Mostrando las entradas con la etiqueta invasion napoleonica. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta invasion napoleonica. Mostrar todas las entradas

lunes, 13 de enero de 2025

México en las Cortes de Cádiz, I


 

México en las Cortes de Cádiz, I


Corría el año de 1809. España se debatía en una lucha heroica y desesperada contra las fuerzas invasoras de Napoleón I. Gobernaba el país la Suprema Junta Gubernativa del Reyno, instalada en Sevilla y fue ese organismo el que decretó la convocatoria definitiva de las Cortes, que llamó "generales y extraordinarias" de la nación, para el 1° de enero de 1810, de manera que estuviesen reunidas a principios de marzo de ese año. En este llamado no se citaba a las diputaciones de América y Asia, cosa que se hizo por instrucción especial del Consejo de Regencia de España e Indias el 14 de febrero de 1811. 

En la Nueva España recibió la convocatoria la Audiencia, la cual gobernaba por haber sido depuesto el anciano e inepto arzobispo virrey D. Francisco Javier Licona, y fue este cuerpo el que hizo publicar el decreto donde se contiene una larga y calurosa exposición de motivos para explicar el llamado a los españoles americanos a integrar las Cortes. En el preámbulo se decía: "Desde el principio de la Revolución declaró la patria esos dominios parte integrante y esencial de la monarquía española. Como tal les corresponden los mismos derechos y prerrogativas que a la metrópoli. Siguiendo este principio de eterna equidad y justicia, fueron llamados esos naturales a tomar parte en el Gobierno representativo que ha cesado; por él la tienen en la Regencia actual, y por él la tendrán también en la representación de las Cortes nacionales, enviando a ellas diputados según el tenor del decreto que va a continuación de este manifiesto. 

"Desde este momento, españoles americanos, os véis elevados a la dignidad de hombres libres; no sois ya los mismos que antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro mientras más distantes estabais del centro del poder, mirados con indiferencia, vejados por la codicia y destruidos por la ignorancia. Tened presente que al pronunciar o al escribir el nombre del que ha de venir a representaros en el Congreso nacional, vuestros destinos ya no dependen ni de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores: están en vuestras manos. 

"Es preciso que en este acto, el más solemne, el más importante de vuestra vida civil, cada elector se diga a sí mismo: a ese hombre envío yo, para que, unido a los representantes de la metrópoli, haga frente a los designios destructores de Bonaparte; este hombre es el que ha de exponer y remediar todos los abusos, todas las extorsiones, todos los males que han causado en estos países la arbitrariedad y nulidad de los mandatarios del Gobierno antiguo; éste, el que ha de contribuir a formar con justas y sabias leyes un todo bien ordenado de tantos, tan vastos y tan separados dominios; éste, en fin, el que ha de determinar las cargas que he de sufrir, las gracias que me han de pertenecer, la guerra que he de sostener, la paz que he de jurar. 

"Tal y tanta es, españoles de América, la confianza que vais a poner en vuestros diputados. No duda la patria ni la Regencia, que habla por ella ahora, que estos mandatarios serán dignos de las altas funciones que van a ejercer. Enviadlos, pues, con la celeridad que la situación de las cosas públicas exige; que vengan a contribuir con su celo y con sus luces a la restauración y recomposición de la monarquía; que formen con nosotros el plan de felicidad y perfección social de estos inmensos países, y que concurriendo a la ejecución de obra tan grande, se revistan de una gloria que sin la revolución presente ni España ni América pudieron esperar jamás. 

"Conforme a esta instrucción para que concurrieran diputados de los dominios españoles de América y de Asia, los cuales representarán digna y lealmente la voluntad de sus naturales en el Congreso, del que habrán de depender la restauración y la felicidad de toda la monarquía, tendrán parte en la representación nacional de las Cortes extraordinarias del Reyno diputados de los virreynatos de Nueva España, Perú, Santa Fe y Buenos Aires y de las capitanías generales de Puerto Rico, Cuba, Santo Domingo, Guatemala, provincias internas, Venezuela, Chile y Filipinas. 

"Estos diputados serán uno por cada capital cabeza de partido de estas diferentes provincias. 

"Su elección será por el Ayuntamiento de cada capital, nombrándose primero tres individuos naturales de la provincia, dotados de probidad, talento e instrucción y exentos de toda nota, y sorteándose uno de los tres, el que salga a primera suerte será diputado. 

"Las dudas que puedan ocurrir sobre estas elecciones serán determinadas breve y perentoriamente por el virrey o capitán general de la provincia, en unión de la Audiencia…"

De esta manera, según frase del historiador Labra y Martínez, América entró por amplia puerta a compartir con las provincias de la metrópoli el gobierno y dirección de toda España, hecho singularísimo y de enorme trascendencia. 

Diecisiete fueron los diputados elegidos por la Nueva España, en su mayor parte eclesiásticos, y todos ellos, según afirmación del libro México a través de los siglos, mexicanos de nacimiento, con excepción de uno. Fueron estos diputados: 

el Dr. D. José Beye Cisneros, por México; 

el canónigo don José Simeón de Uria, por Guadalajara; 

el canónigo don José Cayetano de Fonserrada, por Valladolid; 

D. Joaquín Maniau, contador general de la renta del tabaco, por Veracruz;

D. Florencio Barragán, teniente coronel de milicias, por San Luis Potosí; 

el canónigo D. Antonio Joaquín Pérez, por Puebla; 

el eclesiástico D. Miguel González Lastri, por Yucatán; 

D. Octaviano Obregón, oidor honorario de la Audiencia de México, por Guanajuato;

el Dr. Don Mariano Mendiola, por Querétaro;

D. José Miguel de Gordoa, eclesiástico, por Zacatecas; 

el cura D. José Eduardo de Cárdenas, por Tabasco;

D. Juan José de La Garza, canónigo de Monterrey, por Nuevo León; 

el Lic. D. Juan María Ibáñez de Corvera, por Oaxaca;

D. José Miguel Guridi y Alcocer, cura de Tacubaya, por Tlaxcala, a cuya ciudad se concedió derecho de elección por los servicios prestados a los españoles durante la conquista. 

Las provincias internas de Sonora, Durango y Coahuila designaron su representantes a los eclesiásticos don Manuel María Moreno, Don Juan José Güereña y Don Miguel Ramos Arizpe. 

De estos diputados, D. José Florencio Barragán por San Luis Potosí, y el Lic. Corvera, por Oaxaca, no fueron a España, y el Dr. Manuel María Moreno, representante por Sonora, debía morir en Cádiz a las pocas semanas de su llegada.


(Tomado de: México en las Cortes de Cádiz (Documentos). El liberalismo mexicano en pensamiento y en acción. Colección dirigida por Martín Luis Guzmán. Empresas Editoriales, S. A. México, D. F. 1949)

jueves, 20 de enero de 2022

Liberales en Cádiz, 1812

  


Mientras las guerrillas españolas y los soldados británicos combatían a los franceses, los liberales españoles pasaban el tiempo en Cádiz entre intrigas y peroratas. Cuando las cortes iniciaron sus procedimientos el 24 de septiembre de 1810, su primer acto fue declarar que estaban investidas con la soberanía de la nación española y que la regencia, como poder ejecutivo nacional que actuaba en representación de Fernando VII, debía reconocer esa soberanía mediante juramento formal. Fue entonces cuando el obispo de Orense prefirió renunciar a prestar juramento. El número de integrantes de las cortes fue muy variable en las distintas sesiones, pero según alguna fuente se componía de 158 diputados peninsulares y 53 americanos, aunque había entre estos últimos numerosos diputados suplentes. Un treinta por ciento de los diputados pertenecían al clero y un veinte por ciento eran funcionarios de gobierno; los demás eran abogados, militares y funcionarios locales en su mayoría. Desde un principio, predominaron en la asamblea los jóvenes liberales, quienes se habían nutrido de libros franceses, habían seguido modelos franceses en arte y literatura, y no veían razón alguna para optar por una política de corte británico. Al mismo tiempo temían la democracia pura y repudiaban el Terror que había ensombrecido el nombre de la revolución francesa.

El resultado de las deliberaciones de las cortes fue la Constitución de Cádiz, firmada el 18 de marzo de 1812 por 184 diputados. En ella se afirmaba que "la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios" y que "la soberanía reside esencialmente en la Nación..." La principal encarnación de esta soberanía eran las cortes, cuyos miembros debían ser elegidos mediante un complicado sistema de juntas electorales en diversos niveles. Las cortes tenían poder para legislar; pero "la potestad de hacer ejecutar las leyes reside exclusivamente en el Rey", quien también era responsable de mantener el orden público y la seguridad nacional. Así se estableció de hecho una rigurosa separación de los ramos legislativo y ejecutivo del gobierno. A diferencia de su ejemplo francés, no hubo en ella una declaración de los derechos del hombre; en cambio, estableció que "la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera". El propósito fue crear un Estado unitario, una nación homogénea compuesta por ciudadanos libres e iguales, pero se hizo caso omiso de las hondas lealtades provinciales de tantos españoles, en la península y en América.

Una vez concluidas las deliberaciones acerca de la Constitución, las cortes procedieron a suprimir todos los derechos y las jurisdicciones feudales que seguían existiendo, y luego, el 22 de enero de 1813, votaron por abolir la Inquisición. Con ánimo aún más desafiante, en febrero de 1813 prohibieron a las comunidades religiosas pedir dinero para restablecer sus casas tras la salida de las tropas francesas, y de hecho les ordenaron no admitir novicios. Estos actos fueron los que llevaron a Wellington a criticar a los diputados, porque "no se preocupan más que de su estúpida Constitución y de cómo seguir en guerra con obispos y sacerdotes..." Sin embargo, lo que más lo inquietaba era que la Constitución no ofrecía protección a los derechos y propiedades de los terratenientes. Por su parte, José María Blanco y Crespo, español exiliado en Inglaterra, descalificó la Constitución como pieza literaria, simple documento que no guardaba relación con las realidades de la sociedad y la política españolas.

(Tomado de: Brading, David - Apogeo y derrumbe del imperio español. Traducción de Rossana Reyes Vega. Serie La antorcha encendida. Editorial Clío Libros y Videos, S.A. de C.V. 1a. edición, México, 1996)