miércoles, 16 de enero de 2019

Citlaltépetl

 
En lengua náhuatl, esta palabra quiere decir Monte de la Estrella y, según la leyenda, origina del hecho de que, a gran distancia, principalmente cuando viene uno del Este por mar, lo primero que se distingue, durante días claros, es una estrella titilando en pleno día, sobre la línea del horizonte. Es el pináculo de la república, 5,700 metros sobre el nivel del mar, que da la bienvenida al viajero. Muchos extranjeros aceptan como conseja que cuando así son recibidos en este país hospitalario y lleno de contrastes, no pueden evitar volver a él, ya sea en otra visita o para radicar aquí el resto de sus vidas.

El examen más somero de la orografía mexicana nos permite observar que las cumbres más altas se encuentran hacia el Este, en el cinturón que de oriente a poniente recorre nuestro suelo, a la latitud aproximada de 19° Norte. La teoría geológica más aceptable es que en épocas pretéritas cuando los continentes estaban en formación, navegando algunos y ocurriendo tremendos cataclismos, hubo un movimiento giratorio de Norte a Sur y de Oeste a Este, cuyo eje teórico y amplio fue precisamente la parte oriental de esta faja volcánica. Ahí se acumularon tremendas masas de material que tuvieron que elevarse formando tanto el Pico de Orizaba, nombre castellano de este volcán, así como el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl y permitiendo, en la zona de desplazamiento del Oeste, una disminución en las alturas de las cumbres que son ahora el Volcán de Fuego, el Nevado de Colima y otras prominencias de muy escasa elevación comparada con la de los tres colosos orientales de más de cinco mil metros.

El ascenso al Pico de Orizaba era efectuado desde que el montañismo nació en estos lares, casi siempre por la ruta que partiendo de la Cueva del Muerto, frente a la Sierra Negra, sigue la traza de una lengua de lava petrificada, deja atrás las Torrecillas, atalaya soberbia y dirige nuestros pasos desde el Sur hasta la cima. Otra, puesta en boga a mitad de este siglo, parte de Tlachichuca, llega al albergue de Piedra Grande y ataca directamente al Norte, pasa cerca de la Silla de Oro y llega al labio inferior del cráter.

Comparar las dos rutas es imposible pues la belleza, la bondad, la armonía no se pueden aquilatar.

En ambas, como en toda montaña de estas dimensiones, el hombre se siente pigmeo, una hormiga que sólo alcanza la cima a base de conjugar perseverancia y valor que cristalizan el anhelo.

El cráter del Citlaltépetl es desilusionante al compararlo con el del Popocatépetl y más aún con el del Nevado de Toluca. Estrecho, con cañones y repliegues que inspiran desconfianza, no tiene ni las coloraciones de otras bocas de esta clase ni muestra actividad, ya en sulfaratas o en derrumbes.

 Decididamente, Citlaltépetl es el solterón de nuestros volcanes. Se ha vuelto un tipo ideático, mañoso, y con tantos años encima, sin haber sufrido ni gozado a manos de Cupido, es casi indiferente a toda conmoción.

Es frecuente oír que desde su cima puede verse el Golfo de México y, con suerte, hasta el puerto de Veracruz, pero nosotros nunca hemos tenido fortuna en este aspecto. Lo que sí hemos visto es el llamado “Beso de los Volcanes”, que en realidad consiste en una traición del Pico de Orizaba, el fauno, a Popocatépetl. Cuando petulante aparece Efebo por Oriente, la trompa oscura del Onán orológico, proyectada sobre los kilómetros que lo separan de la bella Iztaccíhuatl, besa furtivamente la frente, los senos, los pies de la sempiterna amada de su hermano Popocatépetl. Quien oye la intriga por vez primera, imagina que es la mente calenturienta de algún poeta o de un avieso Yago quien la fraguó, pero sin necesidad de escalar más que hasta las primeras nieves, antes de que amanezca, puede comprobar, si el día está virgen como las hojas de un cuaderno nuevo, la veracidad de esta morbidez.

Hoy hemos subido y bajado por la ruta Sur y charlamos en la Cueva del Muerto, riéndonos todos de las peripecias de los demás. Dormimos bien como siempre sucede después de una jornada y separamos todo el equipo de alta montaña que ha de regresar sobre las mulas hasta San Andrés Chalchicomula para ser embarcado a México. Nosotros intentaremos bajar hacia Orizaba, al Sureste, llevando nuestras mochilas independientes de acémilas, arrieros, etc.

Cerca de las Torrecillas encontramos una vereda que lleva esa dirección. Siempre que bajamos de una altura considerable, después de tomar a rumbo entre los pastizales, no tenemos empacho en seguir, siquiera para probarla, la primera huella de camino andado.
Haciéndose más ancha y con fuerte declive, pronto nos conduce a donde un pastor quien nos informa que si no la abandonamos, nos llevará a Tezmola. En nuestro mapa hay un punto llamado en forma semejante por lo que imaginamos que o el cartógrafo se equivocó o los aldeanos han corrompido el vocablo.

Seguimos de frente en medio de fina llovizna muy usual en esta región que constituye una cortina donde todos los vientos húmedos del Golfo de México lloran. El paso de “Tierra de Agua” es un punto triste y abandonado. Teníamos la creencia de que era por lo menos un sitio con seis u ocho familias pero no hallamos más que restos de una vetusta construcción.
Igual desilusión sufrimos en “Paso del Toro” donde, de más a más el último temporal barrió con algunas paredes. Unos gruesos troncos han sido colocados provisionalmente pero como están sumamente resbalosos por la lluvia y su altura sobre el cauce no es despreciable, resolvemos pasarlos “a caballito”, recordando que los naturalistas consideran que los baños de asiento son muy saludables.

La sierra fría, nebulosa, callada, prende nuestros pies con su chicloso barro. Nos hemos encajado en partes hasta más arriba de las rodillas y todos parecemos portar magníficas botas negras, federicas, hechas de lodo, que cubren tersamente nuestros zapatos y pantalones.

La marcha es fatigosa y ya el Sol se ha puesto cuando pasamos por la ranchería de Palo Verde, nombre que sabemos gracias a que de una choza tiznada, una voz cavernaria nos lo dice. Reza, en medio del cansancio, nos anima confirmando que ya estamos cerca de Santa Rosa, de la que ya hay transportes a Río Blanco donde viven unos parientes suyos que esperamos nos brinden posada.

No obstante el optimismo de Reza, todavía luchamos algún tiempo entre porrazos, resbalones, golpes de ramas colgantes, etc., antes de llegar a Santa Rosa, cuya calle ya pavimentada cruza Juan Múzquiz con pasos de vejete reumático, a pesar de sus veintitantos años.

(Tomado de: Luis Felipe Palafox – Horizontes Mexicanos. Editorial Orión, México, D.F., 1968)

No hay comentarios.:

Publicar un comentario