¡Qué extraña locomotora de vapor es esta que incendia la noche y alborota el espacio y el tiempo! ¿Una de 1873, cuando Sebastián Lerdo de Tejada inauguró el Ferrocarril Mexicano de México a Veracruz?
¿Una máquina de patio, una exploradora, una máquina loca? Sí: es una máquina romántica, de esas de grandes ruedas y recia trompa; de las del tren que corría por el ancha vía pita y pita y caminando; de silbato ululante en mitad de la llanura y del silencio; del caballo de fuego de la montaña. Sólo que su silbar no llama a la nostalgia sino a la glotonería. Viene la achacosa máquina que no puede con su alma de láminas, con su descarrilado estruendo. Atrás, bañado en resplandores de pasos cansados y largos, a pie a tierra, su maquinista fogonero.
¡Uuu! ¡Uuu! ¡Camotes…!
Arriba, la humeante chimenea escupiendo estrellas. Abajo la caldera crepitando leña. En medio el depósito de los almíbares irresistibles.
¡Camotes! ¡Plátanos asados!
En los andenes del barrio esperan impacientes niños y mujerío, preguntando con cuántas horas de retraso viene.
-Camotes medianos a ochenta; grandes a peso. Los plátanos, igual.
Si validos de la noche los rebeldes han volado puentes y durmientes, puede acontecer que un gendarme mordelón lo asalte a preguntas: que si pertenece al STFRM; que qué licencia porta; que qué piensa de la rehabilitación de los ferrocarriles. Entonces, infeliz de él, es de ver al camotero tragar camote.
(Tomado de: Ricardo Cortés Tamayo y Alberto Beltrán – Los Mexicanos se pintan solos)
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