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lunes, 4 de marzo de 2024

Prácticas sexuales en el México prehispánico

 


Prácticas sexuales en el México prehispánico


La historia la escriben los vencedores, como es bien sabido. Y si la visión del mundo de dichos vencedores condena lo que para los vencidos era aceptable y común, los vencedores pueden omitirlo durante siglos con la esperanza de que sea olvidado. Por otra parte, a veces pensamos que lo que es normal para nosotros, lo es para todos en todo el mundo. No tomamos en cuenta que, por ejemplo, los árabes no gustan de comer con cubiertos, sino con la mano, pero sólo la derecha, pues la izquierda se dedica a asuntos menos nobles como limpiar el trasero después de ir al baño.

Lo anterior viene a colación por el descubrimiento de un salón secreto en el Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México, con objetos prehispánicos que representan prácticas sexuales: figurillas fálicas o de sujetos masturbándose o realizando el coito, que fueron consideradas "impresentables". Recientemente, miles de visitantes acudieron al Museo del Templo Mayor para contemplar una escena nunca antes vista; un conjunto de figurillas que escenificaban a un hombre circuncidado que se masturbaba mientras contemplaba a una pareja de figuras masculinas en plena sodomización.

Se trata de la exposición "Semillas de vida", con más de 180 figuras que se exhibieron entre agosto y septiembre de 2014 en dicho recinto. Su curador, el arqueólogo Daniel Ruiz Cancino, explica que si bien la sexualidad era la unión de los opuestos como elementos fundamentales para la concepción del universo, el placer también debe haber jugado un papel muy importante para esos pueblos. Y es que de los antiguos mexicanos sabemos sobre sus sistemas numéricos, sus creencias religiosas y sus prácticas bélicas; pero ¿se ha preguntado cómo era la sexualidad en esos tiempos? Van aquí tres botones de muestra.

Masturbación y ritos de fecundación

Hay evidencia de que los mayas practicaban la masturbación ritual: la simiente humana era esparcida en la tierra para asegurar buenas cosechas -una especie de fecundación de la tierra, que era considerada como una deidad femenina. Una práctica muy cercana a la anterior es la del autosacrificio -estudiada, entre otros, por el antropólogo James E. Brady-, la cual consiste en pinchar o mutilar el pene con puntas de maguey a fin de que se riegue la sangre abundantemente en la tierra. Nombrarla autosacrificio no es gratuito: el dolor provocado, que debía soportarse estoicamente, era un regalo a los dioses para apelar a su benevolencia y recibir a cambio la fecundidad de la tierra y entre la gente. En Yucatán, se han hallado representaciones de personajes de los altos estamentos de la sociedad maya, algunos luciendo orgullosos las cicatrices de sus penes, resultado de las ceremonias de autosacrificio. En otras, como la figurilla de Santa Rita, se puede ver la realización de dichas ceremonia, que se celebraba frente a monumentos fálicos que también mostraban dichas cicatrices.

Por otro lado, en diversas partes de Mesoamérica se han hallado figurillas con falos prominentes -por ejemplo, el famoso huasteco de Yahualica, Hidalgo- y objetos de madera cuya forma hace pensar que se usaban como consoladores y que se describen pudorosamente como "efigies fálicas". Existe una figura proveniente de Jalisco que llama mucho la atención, pues la mano izquierda empuña el pene mientras que la derecha cubre el área del ano.

Homosexualidad y ritos de iniciación

La homosexualidad parece estar presente en todas las culturas prehispánicas, aunque con distintos matices. Por ejemplo, en el centro de México, dominado por la cultura mexica, no era bien vista; no así entre los mayas, pues era común que dichas relaciones formaran parte de los ritos de iniciación para acceder a la edad adulta.

Aquí es necesario recalcar que las nociones de homosexualidad y heterosexualidad de hoy no corresponden a la identidad de aquellos tiempos: para los antiguos mexicanos, la sexualidad no era una fuente de vergüenza o culpa, ni era vista con la única finalidad de multiplicarse como castigo al ser expulsados del paraíso; para ellos, la sexualidad y el erotismo eran formas de ordenar el universo, el cual tenía un lado masculino y uno femenino, tanto como existen un arriba y un abajo -por ejemplo, en los conceptos de mundo e inframundo. Estudios recientes sobre género en la Antigüedad demuestran que los conceptos occidentales sobre la inevitabilidad del género y el sexo como consecuencia de los rasgos biológicos no pueden ser aplicados universalmente.

Transgresión y castigo

A pesar de lo anterior, los pueblos prehispánicos tampoco eran una comuna hippie donde se practicaba el amor libre. Existían normas sociales estrictas cuyo rompimiento traía aparejados castigos que ahora nos resultarían impensables. Para algunos, ese castigo era una sentencia de muerte; pero para los mexicas, tan similares a los espartanos en muchos aspectos, la consecuencia era horrenda: en caso de adulterio, el marido agraviado tenía permitido al arrancar la nariz de los adúlteros a mordiscos. Y entre los purépechas, si el marido había sido asesinado por los adúlteros, el varón era quemado vivo mientras se le arrojaba agua con sal hasta que muriera.

Las razones que tenían para dichos comportamientos no eran las que podríamos pensar. No era un "ojo por ojo" o la sed de venganza, sino que buscaban restituir el equilibrio en el cosmos y la comunidad, dado que la presencia de un transgresor podía provocar desgracias como la muerte de niños, la pérdida de las cosechas o, incluso, propiciar el fin de una época de prosperidad. En este sentido, se sabe que el emperador Moctezuma mandó destruir un prostíbulo, pues sus transgresiones motivaron que los dioses permitieran la llegada de los españoles a sus tierras.


(Tomado de: Bicaalú. Año XIII, número 59. México,D. F., 2015)

viernes, 27 de noviembre de 2020

El baile de los 41, 1901


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¿HUBO 42 INVITADOS EN EL BAILE DE LOS 41?

El 19 de noviembre de 1901 los periódicos y las hojas informativas de México se regocijaron con una noticia que entonces resultaba escandalosa. La noche anterior, en una gran casa señorial ubicada en la calle de La Paz, hoy Ezequiel Montes, la Policía había llevado a cabo una redada particular, cuyo resultado fue por demás inesperado.

La tarde anterior, cuando no parecía haber nada que sacara de su tranquilidad a los policías que jugaban y platicaban en la comisaría de la zona, dos señoras se habían presentado ante ellos, presas de la indignación y la molestia. Recuperando la calma y el aliento, narraron la causa de su alteración: en una casa de la cuadra en la que vivían se preparaba una gran fiesta, de la que nadie había avisado y a la que nadie había dado permiso. Los policías, molestos por tener que interrumpir su aburrimiento, prometieron a las señoras mandar un oficial a revisar el asunto. Minutos después, las damas abandonaron la comisaría acompañadas de un representante de la ley, quien nunca imaginó lo que habría de encontrar.

Inexperto a causa del poco tiempo que tenía en la corporación, y quizás buscando un evento que lo hiciera quedar bien con sus jefes, el oficial sospechó de más ante lo que sus ojos encontraron cuando se asomó, sigiloso, por una de las ventanas: una montaña de ropa y diversas cajas le parecieron el camuflaje de un arsenal. Podía tratarse de un grupo que quisiera atentar contra el régimen, y que escondiera su actuar con la pantomima de una fiesta. Convencido, regresó apurando sus pasos hasta la comisaría, donde dio su parte trabajosamente, le faltaba el aliento.

Los oficiales reunieron el mayor número de policías posible, diseñaron el plan de acción y avisaron a los reporteros, tenía que quedar registro de la redada que se llevaría a cabo entrada la noche, tenía que recordarse su heroísmo. Valientes y ansiosos, nunca imaginaron que al derrumbar la puerta de la casa se encontrarían con una fiesta sumamente especial. Cuando entraron gritando y amenazando, con sus armas desenfundadas, se vieron rodeados por un grupo de hombres bebidos y contentos, la mitad de los cuales estaban disfrazados de mujeres. El silencio que se hizo fue sepulcral, acaso los reporteros estallaron en risas, antes de ser echados del lugar por los oficiales avergonzados.


En total, en la fiesta había cuarenta y dos hombres, todos pertenecientes a la clase alta del país, jóvenes ricos y presumidos que de día aceleraban los motores de sus coches por el rumbo de Plateros, como aseguraba una de las notas aparecidas durante los días siguientes. Pero lo más complicado del caso fue que, entre los detenidos acusados entonces por faltas a la moral, se encontraba Ignacio de la Torre, ni más ni menos que el yerno de Porfirio Díaz, uno de sus hombres más queridos y cercanos. Cuando el policía a cargo de la redada lo reconoció, el pánico se apoderó de él, su carrera podría terminarse de golpe. La única solución que pensó entonces fue sacar del lugar al muchacho, después de haberlo escondido en un clóset, llevarlo a su casa y negar que hubiera estado ahí aquella noche. Eso fue exactamente lo que hizo y eso fue también lo que convirtió a los cuarenta y dos en cuarenta y uno.

Los periódicos de la época, como hemos dicho, se dieron vuelo con la noticia, en la que, sin embargo, nunca apareció el yerno del dictador. Su presencia se convirtió en un rumor que corrió como pólvora en la sociedad de principios del siglo XX. Los policías no podían decir nada y los demás implicados en el asunto, los invitados a la fiesta, tampoco: habían sido enlistados en el ejército y enviados a Yucatán. Así fue como el número cuarenta y uno pasó a formar parte del imaginario colectivo mexicano para referirse a los homosexuales y el número cuarenta y dos para referirse a quienes niegan ser homosexuales, es decir, a quienes "no han salido del clóset".


(Tomado de: Marcelo Yarza - 101 Rumores y secretos en la historia de México, Editorial Grijalbo, Random House Mondadori, S.A. de C.V., México, D.F., 2008)