sábado, 23 de noviembre de 2019

El Parián


Por aquel tiempo se ordenó y se llevó a cabo la demolición del Parián, grande cuadrado que ocupaba toda la extensión que hoy ocupa el Zócalo, con cuatro grandes puertas, una a cada uno de los vientos, y en las caras exteriores, puertas de casas o tiendas de comercio. En el interior había callejuelas y cajones como en el exterior, y alacenas de calzados, avíos de sastre, peleterías, etc.
En un tiempo los parianistas constituían la flor y la nata de la sociedad mercantil de México, y amos y dependientes daban el tono de la riqueza, de la influencia y de las finas maneras de la gente culta.
La parte del edificio que veía al Palacio la ocupaban cajones de fierros, en que se vendían chapas y llaves, coas y rejas de arado, parrillas y tubos, sin que dejaran de exponerse balas y municiones de todos los calibres, y campanas de todos tamaños. Una de estas tiendas, la de mayor nombradía, era la de los “chatos" Flores, don Joaquín y don Estanislao, ricos capitalistas, con fundiciones de cobre, haciendas, y qué sé yo cuántas propiedades.
Al frente de Catedral había grandes relojerías, a las que daba el tono don Honorato Riaño, personaje singular del que se contaban mil curiosas anécdotas, y persona tenida en mucho entre los pintores de la época.
La contraesquina de la primera calle de Plateros y frente del portal la ocupaba la gran sedería del señor Rico, en que se encontraban los encajes de Flandes, los rasos de China, los canelones y terciopelos, y lo más rico en telas y primores que traía la nao de China.
A poca distancia del señor Rico se veía la gran tiraduría de oro de don José Núñez Morquecho, compañero de mi padre grande, el señor don Pedro Prieto, quienes mantenían cuantioso comercio con Filipinas y el Japón, haciendo envíos de cientos de miles de pesos en galones, canutillo, hilo de oro, flecos, rieles, etc.
Viendo a la Diputación, se hallaban los cajones de ropa de los señores Meca, las rebocerías de Romero y Mendoza, y la gran mercería de don Vicente Valdez, cuya sucursal de la calle de Monterilla, hacía cuantiosas realizaciones.
En el interior, principalmente, los cajones de ropa eran de españoles, como los señores Izita, Iturriaga, y no recuerdo quiénes más.
Aquella reunión de comerciantes tenían costumbres casi conventuales: el dependiente acudía con las llaves que guardaba en un bolsón de badana, vivía con sus amos, y su primer asignación era de ocho pesos mensuales, comía en la casa del amo, rezaba el rosario a la oración y se retiraba al entresuelo a conciliar el sueño.
No se le permitía al dependiente fumar, ni que le visitaran amigos, ni recargarse de codos en el mostrador… ni que se separase de su puesto…
Yo tenía muchos recuerdos del Parián, sobre todo los referentes al saqueo, y desde esa época, no sólo para mí, sino para muchos, tenía algo de triste el edificio, que sin duda aminoró el pesar, que de otro modo hubiera producido su destrucción.
El Parián, cerrado en la prima noche, en la parte frontera al portal, servía de lugar de tráfico a zapateros y sombrereros de lance o sea “del Brazo Fuerte”; y allí, borceguíes y zapatones se medían, teniendo por tapete las frescas losas de la banqueta y auxiliando el semivivo becerro del artefacto, con pedazos de papel o grasa, para la fácil internación del pie.
A las ocho de la noche variaba la decoración.
Las puertas de los cajones del Portal de Mercaderes y las alacenas se cerraban, y en los quicios de las puertas tomaban asiento caballeros, señoritas y señoras, a ver pasar la concurrencia.
Los solterones comodinos se encaramaban en la parte saliente de las alacenas cerradas, cercándolos de pie los tertulianos, porque cada agrupación era una tertulia. La acera del Parián del frente, era el complemento del paseo, sin más diferencia, sino que los quicios de las puertas eran para gente de baja ralea, entre la que se contaban las hijas vagabundas de la noche.
En el Portal de las Flores se vendían chorizones, pollo, fiambre, donoso, pasteles y empanadas, y otras olorosas meriendas; allí, en los quicios, y en amplios petates, se servían los manjares a la parte de la concurrencia más despreocupada, refugiándose, para las comilonas, la gente decente, en la parte del Parián que se ve al sur.
Todo este cuadro nocturno estaba pésimamente alumbrado por faroles alimentados con aceite, rompiendo de trecho en trecho, las sombras, haces de ocote o trastos de barro en grosero tripié, alumbrando la desaforada cara del proclamador de la mercancía, que gritaba con todos sus pulmones:
¡A cenar! ¡A cenar!
Pastelitos y empanadas!
pasen, pasen a cenar!


(Tomado de: Prieto, Guillermo (Fidel) - Memorias de mis tiempos (de 1840 a 1853). Introducción, Selección y notas de Yolanda Villenave. Biblioteca Enciclopédica Popular, #18. Secretaría de Educación Pública. México, 1944)

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