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lunes, 10 de febrero de 2025

La caída de Tenochtitlan, 1521

 

15

La caída de Tenochtitlan 

por Hernán Cortés 


Cortés no se dejó abatir por las derrota de la Noche Triste. Desde la tierra amiga de Tlaxcala prepara la vuelta a la metrópoli Imperial. La segunda marcha sobre México-Tenochtitlan y su caída constan en la tercera de las Cartas de relación del Capitán, de la cual se entresacan los siguientes párrafos.


Quiso nuestro señor dar tanto esfuerzo a los suyos que les entramos hasta los meter por el agua, a las veces a los pechos, y les tomamos muchas casas de las que están en el agua; y murieron de ellos más de seis mil ánimas entre hombres y mujeres y niños, porque los indios nuestros amigos, vista la victoria que Dios nos daba, no entendían en otra cosa sino en matar a diestro y a siniestro [...]

Aquel día se mataron y prendieron más de cuarenta mil ánimas. Y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona a quien no quebrantase el corazón. E ya nosotros teníamos más que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta crueldad, que no en pelear con los indios. La cual crueldad nunca en generación tan recia se vio ni tan fuera de toda orden de naturaleza como en los naturales de estas partes. Nuestros amigos hubieron este día muy gran despojo, el cual en ninguna manera les podíamos resistir, porque nosotros éramos obra de novecientos españoles, y ellos más de ciento y cincuenta mil hombres, y ningún recaudo ni diligencia bastaba para los estorbar que no robasen aunque de nuestra parte se hacía todo lo posible [...]

Viendo que estos de la ciudad estaban rebeldes y mostraban tanta determinación de morir o defenderse, colegí dos cosas: la una, que habíamos de haber poca o ninguna de las riqueza que nos habían tomado; y la otra, que daban ocasión y nos forzaban a que totalmente los destruyésemos. De esta postrera tenía más sentimiento, y me pesaba en el alma, y pensaba qué forma tenía para los atemorizar de manera que viniesen en conocimiento de su yerro y del daño que podían recibir de nosotros, y no hacía sino quemalles y derrocalles las torres de sus ídolos y sus casas. E porque lo sintiesen más, este día hice poner fuego a estas casas grandes de la plaza, donde, la otra vez que nos echaron de la ciudad, los españoles y yo estábamos aposentados, que eran tan grandes, que un príncipe con más de seiscientas personas de su casa y servicio se podía aposentar en ellas; y otras que estaban junto a ellas, que, aunque algo menores, eran muy más frescas y gentiles, y tenían en ellas Muteczuma todos los linajes de aves que en estas partes había; y aunque a mí me pesó mucho, porque a ellos les pesaba mucho más, determiné de las quemar, de que los enemigos mostraron harto pesar, y también los otros sus aliados de la laguna, porque éstos ni otros nunca pensaron que nuestra fuerza bastase a les entrar tanto en la ciudad, y esto les puso harto desmayo [...]

Miré [desde una torre] lo que teníamos ganado de la ciudad, que sin duda de ocho partes teníamos ganado las siete; e viendo que tanto número de gente de los enemigos no era posible sufrirse en tanta angostura, mayormente que aquellas casas que les quedaban eran pequeñas, y puesta cada una sobre sí en el agua y sobre todo la grandísima hambre que entre ellos había, y que por las calles hallábamos roídas las raíces y cortezas de los árboles, acordé de los dejar de combatir por algún día, y movelles algún partido por donde no pereciese tanta multitud de gente; que cierto me ponían en mucha lástima y dolor el daño que en ellos se hacía, y continuamente les hacía acometer con la paz; y ellos decían que en ninguna manera se habían de dar, y que uno solo que quedase había de morir peleando, y que de todo lo que teníamos no habíamos de haber ninguna cosa, y que lo habían de quemar y echar al agua, donde nunca pareciese. Y yo, por no dar mal por mal, disimulaba el no les dar combate.

Otro día siguiente tornamos a la ciudad, y mandé que no peleasen ni hiciesen mal a los enemigos. Y como ellos veían tanta multitud de gente sobre ellos y conocían que los venían a matar sus vasallos y los que solían mandar, y veían su extrema necesidad, y como no tenían donde estar sino sobre los cuerpos muertos de los suyos, con deseo de verse fuera de tanta desventura, decían que por qué no los acabábamos ya de matar; y a mucha priesa dijeron que me llamasen, que me querían hablar. E como todos los españoles deseaban que ya esta guerra se concluyese, y habían lástima de tanto mal como hacian, holgaron mucho, pensando que los indios querían paz. Con mucho placer viniéronme a llamar y a importunar que me llegase a una albarrada donde estaban ciertos principales, porque querían hablar conmigo. Aunque yo sabía que había de aprovechar poco mi ida, determiné de ir, como quien quiera que bien sabía que no darse estaba solamente en el señor y otros tres o cuatro principales de la ciudad, porque la otra gente, muertos o vivos, deseaban ya verse fuera de allí. Y llegado al albarrada, dijéronme que pues ellos me tenían por hijo del sol, y el sol en tanta brevedad como era en un día y una noche daba vuelta a todo el mundo, que por qué yo así brevemente no los acababa de matar y los quitaba de penar tanto, porque ya ellos tenían deseos de morir y irse al cielo para su Ochilobus que los estaba esperando para descansar; y este ídolo es el que en más veneración ellos tienen. Yo les respondí muchas cosas para los atraer a que se diesen, y ninguna cosa aprovechaba, aunque en nosotros veían más muestras y señales de paz que jamás a ningunos vencidos se mostraron, siendo nosotros, con el ayuda de Nuestro Señor, los vencedores.




(Tomado de: González, Luis. El entuerto de la Conquista. Sesenta testimonios. Prólogo, selección y notas de Luis González. Colección Cien de México. SEP. D. F., 1984)

lunes, 29 de abril de 2024

La Noche Triste y otros descalabros

 

14

La Noche Triste y otros descalabros 

por Hernán Cortés


A la etapa de amor entre Hernán Cortés y la ciudad de Tenochtitlán siguió una serie de desavenencias que culminan en el episodio conocido con el nombre de la Noche Triste. A los españoles, acosados por todas partes, no les queda otro recurso que abandonar la ciudad. Esa desastrosa retirada es referida por Cortés en sus Cartas de Relación a Carlos V.


[...] Y así quedaron aquella noche con victoria y ganadas las dichas cuatro puentes; y yo dejé en las otras cuatro buen recaudo y fui a la fortaleza e hice hacer una puente de madera que llevaban cuarenta hombres; y viendo el gran peligro en que estábamos y el mucho daño que los indios cada día nos hacían, y temiendo que también deshiciesen aquella calzada como las otras, y deshecha era forzado morir todos, y porque de todos los de mi compañía fue requerido muchas veces que me saliese, y porque todos o los más estaban heridos y tan mal que no podían pelear, acordé de lo hacer aquella noche, y tomé todo el oro y joyas de vuestra majestad que se podían sacar y púselo en una sala y allí lo entregué con ciertos líos a los oficiales de vuestra alteza, que yo en su real nombre tenía señalados, y a los alcaldes y regidores y a toda la gente que allí estaba le rogué y requerí que me ayudase a lo sacar y salvar, y di una yegua mía para ello, en la cual se cargó tanta parte cuanta yo podía llevar; y señalé ciertos españoles, así criados míos como de los otros, que viniese con el dicho oro y yegua, y lo demás lo dichos oficiales y alcaldes y regidores y yo lo dimos y repartimos por los españoles para que lo sacasen.

Desamparada la fortaleza, con mucha riqueza así de vuestra alteza como de los españoles y mía, me salí lo más secreto que yo pude, sacando conmigo un hijo y dos hijas del dicho Muteczuma y Cacamacín, señor de Aculuacán, y al otro su hermano que yo había puesto en su lugar, y a otros señores de provincias y ciudades que allí tenía presos. Y llegando a las puentes que los indios tenían quitadas, a la primera de ellas se echó la puente que yo traía hecha, con poco trabajo, porque no hubo quien la resistiese excepto ciertas velas que en ella estaban, las cuales apellidaban tan recio que antes de llegar a la segunda estaba infinita gente de los contrarios sobre nosotros combatiéndonos por todas partes, así desde el agua como de la tierra; y yo pasé presto con cinco de caballo y cien peones, con los cuales pasé a nado todas las puentes y las gané hasta la tierra firme. Y dejando aquella gente a la delantera, torné a la rezaga donde hallé que peleaban reciamente, y que era sin comparación el daño que los nuestros recibían, así los españoles, como los indios de Tascaltécal que con nosotros estaban, y así a todos los mataron, y muchos naturales de los españoles; y asímismo habían muerto muchos españoles y caballos y perdido todo el oro y joyas y ropa y otras muchas cosas que sacábamos y toda la artillería.

Recogidos los que estaban vivos, échelos adelante, y yo y con tres o cuatro de caballo y hasta veinte peones que osaron quedar conmigo, me fui en la rezaga peleando con los indios hasta llegar a una ciudad que se dice Tacuba, que está fuera de la calzada, de que Dios sabe cuánto trabajo y peligro recibí; porque todas las veces que volvía sobre los contrarios salía lleno de flechas y viras y apedreado, porque como era agua de la una parte y de otra, herían a su salvo sin temor. A los que salían a tierra, luego volvíamos sobre ellos y saltaban al agua, así que recibían muy poco daño si no eran algunos que con los muchos se tropezaban unos con otros y caían y aquellos morían. Y con este trabajo y fatiga llevé toda la gente hasta la dicha ciudad de Tacuba, sin me matar ni herir ningún español ni indio, sino fue uno de los de caballo que iba conmigo en la rezaga; y no menos peleaban así en la delantera como por los lados, aunque la mayor fuerza era en las espaldas por do venía la gente de la gran ciudad.

y llegado a la dicha ciudad de Tacuba hallé toda la gente remolineada en una plaza, que no sabían dónde ir, a los cuales yo di prisa que se saliesen al campo antes de que se recreciese más gente en la dicha ciudad y tomasen las azoteas porque nos harían de ellas mucho daño. Y los que llevaban la delantera dijeron que no sabían por dónde habían de salir, y yo los hice quedar en la rezaga y tomé la delantera hasta los sacar fuera de la dicha ciudad, y esperé en unas labranzas; y cuando llegó la rezaga supe que habían recibido algún daño, y que habían muerto algunos españoles e indios, y que se quedaba por el camino mucho oro perdido, lo cual los indios cogían; y allí estuve hasta que pasó toda la gente peleando con los indios, en tal manera, que los detuve para que los peones tomasen un cerro donde estaba una torre y aposento fuerte, el cual tomaron sin recibir algún daño porque no me partí de allí ni dejé pasar los contrarios hasta haber tomado ellos el cerro, en que Dios sabe el trabajo y fatiga que allí se recibió, porque ya no había caballo, de veinte y cuatro que nos habían quedado, que pudiese correr, ni caballero que pudiese alzar el brazo, ni peón sano que pudiese menearse. Llegados al dicho aposento nos fortalecimos en él, y allí nos cercaron y estuvimos cercados hasta noche, sin nos dejar descansar una hora. En este desbarato se halló por copia, que murieron ciento y cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos, y más de dos mil indios que servían a los españoles, entre los cuales mataron al hijo e hijas de Muteczuma, y a todos los otros señores que traíamos presos.

Y aquella noche, a media noche, creyendo no ser sentidos, salimos del dicho aposento muy calladamente, dejando en él hechos muchos fuegos, sin saber camino ninguno ni para dónde íbamos, más de que un indio de los de Tascaltécal nos guiaba diciendo que él nos sacaría a su tierra si el camino no nos impedían. Y muy cerca estaban guardas que nos sintieron y muy presto apellidaron muchas poblaciones que había a la redonda, de las cuales se recogió mucha gente y nos fueron siguiendo hasta el día, que ya que amanecía, cinco de caballo que iban delante por corredores, dieron en unos escuadrones de gente que estaban en el camino y mataron algunos de ellos, los cuales fueron desbaratados creyendo que iba más gente de caballo y de pie.


Y porque vi que de todas partes se recrecía la gente de los contrarios concerté allí la de los nuestros, y de la que había sana para algo, hice escuadrones; y puse en delantera y rezaga y lados, y en medio, los heridos; y asimismo repartí los de caballo, y así fuimos todo aquel día peleando por todas partes, en tanta manera que en toda la noche y día no anduvimos más de tres leguas; y quiso Nuestro Señor que ya que la noche sobrevenía, mostrarnos una torre y buen aposento en un cerro, donde asimismo nos hicimos fuertes. Y por aquella noche nos dejaron, aunque, casi al alba, hubo otro cierto arrebato sin haber de qué, más del temor que ya todos llevábamos de la multitud de gente que a la continua nos seguía al alcance. Otro día me partí a una hora del día por la orden ya dicha, llevando la delantera y rezaga a buen recaudo, y siempre nos seguían de una parte y de otra los enemigos, gritando y apellidando toda aquella tierra, que es muy poblada; y los de caballo, aunque éramos pocos, arremetíamos y hacíamos poco daño en ellos, porque como por allí era la tierra algo fragosa, se nos acogían a los cerros; y de esta manera fuimos aquel día por cerca de unas leguas, hasta que llegamos a una población buena, donde pensamos haber algún reencuentro con los del pueblo, y como llegamos lo desampararon, y se fueron a otras poblaciones que estaban por allí a la redonda.


y allí estuve aquel día, y otro, porque la gente, así heridos como los sanos, venían muy cansados y fatigados y con mucha hambre y sed. Y los caballos asimismo traíamos bien cansados, y porque allí hallamos algún maíz, que comimos y llevamos por el camino, cocido y tostado; y otro día nos partimos, y siempre acompañados de gente de los contrarios, y por la delantera y rezagada nos acometían gritando y haciendo algunas arremetidas, y seguimos nuestro camino por donde el indio tascaltécal nos guiaba, por el cual llevábamos mucho trabajo y fatiga, porque nos convenía ir muchas veces fuera de camino. Y ya que era tarde, llegamos a un llano donde había unas casas pequeñas donde aquella noche nos aposentamos, con harta necesidad de comida.

Y otro día, luego por la mañana, comenzamos a andar, y aún no éramos salidos al camino, cuando ya la gente de los enemigos nos seguía por la rezaga, y escaramuzando con ellos llegamos a un pueblo grande, que estaba dos leguas de allí, y a la mano derecha de él estaban algunos indios encima de un cerro pequeño; y creyendo de los tomar, porque estaban muy cerca del camino, y también por descubrir si había más gente de lo que parecía, detrás del cerro, me fui con cinco de caballo y diez o doce peones, rodeando el dicho cerro, y detrás de él estaba una gran ciudad de mucha gente, con los cuales peleamos tanto, que por ser la tierra donde estaba algo áspera de piedras, y la gente mucha y nosotros pocos, nos convino retraer al pueblo donde los nuestros estaban; y de allí salí yo muy mal en la cabeza de dos pedradas. Y después de me haber atado las heridas, hice salir los españoles del pueblo porque me pareció que no era aposento seguro para nosotros; y así caminando, siguiéndonos todavía los indios en harta cantidad, los cuales pelearon con nosotros tan reciamente que hirieron a cuatro o cinco españoles y otros tantos caballos, y nos mataron un caballo que aunque Dios sabe cuánta falta nos hizo y cuánta pena recibimos con habérnosle muerto, porque no teníamos después de Dios otra seguridad sino la de los caballos, nos consoló su carne, porque la comimos sin dejar cuero ni otra cosa de él, según la necesidad que traíamos; porque después que de la gran ciudad salimos ninguna otra cosa comimos sino maíz tostado y cocido, y esto no todas veces ni abasto, y hierbas que cogíamos el campo.


Y viendo que de cada día sobrevenía más gente y más recia, y nosotros íbamos enflaqueciendo, hice aquella noche que los heridos y dolientes, que llevábamos a las ancas de los caballos y a cuestas, hiciesen muletas y otra manera de ayudas como se pudiesen sostener y andar, porque los caballos y españoles sanos estuviesen libres para pelear. Y pareció que el Espíritu Santo me alumbró con este aviso, según lo que a otro día siguiente sucedió; que habiendo partido en la mañana de este aposento y siendo apartados legua y media de él, yendo por mi camino, salieron al encuentro mucha cantidad de indios, y tanta, que por la delantera, lados ni rezaga, ninguna cosa de los campos que se podían ver, había de ellos vacía. Los cuales pelearon con nosotros tan fuertemente por todas partes, que casi no nos conocíamos unos a otros, tan revueltos y juntos andaban con nosotros, y cierto creíamos ser aquel el último de nuestros días, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban, por ir, como íbamos, muy cansados y casi todos heridos y desmayados de hambre. Pero quiso Nuestro Señor mostrar su gran poder y misericordia con nosotros, que, con toda nuestra flaqueza, quebrantamos su gran orgullo y soberbia, en que murieron muchos de ellos y muchas personas muy principales y señaladas; porque eran tantos, que los unos a los otros se estorbaban que no podían pelear ni huir. Y con este trabajo fuimos mucha parte del día, hasta que quiso Dios que murió una persona tan principal de ellos, que con su muerte cesó toda aquella guerra.



(Tomado de: González, Luis. El entuerto de la Conquista. Sesenta testimonios. Prólogo, selección y notas de Luis González. Colección Cien de México. SEP. D. F., 1984)

martes, 5 de noviembre de 2019

Hernán Cortés



Nació en Medellín, Extremadura, y murió en Castilleja de la Cuesta, ambas en España (1485-1547). Fue hijo del capitán Martín Cortés y de Catalina Pizarro Altamirano, ambos de ascendencia noble, aunque de escasa fortuna. A los 14 años de edad pasó a Salamanca, para estudiar latinidad y jurisprudencia, pero en dos años que allí estuvo apenas aprendió la primera y tuvo cierta práctica jurídica al lado de un escribano. Vagó después un año por el camino de Valencia y regresó pobre y urgido a Medellín, ya con la resolución de probar fortuna en América. Sus padres le dieron la licencia y el dinero para el viaje. En 1504 se embarcó en San Lucar de Barrameda, en una nave de Alonso Quintero, con destino a La Española (Santo Domingo), donde gobernaba Nicolás de Ovando, un pariente suyo. Participó en las campañas contra los indios de Amihuayahua y Guacayarima, y luego obtuvo una encomienda y la escribanía del ayuntamiento de Azúa, villa recién fundada. Vivió en paz y con holgura 6 años, hasta que en 1511 acompañó al capitán Diego Velázquez a la conquista de Cuba. En premio de sus servicios recibió en encomienda los indios de Manicarao, se estableció en Santiago de Baracoa y fue el primer español que tuvo hato y cabaña en el oriente de la isla. 
Por ese tiempo un compañero suyo, Juan Juárez, llevó desde Santo Domingo a Cuba a su madre y a tres hermanas, a una de las cuales, Catalina, la Marcaida, galanteó Cortés, resistiéndose después al matrimonio. Este incumplimiento y su carácter pendenciero le concitaron la animosidad de Velázquez, que amaba a otra hermana de Juárez y quien acabó por ponerlo preso. Tras una fuga y otras aventuras, al fin contrajo nupcias con Catalina y obtuvo de Velázquez el nombramiento de alcalde de Santiago, puesto que desempeñaba en 1518. 
En ese y en el año anterior los viajes de Francisco Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva revelaron la existencia de nuevas tierras al oeste, pobladas por indígenas de una cultura superior y ricas en oro y plata. Deseoso de extender los dominios del rey, el gobernador Velázquez organizó una tercera expedición y puso al frente de ella a Cortés, con quien arregló el negocio por escritura del 23 de octubre de 1518, otorgada ante Alonso de Escalante. Las instrucciones se reducían a buscar a Grijalva, explorar el país descubierto, tomar posesión de él, obtener oro, imponer la fe y rescatar a unos cautivos cristianos de que se hablaba. Tras rápidos preparativos, Cortés zarpó de Santiago el 18 de noviembre e hizo escalas en Trinidad y La Habana para proveerse de bastimentos, pertrechos y hombres. Velázquez sospechó una posible defección de Cortés y trató de detenerlo, revocándole la licencia, pero éste abandonó la isla, ya en actitud de franca rebeldía, el 18 de febrero de 1819. Unos días más tarde tocó Cozumel e inició así su mayor hazaña, que culminaría el 13 de agosto de 1521 con la toma de México-Tenochtitlan.
La capital del imperio azteca quedó arrasada y Cortés fijó su residencia en Coyoacán. Allí fueron a sometérsele muchos señores indígenas, entre ellos el monarca de los tarascos. El monto del botín, que a muchos de los de su hueste pareció irrisorio, hizo que permitiera el tormento que Julián de Alderete aplicó a los señores de México y de Tacuba, a quienes por ese medio se trató de obligar a que revelaran el paradero de los tesoros perdidos. Para atraerse el favor de Carlos V, le envió el conquistador la quinta parte de lo conseguido, primero con Antonio de Quiñones, que murió en ruta, y luego con Alonso de Ávila, que cayó prisionero de los franceses; pero que pronto repuso con el tesoro que al fin puso Diego de Soto en manos del rey de España. Mientras tanto, Velázquez, contando con el apoyo del Obispo de Burgos, consiguió que se enviase al gobernador Cristóbal de Tapia, con orden de quitar el mando a Cortés y conducirlo preso a la corte; pero como tales instrucciones no eran directas del emperador, los comisionados de Cortés lo convencieron de que se reembarcara, contentándolo con comprarle los caballos y negros que había traído (diciembre de 1521). Al fin triunfaron las gestiones del duque de Béjar y otros amigos del conquistador, y el 15 de octubre de 1522 se nombró a Cortés, desde Valladolid, gobernador y capitán general de la Nueva España, se prohibió a Velázquez intervenir en los asuntos de ésta y se levantó el embargo sobre el oro y otros bienes remitidos a Martín Cortés. Por entonces se decidió reconstruir la capital en el mismo sitio en que había estado, muy a pesar de los inconvenientes de su situación lacustre, aunque referida ahora a una traza española. En noviembre de 1522 murió Catalina Juárez, quien poco antes había llegado a Nueva España.
Apenas consumada la caída de México-Tenochtitlan, quiso Cortés que se emprendiera la exploración de territorios más remotos: entre otros, Juan Álvarez Chico, Alonso de Ávalos y Gonzalo de Sandoval penetraron al occidente; Francisco de Orozco y Pedro de Alvarado viajaron al país de los zapotecos: el propio Alvarado fue enviado después a la conquista de Guatemala (1523) y Cristóbal de Olid, por mar, a la de Honduras (principios de 1524). Éste último, seducido por Velázquez, gobernador de Cuba, traicionó a Cortés, quien primero envió contra él a Francisco de las Casas y luego fue personalmente en su busca. Salió de México en octubre de 1524 con un lucido y fuerte acompañamiento y llevándose por precaución a Cuauhtémoc y otros señores vencidos. Dejó en la capital, encargados del gobierno, al tesorero Alonso de Estrada, al contador Rodrigo de Albornoz y al licenciado Alonso de Zuazo. Alcanzó sin mayores dificultades la desembocadura del río Coatzacoalcos, pero de allí en adelante los expedicionarios tuvieron que atravesar ríos caudalosos, abrirse paso en la selva, transitar por áspero pedregales, salvar pantanos, tender puentes y sufrir el ataque de las plagas tropicales. En Izancanac o Xicalango, temiendo una conspiración de los jefes cautivos, hizo colgar de una ceiba a Cuauhtémoc y a Cohuanacoxtzin, señor de Texcoco; y de un bastidor de madera, al fraile franciscano Juan de Tecto. Estas muertes ocurrieron el martes de carnaval 26 de febrero de 1526. Cuando llegó a Naco encontró que ya el desertor había muerto a manos de las Casas; auxilió a los colonos de Trujillo y aun quiso explorar un estrecho en Nicaragua, pero las noticias que recibió de México (el alzamiento de Gonzalo de Salazar y Peralmíndez Chirinos contra los oficiales reales) lo movieron a emprender el regreso. Viajó por mar a La Habana (donde ya había fallecido Velázquez) y de ahí a Veracruz (24 de mayo de 1526). En México una insurrección popular depuso a los usurpadores y él entró a la ciudad en julio.
Durante su expedición a las Hibueras (Honduras), su secretario Juan de Rivera consiguió que se otorgara a Cortés el tratamiento de don, se le nombrara adelantado de la Mar del Sur y se le dieran el hábito y las armas de Santiago, comprometiéndose por él a entregar a la corona 200 mil pesos en año y medio; pero a la vez que se le conferían esos privilegios, las acusaciones de sus enemigos aumentaban, de modo que se dispuso abrirle juicio de residencia. El 2 de julio de 1526 llegó a México el juez Luis Ponce de León, asumió el gobierno el día 4 y murió el 20, sospechándose que Cortés mandó envenenarlo. Antes de fallecer, dejó al mando al licenciado Marcos de Aguilar, inquisidor del Santo Oficio, quien a su vez murió 7 meses después, siendo sustituido por el tesorero Alonso de Estrada. Este desterró de la capital a Cortés, quien primero se mudó a Coyoacán y luego a Texcoco, para finalmente pasar a España y exponer sus quejas. Carlos V lo recibió con honores, le concedió el título de marqués y le cedió vasallos y posesiones. y le confirmó el cargo de capitán general (6 de julio de 1529), pero no le devolvió el gobierno político, pues desde 1528 se había instalado la primera Audiencia, presidida por Nuño de Guzmán e integrada por enemigos suyos. Cortés consiguió en Roma, por conducto de su enviado Juan de Rada, el patronato perpetuo del Hospital de la Purísima Concepción, después llamado de Jesús. Por esos días contrajo nupcias con Juana de Zúñiga, hija del conde de Aguilar y sobrina del conde de Béjar. Entre las joyas que regaló a su esposa estaban 5 esmeraldas valuadas en 100 mil ducados. La Audiencia, mientras tanto, le siguió el juicio: se le acusó de intentar alzarse con la tierra, de haber defraudado a la corona menguando el quinto real, de haber desobedecido las instrucciones que trajeron Narváez y Tapia, y de haber asesinado a Catalina Juárez, Ponce de León y Garay.
Sin embargo, el proceso no tuvo mucho efecto en España, donde pesaban más sus relevantes servicios, y regresó a Veracruz el 15 de julio de 1530, en compañía de su madre, su esposa y una numerosa comitiva. Pasó a Tlaxcala y Texcoco, pero no entró a México por habérselo prohibido la emperatriz para evitar fricciones con la Audiencia. Al cambio de los miembros de Ésta y mientras se precisaban los límites territoriales del marquesado, se retiró a Cuernavaca para administrar sus vastas haciendas y planear, en su carácter de adelantado de la Mar del Sur, nuevas exploraciones y conquistas en el Océano Pacífico. La primera la envió a las Molucas, confiada a Álvaro de Saavedra; la segunda, en 1532, zarpó de Zacatula, al mando de Diego Hurtado de Mendoza, que pereció; la tercera, en 1533, terminó con la muerte de Diego Becerra, a manos del piloto Ortún Jiménez, descubridor casual de California; la cuarta, en 1535, la dirigió él mismo hasta La Paz y el golfo que lleva su nombre, después de haber rescatado en Chametla un navío que fue tomado por Nuño de Guzmán; y la quinta, en 1539, a cuyo término Francisco de Ulloa descubrió el litoral occidental de la península. 
en 1540 tuvo serias diferencias con el virrey Antonio de Mendoza, pues creyó que la expedición terrestre al norte de Sonora, en busca de las míticas ciudades de Quivira y Cíbola, invadía sus derechos sobre la Mar del Sur. Viajó a España para quejarse ante Carlos V, pero esta vez no fue atendido, a pesar de que se unió a las fuerzas del emperador en la desafortunada campaña contra Argel (1541). En Sevilla tuvo otro grave disgusto al ver frustrado el matrimonio de su hija María con Álvaro Pérez Osorio, hijo del marqués de Astorga. Decepcionado y enfermo, testó el 12 de octubre de 1547, en Sevilla, ante el escribano público Melchor de Portes; se retiró a Castilleja de la Cuesta y murió el 2 de diciembre de ese año, a los 63 de edad.
De su matrimonio con Juana de Zúñiga, dejó Cortés un hijo (Martín) y 3 hijas (María, Catalina y Juana). Tuvo además 5 bastardos: Catalina Pizarro, de una india cubana; Martín, de Marina; Luis, de Elvira de Hermosillo; Leonor, de Tecuichpochtzin o Isabel Moctezuma; y María, de otra india noble. Su cadáver se depositó en el sepulcro de los duques de Medina Sidonia, extramuros de Sevilla, y después se trajeron sus huesos a la Nueva España. Estuvieron en la iglesia de San francisco de Texcoco hasta 1629, en que por disposición del virrey marqués de Cerralvo se trasladaron a la capilla mayor de San Francisco de México. De ahí pasaron, en tiempos del virrey Revillagigedo, a un sepulcro que se construyó en la iglesia del Hospital de Jesús, pero en 1823, ante el temor de que la plebe lo profanara, se ocultó en secreto la urna que contenía los restos. Estos fueron hallados, en un muro del propio templo, en 1946. El conquistador fue cronista de sus propias acciones, pues escribió 4 Cartas de Relación a Carlos V (1520, 1522, 1524 y 1526). 






(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen III, Colima - Familia)

jueves, 7 de febrero de 2019

De Anáhuac a la Nueva España




El nombre de una de las naciones más pujantes del mundo contemporáneo, la mayor de lengua española, es México. En tanto que Argentina, Brasil, Venezuela, Colombia y Bolivia tienen nombre europeos (argento, brasa, Venecia, Colón, Bolívar), México (como Canadá, Nicaragua, Perú, Uruguay y Chile) es voz que procede de un idioma aborigen de América.

Documentos antiguos y descubrimientos recientes nos permiten aclarar sobre bases científicas la etimología de México, objeto de controversias desde la época prehispánica.

El territorio que hoy, grosso modo, ocupa el mapa de la República Mexicana, se llamó Anáhuac (“rodeado de agua”, “junto al agua”) en la época anterior a la conquista, y Nueva España desde la conquista hasta los albores de su independencia (segunda década del siglo XIX). Juan de Grijalva dio este nombre a la tierra que descubrió en 1518, es decir, a la costa “mexicana” del Golfo de México hasta Cabo Rojo. Hernán Cortés adoptó el año siguiente, al iniciar la conquista, la denominación de Grijalva.

“En una nao que de esta Nueva España (…) despaché el 16 de julio de 1519…”

(Segunda Carta de Relación a Carlos V, fechada el 30 de octubre de 1520).

En la misma Carta, Cortés propone e impone al emperador el nombre elegido:

"Por lo que yo he visto e comprendido acerca de la similitud que toda esta tierra tiene a España, así en la fertilidad como en la grandeza y fríos que en ella hace y en otras muchas cosas que la equiparan a ella, me parece que el más conveniente nombre para esta dicha tierra era llamarse la Nueva España del Mar Océano, y así en nombre de vuestra majestad se le puse aqueste nombre. Humildemente suplico a vuestra alteza lo tenga por bien y mande que se nombre así."

Con todo, también en la dos veces citada Carta de Relación, está mencionada la voz indígena que habrá de convertirse, tres siglos más tarde, en el nombre de Anáhuac independiente: México. Cortés dice que México es una provincia en la cual se halla la ciudad de Temixtitan.

Emperador de la América mexicana

En otra carta a Carlos V, escrita ya después de la conquista, Cortés llama a la capital azteca Mexico Temixtitla. Emplea, pues, la palabra Mexico (llana y con el sonido silbante que tenía la equis entonces: es decir Meshicco), como la oía pronunciar a su intérprete, la Malinche. Por obvias razones políticas, Cortés estableció la capital de la Nueva España en el área de la destruida metrópoli indígena. Es posible que los españoles prefirieran usar el nombre de Mexico (Meshico) debido a la resonancia del imperio mexica (meshícatl) del cual eran los herederos. La circunstancia decisiva por la cual México ha prevalecido sobre Tenochtitlan es su pronunciación más fácil para los hispanohablantes y su brevedad, que aumenta cuando México se vuelve esdrújulo. (Meshico se vuelve Méshico).

Al independizarse la colonia del dominio español, obviamente la nueva nación no podía seguir llamándose “Nueva España”. En 1821 los soldados de Iturbide proclamaron a éste “Emperador de la América Mexicana”; dos años más tarde se promulgó la constitución de los Estados Unidos Mexicanos. El nombre de la capital se volvió definitivamente el del país: México.

Pero México es, además, el nombre de una de las entidades federativas; ampara, pues, la capital metropolitana, el estado y la nación entera. Es nombre uno y trino.

(Tomado de: Gutierre Tibón - Historia del nombre y de la Fundación de México. Fondo de Cultura Económica, Sección de Obras de Historia, México, D.F., 1975)


lunes, 31 de diciembre de 2018

Mercado de Tlatelolco, 1520

 
Hernán Cortés

"Esta gran ciudad de Temixtitan está fundada en esta laguna salada y desde la Tierra- Firme hasta el cuerpo de la dicha ciudad, [...], hay dos leguas. [...]. ... Tiene otra plaza tan grande como dos veces la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales alrededor, donde hay todos los géneros de mercadurías que en todas las tierras se hallan, así de mantenimiento como de vituallas, joyas de oro y de plata, de plomo, de latón, de cobre, de estaño, de piedras, de huesos, de colchas, de caracoles y de plumas; véndese tal piedra labrada y por labrar, adobes, ladrillos, madera labrada y por labrar de diversas maneras. Hay calle de caza, donde venden todos los linajes de aves que hay en la tierra, así como gallinas, perdices, codornices, lavancos, dorales, zarcetas, tórtolas, palomas, pajaritos en cañuela, papagayos, búharos, águilas, falcones, gavilanes y cernícalos, y de algunas aves destas de rapiña venden los cueros con su pluma y cabezas y pico y uñas. Venden conejos, liebres, venados y perros pequeños, que crían para comer, castrados. Hay calles de herbolarios, donde hay todas las raíces y yerbas medicinales que en la tierra se hallan. Hay casas como de boticarios, donde se venden las medicinas hechas, así potables como ungüentos y emplastos. Hay casa como de barberos, donde lavan y rapan las cabezas. Hay casas donde dan de beber y comer por precio. Hay hombre como los que llaman en Castilla ganapanes, para traer cargas. Hay mucha leña, carbón, braseros de barro testeras de muchas maneras para camas, y otras más delgadas para asientos y para esterar salas y cámaras. Hay todas las maneras de verduras que se fallan, especialmente cebollas, puerros, ajos, mastuerzo, berros, borrajas, acederas y cardos y tagarninas, hay frutas de muchas maneras, en que hay cerezas y ciruelas que son semejables a las de España.
 
 Venden miel de abejas y cera y miel de cañas de maíz, que son tan melosas y dulces como las de azúcar, y miel de unas plantas que llaman en las otras y estas maguey, que es muy mejor que arrope y destas plantas facen azúcar y vino, que asimismo vende. Hay a vender muchas maneras de filado de algodón, de todos los colores, en sus madejicas, que parece propiamente alcaicería de Granada en las sedas, aunque esto otro es en mucha más cantidad. Venden colores para pintores cuantos se pueden hallar en España, y de tan excelentes matices cuanto pueden ser. Venden cueros de venado con pelo y sin él, teñidos, blancos y de diversos colores. Venden mucha loza, en gran manera muy buena; venden muchas vasijas de tinajas grandes y pequeñas, jarros, ollas, ladrillos y otras infinitas maneras de vasijas, todas de singular barro, todas o las más vedriadas y pintadas.
 
 Venden maíz en grano y en pan, lo cual hace mucha ventaja, así en el grano como en el sabor, a todo lo de otras islas y Tierra Firme. Venden pasteles de aves y empanadas de pescado. Venden mucho pescado fresco y salado, crudo y guisado. Venden huevos de gallina y de ánsares y de todas las otras aves que he dicho, en gran cantidad; venden tortillas de huevos fechas. Finalmente, que en los dichos mercados se venden todas cuantas cosas se hallan en toda la tierra, que demás de las que he dicho son tantas y de tantas calidades, que por la prolijidad y por no me ocurrir tantas a la memoria, y aun por no saber poner los nombres, no las expreso. Cada género de mercaduría se vende en su calle, sin que entremetan otra mercaduría ninguna, y en esto tienen mucha orden. Todo lo venden por cuenta y medida, excepto que fasta agora no se ha visto vender cosa alguna por peso. Hay en esta gran plaza una muy buena casa como de audiencia, donde están siempre sentados diez o doce personas, que son jueces y libran todos los casos y cosas que en el dicho mercado acaecen, y mandan castigar los delincuentes. Hay en la dicha plaza otras personas que andan continuo entre la gente mirando lo que se vende y las medidas con que se miden lo que venden, y se ha visto quebrar alguna que estaba falsa ..."

(Tomado de: Hernán Cortés – Cartas de Relación. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #7, México, D.F., 1993)
 
 
 
 
Bernal Díaz del Castillo

«...Digo esto porque a caballo nuestro capitán, con todos los más que tenían caballos, y la más parte de nuestros soldados muy apercibidos, fuimos al Tatelulco, e iban muchos caciques que el Montezuma envió para que nos acompañasen; y cuando llegamos a la gran plaza, que se dice el Tatelulco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirado de la multitud de gente y mercaderías que en ella había y del gran concierto y regimiento que en todo tenían; y los principales que iban con nosotros nos lo iban mostrando: cada género de mercaderías estaban por sí, y tenían situados y señalados sus asientos.
 
 Comencemos por los mercaderes de oro y plata y piedras ricas, y plumas y mantas y cosas labradas, y otras mercaderías, esclavos y esclavas: digo que traían tantos a vender a aquella gran plaza como traen los portugueses los negros de Guinea, e traíanlos atados en unas varas largas, con collares a los pescuezos porque no se les huyesen, y otros dejaban sueltos.
 
Luego estaban otros mercaderes que vendían ropa más basta, e algodón, e otras cosas de hilo torcido, y cacaguateros que vendían cacao; y desta manera estaban cuantos géneros de mercaderías hay en toda la Nueva-España, puestos por su concierto, de la manera que hay en mi tierra, que es Medina del Campo, donde se hacen las ferias, que en cada calle están sus mercaderías por sí, así estaban en esta gran plaza; y los que vendían mantas de henequén y sogas, y cotaras, que son los zapatos que calzan, y que hacen de henequén y raíces muy dulces cocidas, y otras zarrabusterías que sacan del mismo árbol; todo estaba a una parte de la plaza en su lugar señalado; y cueros de tigres, de leones y de nutrias, y de venados y de otras alimañas, e tejones e gatos monteses, dellos adobados y otros sin adobar. Estaban en otra parte otros géneros de cosas e mercaderías.

Pasemos adelante, y digamos de los que vendían frisoles y chía y otras legumbres e yerbas, a otra parte. Vamos a los que vendían gallinas, gallos de papada, conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas desde arte, a su parte de la plaza. Digamos de las fruteras, de las que vendían cosas cocidas, mazamorreras y malcocinado; y también a su parte, puesto todo género de loza hecha de mil maneras, desde tinajas grandes y jarrillos chicos, que estaban por sí aparte; y también los que vendían miel y melcochas y otras golosinas que hacían, como nuégados.

Pues los que vendían madera, tablas, cunas viejas e tajos e bancos, todo por sí. Vamos a los que vendían leña, ocote e otras cosas desta manera. ¿qué quieren más que diga? Que hablando con acato, también vendían canoas llenas de yenda de hombres, que tenían en los esteros cerca de la plaza, y esto era para hacer o para curtir cueros, que sin ella decían que no se hacían buenos.
 
Bien tengo entendido que algunos se reirán desto; pues digo que es así; y más digo, que tenían hechos de cañas o paja o yerbas porque no los viesen los que pasasen por ellos, y allí se metían si tenían ganas de purgar los vientres porque no se les perdiese aquella suciedad. ¿Para qué gasto yo tantas palabras de lo que vendían en aquella gran plaza? Porque es para no acabar tan presto de contar por menudo todas las cosas, sino que papel, que en esta tierra llaman amatl, y unos cañutos de olores con liquidámbar, llenos de tabaco, y otros ungüentos amarillos, y cosas deste arte vendían por sí; e vendían mucha grana debajo de los portales que estaban en aquella gran plaza; e había muchos herbolarios y mercaderías de otra manera; y tenían allí sus casas, donde juzgaban tres jueces y otros como alguaciles ejecutores que miraban las mercaderías. Olvidado se me había la sal y los que hacían navajas de pedernal, y de cómo las sacaban de la misma piedra.
 
Pues pescaderas y otros que vendían unos panecillos que hacen de una como lama que cogen de aquella gran laguna, que se cuaja y hacen panes dello, que tienen un sabor a manera de queso; y vendían hachas de latón y cobre y estaño, y jícaras, y unos jarros muy pintados, de madera hechos. Ya querría haber acabado de decir todas las cosas que allí se vendían, porque eran tantas y de tan diversas calidades, que para que lo acabáramos de ver e inquirir era necesario más espacio; que, como la gran plaza estaba llena de tanta gente y toda cercada de portales, que en dos días no se viera todo. Y fuimos al gran cu, y ya que íbamos cerca de sus grandes patios, y antes de salir de la misma plaza estaban otros muchos mercaderes, que, según dijeron, eran de los que traían a vender oro en granos como los sacan de las minas, metido el oro en unos canutillos delgados de los ansarones de la tierra, y así blancos porque se pareciese el oro por de fuera; y por el largor y grosor de los canutillos tenían entre ellos su cuenta qué tantas mantas o qué xiquipiles de cacao valía, o qué esclavos u otra cualesquiera cosas a que lo trocaban...»
 
(Tomado de: Bernal Díaz del Castillo – Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Espasa-Calpe Argentina, S.A., Colección Austral #1274. México, D.F., 1955)