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lunes, 4 de febrero de 2019

Cofre de Perote


Aproximadamente a treinta minutos de latitud Norte, con respecto al titán de nuestra orografía, se encuentra a manera de penacho del Pico de Orizaba, el Cofre de Perote. Una de las más gallardas cimas de nuestra sierra Madre Oriental, con sus 4,282 metros sobre el nivel de mar, ha sido escogida como porta-antena aérea, faro de aviones que en esa ruta, cruce de corrientes en remolino y nieblas, resulta tan necesario.

Desde la población de Perote, famosa por su viento cortante y su fortaleza, distingo la cresta pétrea que da origen a su nombre. Los aztecas la llamaban Nauhcampatépetl, palabra compuesta de los vocablos: Cuatro, Lados y Cerro.

En efecto, sobre la maraña de espinazos y hondonadas, todos sujetos durante milenios a las luchas planetarias, se yergue una masa en forma de baúl muy alargado. Sus facetas redondeadas en los extremos Norte y Sur, principalmente el primero, han sido convertidas casi en aristas mientras las de Oriente y Poniente son imponentes lápidas o repliegues contra los que se azotan el viento, el granizo, los rayos solares, haciendo presa sólo en algunos sitios la gélida humedad en forma de capa de hielo.

A menor altura, casi frente a la costilla norte, hay un hacinamiento de rocas esferoides, como acumulaciones de detritos de bestias prehistóricas que constituye un contraste que hemos hallado en algunos de nuestros volcanes.

Quizás esta heterogeneidad se deba a que las erupciones, proviniendo de capas a diversas profundidades, mezclan distintos elementos geológicos que quedan a flor de tierra, como huérfanos arrojados por la ira del ogro vulcano en los pórticos de sus dominios.

Por una de las moldeadas hendiduras, hacia la cara Sur, hay cómodo acceso a la cima que, precisamente de ese lado, está convertida en cementerio. Muchos grupos montañistas y hasta religiosos han instalado cruces y señas, haciéndome sonreír el que una imagen a colores de un santo muy en boga, enmarcada, se halle amarrada con cáñamo a una de las cruces.

Como en muchas prominencias, las piedras con superficies lisas ostentan nombres de clubes, de escaladores y quizás a veces de sus amadas. ¿Quién había de pensar que la idea de marcar o pintar las rocas y las cortezas de los árboles proviene posiblemente de un verso de Virgilio que dice: “Grabando mis amores en la tierna corteza de los árboles”? Yo, que siempre fui enseñado a considerar estos actos como de baja educación quedé perplejo al leer esta expresión del sublime poeta latino.

Imposibilitado psicológicamente, no obstante Virgilio, de “ensuciar” estas superficies de las cumbres, por considerarlo un acto de ultraje al anonimato del infinito que aquí reina, por lo menos ya no juzgo despreciativamente a quienes lo hacen. Además, he visto lo efímero de estas inscripciones ya que los veinte o treinta años en que desaparecen, no son nada para la vida de un planeta.

Al otro extremo de este macizo alargado, las antenas se encuentran conectadas mediante cables que parten de un compartimento metálico en la base, que a su vez recibe la energía desde la planta que se haya un poco más abajo, en el campamento, continuamente vigilado por un individuo que ha resuelto ser ermitaño a sueldo de la empresa que da este servicio a los aviones.

Sensiblemente al Oriente, entre las ondulaciones de nuestra mal llamada altiplanicie pues no tiene nada de plana, Jalapa y Coatepec. Hacia el Poniente, en primer término descuellan sobre la bruma, las Derrumbadas con el cerro Pizarro hacia el Norte, muy separado. La Malitzin extendida como hembra placentera que invita al gozo eclipsa en parte al Popocatépetl siempre subyugado por la belleza prístina de Iztaccíhuatl.

En las laderas próximas observo la tala de los bosques que he constatado durante la subida. Entre quienes hicieron el camino para el campamento a donde es traído el petróleo energético; los leñadores furtivos y los agricultores de patatas que siempre recogen pingües cosechas en terrenos montañosos, han destruido miles de soberbios ejemplares arbóreos que antaño nos deleitaban. ¡El hombre abusando de la Naturaleza como los alacranes recién nacidos de su madre!
 
(Tomado de: Luis Felipe Palafox – Horizontes Mexicanos. Editorial Orión, México, D.F., 1968)

 

miércoles, 16 de enero de 2019

Citlaltépetl

 
En lengua náhuatl, esta palabra quiere decir Monte de la Estrella y, según la leyenda, origina del hecho de que, a gran distancia, principalmente cuando viene uno del Este por mar, lo primero que se distingue, durante días claros, es una estrella titilando en pleno día, sobre la línea del horizonte. Es el pináculo de la república, 5,700 metros sobre el nivel del mar, que da la bienvenida al viajero. Muchos extranjeros aceptan como conseja que cuando así son recibidos en este país hospitalario y lleno de contrastes, no pueden evitar volver a él, ya sea en otra visita o para radicar aquí el resto de sus vidas.

El examen más somero de la orografía mexicana nos permite observar que las cumbres más altas se encuentran hacia el Este, en el cinturón que de oriente a poniente recorre nuestro suelo, a la latitud aproximada de 19° Norte. La teoría geológica más aceptable es que en épocas pretéritas cuando los continentes estaban en formación, navegando algunos y ocurriendo tremendos cataclismos, hubo un movimiento giratorio de Norte a Sur y de Oeste a Este, cuyo eje teórico y amplio fue precisamente la parte oriental de esta faja volcánica. Ahí se acumularon tremendas masas de material que tuvieron que elevarse formando tanto el Pico de Orizaba, nombre castellano de este volcán, así como el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl y permitiendo, en la zona de desplazamiento del Oeste, una disminución en las alturas de las cumbres que son ahora el Volcán de Fuego, el Nevado de Colima y otras prominencias de muy escasa elevación comparada con la de los tres colosos orientales de más de cinco mil metros.

El ascenso al Pico de Orizaba era efectuado desde que el montañismo nació en estos lares, casi siempre por la ruta que partiendo de la Cueva del Muerto, frente a la Sierra Negra, sigue la traza de una lengua de lava petrificada, deja atrás las Torrecillas, atalaya soberbia y dirige nuestros pasos desde el Sur hasta la cima. Otra, puesta en boga a mitad de este siglo, parte de Tlachichuca, llega al albergue de Piedra Grande y ataca directamente al Norte, pasa cerca de la Silla de Oro y llega al labio inferior del cráter.

Comparar las dos rutas es imposible pues la belleza, la bondad, la armonía no se pueden aquilatar.

En ambas, como en toda montaña de estas dimensiones, el hombre se siente pigmeo, una hormiga que sólo alcanza la cima a base de conjugar perseverancia y valor que cristalizan el anhelo.

El cráter del Citlaltépetl es desilusionante al compararlo con el del Popocatépetl y más aún con el del Nevado de Toluca. Estrecho, con cañones y repliegues que inspiran desconfianza, no tiene ni las coloraciones de otras bocas de esta clase ni muestra actividad, ya en sulfaratas o en derrumbes.

 Decididamente, Citlaltépetl es el solterón de nuestros volcanes. Se ha vuelto un tipo ideático, mañoso, y con tantos años encima, sin haber sufrido ni gozado a manos de Cupido, es casi indiferente a toda conmoción.

Es frecuente oír que desde su cima puede verse el Golfo de México y, con suerte, hasta el puerto de Veracruz, pero nosotros nunca hemos tenido fortuna en este aspecto. Lo que sí hemos visto es el llamado “Beso de los Volcanes”, que en realidad consiste en una traición del Pico de Orizaba, el fauno, a Popocatépetl. Cuando petulante aparece Efebo por Oriente, la trompa oscura del Onán orológico, proyectada sobre los kilómetros que lo separan de la bella Iztaccíhuatl, besa furtivamente la frente, los senos, los pies de la sempiterna amada de su hermano Popocatépetl. Quien oye la intriga por vez primera, imagina que es la mente calenturienta de algún poeta o de un avieso Yago quien la fraguó, pero sin necesidad de escalar más que hasta las primeras nieves, antes de que amanezca, puede comprobar, si el día está virgen como las hojas de un cuaderno nuevo, la veracidad de esta morbidez.

Hoy hemos subido y bajado por la ruta Sur y charlamos en la Cueva del Muerto, riéndonos todos de las peripecias de los demás. Dormimos bien como siempre sucede después de una jornada y separamos todo el equipo de alta montaña que ha de regresar sobre las mulas hasta San Andrés Chalchicomula para ser embarcado a México. Nosotros intentaremos bajar hacia Orizaba, al Sureste, llevando nuestras mochilas independientes de acémilas, arrieros, etc.

Cerca de las Torrecillas encontramos una vereda que lleva esa dirección. Siempre que bajamos de una altura considerable, después de tomar a rumbo entre los pastizales, no tenemos empacho en seguir, siquiera para probarla, la primera huella de camino andado.
Haciéndose más ancha y con fuerte declive, pronto nos conduce a donde un pastor quien nos informa que si no la abandonamos, nos llevará a Tezmola. En nuestro mapa hay un punto llamado en forma semejante por lo que imaginamos que o el cartógrafo se equivocó o los aldeanos han corrompido el vocablo.

Seguimos de frente en medio de fina llovizna muy usual en esta región que constituye una cortina donde todos los vientos húmedos del Golfo de México lloran. El paso de “Tierra de Agua” es un punto triste y abandonado. Teníamos la creencia de que era por lo menos un sitio con seis u ocho familias pero no hallamos más que restos de una vetusta construcción.
Igual desilusión sufrimos en “Paso del Toro” donde, de más a más el último temporal barrió con algunas paredes. Unos gruesos troncos han sido colocados provisionalmente pero como están sumamente resbalosos por la lluvia y su altura sobre el cauce no es despreciable, resolvemos pasarlos “a caballito”, recordando que los naturalistas consideran que los baños de asiento son muy saludables.

La sierra fría, nebulosa, callada, prende nuestros pies con su chicloso barro. Nos hemos encajado en partes hasta más arriba de las rodillas y todos parecemos portar magníficas botas negras, federicas, hechas de lodo, que cubren tersamente nuestros zapatos y pantalones.

La marcha es fatigosa y ya el Sol se ha puesto cuando pasamos por la ranchería de Palo Verde, nombre que sabemos gracias a que de una choza tiznada, una voz cavernaria nos lo dice. Reza, en medio del cansancio, nos anima confirmando que ya estamos cerca de Santa Rosa, de la que ya hay transportes a Río Blanco donde viven unos parientes suyos que esperamos nos brinden posada.

No obstante el optimismo de Reza, todavía luchamos algún tiempo entre porrazos, resbalones, golpes de ramas colgantes, etc., antes de llegar a Santa Rosa, cuya calle ya pavimentada cruza Juan Múzquiz con pasos de vejete reumático, a pesar de sus veintitantos años.

(Tomado de: Luis Felipe Palafox – Horizontes Mexicanos. Editorial Orión, México, D.F., 1968)

miércoles, 10 de octubre de 2018

Las montañas de la Nueva España

Las montañas de la Nueva España



Apenas hay un punto en el globo en donde las montañas presenten una construcción tan extraordinaria como las de Nueva España. […]

La cadena de las montañas que forman la grande llanura del reino de México, es la misma que con el nombre los andes atraviesa toda la América Meridional; pero la construcción, o digamos el armazón de esta cadena, se diferencia mucho al sur y al norte del ecuador. En el hemisferio austral, la cordillera está por todas partes hendida y cortada, como si fuera por venas de minas abiertas y no llenas de sustancias heterogéneas. Si algunas llanuras hay elevadas de 2,700 a 3,000 metros, como en el reino de Quito y más al norte en la provincia de Los Pastos, no pueden compararse en extensión con las de Nueva España; son más bien valles altos longitudinales, cerrados por dos ramales de la gran Cordillera de los Andes. Pero en México, por el contrario, la loma misma de las montañas es la que forma el llano; de modo que la dirección de la llanura es la que va marcando, por decirlo así, la de toda la cadena. En el Perú, las cimas más elevadas forman la cresta de los Andes; y en México, estas mismas cimas, menos colosales a la verdad, pero siempre de 4,900 a 5,400 metros de altura, están o dispersas en la llanura, o coordinadas en líneas que no tienen ninguna relación de paralelismo con la dirección de la cordillera.


El Perú y el reino de la Nueva Granada presentan valles transversales, cuya profundidad perpendicular es a veces de 1,400 metros. Estos valles son los que impiden a los habitantes viajar si no es a caballo, a pie, o llevados a hombros de los indios que se llaman cargadores. En el reino de Nueva España, al contrario, van los carruajes desde la capital hasta Santa Fe, en la provincia del Nuevo México, por un espacio de más de 500 leguas comunes; sin que en todo este camino haya tenido el arte que vencer dificultades de consideración.


En general, el llano mexicano está tan poco interrumpido por los valles, y su pendiente uniforme es tan suave, que, hasta la ciudad de Durango situada en la Nueva Vizcaya, a 140 leguas de distancia de México, se mantiene el suelo constantemente elevado, de 1,700 a 2,700 metros, sobre el nivel del océano vecino; altura a que están los pasos del Montcenis, del San Gotardo y del gran san Bernardo. Para examinar este fenómeno geológico con toda la atención que merece, yo hice cinco nivelaciones barométricas. La 1ª, atravesando el reino de Nueva España desde las costas del Grande Océano hasta las del Golfo mexicano, desde Acapulco a México, y desde esta capital a Veracruz. La 2ª, desde México por Tula, Querétaro y Salamanca, hasta Guanajuato; la 3ª, comprende la intendencia de Valladolid desde Guanajuato hasta Pátzcuaro, en el volcán de Jorullo. La 4ª, desde Valladolid a Toluca, y de aquí a México; y la 5ª abraza los contornos de Morán y de Actopan. Los puntos cuya altura he determinado, ya por medio del barómetro, ya trigonométricamente, son 208; distribuidos todos en un terreno comprendido entre los 16° 50’ y 21° 0’ de latitud boreal, y los 102° 8’ y 98° 28’ de longitud (occidental de París). Fuera de estos límites, no conozco sino un solo paraje cuya elevación esté determinada con exactitud, es, a saber, la ciudad de Durango, cuya elevación, deducida de la altura barométrica, es de 2,087 metros. El llano de México conserva por consiguiente su extraordinaria altura, aun extendiéndose por el norte mucho más allá del trópico de Cáncer.

(Tomado de: Humboldt, Alejandro de – Ensayo Político sobre el reino de la Nueva España. Estudio preliminar, revisión del texto, cotejos, notas y anexos de Juan A. Ortega y Medina. Editorial Porrúa, colección “Sepan Cuantos…” #39. México, D.F.,2004)