lunes, 29 de mayo de 2023

Armando Jiménez y los desahogos de conciencia

 


DESAHOGOS DE CONCIENCIA

Armando Jiménez

“Aire por detrás, sólo el que sale es bueno”, reza el proverbio mexicano que hace notar lo pernicioso que resulta consentir chiflones por la espalda, en contraposición con otros aires, por demás benignos, de los cuales vamos a tratar, estimados lectores, con la venia de vuestras mercedes.

Si alguien libera los salubres vientos entre un grupo de circunstantes, éstos suelen darle al desaprensivo libertador buenos consejos, como los siguientes: “Cuando comas pinacates, quítales las patas”, o “cuando almuerces zopilote, chíspale las plumas”. No falta, tampoco, quien haga patente un amable elogio a su cocina: “¡Qué bien guisan en tu casa!!, o alguien que salga con preguntas que no vienen al caso como: “¿Qué no traes de pistache?”, o quien presente una oportuna advertencia: “Ya se te soltaron los siete machos”, ni tampoco un pedigüeño que venga con que: “Cuando se te acabe el perfume, regálame el frasquito”.

Pero si el tufo rebasa más allá de los términos que podríamos llamar normales, entonces el desapacible sujeto merece que le digan: “Cuando llegues al camposanto no necesitarás acta de defunción”, o “Si así vas a jieder cuando mueras, van a tener que velarte de cerro a cerro”.

Ahora, que si los benignos aires logran arrancar algún sonido a la trompeta posterior, los testigos auditivos dirigen al desahogado ejecutante locuciones muy variadas; unas formulan buenos deseos: “¡Salud!, venerable anciano” o “Con esa música te entierren”. Otras muestran resignada conformidad: “Así los acostumbro”, u ofrecen espontáneo consejo: “A ese culantro le falta una regadita”, “Esa barrica necesita un tapón de la misma madera” o “Ese jilguerito quiere su platanito”. Otras más, en cambio, constituyen francas provocaciones para iniciar un duelo de albures: ”A flojo nadie me gana”, “Zacualtipán, Estado de Hidalgo”, “Saco y pantalón son prendas de varón”, “Sacudió el pico y siguió volando”, o bien alguna mundana vanidad: “Esa boca me conoce y por eso me saluda”. En temporada de Santa Claus y Reyes Magos es tradición proponer: “Compro la trompetita para ni pelón”. Si entre los circunstantes hay gente culta, cuyos conocimiento hipocráticos desee lucir, externará: “Por la buena voz del paciente se advierte que ya puede comer chile”. Pero si entre ellos hay léperos –que por desgracia nunca faltan en las reuniones-, como algunos del gremio de camioneros, entonces dirán: “Saco, revoloteo y ataco, Tacuba, Azcapotzalco, Santa Anita, Merced e Ixtacalco”.

Hace treinta y tantos años alcanzaron renombre internacional dos anarquistas que en Nueva York fueron electrocutados por atribuírseles un crimen que nadie comprobó. Los nombres de ellos andaban en boca de nuestro pueblo cada vez que alguien roncaba por la retaguardia: “Saco y Vanzetti”; locución que corriendo el tiempo se transformó en “Saco y van siete”.

Durante el gobierno del general Cárdenas, el término de actualidad era: “¡Salud y revolución social!”; antes estuvo de moda decir: “Zacoalco le dijo a botas” o “Sacudo por no barrer”; posteriormente: “No cierres que ahí voy yo” o “No cierres que falta un piano”; “Despierta, pelón, que hay escándalo en tu casa” o bien una frase beisbolística: “¡Estrái guan!” Más adelante la que estuvo en boga fue ésta, pronunciada con un dejo de desengaño: “Eso saco por andar contigo”.

“¡Lástima de ropa!”, se expresa cuando alguien que viste elegantemente tira un trompetazo. De ahí que cierta ocasión en que uno de nuestros ameritados generales encontrándose en una fiesta, soltó un saludable aire, la dama que bailaba con él hizo alto, se desprendió de los brazos del militar y dijo:

-¡Lástima de uniforme!

El general, visiblemente extrañado, toma la parte posterior del pantalón, lo observa y luego pregunta:

-¡Qué!, ¿lo ensucié?

De todas las locuciones anteriores, sin embargo, las que se llevan la palma son las que manifiestan amables galanterías, como: “Esa voz me agrada”, “Dichoso túnel por donde salió ese tren”, “Bien haiga el pito d’esa caldera”. “Afortunado el clavo que ponchó esa llanta”.

A este respecto viene al caso un sucedido que puntualiza cómo, estando en elegante banquete, distribuidos alternadamente los caballeros y las damas, uno de aquéllos no pudo reprimir, en un momento de silencio, que se le escapara un sonoro efluvio. La estirada señora que se encontraba a un lado, en vez de disimular, como don Antonio Carreño hubiera recomendado, volvióse en forma despectiva a ver al causante de su desagrado. Éste, sin perder la serenidad, respondió con una sonrisa y le susurró, en voz muy baja, pero de modo que todos escucharon, una galantería digna de la esplendorosa corte versallesca, de la época de los Luises:

-Si quiere usted, señora, diga que fui yo.

Personas dignas de fe aseguran que tal suceso fue verídico, tanto como el siguiente; pero si algún lector duda de ello, con su pan se lo coma, que nadie está obligado a creer lo que no ha visto: 

En cierta ocasión rodeaban a la soberana de un poderoso país, nuestro representante diplomático y otros caballeros que lucían ostentosas condecoraciones, cuando de pronto aconteció algo...

Mas antes de continuar con el relato, permítaseme que señale, por ser de justicia, que los enviados mexicanos, si bien a veces han adolecido de escasa habilidad política, en cambio no desmerecen ante nadie por lo que respecta a educación y buenas maneras, como es el caso del embajador de nuestra historia.

La reina, según ya explicábamos, se encontraba rodeada de gentiles caballeros y, vayan ustedes a saber por qué, no pudo reprimir una silbante cornetilla; sin embargo no tuvo siquiera oportunidad de disculparse, pues el embajador de Francia se adelantó y dijo: “Pido indulgencia por mi falta incalificable; mas debo confesar que durante la guerra del catorce contraje en trincheras una enfermedad que me produce terribles bochornos como el de este momento.”

Transcurren pocos minutos y la soberana repite el acto. Esta vez se anticipa el delegado de España para solicitar disculpa: “Demando perdón de sus excelencias, pero mi salud se halla sumamente quebrantada; sólo el deber que he protestado cumplir con mi nación me ha hecho acudir a esta agradable tertulia.”

El digno representante mexicano, habiendo escuchado lo anterior -¿creen ustedes que podía ser menos?-, se dirigió a los circunstantes:

-El próximo pedo que se tire la reina corre a cargo, completamente, de la embajada de mi país.


(Tomado de: Jiménez, Armando - Picardía mexicana. Desahogos de conciencia. Editorial Diana, S.A. de C.V. México, D. F., 2000)


jueves, 25 de mayo de 2023

Mexicanos en Estados Unidos, historia de una minoría II Texas


Mexicanos en Estados Unidos, historia de una minoría II

Texas

La frontera original de los pobladores mexicanos en Texas no se extendía más allá del Río Nueces; al norte y al este de este río los hostiles comanches impedían que se avanzara más. Había bastantes poblaciones mexicanas, hasta en la peligrosa zona situada entre el Río Grande y el Río Nueces, pero la mayoría de los mexicanos (probablemente el 80%) habitaba en el valle del bajo Río Grande y en las ciudades ribereñas, y El Paso era la ciudad importante ubicada más al oeste. En las hoy ciudades texanas como Starr, Zapata, Cameron e Hidalgo vivieron estos primeros pobladores por millares. En el oeste y el sur de Texas, la población aumentó rápidamente de 8,500 en 1850 a 50,000 en 1880 y 100,000 en 1910, a pesar del temor y el dislocamiento causado por las muchas guerras, pequeñas y grandes. Durante un episodio de la guerra Cortina, en 1859, una franja de la parte baja de Texas, de 240 km de largo por 80 a 120 de ancho, fue invadida y devastada por jinetes mexicanos. Texas también fue la única porción de la zona fronteriza que estuvo seriamente comprometida en la Guerra Civil.

La economía de la región dependía del gran rancho ganadero, pero con una modalidad primitiva, común en los estados fronterizos, basada en la propiedad del ganado, más que de la tierra. Después de la anexión de Texas, los anglos asumieron fácilmente su papel de terratenientes (entre 1840 y 1859 todas las concesiones mexicanas, con la excepción de una en el condado de Nueces, pasaron a manos de los pobladores anglos (anglosajones). Había peones mexicanos dispuestos a trabajar en estos ranchos. Mientras tanto, surgió una serie de poblaciones mercantiles a lo largo del Río Grande: Brownsville, Dolores, Laredo, Río Grande City, Roma) para manejar las necesidades comerciales del área. Aunque estas poblaciones ribereñas tenían residentes anglos y europeos, la mayoría estaba formada por mexicanos. Aquí aparecieron elementos mexicanos de clase media que iban a tener importancia en el futuro, cuando empezó a anglicanizarse más el Río Grande. El cambio tuvo lugar con mucha lentitud; en 1903, Brownsville tenía únicamente... 7,000 habitantes, mexicanos en su mayoría. En esa época, Corpus Christi todavía no era puerto de altura y tenía únicamente 4,500 habitantes. En mayor grado todavía, predominaban numéricamente los mexicanos en el Valle del Río Grande y en las poblaciones ribereñas.

Sin embargo, los grandes ranchos de ganado bovino y ovino del sur y del este de Texas, se cercaron poco después de la invención del alambre de púas, en 1875. Cercar una propiedad tenía mucha importancia, porque el fraccionamiento de los ranchos, antes casi irrestrictos, alejaba a un gran número de pequeños y medianos hacendados, tanto mexicanos como anglos, que poseían ganado, pero no tierras. Pocos años después, el cultivo del algodón se trasladó lentamente del este al sur de Texas, al continuar un movimiento hacia el oeste, donde había las tierras baratas que desde antes caracterizaban a las zonas algodoneras. En vista de que el algodón requiere mucha mano de obra y entonces ya no había esclavos negros que siguieran las nuevas plantaciones hacia el oeste, la consecuente demanda de jornaleros o arrendatarios para cultivar algodón fue tan grande que fijó, casi como en su forma moderna, el destino económico del inmigrante mexicano y del antiguo poblador mexicano de Texas. Unos cuantos mexicanos lograron adquirir la propiedad de la tierra que trabajaban, pero no fueron muchos.

En 1890 el cultivo del algodón en el corazón del sur de Los Estados Unidos estaba bien establecido en el condado de Nueces. Los atractivos precios para adquirir buenas tierras algodoneras, las utilidades altas, logradas al desmontar y cultivar las antiguas tierras de pastoreo, y la disponibilidad de mano de obra barata procedente del otro lado de la frontera, en pocos años llevó a la ruina a casi todos los viejos ranchos ganaderos del sur de Texas. Para el año de 1900 ya se había definido al trabajador mexicano, en los medios rurales y urbanos de Texas, como un ser inferior, miembro de una raza distinta, sin derecho a igualdad social, educativa ni política. Los vestigios de la igualdad del mexicano sobrevivieron en forma limitada solo en algunas poblaciones comerciales del Valle del Río Grande donde prevalecía una mayoría de mexicanos.


I Introducción 

II Texas

III Nuevo México 


(Tomado de: W. Moore, Joan - Mexicanos en Estados Unidos (historia de una minoría). Cuadernos Mexicanos, año II, número 92. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

lunes, 22 de mayo de 2023

Artemio de Valle-Arizpe y los perros

 


De los perros

Perros no había en el suelo de México en los tiempos precortesianos. Los que existían no eran, ni con mucho, como los actuales. Eran muy otros estos perros. Don Antonio de Herrera para componer las extensas décadas de su magna Historia General de los Hechos de los Castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, estudió, cuidadosamente, papel por papel, todos los repletos archivos de España, aun los más reservados, que le mandó abrir de par en par el rey don Felipe el Segundo. Aparece su obra en 1601 y en ella asienta: “En el otro hemisferio no había perros, asnos, ovejas, etcétera”. Al afirmar esto el acucioso Cronista Real acaso creía que los perros precolombinos no tenían la dócil domesticidad que los europeos, con su familiar mansedumbre, pero si éste era su pensamiento estaban muy en contra de él además de las relaciones de los oidores de la Casa de Sevilla, lo dicho por Pedro Mártir de Anglería, por Fray Bartolomé de las Casas y por el capitán Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, primer cronista del Nuevo Mundo, a quienes cita con justa alabanza, como historiadores clásicos de la conquista. 

Pedro Mártir asegura que Cristóbal Colón vio “perros y perras” en la isla de Santa Cruz, de las pequeñas Antillas, cuando su segundo viaje de descubrimiento, al ir en dirección de la verde Hispaniola. El Almirante no le dio ninguna importancia a tal hallazgo por el triste pergeño de esos canes achaparrados, que no sabían ladrar y sin pizca de pelo en el cuerpo desmedrado. Acaso creyera Colón que no tenía nada de extraño el que se encontrasen ahí esos feísimos animales, pues estaba muy seguro en su creencia de haber llegado a las cercanías del soñado y áureo Cipango, norte y fin de sus anhelos, pues eran del todo semejantes a una fea raza canina del Asia cuya particularidad era carecer igualmente de pelo.

Conforme iban adelantando los descubrimientos geográficos notaban los españoles variedad de razas caninas con distintas características zootécnicas. Las había con la piel enteramente desnuda, como los de la dicha isla antillana de Santa Cruz, y las había como aquellas que después vieron asombrados en México y en el Yucatán, y también las había con pelo, corto siempre, y de distintos colores en el que imperaba el jaro. Todos los perros de estas razas eran de baja estatura e inofensivos, aunque hallaron algunos que tenían el genio menos apacible, con el hocico siempre arrufado; pero los autores están de acuerdo que los canes precolombinos dentro de su natural inofensivo, poseían siempre una cierta aversión al hombre, mayor desde luego para el español que para el indígena. Pero pelones o con pelo, tenían entrambos de común el no saber ladrar.

En una información sobre cosas del Yucatán mandada levantar por Su Majestad don Felipe el Segundo, se pone en lo relativo a la población de Motul que “hay unos perros de la tierra que no muerden ni ladran”, y en la que se refiere a Mérida se asienta más explícitamente que “hay unos perros naturales de la tierra que no tienen pelo nunca y no ladran y que tienen los dientes ralos y agudos, las orejas pequeñas, tiesas y levantadas”. A esto se agrega en la misma pormenorizada averiguación que “los indios tienen otra suerte de perros que tienen pelo, pero tampoco ladran y son del mismo tamaño que los demás”.

Se ha dicho que la mudez de estos animales no es más que un puro accidente fisiológico ocasionada por falta de hábito, el cual puede ser recuperado, perdido de nuevo, y otra vez vuelto a adquirir por el perro doméstico y que esto es lo que lo distingue entre los demás carnívoros, tales como el lobo, el zorro, etcétera, cuya emisión de voces no llega nunca a sostener un ladrido continuo. Enseñaron a ladrar a los canes aborígenes los perros que después trajeron los españoles conquistadores y pobladores de estas partes de las Indias del Mar Océano.

Ahora bien, está viva esta pregunta ¿Dé dónde proceden los perros americanos? Los señores zoólogos no parece que andan muy acordes al contestarla. Unos de estos sabios dicen que los que encontraron en el Perú los soldados de Pizarro son de un claro origen español, y otros aseguran con mil razonamientos, que los pelones de México tienen un parentesco directo con los turcos y los chinos que no son sino de igual figura, exactos. Fernández de Oviedo es de los de este parecer. A estos antipáticos pelones cuando se conocieron en Europa se les llamó turcos por ser idénticos, se dijo, a los que andan errantes por las calles de Constantinopla, en tanto que en muchos lugares de América se les dijo chinos. El naturalista Brehem pone el origen de estos perros en el centro mismo del continente africano de donde diz que pasaron a Guinea, a Manila, a China, a las Antillas, después a entrambas Américas.

Con esto de los perros andan en tantas y tan revesadas hipótesis los sabios como con el origen del hombre en América. El de mayor imaginación es el que aventura, como es natural, las suposiciones más extraordinarias y peregrinas, en tanto que los que la tienen enjuta y seca como limón viejo, no inventan sino teorías muy áridas, muy complicadas, difíciles de que las entienda el común de los mortales, y, por lo mismo, no convencen, pero sí aburren extraordinariamente como mentira mal contada. Pero con lo que dicen unos y otros señores se queda uno turulato, hecho un candelero de Flandes, sin saber cómo vino el hombre a esta América, diz que feliz e inocente.

Tres eran las especies de perros que existían en México: los que se les decía xoloitzcuintli, los izcuintipotzotli y los tepeitzcuintli. Se parecían todos ellos a los de Europa, aunque con evidentes características raciales que los diferenciaban. Ninguno de los de estas especies sabían ladrar, de lo que nació la torpe conseja de que los perros de Europa enmudecían al ser transportados a América, pues pensaban, los que no lo sabían, que los que aquí había no eran autóctonos sino que vinieron de ultramar. Al contrario, los perros hispanos fueron los que enseñaron a ladrar a los del país que sólo aullaban largamente y con esto querían dar a entender ya su alegría o su enojo. La misma voz para sentimientos contrarios.

El primero de los enumerados en el párrafo anterior, el xoloitzcuintli, no era mayor su grandor que el de un perro común y corriente; tenía luenga cola movediza, colmillos largos, agudos, tal y como los de un lobo, las orejas muy erectas y el cuello robusto, bastante ancho. Los xoloitzcuintli eran de los extraños y feos que carecían de pelo, únicamente en el hocico ostentaban largas cerdas retorcidas a manera de unos ralos mostachos. Color cenizoso tenía su piel, aunque en partes manchas amarillas y negras, y siempre tersa y suave. De esta particularidad proviene su nombre, pues xólotl equivale a pez liso, e itzcuintli quiere decir perro. Se utilizaban los de esta especie para cargar bultos pequeños, tenerlos al cuidado y vigilancia de las casas e ir con sus dueños a paseos y por los caminos. Hombre y bestia andaban siempre juntos, y juntos comían y dormían de ordinario.

También se aseguraba que eran los xoloitzcuintli un magnífico remedio para quitar para siempre jamás el reumatismo. Restituían la sanidad. Se les ponía encima del miembro dañado y diz que en unos cuantos días absorbían todo entero el mal doloroso y el enfermo quedaba sano y bien puesto como si tal cosa.

Más chico que el anterior era el llamado izcuintipotzotli. Las palabras de que se forma este nombre dicen claramente de cómo era el infeliz animal: itzcuintli significaba perro, y tepótzotl jorobado. Y sí, estos gozques ostentaban en su espinazo la rara particularidad de una alta prominencia, joroba feísima, que les daba aspecto bien ridículo, aumentado con otra extraña prominencia que se les alzaba encima de las narices. La cabeza parecía más bien unida a la corcova que el resto del cuerpecillo desmedrado y ruin, pues éste resultaba ser muy más pequeño que la abultadísima chepa que les daba repulsiva fealdad. El rabo lo tenían corto y retorcido, las orejas largas; pero, en cambio, sus ojos pequeños y negros eran de un mirar apacible, tal vez había en ellos una inconsciente tristeza por su figura grotesca que movía a risa. Salían de sus ojos dulces las más desgarradoras elegías.

Los había blancos, los había negros y también leonados. Se les daba muerte en los funerales de los indios para que cargaran después a cuestas con el difunto al cruzar éste las aguas turbulentas del río Chiahuanahuapan –que equivale a decir aguas nuevas-, la Estigia fatal en la complicada mitología nahua, para ir al temido reino de Mictlantecutli, espantoso soberano de los infiernos. Plutón autóctono, horrífico y feroz. Para este largo viaje al más allá se prefería siempre a los perros de color leonado, pues eran poseedores de no sé qué extrañas virtudes o cualidades esenciales, para mejor acompañar al muerto. Cuando se les iba a inmolar en las exequias de sus amos, o si el indio no los tenía en propiedad, entonces a los que compraban para el triste acontecimiento a través de las aguas letales del río sagrado, se les ponía en el cuello una simbólica cuerda de algodón que ignoro qué es lo que querían representar con eso.

También estos horribles izcuintipotzotli se comían. Eran un preciado manjar en las abundantes mesas de los grandes señores mexicanos, a quienes se les suspendían los sentidos, arrobados en el deleite de comer esa carne blanda. En los festines de los isleños canarios, antes de la conquista española, estaba en suculenta competencia la carne de perro bien cebado, con la de las cabras que allí había en abundancia. Lo mismo en los comelitones precolombinos el comer un perrillo bien gordo era “el mejor regalo”. A Hernán Cortés en su marcha deslumbrada hacia la gran Tenochtitlan lo regalaban con cachorrillos los indios del tránsito, que según su decir, eran sabrosísimos. Los hispanos gustaron de ellos relamiéndose de gusto. Bien que saborearon su carne jugosa en todo tiempo, no sólo en días de apretada necesidad, en los que no se repara en calidades de comestibles. Se engullen de la clase que sean y a Dios gracias. “Los perrillos volvían –dice Bernal Díaz del Castillo- y allí los apañábamos, que eran harto buen mantenimiento.”

Estos perrillos causaron notable admiración a los españoles por ser mudos como ya se ha dicho y repetido, y tener, además, un aspecto como melancólico. Les decían también tepechichis, “el perro que no gañe”. La palabra techichi viene de tépetl, que significa cerro, esto es, que no tiene voz. Cortés los vio en el mercado del que le hace brillante, colorida descripción al César Carlos V en su segunda y extensa carta de relación. “Venden –le escribe- conejos, liebres, venados, y perros pequeños que crían para comer castrados.”

Refiere el curioso Pedro Mártir de Anglería que al poco tiempo de que los aborígenes tomaron cabal conocimiento de los hábitos, gustos y costumbres de sus férreos conquistadores, entraron en “poquedad” para confesar su afición cinofágica y hasta creían menester disculparla por lo muy apetecible que les era la carne de perro. Hasta algunos castellanos apreciaban con gozo su delicado gusto porque diz que tenía un sabor meramente como de lechón bien gordo. Fray Bernardino de Sahagún, en la extensa enumeración que hace en el tomo tercero de su circunstanciada Historia general de las cosas de la Nueva España de los varios mantenimientos de los indios, no enlista a los perros entre las cosas comestibles que para el paladar de los naturales bien sabemos que eran un delicado y suculento placer. Les atizaban la gula y sentían con esa carne suavidad y gusto especialísimo. Se paladeaban largamente con ella.

El tepeitzcuintli, aunque pequeñuelo como un perro chico, era indómito y bravo como fiera y atacaba con decisión y singular valentía a animales mayores que él, los que en un tris hubieran podido deshacerlo de una sola patada si hubieran querido. Perseguían empeñosamente a los venados y hasta llegaban a matarlos. No sabían como sus congéneres ni ladrar ni morder a los hombres, pero no perdían por esto sus instintos de buenos, de excelentes rastreadores, y no dejaban de hacer de hacer gran daño en la montería y la volatería, “ca encaraman las codornices y otras aves y siguen mucho a los venados”. Los acosaban con infatigable tenacidad hasta no dejarlos rendidos de cansancio; entonces los mataban y solamente les comían las vísceras, que ellas eran su manjar preferido.

Pocos tepeitzcuintli había destinados para la venta en el extenso y bullicioso mercado de Tenochtitlan. Solamente se expendían allí los perrillos de comer para pasarlos con mucha gana en guisos sabrosos dentro de las entrañas. El tianguis para adquirir y vender perros de todas las castas tenía su único asiento en Acolhua, populosa ciudad antigua que ahora, con el nombre de Acolman, es un poblacho triste, terroso y desolado. Sólo en la ancha plaza de esta ciudad magnífica se podían hacer transacciones, ventas y trueques con los mentados perros tepeitzcuintli, pues por leyes expedidas tanto por los emperadores mexicanos como por los soberanos sus feudatarios sumisos, se ordenaba, bajo muy severos castigos, que únicamente se podía comerciar con ciertas cosas en determinados lugares bien delimitados y en días precisos y no en otros. Delinquía gravemente quien contraviniera estos terminantes mandatos reales y, por lo mismo, iba a dar a la rigurosa ejecución de la justicia. El que atropellase leyes y ordenanzas siempre sentía pesada la mano del juez, que jamás abríale la puerta al perdón. El que la hacía la pagaba, y la pagaba con exceso.

Las joyas, las piedras que en aquel entonces se tenían por preciosas, y las plumas lucientes, se vendían únicamente en Cholula, Cholollán en su eufónico nombre primitivo. En Atzcapotzalco y en Izúcar, dicho Itzocan en tiempos antiguos, se traficaba en esclavos; Texcoco, era el único lugar fijado para comerciar con ropa, con jícaras y buena loza; para los perros se tenía señalado Acolhua, ya lo he dicho antes. Todavía en el último tercio del siglo XVI hacíase en esta hermosa población un amplio comercio con los tales canes, ya que tanto tenían que ver en la desdichada vida como en la muerte de los indígenas. Pero vinieron otras costumbres suaves con las puras enseñanzas de los misioneros y también usos distintos que impusieron los señores que dominaban la tierra y se acabó este comercio como también se extinguieron muchas cosas aborígenes, y con él el curioso mercado de los perros que acompañaban a los indios tanto en sus casas y caminos, como en el viaje postrero, el que no tiene regreso.

Fray Diego Durán, que entre los años de 1579 y 1581 escribía su Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme, dice en ella al hablar de este mercado en el que sólo se hacían tratos con chuchos: “A la feria de Acolman habían dado que vendiesen allí los perros y todos los que quisiesen vender acudiesen allí a vendellos, como a comprallos y así toda la mercadería que allí acudía eran perros chicos y medianos de toda suerte, donde acudían de toda la comarca a comprar perros y hoy en día acuden porque hasta hoy hay allí el mesmo trato donde fui un día de tianguis por sólo ser testigo de vista y satisfacerme y hallé más de cuatrocientos perros chicos y grandes y liados en cargas de ellos ya comprados y de ellos que todavía andaban en venta, y era tanta la cantidad que había de ellos que me quedé admirado. Viéndome un español baquiano de aquella tierra me dijo que de qué me espantaba que nunca tan pocos perros había visto vender como aquel día y que había habido falta de ellos. Preguntando yo a los que los tenían por allí comprados que para qué los querían, me respondieron que para celebrar sus fiestas, casamientos y bautismos, lo cual me dio notable pena por saber que antiguamente era particular sacrificio de los dioses los perrillos y después de sacrificados se los comían, y más me espanté de ver que había en cada pueblo una carnicería de vaca y carnero y que por un real dan más vaca que puedan tener dos perrillos y que todavía los coman.”

Y añade el cronista dominicano con hondo desconsuelo: “No sé por qué se ha de permitir y no soy de tan torpe juicio que no vea que éstos son ya cristianos y bautizados y que creen la fe católica y un Dios verdadero y en Jesucristo su único hijo y que guardan la ley de Dios por que les hemos de consentir que coman las cosas inmundas que ellos tenían antiguamente por ofrenda de sus dioses y sacrificios lo cual, aunque sea así que ya no comen estas cosas inmundas de perros y zorrillos y topos y comadrejas y ratones por superstición ni idolatría sino por vicio y suciedad, es muy loable el aprender los confesores y predicadores para que acaben ya de vivir en policía humana.”

En el llamado Lienzo de Tlaxcala aparece al lado de Hernán Cortés un airoso perro. Éste no es macho, sino hembra, la lebrela que en el año de 1518 venía con los de la expedición que comandaba Juan de Grijalva.

Se quedó la perra abandonada en tierras mexicanas porque al embarcarse los arriesgados expedicionarios se había internado entre las profundidades del bosque persiguiendo, tal vez, alguna presa, o sólo con deseos de correr libremente después de los largos días de navegación, sin tener más que la reducida estrechez del navío, y cuando quiso juntarse con quienes venía, éstos ya se habían hecho a la mar y estaban lejos, apenas se divisaban las velas blancas, llenas de viento y de sol.

Correría de un lado para otro desesperada, dando aullidos quejumbrosos, mientras que veía con largas miradas de ansiedad el barco distante, pero el bronco latido del mar tapaba la desolación de sus lamentos y no los dejaba que fueran a donde ella quería. Anhelaba llegar con sus plañidos hasta las orejas de los que la abandonaron para moverles el alma a piedad a fin de que volviesen a recogerla y no quedar en aquel temeroso abandono. Pero persuadido el pobre animal de que ya no regresarían más, se echaría lleno de abatimiento, metiendo la cabeza entre las manos alargadas, y sus ojos con lágrimas seguirían tenazmente fijos en la inquieta extensión del mar, en el rumbo por el que se fue el bajel. 

Vivió la lebrela solitaria en aquellos lugares, manteniéndose de los conejos y otros animales que cazaba con singular destreza por todos aquellos contornos. Cuando Cortés venía con su armada para lo de la conquista, envió a un fulano Escobar a reconocer la tierra y al llegar éste a Boca de Términos que así se le había puesto por nombre a ese paraje por la laguna que allí estaba, pues manifestó aquí Antón de Alaminos, el famosísimo piloto, que el Yucatán al que había dado el nombre de Nueva España, partía términos con otras tierras, pues bien, al arribar a ese sitio encontró el mentado Escobar a la lebrela “que estaba gorda y lucia”, dice Bernal Díaz. Y añade el pintoresco soldado cronista que “dijo el dicho Escobar que cuando vio el navío que entraba en el puerto, que estaba halagando con la cola y haciendo otras señas de halagos, y se vino luego a los soldados y se metió con ellos en la nao”. No paraba de hacer fiestas con brincos interminables y con aúllos. Éste fue el primer perro europeo que pisó tierra de México.

Después los bárbaros conquistadores los traían muy fieros, de los irascibles de presa, que lanzaban contra los aborígenes combatientes para que los mataran a puras mordidas. Pronto los hacían pedazos a dentelladas los feroces animales. Donde clavaban los dientes sacaban gran bocado. En las heroicas luchas de la conquista, cuando los indígenas entraban en gran número a defender su suelo y les daban a los castellanos dura guerra con sus hondas cargadas con piedras zumbadoras, con sus certeras flechas, con sus lanzas, con sus macanas pesadísimas, ya solas o guarnecidas con navajones filosos de obsidiana, los hispanos les azuzaban a los terribles perros, utilizándolos como una nueva arma y con ellos les infundían gran espanto y hacínales enorme carnicería. Un español tenía el extremo de una recia cadena que sujetaba al perro bravo que se abalanzaba impetuoso sobre el aborigen desnudo para despedazarlo, o bien ataban al desventurado y dándole un palo para que se defendiera de la rabiosa acometida de la fiera jauría, libre toda ella, ya sin traíllas que la sujetaran; el infeliz repartía, desesperado, algunos garrotazos a diestro y siniestro con los cuales más despertaba la ferocidad de los terribles canes que al fin lo despedazaban. “Así los pintan, dice el padre Andrés Cabo, en los mapas antiguos que hay en la Universidad y he visto.” Así, igualmente, están representados con vivos colores en los códices. También ya en paz, sojuzgados los tristes indios, se los echaban encima para castigarlos sin ninguna misericordia. A esta crueldad enorme, nacida de gente sin corazón, se le llamaba aperrear.

Apenas habían transcurrido unos cuantos años después de consumada la conquista y ya se encontraban en todos los ámbitos de la Nueva España gran número de perros. Se propagaron rápidamente, pues se trajeron bastantes de la Metrópolis, de distintas razas y calidades. Tanto y tanto llegaron a abundar que los había en gran cantidad y en vagabundeo constante por las calles de la ciudad causando daños y mil molestias, por lo cual mandó el Ayuntamiento del año de 1581 que el que tuviese algún perro no lo dejase andar libre por las rúas, sino que siempre debería mantenerlo atado, o al menos, dentro de la casa, pues al que anduviese suelto y sin dueño se le daría muerte inmediatamente sin que hubiese lugar ninguna reclamación por parte del propietario que tendría, además, hasta diez pesos de multa por su descuido.

No solamente en poblaciones causaban daños sino que también muy grandes los cometían en los campos. Fray Antonio de Remezal lo dice en su sabrosa crónica dominica de la gobernación de Chiapa y Guatemala. Refiere el padre que en Almolonga acababan con ganados no solamente los feroces leones que en esa región montuosa abundaban, sino que también los perros bravos que se habían utilizado en la guerra devoraban hatos enteros de ovejas y piaras de cerdos. No se podía librar de su ferocidad toda esa extensa región. El gobierno dispuso bajo penas severísimas que se mantuviesen bien sujetos a tales perros que tamaños estropicios ocasionaban en los ganados. Se atrevían no sólo con el inofensivo lanar sino aun con el mayor. No les valían a las reses ni la ligereza de las piernas, ni la aguda defensa de sus cuernos para que los perros no se hartaran de sus carnes. En ellas hacían comida a toda satisfacción.

Un perro famélico sirvió para una salvadora estratagema que hicieron unos españoles asediados tenazmente por los indios. El padre Fray Alonso Ponce lo cuenta. Sucedió que los naturales batían sin intermisión alguna a los conquistadores que estaban en el pueblo de Tinum, en el Yucatán. Ni de día ni de noche les daban reposo. No les valían a los hispanos los filos y aceros de su valor para alejar a los airados aborígenes, por lo que acordaron unánimemente salir del lugar y así lo hicieron, pero en el badajo de la campana con que hacían sus velas, ataron con una larga cuerda a un perro hambriento, poniéndole la comida a una distancia a la que no podía llegar; para alcanzarla tiraba el animal constantemente de la cuerda con lo cual hacía sonar la campana, y así, con sus tañidos continuos, los indios creyeron que aún los españoles permanecían en el pueblo cuando ya iban bien lejos, pies en polvorosa, y no salieron a perseguirlos, lo que hubiese sido acabarlos a todos.

En el año de 1792 había tal abundancia de perros en todo México y eran tan fastidiosos e intolerables, que daban molestias sin cuento a todos los habitantes de la ciudad y sacábanlos de paciencia con sus alborotadísimas riñas, con sus ruidosos amores, con sus ladridos inacabables y su corretear continuo en manadas alharaquientas y rivales, que por dondequiera pululaban. Revilla Gigedo ordenó que los exterminaran. “Habiendo en esta ciudad –escribe en sus Noticias de México el diarista Francisco Sedano-, grande cantidad de perros en las calles de día y de noche, por orden superior, se mandó a los serenos guardafaroles que los mataran, pagándoles a cuatro pesos el ciento. En abril y mayo de 1792 mataron gran cantidad, hasta casi exterminarlos, y no bastando esta primera providencia, a la presente todavía los matan de noche.”

Cuando venían las inundaciones que anegaban a todo México, convirtiendo sus calles en caudalosos canales y sus plazas en lagunas y, por lo tanto, el tránsito solamente se hacía en canoas, a los perros que sin dueño vagaban por la ciudad lo llevaba su instinto para defenderse de las aguas y no perecer ahogados, a guarecerse en la parte más elevada de la población adonde no llegaba la corriente, lo que ahora es el comienzo de la segunda calle de la Avenida de la República de Guatemala.

Isla de los perros se le dijo a ese sitio que les era seguro refugio y lugar de buen acogimiento. Ahí encontraban guarida, defensa y abrigo. Pero tan luego como descendían las aguas y quedaban las calles y plazas enjutas seguían de nuevo sin rumbo, vagando otra vez alegres por todas partes, ya persiguiendo enamorados a alguna perra coqueta y veleidosa, ya armando grandes riñas por la posesión de un hueso seco y sin tuétano, o bien continuaban trotando por aquí y por allá, se acercaban a olisquear las esquinas para luego alzar la pata y despachar su líquido menester.


(Tomado de: de Valle-Arizpe, Artemio. De perros y colibríes en el México antiguo. Cuadernos Mexicanos, año II, número 86. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

jueves, 18 de mayo de 2023

Tacos de carnitas

 

Tacos de carnitas

¡Fuchi!, exclaman aquellos como el del cuento -que puro pollo y vino blanco y traía los hollejos de los frijoles entre los dientes- cuando ven las fritangas de carnitas de cerdo; esas que olerlas atrofian cuatro sentidos en favor de uno solo: el gusto; porque así como el de los hollejos desfallecía por comer pollo, estos del ¡fuchi! qué darían por, a pesar de la pretensión, sanos hijos de vecino, llegar hasta el umbral de "El Tentempié", frente a la vitrina cuadrada que medio encierra, sobre una plancha que alimenta lumbre oculta, las odoríferas carnitas "gordas y coloradas" a las que la luz de un foquito relumbra el espejismo voluptuoso, la grasa abundante.

Que en tal lugar, tras la vitrina, está esa segunda versión del vendedor de tacos al que la buena gente aldeana llama "carnitero" cortando a la frita calculados trozos que luego coloca en la tablita o segmento de tronco, para tasajearlos con donaire y primor dignos de clientela de tan privilegiado gusto, como que nomás es verlo trabajar y ya está haciéndose lenguas.

Formadas las tortillas calientitas, chiquitas, van recibiendo de mano del orfebre ésta su porción de "gordito", la otra de "maciza", aquella de "nana", y la de más allá hígado, sin faltar la costura del palillo para evitar reventones prematuros.

"¿Le pongo salsa?", -Y usted, o yo, en Soto, Santa María la Redonda, el Carmen, aquí en Bucareli, de los muy afamados en el cubo del zaguán, muy sentados en la escalera, contando los peldaños de nuestra más lisonjera beatitud.


(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)


lunes, 15 de mayo de 2023

Hermenegildo Galeana


Hermenegildo Galeana

Alejandro Villaseñor


Digno teniente de un general como Morelos, fue Galeana, el cual ha sido calificado por algún escritor de Aquiles de la revolución mexicana. Y en verdad que si por aquél se siente respeto, éste inspira admiración.

Vio la primera luz en el pueblo de Tecpan, perteneciente al actual estado de Guerrero y entonces a la provincia de Michoacán, el 13 de abril de 1762. respecto de sus progenitores, se sabe por tradición, que era descendiente de un marino inglés que con otros compatriotas había naufragado en la Costa Grande (al sur de Acapulco), habiendo ocurrido tal acontecimiento a principios del siglo XVIII; mucho tiempo tardó en aparecer otro buque enviado por el gobierno inglés en busca de los náufragos, quienes por haberse ya aclimatado en la tierra, enlazándose con las hijas del país, y haberse dedicado a cultivar algodón en los terrenos feraces que para su residencia eligieron, rehusaron regresar a su antigua patria. De uno de esos colonos, cuyo nombre no conserva la tradición, nacieron don Hermenegildo y don José Antonio Galeana, siendo hijos de éste último, don Pablo, don Hermenegildo, don Antonio, don Fermín y doña Juana, de los que el primero y el último no tomaron las armas contra el gobierno virreinal. Parece que el apellido inglés del progenitor fue cambiado por el de Galeana, españolizado por los hijos del país.

Se ignoran los pormenores de la infancia de don Hermenegildo, aunque no es difícil adivinarlos, dada la población pequeña y tranquila en que residía, y únicamente se sabe que a esa corta edad fue objeto de persecuciones, ignoramos por qué causa, de parte de los españoles don Toribio de la Torre y don Francisco Palacios; para evitarlos lo llevó a su lado su primo hermano don Juan José Galeana, propietario de la Hacienda del Zanjón, dedicándolo a las faenas agrícolas para las que mostró afición; allí permaneció algunos años y contrajo matrimonio, pero habiendo quedado viudo a los 6 meses no quiso volverse a casar, y cuando estalló la revolución de Dolores era un labrador acomodado, en la fuerza de su edad, que vivía descansadamente en Tecpan en compañía de sus hermanos, primos y sobrinos.

Morelos llegó a Tecpan por noviembre de 1810 con un corto ejército mal armado, sin artillería ni caballería, pero medio disciplinado y animoso; los Galeana se le presentaron ofreciéndole sus servicios, y aunque el caudillo los recibió con alguna frialdad, pues ignoraba quiénes eran, los admitió en sus filas así como el donativo de algunas armas y de un pequeño cañón, llamado “El Niño”, primero que tuvo Morelos y que, habiéndolo comprado a un buque inglés que llegó por aquella costa, les servía para hacer salvas en las funciones religiosas. Los que se adhirieron a la revolución fueron don Juan José Galeana, su hijo don Pablo y los primos de aquél, don Hermenegildo y don Antonio; el otro, don Pablo, por su edad no se creyó apto para tomar las armas y don Fermín quedó al cuidado de los intereses de la familia. Nuestro héroe, además de su persona, llevó al incipiente ejército un valioso contingente de soldados que por simpatía a él se dieron de alta; sobre ellos ejercía don Hermenegildo, al que llamaban “Tata Gildo”, verdadero ascendiente por el buen trato que les daba. El 7 de noviembre se incorporaron los Galeana y muy pocos días después tuvo ocasión Morelos de apreciar lo que valían sus nuevos auxiliares, pues ya el 13 se batían valientemente en el Veladero contra el comandante Calatayud, y “El Niño” hacía estragos en las filas realistas.

El 8 de diciembre se distinguió don Hermenegildo en el Llano Grande y el 13 en la Sabana, a las órdenes de Ávila, pero cuando Morelos pudo apreciar bien a Galeana, fue el 29 de marzo de 1811 en el campo de los Coyotes, donde por la enfermedad del caudillo mandaba a los insurgentes el coronel Hernández que la víspera de la acción huyó vergonzosamente del lugar de la batalla: los soldados en el momento del conflicto eligieron por jefe a Galeana, que sin atrojarse empezó a dar órdenes como si fuera un jefe consumado y obtuvo la victoria; seis días después rompió el sitio y rechazó a Cosío, y desde entonces dejó de ser un oficial obscuro para convertirse en un jefe que cada día era más conocido. Morelos lo llevó a su lado cuando se dirigió a Chilpancingo, dándole el mando de la vanguardia; en Chichihualco se hizo de víveres y trató de decidir a los dueños de la hacienda a que se decidiesen por la revolución, para lo que no tuvo que emplear mucha elocuencia, pues los Bravo eran partidarios de ella y bastó la presencia de Morelos para que se resolviesen. Allí dio descanso a su tropa que se echó al río para bañarse cuando se presentaron inopinadamente los realistas; no obstante tal circunstancia “los negros no teniendo tiempo de vestirse pelearon desnudos y parecían demonios”; consiguiendo al fin dispersar las fuerzas del comandante Garrote que dejó cien fusiles y otros tanto prisioneros. En Tixtla, no teniendo ya parque sus soldados, hizo Galeana repicar las campanas para hacer creer que Morelos llegaba en su auxilio y consiguió así infundir ánimo en los suyos y desaliento en los enemigos, que al fin abandonaron el pueblo, dejando ocho cañones, doscientos fusiles y seiscientos prisioneros; ese día fue el primero que los realistas experimentaron el valor del famoso machete suriano, pues Galeana y los suyos, empuñando esa arma, cargaron decididamente sobre aquéllos a pesar del vivísimo fuego que se les hacía.

Estuvo en la acción de Chilapa mandando un ala, pues ya Morelos tácitamente lo consideraba como su segundo; destinado a obrar por su propia cuenta fue enviado a Taxco de cuya población se apoderó después de vencer una obstinada resistencia y habiendo pacificado la comarca esperó a Morelos que tenía el proyecto de subir a los valles altos de la Mesa Central. Habiendo solicitado auxilio los insurgentes de Toluca, Morelos fue a llevárselo enviando por delante a don Hermenegildo que resistió valientemente en Tecualoya y libró al ejército de una derrota total, que sin su arrojo le hubieran dado los arrojados marinos que mandaban Porlier, Michelena y Toro; retirados los realistas a Toluca, Galeana con la vanguardia penetró a Cuernavaca y Cuautla y destacó algunas partidas que penetraron al Valle de México hasta Juchi, Ameca y Chalco. Resuelto Morelos a esperar a Calleja en Cuautla, hizo fortificar la plaza, acopiar provisiones y dictó las medidas necesarias para que sus propósitos se cumplieran; y cuando el general español se presentó el 18 de febrero [de 1812], dio el mando del punto de Santo Domingo, que era el más peligroso de todos, a Galeana, que estuvo muy oportuno en auxiliar a su general cuando éste con su escolta pretendió inquietar la retaguardia realista, movimiento en el que por poco cae prisionero. Al día siguiente fue el ataque general de la plaza, los granaderos realistas atacaron con gran ímpetu el punto de San Diego y llegaron hasta los parapetos, pero Galeana saltando la trinchera los rechazó, matando con su propia mano al capitán Sagarra; dos nuevas columnas vuelven a la carga y por un momento se creen dueñas del punto, pero a su turno son rechazadas a machetazos y Calleja por primera vez en toda su campaña se ve obligado a retroceder. Al formalizarse el sitio, Galeana fue de opinión que se atacase a los realistas en su campo antes de que recibiesen refuerzos, pero Morelos se negó a ello temeroso de perder las ventajas adquiridas. Durante aquél tuvo el mando efectivo del ejército don Hermenegildo, y aunque hizo varias vigorosas salidas, las más notables fueron las emprendidas con el fin de recobrar el agua que los realistas habían cortado; el dos de abril en la madrugada se verificó la primera y consiguió introducir agua a Cuautla; pero Llano, reforzado, la volvió a cortar; entonces Galeana decidió hacer el esfuerzo que relata Calleja en su informe de 4 de abril. “Al amanecer de ayer, quedó cortada el agua de Juchitengo que entraba en Cuautla, y terraplenada sesenta varas la zanja que la conducía con orden al señor Llano, por hallarse próximo a su campo, de que destinase el batallón de Lobera con su comandante, a sólo el objeto de impedir que el enemigo rompiese la toma; pero a pesar de todas mis prevenciones y en el medio del día permitió por descuido que no sólo la soltase el enemigo, sino que construyera sobre la misma presa un caballero o torreón cuadrado y cerrado, y además un espaldón que comunica al bosque con el terreno, para cuyas obras cargó gran número de trabajadores, sostenidos desde el bosque. A pesar de su ventajosa situación, dispuse que el mismo batallón de Lobera, ciento cincuenta patriotas de San Luis y cien granaderos, todo al cargo del señor coronel don José Antonio Andrade, atacase el torreón y parapeto a las once de la noche, lo que verificó sin efecto, y tuvimos cuatro heridos y un muerto”. La construcción de este fortín, levantado en momentos, a la vista y bajo el fuego de los realistas, y artillado con tres piezas, hizo a los independientes dueños del agua, durante todo el tiempo que aún duró el sitio.

La noche del 30 de marzo intentó Galeana apoderarse del reducto del Calvario y aunque consiguió que algunos de sus soldados entrasen a él, no pudo conservarlo por haber cargado sobre él numerosas fuerzas realistas; el 21 de abril favoreció la salida de Perdiz y Matamoros con objeto de introducir un convoy, operación que se frustró, y cuando se decidió a romper el sitio, don Hermenegildo recibió el mando de la vanguardia y consiguió durante buen rato detener a los realistas que cargaban sobre la muchedumbre inerme que acompañaba al ejército. En Chiautla se reunieron los dispersos y apenas había descansado algunos días, Galeana salió contra Añorve, que se había hecho fuerte en Chilapa, lo derrotó fácilmente el 4 de junio y limpió de realistas toda esa parte de la comarca hasta la costa; en seguida siguió a Morelos a Huajuápam donde Trujano estaba estrechamente sitiado, y levantado el sitio, estuvo en la acción del Palmar donde el gobierno español perdió un gran convoy, y en el ataque de Orizaba se situó en el cerro del Cacalote desde donde rechazó a Andrade, facilitando con esta ventaja la entrada de Morelos. En la reñida acción de las Cumbres donde el general hizo funcionar la artillería como el más hábil técnico, Galeana se vio en gravísimo riesgo de caer prisionero, pues hubo un momento en que se encontró solo y con su caballo muerto; se salvó gracias a que pudo esconderse en el hueco de un tronco de alcornoque; el realista Águila le dio por muerto y Morelos también dudaba de que se hubiese salvado, hasta que al día siguiente lo vio llegar cuando ya había salido personalmente en busca de él o de su cadáver.

También concurrió Galeana a la toma de Oaxaca y al sitio del castillo de Acapulco, para rendir el cual se situó en el cerro de la Iguana; ocupada la ciudad faltaba apoderarse de la fortaleza; don Hermenegildo encargó a su sobrino don Pablo que se apoderase de la isla de la Roqueta mientras él rodeaba el castillo; operación ésta peligrosísima, pues tenía que hacerse bajo los fuegos enemigos y en un terreno muy escabroso donde la menor imprudencia podía causar la muerte en aquellos profundos voladeros; ambas operaciones se llevaron a cabo con felicidad y el castellano de san Diego, falto de víveres y de auxilios, capituló (octubre de 1813). Cuando el segundo de Morelos creía que iba a descansar unos días cerca de su familia, recibió orden de dirigirse a expedicionar a la Costa Chica, operación que realizó prontamente y sólo muy pocos días permaneció ocioso mientras se organizaba la expedición sobre Valladolid.

No podía faltar en esa función de armas, así es que estuvo presente y recibió el encargo de atacar la garita del Zapote por donde debían presentarse Llano e Iturbide; penetró a una parte de la ciudad y encontró a Llano, que lo atacó con tal brío que Galeana temiendo un desastre, mandó decir a Morelos que, o lo reforzaba inmediatamente, o mandaba que Matamoros atacase por San Pedro y Núñez por Santa Catalina, pues él iba a verse atacado por frente y espalda; Morelos comprendió el peligro y en el acto envió a Matamoros en su socorro, pero ya los realistas habían cargado demasiado recio, y lo único que Galeana pudo hacer fue reunirse a las fuerzas de Bravo. Al día siguiente Galeana se retiró en buen orden por el camino de Itúcuaro y acudió a Puruarán designado punto de reunión, donde contra su opinión y la de los demás generales, Morelos dio orden que se diese la batalla. Derrotados completamente los insurgentes, siguió Galeana escoltando al general por Zirándaro y Coyuca.

Ya en el sur, mientras Morelos se unía al Congreso, Galeana quedó mandando en el punto del Veladero, donde lo atacó Armijo con fuerzas superiores. Consiguió rechazar varios ataques; pero sabiendo que Morelos era perseguido y viéndose sin recursos, rompió fácilmente el sitio y tuvo que refugiarse en su hacienda del Zanjón; la desgracia lo perseguía y aun allí fue a buscarlo Avilés, que quedó derrotado la primera vez, pero reforzado el realista no pudo esperarlo Galeana que se refugió en el Tomatal. El Congreso lo puso a las órdenes de Rosains, ignorante en asuntos de milicia, con lo que ambos y los Bravo fueron derrotados en Chichihualco; disgustado por estas circunstancias quiso dejar las armas y aun habló de ello a Morelos, pero éste lleno de fe, todavía trató de disuadirlo. Sin embargó, volvió a su hacienda del Zanjón con ánimo de mezclarse poco en la contienda armada, pero para ello necesitaba limpiar de realistas las cercanías y todavía le sonrió la fortuna algunas veces.

Derrotó en Azayac al capitán Barrientos quitándole todo su armamento, rechazó otros ataques de Murga y Avilés y partió para Coyuca. Al pasar el río hizo replegar las avanzadas enemigas y se lanzó decididamente en su persecución, pero atacado por fuerzas superiores, se parapetó tras de unas parotas (árboles de grueso tronco) y auxiliado por don José María Ávila, empezó a defenderse; desmoralizada su gente tuvo que batirse en retirada: una partida realista guiada por un tal Oliva a quien Galeana había hecho algunos beneficios en Zanjón y en Tecpan, comenzó a llamar a Galeana por su nombre y a avanzar sobre él con su partida; ya casi lo alcanzaba cuando don Hermenegildo picando recio a su caballo que tenía el defecto de dar de brincos, al pasar debajo de un árbol que tenía una gruesa rama en posición horizontal, recibió de ella un fuerte golpe que lo desarzonó; otro golpe lo hizo caer en tierra, arrojando sangre por boca y narices. Inmediatamente lo rodearon catorce dragones enemigos que sin embargo no osaban acercársele por el respeto que inspiraba; algo repuesto del golpe intentó defenderse cuando el soldado Joaquín León desde su caballo le tiró un balazo de carabina que le atravesó el pecho; en vano Galeana quiso sacar su espada para defenderse; el mismo León se apeó entonces y le cortó la cabeza, que puso en la punta de una lanza; los realistas sin ocuparse de perseguir a Ávila y a los fugitivos, regresaron a Coyuca. El tronco quedó tirado y cuando su sobrino Pablo quiso recogerlo ya Avilés había destacado una partida que impidió la maniobra.

El comandante realista mandó fijar la cabeza en un alto palo en la plaza de Coyuca, y al ver los denuestos y befa que de aquel despojo hicieron dos mujerzuelas de la tropa las reprendió severamente añadiendo: “Esta es la cabeza de un hombre honrado y valiente” la quitó del palo haciendo que se colocara sobre la puerta de la iglesia, y poco después la hizo enterrar en la misma.

La muerte de Galeana ocurrió el 27 de junio de 1814 en el puente llamado El Salitral al lado poniente de Coyuca, a unas dos leguas de la población. Dos de sus soldados enterraron después su cuerpo, pero como algún tiempo después fueron fusilados no se ha podido descubrir el sepulcro por más pesquisas que oficialmente se hicieron, pues el monte ha tomado diversa forma, llenándose de bosque que crece prodigiosamente en aquellos feraces parajes. La valentía de don Hermenegildo rayaba en la temeridad, y en los combates parecía un verdadero león; su nombre solo bastaba para infundir terror entre los realistas y pocos eran los que le resistían cuando se presentaba empuñando su espada que manejaba como si fuera machete. Jamás atacó personalmente a un enemigo por la espalda y no derramó sangre fuera del campo de batalla, y aun cuando se le diese orden, se resistía a fusilar a alguien. Amó con verdadera veneración a Morelos y lo respetaba tanto que siempre le habló con mucho comedimiento y esperaba a que lo interrogase para dirigirle la palabra. Cuando éste supo la muerte de Galeana se abatió mucho y exclamó lleno de tristeza: “¡Se acabaron mis brazos!... ¡ya no soy nada!...” En efecto, a Matamoros por su inteligencia lo consideraba como su brazo derecho y a don Hermenegildo, por su valor, su brazo izquierdo; de haber recibido alguna instrucción (pues no sabía ni escribir) habría superado al mismo Morelos en aptitudes militares.

El estado de Guerrero le dedicó una estatua en el paseo de la Reforma, obra del malogrado escultor Jesús Contreras, que fue descubierta el 5 de mayo de 1898; pero en Tecpan o en Cuautla, que es donde más la merece, aún no perpetúa el bronce sus hazañas, las que por otra parte no necesitan de ella, pues en el Sur son relatadas con fidelidad por los padres a sus hijos y en el resto del país son también bastante conocidas.


(Tomado de: Villaseñor, Alejandro - Caudillos de la Independencia . Cuadernos Mexicanos, año II, número 60. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

jueves, 11 de mayo de 2023

José Pipino Cuevas, la naturaleza indómita

 

José Pipino Cuevas: la naturaleza indómita.

En la selecta aristocracia de los monarcas mundiales, a José Pipino Cuevas bien se le pudo haber llamado Pipino El Breve por el tiempo que necesitaba para batir a sus oponentes. A fines de los años setenta, Pipino se colocó en el horizonte de los pesos wélter donde solo brillaba una cuarteta de luminarias a nivel mundial, era el póquer de ases de los 66.678 kilogramos: Sugar Ray Leonard, Wilfredo Benítez, Roberto "Mano de Piedra" Durán y el mexicano Pipino Cuevas.

El ascenso de José Pipino Isidro Cuevas González a los primeros sitios del pugilismo mundial fue meteórico. Para sorpresa de todos, Cuevas, de 18 años, noqueó en dos  asaltos al boricua Ángel Espada para obtener el título mundial wélter, versión AMB, en julio de 1976. Desde entonces, el punch -bendito tesoro- fue la firma de Pipino Cuevas. Su pacto con el nocaut era infernal aunque el dominio de la técnica dejaba mucho que desear. Todavía en 1980 salía a los encordados a convencer -sobre todo a los mexicanos- de su buen boxeo, aunque en la región californiana sus fanáticos lo apodaban el "Toro" por la forma en que, con decisión inquebrantable, siempre iba hacia adelante hasta arrollar a sus adversarios.

Su carencia de técnica la suplía con poderío, aguante y juventud, En sus primeras defensas del título todos los retadores acabaron en la lona. A principios de 1980, Cuevas era considerado el más salvaje y demoledor de los pesos wélter. Era capaz de aniquilar todo lo que le ponían enfrente; parecía la naturaleza misma cuando deja escapar sus fuerzas recónditas y avasalladoras. Pipino se encargó de despachar en el primer round a Billy Backus en 1978, el mismo que, tres años atrás, le arrebató la corona al Gran "Mantequilla" Nápoles.

Para mediados de agosto de 1980, Cuevas acudió a su cita más trascendente: su duodécima defensa ante el norteamericano Thomas Hearns. Acerca de la mayor altura y alcance de Hearns sobre Pipino, éste sólo dijo: "Los boxeadores son como las mujeres, cuando están en la cama (nosotros en el cuadrilátero) todas tienen el mismo tamaño".

Pero el encuentro no fue cuestión de tamaño sino de poder. La afición mexicana no daba crédito a lo que veía en sus pantallas de televisión aquel día: un Pipino Cuevas completamente destrozado, con los codos y puños en el piso, apenas en el segundo asalto.

La división wélter tenía nuevos dueños. Pipino sostuvo algunas peleas más, pero esa naturaleza indómita que lo caracterizaba en el cuadrilátero había sido dominada. Hearns fue el encargado de hacerlo.


(Tomado de: Maldonado, Marco A., y Zamora, Rubén A. - Cosecha de campeones. Historia del box mexicano II, 1961-1999. Editorial Clío Libros y Vídeos, S.A. de C.V., México, abril 2000)


lunes, 8 de mayo de 2023

Relación de las cosas de Yucatán I, La tierra de Yucatán

 


(El Castillo de Chichén Itzá, por Frederik Catherwood)

Relación de las Cosas de Yucatán


Fray Diego de Landa


MDLXVI


Capítulo Primero


La tierra de Yucatán


Que Yucatán no es isla ni punta que entra en la mar como algunos pensaron, sino tierra firme, y que se engañaron por la punta de Cotoch que hace la mar entrando por la bahía de la Ascensión hacia Golfo Dulce, y por la punta que por esta otra parte, hacia México, hace la Desconocida antes de llegar a Campeche, o por el extendimiento de las lagunas que hace la mar entrando por Puerto Real y Dos Bocas.

Que es tierra muy llana y limpia de sierras, y que por esto no se descubre desde los navíos hasta muy cerca salvo entre Campeche y Champotón donde se miran unas serrezetas y un Morro de ellas que llaman de los diablos.

Que viniendo de Veracruz por parte de la punta de Cotoch está en menos de 20 grados, y por la boca de Puerto Real en más de 23, y que bien tiene de un cabo al otro 130 leguas de largo camino derecho.

Que su costa es baja, y por esto los navíos grandes van algo apartados de tierra.

Que la costa es muy sucia de peñas y pizarrales ásperos que gastan mucho los cables de los navíos y que tienen mucha lama, por lo cual aunque los navíos den a la costa, se pierde poca gente.

Que es tan grande la menguante de la mar, en especial en la Bahía de Campeche, que muchas veces queda media legua en seco por algunas partes.

Que con esas grandes menguantes se quedan en las ovas, y lama y charcos, muchos pescados pequeños de que se mantiene mucha gente.

Que atraviesa a Yucatán de esquina a esquina una sierra pequeña que comienza cerca de Champotón y va hasta la villa de Salamanca que es el cornijal contrario al de Champotón.

Que esta sierra divide a Yucatán en dos partes, y que la parte de mediodía hacia Lacandón y Taiza, está despoblada por falta de agua, que no la hay sino cuando llueve. La otra que es al norte, está poblada.

Que esta tierra es muy caliente y el sol quema mucho aunque no faltan aires frescos como brisa o solano que allí reina mucho, y por las tardes la virazón de la mar.

Que en esta tierra vive mucho la gente, y que se ha hallado hombre de ciento cuarenta años.

Que comienza el invierno desde San Francisco y dura hasta fin de marzo, porque en este tiempo corren los nortes y causan catarros recios y calenturas por estar la gente mal vestida.

Que por fin de enero y febrero hay un veranillo de recios soles y no llueve en ese tiempo sino a las entradas de las lunas.

Que las aguas comienzan desde abril hasta fin de septiembre, y que en ese tiempo siembran todas sus cosas y vienen a maduración aunque siempre llueva; y que siembran cierto género de maíz por San Francisco que se coge brevemente.

Que esta provincia se llama en lengua de los indios Ulumil cutz yetelceb, que quiere decir tierra de pavos y venados, y que también la llamaron Petén que quiere decir isla, engañados por las ensenadas y bahías dichas.

Que cuando Francisco Hernández de Córdoba llegó a esta tierra saltando en la punta que él llamó cabo de Cotoch, halló ciertos pescadores indios y les preguntó qué tierra era aquella y que le respondieron Cotoch, que quiere decir nuestras casas y nuestra patria, y que por eso se puso este nombre a aquella punta, y que preguntándoles más por señas que cómo era suya aquella tierra, respondieron ciuthan que quiere decir, dícenlo; y que los españoles la llamaron Yucatán, y que esto se entendió de uno de los conquistadores viejos llamado Blas Hernández que fue con el Adelantado la primera vez.

Que Yucatán, a la parte del mediodía, tiene los ríos de Taiza y las sierras de Lacandón, y que entre mediodía y poniente cae la provincia de Chiapa, y que para pasar a ella se habían atravesar los cuatro ríos que descienden de las sierras que con otros se viene a hacer San Pedro y San Pablo, río que descubrió en Tabasco Grijalva; que al poniente está Xicalango y Tabasco, que son una misma provincia.

Que entre esta provincia de Tabasco y Yucatán están las dos bocas que rompe la mar, y que la mayor de éstas tiene una legua grande de abertura y que la otra no es muy grande.

Que entra la mar por estas bocas con tanta furia que se hace una gran laguna abundante de todos pescados y tan llenas de isletas, que los indios ponen señales en los árboles para acertar el camino para ir o venir navegando de Tabasco a Yucatán; y que estas Islas y sus playas y arenales están llenos de tanta diversidad de aves marinas que es cosa de admiración y hermosura; y que también hay infinita caza de venados, conejos, puercos de los de aquella tierra, y monos, que no los hay en Yucatán.

Que hay muchas iguanas que espanta, y en una de (las isletas) está un pueblo que llaman Tixchel.

Que al norte tiene la isla de Cuba, y a 60 leguas muy enfrente la Habana, y algo adelante una islilla de Cuba, que dicen de Pinos.

Que al Oriente tiene a Honduras y que entre Honduras y Yucatán se hace una muy gran ensenada de mar la cual llamó Grijalva Bahía de la Ascensión, y que está tan llena de isletas y que se pierden en ellas navíos, principalmente los de la contratación de Yucatán a Honduras; y que hará 15 años que se perdió una barca con mucha gente y ropa, y al zozobrar el navío se ahogaron todos salvo un (tal) Majuelas y otros cuatro que se abrazaron a un gran pedazo de árbol del navío y anduvieron así tres o cuatro días sin poder llegar a ninguna de las islillas, y que se ahogaron faltándoles las fuerzas, menos Majuelas que salió medio muerto y tornó en sí comiendo caracolejos y almejas; y que desde la islilla pasó a tierra en una balsa que hizo de ramas como mejor pudo; y pasado a tierra firme, buscando de comer en la ribera, topó con un cangrejo que le cortó el dedo pulgar por la primera coyuntura con gravísimo dolor. Y tomó a tiento la derrota por un áspero monte para la villa de Salamanca, y que anochecido se subió a un árbol y que desde allí vio un gran tigre que se puso en asechanza de una cierva y se la vio matar y que la mañana (siguiente) él comió de lo que había quedado.

Que Yucatán tiene algo más abajo y enfrente de la punta de Cotoch a Cuzmil, 5 leguas de una canal de muy grande corriente, que hace la mar entre ella y la Isla.

Que Cuzmil es isla de quince leguas de largo y cinco de ancho, en que hay pocos indios y son de la lengua y costumbres de los de Yucatán y está en 20 grados a esta parte de equinoccial.

Que la isla de las Mujeres está a trece leguas abajo de la punta de Cotoch y a dos leguas de tierra enfrente de Ekab.



(Tomado de: Landa, Diego de: Relación de las cosas de Yucatán. Edición de Miguel Rivera Dorado. Crónicas de América. Dastin, S.L., España, 2003)

jueves, 4 de mayo de 2023

Teatro de Ulises, 1928

 


Teatro de Ulises (1928)

Celestino Gorostiza 

(En México en el Arte, número 10-11, 

México, INBA-SEP, 1950, pág. 26.)


Le faltaba a México su teatro de vanguardia. Y para hacerlo se necesitaba gente que estuviera al día de lo que pasaba en el mundo y que tuviera deseos de importar novedades a su país. Es decir, gente un poco snob, pero responsable y culta. Se necesitaba gente joven, con el ímpetu y la osadía de todas las juventudes; pero con una osadía, y un ímpetu gobernados por la curiosidad, por inquietudes de orden espiritual, por el afán de saber y de hacer. Por aquella época -1928- Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Gilberto Owen sostenían una revista literaria: Ulises. El solo nombre parecía implicar las virtudes indispensables para llevar a cabo la tarea del teatro de vanguardia. Antonieta Rivas Mercado acababa de regresar de Europa henchida de propósitos. Para incitarla a cometer el pecado solo faltó que Manuel Rodríguez Lozano hiciera las veces de la serpiente en el paraíso. Roberto Montenegro y Julio Castellanos fueron llamados a pintar, y a mí, que predicaba el "teatro de arte" desde las páginas de la revista Contemporáneos, se me invitó a colaborar en la dirección. Así quedó conformado el "grupo de los snobs" y por primera vez en México se llevaron a la escena las obras de Cocteau,  O'Neill, Lenormand, Dunsany, Pellerin, sobre un pequeño tablado que se improvisó en una vecindad de la calle Mesones. A falta de nuevos actores capacitados para brindar el tipo de interpretación que se exigía de ellos, actuamos nosotros mismos sin más propósito que el de ver representadas de algún modo aquellas obras, ya que ninguno pretendía, con excepción tal vez de Isabela Corona y Clementina Otero, convertirse de veras en actor.

El "Teatro de Ulises" respondió de tal modo a las inquietudes, a las aspiraciones, al gusto del momento: arrebató de tal modo el entusiasmo y la admiración de los sectores cultos y avanzados; provocó de manera tan perfecta las calculadas reacciones de indignación y escándalo; superó, en una palabra con tantas creces el éxito previsto, que no le quedó más remedio que desaparecer. En México el éxito en el teatro es algo tan extraño, tan difícil, tan remoto, que las raras oportunidades en que acontece se provocan de inmediato, los celos, las envidias, las rivalidades, la disgregación de aquellos que, precisamente por haberse unido, lograron conseguirlo. Pero la semilla estaba echada y tenía que empezar a germinar. En tanto yo daba clases de actuación en el Conservatorio Nacional, Isabela Corona, secundada por Julio Bracho, formó un pequeño grupo -"Los Escolares del Teatro"- que dio, en la sala "Orientación", de la Secretaría de Educación Pública, alguna representaciones de obras en uno y dos actos: Jinetes hacia el mar de Synge; La señorita Julia de Strindberg, y Proteo, de Francisco Monterde. Una y otras actividades respondían, consciente o inconscientemente, a la necesidad de formar nuevos actores para el nuevo teatro.


(Tomado de: Gorostiza, Celestino, Xavier Villaurrutia, et al. El teatro moderno en México. Paloma Gorostiza, antóloga, y Angélica Sánchez Cabrera, editora. Secretaría de Cultura, México, 2006)