia para que también los vivos lo disfruten. A ese ritual se le llama “la oferta de los niños”, y cada pequeño, de acuerdo con su edad, dispone de su platillo y de su cirio. Alrededor de la estera multicolor se colocan unos cuencos con incienso, y toda la estancia es invadida por una densa nube del humo aromático.

Al día siguiente se preparan en forma similar ofrendas para la gente adulta, pero en una escala mayor, que incluye desde la estera hasta los cirios. Además se añaden otros platillos, como el mole de guajolote, tamales y otras viandas deliciosamente sazonadas, una buena cantidad de bebidas en grandes vasos de metal con asa: alcohol, pulque, vino de Castilla y otras bebidas favoritas de los indios. Con la ofrenda de los adultos la gente se preocupa menos en adornar la casa con flores; pero en cambio se añaden objetos que pertenecieron a los difuntos: sus sandalias, sus sombreros de palma o las hachas pequeñas con que solían trabajar. La casa entera se llena con el humo del incienso colocado ante las imágenes de los santos patronos; imágenes que indudablemente fueron adoptadas hace tres siglos en sustitución de los ídolos.

Sin duda los toltecas les dejaron en herencia a los aztecas la creencia de que las almas de los muertos visitan los lugares que para ellos fueron más queridos en vida, y que esas almas a veces flotan en sus moradas en la forma de graciosos colibríes o de nubes; podemos presumir que tal creencia subsiste aún entre el pueblo, por más que no lo hemos confirmado por boca de los indios. Ellos son reservados en todo lo que concierne a la religión de sus mayores, y es posible que como consecuencia de su prolongada sumisión, sus tradiciones sean inconexas y sólo acá y acullá sean reconocidas.


(Tomado de: Carl Christian Sartorius – México hacia 1850)