El Palacio Negro de Lecumberri recibía en
su seno a todo tipo de gente, desde inocentes hasta los más temibles
criminales, pasando por enfermos que, ante el delito cometido, no tenían otro
camino que purgar una condena.
Hacer un relato de todos aquellos que
pisaron las losas de Lecumberri, hallándose enfermos, sería tedioso, pero casi
todos recuerdan a uno que destacó lo mismo por su padecimiento que por sus
actitudes.
Se trata de Samuel Santibáñez, sujeto que
sufría epilepsia, difícil padecimiento que tenía que enfrentar completamente
solo en el interior de la prisión.
Sabido es que la enfermedad en cuestión
produce a quien la sufre una serie de convulsiones, así como caídas, porque de
hecho pierde el conocimiento por algunos instantes.
Santibáñez estaba mal hacía mucho tiempo,
pero sus malos pasos en la calle, donde era aficionado a apoderarse de lo que
no era suyo, lo llevaron una ocasión hasta Lecumberri.
Ahí sus compañeros de reclusión le tenían
miedo, no exactamente porque se tratara de un sujeto de sumo peligro, sino
porque pensaban que podrían "contagiarse" y le hacían asco. Todo eso
debía padecerlo, así como las burlas constantes que le hacían, particularmente
después de que enfrentaba las crisis que atacan a ese tipo de enfermos.
Resignado a su triste suerte, el hombre
aquel soportaba todo lo que le sucedía.
Pero sus colegas de enclaustramiento se
quedaron perplejos cuando pudieron enterarse de que Santibáñez era un
definitivo enamorado de la Libertad
-al fin que tiene nombre de mujer- y entonces la buscaba con demasiada
frecuencia.
El personaje de esta historia estuvo
muchos años alojado en la crujía "D", la cual se hallaba más o menos
cerca de una de la bardas que rodeaban el penal.
Entre sus ocupaciones cotidianas Samuel
procuraba robar parte de los uniformes de los celadores y los escondía como
tesoro muy preciado. Claro que lo era, porque el día que le daba en gana,
aprovechando los mantos de la noche, se vestía de celador y se encaminaba hasta
la muralla, misma que tenía tal medida que lograba alcanzarla con facilidad.
Una vez ahí caminaba como si nada, hasta
que podía descolgarse hacia la calle y huir tranquilamente.
Si acaso se encontraba en su camino, allá
en lo alto de la barda, con un verdadero celador, lo saludaba y aquél, desconcertado,
pensando que se trataba de un compañero, respondía el saludo y cada quien
continuaba su camino.
El sujeto de marras logró escapar varias
veces en idénticas circunstancias y jamás se le descubrió.
Lo que sucedía con él es que en ocasiones
se "aburría" de la calle, de la libertad, y cometía cualquier delito
para que lo retornaran a su lugar, en el Palacio Negro.
Otras ocasiones cometía un ilícito, no
para volver a presidio sino porque era su "modus vivendi" y al quedar
al descubierto era regresado a su encierro.
Sus colegas de reclusión gozaban con las
frecuentes escapatorias de este sujeto que, por otro lado, como ya lo hemos
señalado antes, resultaba totalmente inofensivo y nadie lo tomaba en serio.
Una cosa sí provocaba cierta angustia de
todos aquellos reos que sabían de sus andanzas para evadirse y era el hecho de
que, padeciendo la epilepsia, se le presentara un ataque de la enfermedad en
los momentos en los que andaba escalando las murallas.
Para su buena suerte eso no ocurrió,
porque en caso contrario hubiera quedado en el pavimento como calcomanía.
Cansadas las autoridades de las muchas
ocasiones en las que este sujeto se iba a su casa sin decir "agua
va", lo trasladaron una noche de la crujía "D" a la Circular dos, las llamadas
"jaulas" y ahí permaneció hasta que compurgó su no muy larga condena
porque, está dicho antes, sus delitos era leves.
(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de -
Fugas. Editora de periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)