miércoles, 6 de noviembre de 2019

Malinali

(El sueño de la Malinche, por Antonio Ruiz, el Corcito)

[...] Como después de la batalla los caciques continúan invisibles, Cortés con cinco prisioneros provistos del acostumbrado puñado de cuentas verdes y diamantes azules, les envía una nueva embajada de paz. Poco después se presentan quince indios esclavos, vestidos de pobres ropas y los rostros “entiznados” llevando pescado asado, gallinas y pan de maíz. [Jerónimo de] Aguilar, que conoce las costumbres de los mayas, comunica a Cortés la burla, pero el capitán ordena que sean bien tratados, y con un mensaje de paz y regalos, los devuelve a los caciques.
Al fin esta paciente política da sus resultados. Al día siguiente llegan al campamento treinta indios principales lujosamente ataviados, trayendo mantas y comidas. No eran los caciques, sino sus representantes, encargados de solicitar autorización para quemar y sepultar a los muertos que se pudrían a centenares en el campo de batalla. Los señores vendrían a la otra mañana a concertar las paces con los blancos.
En la imaginación de Cortés se perfila una estratagema para terminar de vencer la rebeldía de los tabasqueños. “Sabéis, señores -dijo riendo a los soldados que lo acompañaban-, que me parece que estos indios temerán mucho a los caballos y deben pensar que ellos solos hacen la guerra y asimismo las lombardas. He pensado una cosa para que mejor lo crean: que traigan la yegua de Juan Sedeño que parió el otro día en el navío y atarla han aquí, donde yo estoy; y traigan el caballo de Ortiz el Músico que es muy rijoso y tomará el olor de la yegua y desde que haya tomado el olor de ella, llevarán la yegua y el caballo cada uno por sí en parte donde desde que vengan los caciques que han de venir, no los oigan relinchar ni los vean hasta que vengan delante de mí y estemos hablando.”
Al mediodía, según lo prometido, cuarenta caciques invaden el improvisado aposento de Cortés, que los espera sentado en una silla de tijera, teniendo a su lado a Jerónimo de Aguilar. Entre profundas reverencias y nubes de incienso, los señores expresan en una larga plática su arrepentimiento por lo pasado y su decisión de mantenerse amigos en lo futuro.
Cortés les habla fingiendo enojo. Todas las veces que los había requerido con la paz, ellos se empeñaron en darles guerra. Por ser los culpables de lo ocurrido merecían la muerte, ellos y los habitantes de los pueblos, pero los españoles son vasallos de un gran rey que los envió a sus tierras para ayudar y favorecer a los que estuvieran en su real servicio, y si ellos prometían ser buenos, los ayudarían en todo. De no ser así, soltaría algunos tepuzques -al hierro llamaba tepuzque, aclara Bernal- que todavía estaban enojados por las pasadas guerras. Entonces hizo una seña a los artilleros que esperaban la orden de poner fuego en la lombarda, y la pelota, en la calma del mediodía, salió zumbando con gran estruendo por los bosques. Como si no bastara esta manifestación del enojo de los cañones para terminar de aterrar a los caciques, traen además el caballo, y el animal, al percibir el olor que la yegua había dejado en la habitación de Cortés relincha, se para de manos y mira con sangrientos ojos a los sorprendidos caciques. Cortés, una vez obtenido el efecto que deseaba, se levanta de su silla, ordena a los mozos de espuela que se lleven lejos al cuadrúpedo y vuelve donde están los señores mayas, a los cuales asegura haberle dicho ya al caballo que no mostrara más enojo.
Cinco días permanecen los españoles en Tabasco, al que bautizan como Santa María de la Victoria, entregados a pláticas con los caciques, con el fin de ganar sus almas para el cielo, y sus cuerpos pecadores para la mayor gloria del Emperador Carlos V.
Ni una sola referencia sobre las nuevas tierras se encuentra en las crónicas y relaciones de esos días. Por mucho tiempo se experimenta un verdadero terror hacia aquella tierra, donde el agua establece un imperio tiránico y donde el paisaje de anchos ríos, esteros y lagunas, húmedos terrones y vegetación antropofágica, sugiere con fuerza la imagen hostil de un mundo abatido por el diluvio.
El 15 de marzo, un numeroso grupo de caciques y señores cruza los bosques mojados para rendir vasallaje a los blancos, a los cuales llevan un presente de oro, toscas mantas labradas y veinte esclavas jóvenes, pues son más ricos en hombres que en metales y piedras preciosas. Al preguntarles Cortés de dónde procede el oro, los caciques, señalando el poniente, responden que de un país llamado Culúa o México, “pero no sabíamos -dice Bernal- qué cosa era México ni Culúa dejábamoslo pasar por alto”.
La pasada resistencia de los indios de ha transformado en un vasallaje completo. La autoridad civil y religiosa, base de su existencia, son minadas hábilmente por Cortés empeñado en sustituirlas, a la mayor celeridad posible, con las españolas. En el breve tiempo de su estancia en Tabasco, logra que todos los caciques presten obediencia a la monarquía, y así resultan los tabasqueños “los primeros vasallos que en la Nueva España dieron obediencia a su majestad”.
[...]


Historia de una esclava que quería dejar de serlo


Las veinte mujeres indias -el primer regalo de esta naturaleza que se hace a los españoles en México- permanecen hacinadas sobre un rincón de la cubierta. Han sido arrancadas a su mundo primitivo al bosque y a las cabañas familiares, para ser embarcadas, sin que nadie se molestara en pedirles su consentimiento, en aquella extraña casa flotante. Palabras desconocidas suenan en sus oídos, y los fuertes, desconocidos olores que la nave despide aumentan su confusión. Hay sin duda mucho de magia en las velas que se hinchan y crujen llenas de aire; en los relinchos de los caballos y en el continuo movimiento casi inexplicable de los hombres blancos que se encaraman como monos a las cuerdas y gritan alocadamente, mientras la tierra firme va quedándose atrás con sus árboles, sus casas, sus parientes y sus amigos.
Acostumbradas a pasar de mano en mano y a no ser otra cosa que una mercancía, toman el nuevo cambio con su fatalismo habitual. ¿Protestas? ¿Para qué? ¿Con qué objeto? Sin embargo, esta vez no se las entrega a unos señores indígenas en cuyo caso ellas sabrían con exactitud cuál era su deber y cómo debían cumplirlo. Lo terrible de su situación consiste en que todas las reglas de su vida anterior, sus ideas, sus sentimientos, no les sirven ahora para nada. Cada una de ellas pertenece a un dios blanco, al que han de servir en lo que mande; pero, ¿cómo se sirve a un dios desconocido, en una casa rarísima que anda sobre el mar sin que los remos la impulsen? Pediría comida. ¿Y cómo dársela? Pedirá quizá que se acueste con él. ¿Y cómo podrá ser aquello? ¿A dónde les llevan? ¿Cuál sería su destino? Las preguntas quedan sin respuesta. Un cúmulo de hechos misteriosos, de situaciones inconcebibles las arrolla, aturdiéndolas en lo íntimo, aunque en el exterior aparezcan silenciosas y resignadas y se defiendan con su fatalismo de los peligros que las amenazan, como una tortuga sorprendida en la playa esconde la cabeza bajo el caparacho de su escudo.
De las veinte mujeres regaladas en Tabasco, una de ellas no sólo destacó entre la muchedumbre de los cautivos americanos, sino que incluso llegó a sobrepasar la fama de numerosos soldados españoles. Se llamaba en lengua india Malinali, que quiere decir “torcer sobre el muslo” y al ser bautizada, su nombre cambió por el de Marina.
Malinali, en tanto que sus compañeras permanecen atontadas en la cubierta, sigue con sus negros ojos las acrobacias de los marineros, anda por el barco examinándolo todo, y se pasa el día preguntando cosas en su lengua de pájaro. Bernal la recuerda a bordo, diciendo que era “de buen parecer, entremetida y desenvuelta”.
En Veracruz, los españoles afrontan un complicado problema lingüístico. Los embajadores de Moctezuma hablan náhuatl, el idioma  que en el inmenso territorio dominado por los mexicanos juega un papel semejante al que desempeñó el latín en el imperio romano. El maya de Aguilar ha sido útil en Yucatán, en Campeche y en parte de Tabasco, pero en Veracruz se inicia una vasta área idiomática, en la que no es posible avanzar con éxito sin el conocimiento de la lengua. El obstáculo, al parecer insalvable, lo resuelve la india entrometida que había sido regalada al noble Puertocarrero. Marina, en efecto, habla el náhuatl, por ser su lengua natal, y el maya, por haberlo aprendido en Tabasco. De esa manera se organiza un sistema de traducciones que habría de funcionar con éxito a lo largo de la Conquista. A partir de Veracruz, Marina del mexicano hará la versión en maya para Aguilar, y éste, a su vez, la traducirá del maya al castellano para Cortés.
Revela además Marina una discreta inteligencia, insospechada en una mujer indígena que puede regalarse como una mercancía de poco precio. En las primeras pláticas sostenidas con los embajadores de Moctezuma, sabe emplear el argumento decisivo, la palabra convincente donde antes fallaron los españoles ignorantes de los sutiles mecanismos del alma indígena. El talento diplomático de Cortés -sus mejores victorias fueron siempre diplomáticas- encuentra un valioso auxiliar en Marina, al grado de que se los ve identificados formando una sola persona, en la que Cortés fuera el pensamiento y Marina la palabra que le da forma.
No carece de persuasión la fresca belleza juvenil de la india. Cortés, al principio, entregado en cuerpo y alma a su empresa, utiliza a la esclava de Puertocarrero exclusivamente como una traductora; pero, a medida que transcurre el tiempo, el continuo trato, su afición a las mujeres en él tan poderosa, la diaria revelación de inesperadas cualidades, lo empujan insensiblemente a Marina. No se sabe si sus relaciones íntimas se iniciaron antes de la partida de Puertocarrero, pero no es difícil inferir que la decisión de enviar al pariente del conde de Medellín como su embajador ante Carlos V haya sido inspirada en el deseo de disfrutar, sin sombra de rivalidad, la posesión de Malinali. Haya sido así o de otra manera el caso es que en pocos días, la oscura esclava se convierte en la traductora oficial y en la querida no menos oficial del capitán general de la armada.
la rápida ascensión le va ganando títulos. En el olvido queda sepultado su nombre indígena, y en adelante ningún español la mencionará sin anteponer a su nombre cristiano el título de Doña, que asimismo consagra la historia. Doña Marina es la sombra de Cortés, su eterna compañera. Los códices aztecas la pintan, de manera invariable, cerca de la silla de tijera del conquistador ataviada con su túnica flotante y brotándole de la boca un manojo de coruscantes jeroglíficos.
Doña Marina juzgada por el conjunto de su vida, resulta una de las peores jugarretas del destino. Para nosotros es la imagen de la traición por antonomasia. Ni Santa Anna, ni los conservadores que ofrecieron el trono a Maximiliano, ni los muchos traidorzuelos que hemos padecido, representan en forma tan definida y elocuente lo que supone ese afán de entreguismo, esa admiración por lo extranjero en menoscabo de lo nuestro que simboliza la amante de Cortés. Un país celoso de su integridad, combatido por influencias destructoras y sobre el que pesan graves amenazas contrarias a su soberanía, se ha empeñado en tomar a esa india entrometida como un Judas perfecto y después de asustar a los niños con su fantasma durante cuatro siglos, se da el nombre de malinchismo a todo lo que pueda dañar nuestra idea del patriotismo.
Por mucho que se grite, doña Marina no pasa de ser un espantajo, que se agita para velar las razones verdaderas en que se apoya el real malinchismo. El malinchismo está en las bases de nuestro sistema económico y social y lo fomentan la radio, los periódicos, los políticos entreguistas, los que quieren industrializar el país con capital norteamericano, los guías de turismo y todos los que andan en el sucio negocio de convertir sus pesos mexicanos en milagrosos dólares. 
No es éste el caso de Marina. De común con los pueblos a los que ayudó a destruir, sólo tenía el odio. se odiaban los mayas, los mexicanos, los zapotecas, los tlaxcaltecas y los otomíes que vivían haciéndose la guerra. Se odiaban las tribus y aun los barrios, combatiéndose despiadadamente, como ocurría entre la misma familia de los mayas. Tezcoco y Tacuba, los pueblos que formaban al parecer una compacta y ejemplar alianza con Tenochtitlán, al final se pasaron al enemigo común, y hasta Tlaltelolco, unido materialmente a Tenochtitlán, la abandonó a la hora suprema. El angustioso llamado de Cuauhtémoc en favor de la unidad fue escuchado como un sarcasmo, y los españoles, en los últimos días del sitio de Tenochtitlán, horrorizados del odio que habían desencadenado, tuvieron que defender a sus enemigos los aztecas de la ferocidad de sus propios aliados.
Abundan las contradicciones en la vida de Marina. La genuina inspiradora del malinchismo, contra lo que pudiera pensarse, era reverenciada como un dios por los indios de acuerdo con el testimonio de Bernal: “Doña Marina -escribe- tenía mucho ser y mandaba absolutamente entre los indios en toda la Nueva españa.” Un sentimiento mágico, un hábito arraigado de obedecer sin replicar al que manda, una supersticiosa adoración por ciertas formas rituales crearon en torno a la mujer enemiga de los suyos, una atmósfera de servil reverencia y acatamiento. Y no sólo Marina gozaba del favor popular. Cortés debió la desconfianza de la Corona y su postergamiento final al culto que le profesaban los indios. Parece así que el destino hubiera querido reunir a Cortés y a su amante haciéndoles objeto del amor del pueblo aniquilado por ellos. Para Marina, no pasaba de ser un consuelo. Para Cortés, fue la causa de su ruina.
La tragedia personal de Marina estriba en que, a pesar de todos los esfuerzos, nunca pudo dejar de ser una esclava. Quizá ella no tuvo conciencia de este drama, pero resulta impresionante comprobar, en el desarrollo de la conquista, cómo cada nuevo esfuerzo, cada victoria suya la hunde más en la esclavitud.
Desde pequeña debe luchar contra su sino. Nació en Painala, un pueblo cercano al río Coatzacoalcos. Su padre, un guerrero joven, era el cacique de la tribu. Tenían la cabaña más espaciosa, algunos esclavos y, cuando el reyezuelo volvía triunfante de una batalla, traía a la niña joyas de oro, mantas y plumas de colores. Un día el padre murió, no se sabe si de un flechazo o consumido por las fiebres del trópico, dejando a su mujer el cacicazgo. La madre de Marina todavía joven, a semejanza de la buena Penélope, luego se vio asediada por ambiciosos pretendientes y, como no esperaba la vuelta del marido, se casó pronto y tuvo un hijo varón de su segundo matrimonio.
La felicidad del principillo consorte hubiera sido perfecta, de no haber existido la heredera legítima. Aspiraba a que su hijo, andando el tiempo, se hiciera cargo, por derecho propio, del cacicazgo, pero la existencia de la niña suponía un grave obstáculo a sus proyectos. El cacique estaba pensando la forma en que se libraría de ella sin dejar huellas comprometedoras, cuando la muerte de la hija de una esclava que tenía aproximadamente la misma edad que Malinali, le dio al fin la oportunidad anhelada, y aprovechando el paso de unos mercaderes de Xicalango que salían para Tabasco les vendió a Malinali con el mayor sigilo -el negocio era doble- y a la mañana siguiente, el pequeño cadáver descompuesto de la hija de la esclava se mostró al pueblo cubierto de flores, como el cadáver de Malinali.
Marina nunca se refirió a su estancia en Tabasco. Fue sin duda un periodo de oscura esclavitud que debería traerle dolorosos recuerdos. De niña aprendió a hilar, iba por agua al pozo de la tribu, molía el maíz, y de adolescente -en el trópico las niñas pronto dejan de serlo- pasó a ser la mujer de algún señor lo bastante rico para comprarla.
Este drama -tan común, por lo demás, en la nobleza europea- tuvo un desenlace inesperado. En 1523, dos años después de realizada la conquista de México, Marina, ya casada con Juan Jaramillo, acompañaba a Cortés en su desastrosa expedición a las Hibueras. La selva, las turbias aguas del río Coatzacoalcos, le traían con fuerza a su memoria las crueles escenas de su infancia. ¿Viviría aún su madre? ¿Qué sería del padrastro y del medio hermano por quien la condenaron a la esclavitud?
No tardaría en saberlo. Dada la cercanía a que estaban de Painala, Cortés ordenó que un destacamento fuera al pueblo y aprehendiera al cacique, a su mujer y a su hijo, llevándolos a su presencia. “Esto me parece -escribe oportuno Bernal- que quiere remedar lo que acaeció con sus hermanos a Josef, que vinieron en su poder cuando lo del trigo.” La sugestión es perfecta. Ante la poderosa Marina aparecen su madre y su medio hermano el caciqe, pues el padrastro ya había muerto para entonces. La madre no sabe una palabra del motivo de su prisión ni, mucho menos, en aquel momento recuerda a la hija sacrificada; pero las dos muestran una semejanza de tal modo evidente que se reconocen sobre los años transcurridos, y la madre, temiendo por su vida y la de su hijo, se echa a los pies de Marina con el viejo cuerpo agitado por violentos sollozos.
Marina entonces la levanta del suelo consolándola. “Sabía muy bien que cuando la vendieron a los mercaderes de Xicalango no se dieron cuenta de lo que hacían, por lo que había olvidado el mal pasado y los perdonaba. Dios le había hecho merced en quitarle de adorar ídolos y tener un hijo de su amo y señor Cortés y ser casada con un caballero como era su marido Juan Jaramillo, y aunque la hicieran cacica de todas cuantas provincias había en la Nueva España, no lo sería, que en más tenía servir a su marido y a Cortés que cuanto en el mundo hay.”
En cuatro años, Marina había completado su educación occidental. Delante de su madre y de su hermano, en medio de su paisaje natal, caía en la cuenta de que no la ataba ningún lazo con lo que fue suyo en otra época. Creía haberse desarraigado de lo indígena y pertenecer en cuerpo y alma a los españoles.
No mentía Marina. ¿Pero se sentía realmente feliz en la posición que había alcanzado? El hijo que le había dado a Cortés y el haber sido su amante ¿justificaban su orgullo? Posiblemente, no. Fuera de su victoria ante su familia, de la pasajera vanidad de haberse sentido un José bíblico que en lugar de tomar venganza supo perdonar las ofensas recibidas, Marina, en su largo trato con los españoles, sólo vio confirmarse su condición de esclava.
Durante la conquista, cada triunfo de Cortés era en parte un triunfo suyo. Sin ella, la mayoría de las negociaciones diplomáticas hubieran fracasado, y muchas de las maniobras políticas de Cortés, falto de hábiles intérpretes, no habrían resultado eficaces. Marina evitó un derramamiento innecesario de sangre en Cempoala, descubrió la conspiración de Cholula, y su conocimiento del alma indígena, su tacto y su inteligencia constituyeron para Cortés una colaboración insustituible. En otro aspecto, Marina fue un soldado más en la conquista. No abandonó su puesto al lado del extremeño en las horas de mayor peligro; entró con él a México; sufrió el desastre de la Noche Triste y, aunque con frecuencia no se la mencione sino como la “lengua”, puede sentírsela tremendamente activa en toda la campaña. Su figura cobra un relieve singular a la luz de los incendios, en los grandes quebrantos de los pueblos indígenas en los que ella tiene tanta parte de culpa.
Esta sobrehumana tarea -al mismo tiempo es la amante de Cortés y la madre de su primer hijo-, a medida que se acerca a su meta, se vuelve contra ella. Al caer Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521, Cortés ya no es un aventurero acusado de rebelión, sino uno de los grandes capitanes de España. El imperio que ha conquistado le permite vivir con un boato que hace palidecer los remedos cortesanos del segundo almirante Diego Colón y de Diego Velázquez. Tiene una vajilla de plata, músicos, ministriles, bufones, un capellán y numerosos esclavos. Su autoridad es ilimitada y puede, por primera vez en su vida, satisfacer sus deseos amorosos sin temor a complicaciones desagradables, instalando en su residencia de Coyoacán un pequeño, pero bien abastecido serrallo. En él figuran la propia Marina; doña Isabel, hija del difunto emperador Moctezuma, mujer de Cuauhtémoc, que vive prisionero; doña Francisca, hermana de Coanacoch; una misteriosa india llamada doña Inés, “que paseaba antes que doña Marina su vientre grávido por la huerta” [Héctor Pérez Martínez] y las españolas Leonor Pizarro y Antonia Hermosillo, que desaparecen al llegar de Cuba inesperadamente, su mujer legítima, Catalina Suárez, muerta misteriosamente, a poco de estar en México.
Para Marina la nueva situación es la confirmación absoluta de su sino. Cuando se realiza la victoria tan duramente perseguida, lejos de saborear su disfrute, pasa a formar parte, primero, del serrallo de Coyoacán y, a la llegada de la Marcaida, a ser considerada como una intrusa que debe ceder el lecho y las preeminencias de que goza la mujer del conquistador.
Muerta Catalina Suárez, Cortés se aleja todavía más de su antigua intérprete. El último eslabón de la cadena que lo retenía a su pasada existencia de colono pobre, había desaparecido con la Marcaida, y ahora que se le abría el porvenir -en realidad se lo cerraban las intrigas de la Corte-, podía aspirar a casarse con una noble española y a tener hijos con ella que perpetuaran el nombre de su casa.
Podía haber terminado aquí la historia de Malinali, pero Cortés la prolonga, una vez más, al decidir casarla con Juan Jaramillo. Las bodas -ese mismo día Cortés le da en propiedad las encomiendas de Oluta y Tetiquipa- se efectuaron en Orizaba, en el inicio del famoso viaje a Honduras, una aventura incierta que estuvo a punto de costarle la vida a Cortés y que se ha considerado como su más grave error político. La ceremonia fue poco alegre. Jaramillo estaba borracho, no se sabe si de alegría o de tristeza. Se casaba por conveniencia con la india querida de Puertocarrero y de Cortés, y esto, que ya es un hecho nada honroso en nuestro tiempo, debía haber sido insoportable para un pretendido caballero español del siglo XVI.
La concertación del matrimonio viene a destruir la leyenda del idilio que se supone vivieron Marina y Cortés. El hijo de ambos, don Martín el bastardo -muy pequeño se lo quitó Cortés a la madre, confiándolo a un primo suyo-, fue el resultado de una colaboración profesional que rebasó los linderos de la traducción y de la guerra, un hijo de la necesidad, como los otros hijos de españoles habidos en las indias durante la Conquista y después de ella. De haber existido la sombra de un amor en Cortés, no le habría arrebatado al hijo ni la hubiera vendido a un hombre de la contextura moral de Jaramillo, contentándose con mantenerla sola y rodeada de la protección necesaria.
¿Amó Marina a Cortés? Le tuvo la fidelidad de la esclava, la adoración de la sierva al amo omnipotente, mezclada a la conciencia muy clara en ella del honor que suponía para una india ser la amante de un hombre blanco en el que se daban las circunstancias que hicieron célebre a Cortés. De cualquier manera, su sentimiento por él debió de haber sido en todo diferente al que hoy damos el confuso y terrible nombre de amor.
Concluido el viaje a las Hibueras, en el que Marina tiene la última oportunidad de traicionar a los suyos denunciando la pretendida conspiración que costó la vida a Cuauhtémoc, la intérprete de la Conquista vuelve a la sombra. Reflejaba la luz de Cortés y, al salirse de su órbita, no vuelve a figurar en la historia. El marido debe de haberla odiado. Ningún español prominente se casaba con indias, y a Jaramillo todos lo señalaban acusándolo de haberse casado por el dinero de Marina, conociendo su pasado. Así languideció hasta la muerte, ocurrida en 1531. Seis meses después, Jaramillo estaba casado de nuevo.
A los pocos años, la imaginación popular la convirtió en el fantasma oficial de la ciudad de México. Con el pelo suelto y la túnica flotante andaba en el aire nocturno, gritando por la suerte de sus hijos, los indios, a quienes ella había ayudado a destruir. Por cuatro siglos tuvo el privilegio de ser fiel, incansable “coco” de los niños mexicanos. 


(Tomado de: Benítez, Fernando - La ruta de Hernán Cortés. Lecturas Mexicanas #7, primera serie. Fondo de Cultura Económica, México, 1983)

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