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lunes, 25 de agosto de 2025

Mexicanos y latinos en las guerras de Estados Unidos


 

Mexicanos y latinos en las guerras de Estados Unidos 


A lo largo de las décadas los mexicanos y los latinos han servido con honor en las guerras de Estados Unidos, aunque éstas se hagan impopulares entre la población norteamericana, como sucedió con las de Corea y Vietnam

Los mexicano-americanos y los latinos han sido siempre ciudadanos leales al país donde nacieron y trabajan, a pesar de que defienden con fiereza sus derechos, que combaten la discriminación y tienen un amor profundo por sus raíces culturales.

El Departamento de la Defensa (USDD, 1990) estima que de 1941 a 1945 entre un cuarto de millón y medio millón de latinos sirvieron en todos los frentes de la Segunda Guerra Mundial; en otras palabras, de 2.5 a por ciento del total de las fuerzas. Las cifras son imprecisas porque no se mantenían archivos diferenciados para los latinos, salvo para un regimiento especial de puertorriqueños. Si la cifra fuera la más alta, sería una proporción mayor que la de la población latina de entonces. 

Para aprovechar la extraordinaria habilidad hípica de los mexicano-americanos de California, durante la Guerra Civil, en 1863, se autorizó la formación de un batallón latino, el Primer Batallón de Caballería Nativa bajo el mando del mayor Salvador Vallejo. En total 469 mexicanos sirvieron en las cuatro compañías del Batallón en California y Arizona. 

Diego Archuleta (1814-1884) fue el primer Brigadier General del Ejército norteamericano, a cargo de la milicia nuevomexicana durante la Guerra Civil. Hijo de una familia acomodada, fue educado en Durango y diputado en el Congreso de México. Después de la Guerra con México, trató sin éxito de encabezar dos rebeliones en 1846 y 1847. Más tarde, juró lealtad al gobierno americano e ingresó al ejército. Fue nombrado agente indio de los Estados Unidos, puesto al que lo ratificó Lincoln después de la Guerra Civil. 

Se han entregado a latinos 38 medallas de honor, la mayor distinción que otorga el presidente a nombre del Congreso, por su heroísmo en el campo de batalla. Los mexicano-americanos han recibido el mayor número de estas medallas. La primera fue para David Barkley Cantú por sus actos durante la Primera Guerra Mundial. Fue reconocido oficialmente hasta 1989, porque al registrarse en el ejército ocultó su origen mexicano. En esos tiempos no lo hubieran aceptado para combatir. 

El 7 de diciembre de 1941 los japoneses comenzaron a bombardear Pearl Harbor. Al día siguiente las primeras muertes registradas fueron de dos mexicanos, Felipe Trejo, de Santa Fe, Nuevo México, y Epimenio Rubí, de Winslow, Arizona.

Guy Gabaldón, del cuerpo de marinos, tiene la distinción de haber ayudado a capturar mil japoneses en 1944, el mayor número que ningún soldado en todas las guerras de Estados Unidos. Gabaldón nació en Los Ángeles y fue adoptado por padres japoneses-americanos que le enseñaron japonés desde pequeño. Sus dos hermanos pelearon en Europa, mientras sus padres y hermana fueron enviados a un centro de concentración durante la guerra. Con su conocimiento de la lengua, Gabaldón convenció a los soldados japoneses de que se rindieran, a pesar de que tenían órdenes de pelear hasta el último hombre. Luego, los trató con gentileza. 

Durante la guerra de Corea participaron muchos mexicanos de los barrios de Laredo, San Antonio, Los Ángeles y Chicago en todas las unidades armadas entre 1950 y 1953. Nueve latinos recibieron la Medalla de Honor. Durante esa guerra se usaron por primera vez en los combates aviones de turborreactor. Uno de los "ases" (término usado desde la Primera Guerra Mundial para señalar a los pilotos que derribaban más de cinco aviones enemigos) fue el capitán Manuel J. Fernández. Voló en 125 misiones de combate y derribó quince aviones enemigos. Esto lo colocó en el lugar 60 de todos los ases sumados desde 1916. 

Los latinos participaron en la guerra de Vietnam en una proporción bastante mayor que la que tenían en la población, un 19 por ciento. Seis mil nombres están grabados en el muro que rememora en Washington a los muertos en Vietnam. 

Cerca del 4.5 por ciento de las fuerzas armadas norteamericanas son de origen latino y otro tanto son empleados civiles en todas las categorías. La partición va aumentando con lentitud.


(Tomado de: Diaz de Cossío, Roger; et al. Los mexicanos en Estados Unidos. Sistemas Técnicos de Edición, S.A. de C. V. México, D. F., 1997)

jueves, 24 de octubre de 2024

Población mexicana en Estados Unidos 1900-1930

 


Población mexicana en Estados Unidos 

Segundo periodo 1900-1930


La primera década: (1900)

La tasa de emigración aumentó durante los primeros diez años del siglo XX debido al desarrollo de los ferrocarriles y la agricultura en el suroeste de Estados Unidos. El crecimiento decenal de los inmigrantes en la década 1890-1900 fue todavía de dos dígitos, 16 mil, mientras en la década siguiente fue de tres, 119 mil, siete veces más.

Cambió el patrón de migración, los mexicanos, antes sólo presentes en los territorios que fueron de México, empezaron a desplazarse hacia Illinois y otros estados, llevados por la construcción del ferrocarril y por la necesidad de mano de obra en las industrias de esa área

La segunda década: (1910)

La Revolución Mexicana (1910-1920) que cubre los años de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), llevó a Estados Unidos la primera gran oleada de inmigrantes mexicanos. Dos razones se sumaron para inducir la emigración, la Revolución en México y las necesidades adicionales de mano de obra tanto en el campo como en las fábricas de Estados Unidos, por los que se iban a la guerra. Según los censos, México perdió casi un millón de habitantes entre 1910 y 1921. Se estima que menos de medio millón emigraron en ese periodo; los demás fueron los muertos de la Revolución. 

Por la Revolución Mexicana personas de clase media y alta abandonaron el país en esos años. Pocas de ellas se quedaron. En términos numéricos no fueron muchas, pero fueron relevantes por su calidad intelectual. Los que se quedaron no solo revitalizaron lo mexicano en la comunidad en campos de la cultura, sino que impulsaron el liderazgo ya que al contar con recursos tanto económicos como intelectuales, alcanzaron altas posiciones en la sociedad norteamericana y lograron educar mejor a sus hijos. Algunas familias de abolengo en San Antonio tiene sus orígenes en esos inmigrantes. 

La necesidad de mano de obra, a partir de 1916 cuando Estados inicia su participación en la guerra, acalló con rapidez el temor creciente que estaba motivando la migración mexicana en algunos sectores conservadores de la sociedad norteamericana. 

La Ley de Inmigración de 1917, que imponía un impuesto personal a los mexicanos, restringía la entrada a los analfabetas y concedía una estancia máxima de seis meses para los inmigrantes bajo contrato, fue objeto de fuertes protestas por los empleadores y las autoridades federales tuvieron que eliminar dicha restricciones, situación que prevaleció hasta 1921. 

Además, se incrementaron también las migraciones al medioeste, en particular hacia Illinois, Michigan, Ohio e Indiana donde había industria pesada y empacadoras de carne. Miles de trabajadores mexicanos fueron llevados a Chicago para romper la gran huelga de 1919. Así, el aumento decenal de migrantes en 1920 sobrepasa el doble del que hubo al final de la década anterior, como se puede observar en la tabla 2. En total, acumulados en la década 1910-1920 emigró cerca de un cuarto de millón de personas. 

La tercera década: (1920) 

Los mexicanos siguieron llegando en números crecientes durante la primera parte de la década, pese a que los restriccionistas habían creado para entonces un ambiente hostil hacia los inmigrantes. El flujo tanto legal como de indocumentados había crecido y era evidente que decenas de inmigrantes se habían asentado en aquel país, lo que alarmó a los angloamericanos conservadores que atacaron a los mexicanos con todo tipo de argumentos racistas. Los debates que se dieron en esos años en el congreso estadounidense fueron candentes y constituyeron el primer precedente de fuertes discusiones sobre la migración mexicana al más alto nivel legislativo. 

Sin embargo la Ley de Inmigración de 1924 se aprobó sin restringir la inmigración mexicana, porque los representantes de los intereses económicos no tenían la certeza de que dada las cuotas impuestas para la inmigración europea, se pudiera satisfacer sus necesidades de mano de obra. Las discusiones sobre la inmigración mexicana cesaron cuando las condiciones económicas cambiaron hacia la mitad de la década y se reiniciaron con fuerza a fines de 1929, por el comienzo de la Gran Depresión. 

Las cifras acumuladas son ya menores que en la década anterior, 16 mil en 1930 contra 258 mil en 1920. Por primera vez, desde que comenzó la emigración de dos dígitos en 1900, el crecimiento se redujo. (Columna 3 de la tabla 2.)


(Tomado de: Diaz de Cossío, Roger; et al. Los mexicanos en Estados Unidos. Sistemas Técnicos de Edición, S.A. de C. V. México, D. F., 1997)

sábado, 14 de noviembre de 2020

El telegrama Zimmermann, 1917


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El telegrama Zimmermann

En 1917, el gobierno alemán reconoce que la Primera Guerra Mundial está a punto de dar un giro de 180 grados. Por error, uno de sus submarinos ha torpedeado y hundido el RMS Lusitania, un barco de pasajeros con bandera inglesa en el que viajaba un enorme número de norteamericanos. La entrada de Estados Unidos en la Gran Guerra es cuestión de tiempo, a pesar de los intentos pacifistas del presidente Woodrow Wilson.

En los pasillos del lobby político-militar alemán se discuten enardecidamente las opciones que se tienen para impedir que Estados Unidos combata en territorio europeo. Después de dos largos y tensos días, el único camino que se reconoce como viable es llevar la guerra hasta América. El problema es que, para lograrlo, los alemanes necesitan un aliado del otro lado del Atlántico, un país capaz de enfrentar, con el apoyo alemán y en su propio continente, a los norteamericanos. Es así como el nombre de México se baraja y, finalmente, se opta por tender un puente con el gobierno revolucionario de Venustiano Carranza. La propuesta cruza el océano encriptada en el famoso telegrama Zimmermann, cuyo contenido fue cifrado en series de cuatro y cinco números.

La propuesta de los alemanes no dejaba lugar a dudas, como demuestra la traducción del telegrama enviado por el gobierno teutón a Von Eckardt, quien debería entregarlo al presidente de México:

"Nos proponemos comenzar el primero de febrero la guerra submarina, sin ningún tipo de restricción. Sin embargo, nos esforzaremos por hacer lo suficiente para mantener la neutralidad de Estados Unidos de América. En caso de no alcanzar este objetivo, proponemos a México una alianza basada en los siguientes puntos: hacer la guerra de manera conjunta y declarar juntos la paz. Nosotros [Alemania] aportaremos la ayuda financiera que sea necesaria y nos comprometemos a la reconquista de México de los territorios perdidos de Nuevo México, Texas y Arizona. Los detalles del acuerdo quedan a su discreción [la de Von Eckardt]. Usted será el encargado de discutir con el presidente mexicano lo dicho, tan pronto como el estallido de la guerra con Estados Unidos de América sea un hecho seguro. Debe, además, sugerirle que invite a Japón a adherirse a este plan, ofreciéndose como mediador entre Japón y nosotros. Hágale notar [al presidente de México] que el uso despiadado de nuestros submarinos hace previsible que Inglaterra pida la paz durante los próximos meses."

Para los germanos su plan no podía fallar, sin embargo, no contaban con dos cuestiones fundamentales que, a la postre, serían las determinantes. La primera, que México no bien había terminado con la violencia revolucionaria, por lo que el gobierno de Carranza estaba más preocupado por los conflictos nacionales que por los internacionales. La segunda, que el medio utilizado para enviar el telegrama Zimmermann no fue del todo seguro, de modo que los ingleses y los norteamericanos conocieron su contenido aun antes que el gobierno de nuestro país.

El telegrama, que incluso fue interceptado en dos ocasiones -por los criptógrafos Nigel de Grey y William Montgomery, miembros de la inteligencia inglesa Room 40, y por un espía denominado Señor H, quien lo obtuvo en la oficina de telégrafos de la ciudad de México-, podía haber cambiado la historia del mundo si hubiera alcanzado su cometido. Pero México no hizo caso a la propuesta de los alemanes, quienes además hubieron de enfrentar las consecuencias de sus intenciones, más cuando el telegrama, que había sido entregado por el almirante Hall al ministro de Relaciones Exteriores inglés, Arthur J. Balfour, quien se lo envió al embajador estadounidense en Inglaterra, Walter Page, llegó a las manos de Woodrow Wilson, precipitando la entrada de los norteamericanos en la guerra hasta entonces continental.

(Tomado de: Marcelo Yarza - 101 Rumores y secretos en la historia de México, Editorial Grijalbo, Random House Mondadori, S.A. de C.V., México, D.F., 2008)

martes, 29 de octubre de 2019

Muerte de Porfirio Díaz, 1915


TRÁNSITO SERENO DE PORFIRIO DÍAZ

Por abril o mayo de 1915 don Porfirio y Carmelita volvieron a París. Mejor dicho, volvió entonces a París todo el pequeño núcleo de la familia: ellos dos, los Elízaga, los Teresa, y Porfirito con su mujer y sus hijos. La explosión de la Guerra Mundial los había sorprendido mientras veraneaban en Biarritz y en San Juan de Luz, y a casi todos los había obligado a quedarse en las playas del sur de Francia el resto del año de 1914 y los cuatro primeros meses de 1915.
En París don Porfirio reanudó su vida de las primaveras anteriores. Fue a ocupar con Carmelita —y los Elízaga, como de costumbre— su departamento de la casa número 28 de la Avenida del Bosque.
Todas las mañanas, entre nueve y diez, salía a cumplir el rito de su ejercicio cotidiano, que era un paseo, largo y sin pausas, bajo los bellísimos árboles de la avenida. Generalmente lo acompañaba Porfirito; cuando no, Lila; cuando no, otro de los nietos o el hijo de Sofía. Su figura, severa en el traje y en el ademán, había acabado por ser a esa hora una de las imágenes características del paseo. Cuantos lo miraban advertían, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse, sino para aparecer más erguido. Porque siempre usaba su bastón de alma de hierro y puño de oro, tan pesado que los amigos solían sorprenderse de que lo llevara. “Es mi arma defensiva”, contestaba sonriente y un poco irónico.
Cada semana o cada quince días, Porfirito alquilaba caballos en la Pensión de la Faissanderie, próxima a la casa, y entonces, montados los dos, prolongaban el paseo hasta el interior del bosque. Aquellas caminatas, lo mismo que las otras, le sentaban muy bien: le vigorizaban su salud, ya bastante en declive, de hombre de ochenta y cinco años; le entonaban el cuerpo; le alegraban el espíritu.
Por las tardes, salvo que hubiera que corresponder alguna visita, se quedaba en casa. Era la hora de escuchar las noticias de los periódicos, que le leía el Chato, y de escribir o dictar cartas para los amigos que todavía no lo olvidaban. Porfirito llegaba a poco, y entonces era éste el encargado de la lectura, o, juntos los dos, o los tres —y a veces también con algún amigo—, estudiaban la marcha de la guerra y veían en unos mapas plantados de banderitas blancas y azules las posiciones de los ejércitos.
De la colosal contienda europea, a don Porfirio sólo le interesaba lo estrictamente militar, y esto en sus fases de carácter técnico. Sobre el posible resultado humano y político, ni una palabra. No tenía preferencias por unos ni por otros, o, si las tenía, las callaba, acaso por iguales sentimientos de gratitud hacia franceses, ingleses y alemanes, que lo habían recibido con análogos extremos de cordialidad. Francia lo acogió con los brazos abiertos; el Kaiser le pidió que viniera a sentarse a su lado; en el Cairo, lord Kitchener lo recibió oficialmente en nombre del gobierno inglés.
Un día a la semana su distracción eran los nietos, a quienes profesaba cariño profundo, si bien un poco reservado y estoico. Porfirito, que vivía en Neuilly llegaba con ellos desde por la mañana, para alargarles la estancia con el abuelo. Aunque Lila se mostraba siempre la más afectuosa, él prefería al primogénito, que era el tercer Porfirio.
Por las mañanas, o por las tardes —o a comer con él, con Carmelita y los Elízaga—, a menudo venía también María Luisa, la otra cuñada a quien acompañaba a veces su hijo José. Lo visitaban con asiduidad Eustaquio Escandón, Sebastián Mier, Fernando González, la señora Gavito. De cuando en cuando se presentaba algún otro mexicano de los que vivían en París o que por allí pasaban.
Carmelita lo acompañaba siempre, salvo en la hora del ejercicio matinal. Se desayunaban a las ocho, comían a la una, cenaban a las nueve, se acostaban a las diez. Como el departamento no era muy grande —se componía de un recibimiento, una sala, un comedor, dos baños, cuatro alcobas— aquella vida, sosegada y uniforme, transcurría en una atmósfera de constante intimidad y de un sabor netamente mexicano. Porque a toda hora se entretejía allí con la vida diaria, en lo importante y en lo minúsculo, la imagen de México, y aun había presencias accesorias y otras, mudas, que la evocaban. El cocinero, el criado, las recamareras eran los mismos que con don Porfirio habían salido al destierro desde la calle de Cadena. Algunos de los muebles habían estado en Chapultepec.
También las conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad actual, sino de un México convertido en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era la Noria, eran matices o anécdotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que se había quedado atrás. Sonriendo recordaba él al viejo Zivy asomado a la puerta de “La Esmeralda” y diciéndole a sus empleados: “Pongan el cronómetro a las ocho menos tres minutos: allí viene el coche de don Porfirio.” A veces comentaba alguna frase de don Matías Romero, o de Justo Sierra, o lo que en tal ocasión había tenido que hacer Berriozábal, o Riva Palacio. De lo del día, de la lucha regeneradora o asoladora —unos se lo insinuaban de un modo, otros de otro—, no había para qué hablar. En esto su juicio era terminante: “Será buen mexicano —decía— quienquiera que logre la prosperidad y la paz de México. Pero el peligro está en el yanqui, que nos acecha.” De allí no había quien lo sacara ni quien se saliera. Sólo un suceso le merecía juicios en voz alta: el crimen de Victoriano Huerta. Lacónico, lo declaraba execrable; y concluía luego, para no dar tiempo a más amplias opiniones: “¡Pobre Félix!
A mediados de junio empezó a sentirse mal. Le sobrevino la misma desazón de dos años antes en Biarritz, la misma fatiga, los mismos amagos de bronquitis y de resequedad en la garganta. Pero ahora lo acometían más fuertes mareos al mover súbitamente la cabeza y se le nublaba más lo que estaban viendo sus ojos. Le zumbaban los oídos al grado de ahuyentarle el sueño. Se le dormían los dedos de las manos y de los pies.
Por de pronto no hizo caso: su hábito le ordenaba no enfermarse. Luego, consciente de que su malestar se acentuaba, mandó llamar al doctor Gascheau, un médico del barrio, que ya lo había atendido de alguna otra dolencia, ésa más leve, y que le inspiraba confianza y simpatía.
A él Gascheau le dijo que aquello no era nada: el cansancio natural de los años; convenía evitar todo ejercicio, todo esfuerzo; debía descansar más. Pero a Carmelita y Porfirito el médico no les disimuló lo que ocurría: era la arteriosclerosis en forma ya bastante aguda. Como dos años antes en Biarritz, quizá el enfermo se sobrepusiera y se aliviara; pero había más probabilidades de que eso no sucediese.
Don Porfirio dejó de salir. Ahora se estaba sentado en una silla que le ponían junto a la ventana. Desde allí miraba los árboles de la avenida, que diariamente lo habían acompañado en sus paseos. Se entretenía en escribir, de su puño y letra, una que otra carta. Le contaba a Teodoro Dehesa los detalles de su mal. Cansado o absorto, volvía la vista hacia la ventana; contemplaba las puestas del sol.
Cerca de él siempre, Carmelita le conversaba para distraerlo. Procuraba que los temas, variando, lo interesaran. Esfuerzos inútiles; a poco de abordar ella cualquier asunto, el pensamiento de don Porfirio y sus palabras ya estaban en Oaxaca o en la Noria. “¡Cómo le gustaría volver!” “Allá le gustaría descansar y morir.
El cuidado por el enfermo aumentó las visitas pero se procuraba abreviarlas para que no lo fatigase. Él pedía que le trajeran a los nietos y que los tuvieran jugando allí: eso no lo cansaba. Llegaba Lila con sus halagos; venía el segundo Porfirito a dejarse querer. Había un recién nacido; Luisa, la nuera, se acercaba a la silla, le ponía en las piernas al niño, y entonces él se quedaba mirándolo en ratos de profunda contemplación.
Para ocultar un poco la inquietud —porque todos estaban inquietos y temían revelarlo— Porfirito y Lorenzo comentaban entre sí la guerra, o con Carmelita, o con Sofía, o con María Luisa, o con José. Don Porfirio atendía unos instantes y luego tornaba a su obsesión: “¿Que noticias había de Oaxaca?” “Otros años, por esa época, la caña de la Noria ya estaba así” —aseguraba levantando la mano—. Se detenía en el recuerdo de su madre y de su hermana Nicolasa, o evocaba conversaciones y escenas de tiempos ya muy remotos: “Borges, el segundo marido de Nicolasa, le había dicho una vez esto o aquello.
El 28 de junio tuvo que guardar cama, pero no porque algo le doliera o le quebrantara particularmente, sino porque su desazón, su fatiga eran tan grandes que apenas si le dejaban ánimos de hablar. El hormigueo de los brazos, la sensación de tener como de corcho los dedos de las manos y de los pies, le atacaban ahora más a menudo. Procuraba no mover bruscamente la cabeza para no desvanecerse.
Gascheau, que venía a mañana y tarde, le dijo que sólo eran trastornos de la circulación; que si se sentía mejor en la cama, le convenía no levantarse; acostado sentiría menos los desvanecimientos y no se le nublarían tanto los ojos. “ —comentaba él, con acento de quien todo lo sabe—: la circulación”, y paseaba la vista por sobre cada uno de los presentes, para quienes, en apariencia, todo seguía igual. Porque realmente sólo los accesos de tos, por la resequedad de la garganta, parecían ser algo mayores.
Cuando se iba el médico, don Porfirio decía, dirigiéndose a Carmelita, la cual no lo dejaba ya ni un instante: “Es la fatiga de ¡tantos años de trabajo!
El día 29, hablando a solas con Porfirito, Gascheau advirtió que el final podía producirse dentro de unos cuantos días o dentro de unas cuantas horas. El abatimiento físico, no el moral, empezaba a adueñarse de don Porfirio, que ya casi no se movía en su cama. Ahora tenía mareos continuos, y la resequedad de su garganta se había convertido en molestia permanente.
Esa mañana pidió que viniera un sacerdote. Por la tarde le trajeron uno, español —de la iglesia de Saint-Honoré l’Eylau—, al cual dijo que quería confesarse. Hizo confesión y en seguida se habilitaron altar y capilla para que comulgase. Además de aquel sacramento, recibió ese día la bendición apostólica, que le trajo el padre Carmelo Blay, un sacerdote mexicano del Colegio Pío Latino de Roma, a quien él conocía. Don Porfirio manifestó extraordinaria beatitud al verlo y puso visible atención a las sagradas palabras. El padre Carmelo Blay también lo ungió con los santos óleos.
A media mañana del 2 de julio la palabra se le fue acabando y el pensamiento haciéndosele más y más incoherente. Parecía decir algo de la Noria, de Oaxaca. Hablaba de su madre: “Mi madre me espera.” El nombre de Nicolasa lo repetía una y otra vez. A las dos de la tarde ya no pudo hablar. Era una como parálisis de la lengua y de los músculos de la boca. A señas, con la intención de la mirada, procuraba hacerse entender. Se dirigía casi exclusivamente a Carmelita. “¿Cómo?” “¿Qué decía?” “¡Ah, sí: la Noria!” “¿Oaxaca?” “Sí, sí: Oaxaca; que allá quería ir a morir y a descansar.
Se complació oyendo hablar de México: hizo que le dijeran que pronto se arreglarían allá todas las cosas, que todo iría bien. Poco a poco, hundiéndose en sí mismo, se iba quedando inmóvil. Todavía pudo, a señas, dar a entender que se le entumecía el cuerpo, que le dolía la cabeza. Estuvo un rato con los ojos entreabiertos e inexpresivos conforme la vida se le apagaba.
Perdió el conocimiento a las seis. Por la ventana entraba el sol, cuyos tonos crepusculares doraban afuera las copas de los castaños: los rayos, oblicuos, encendían los brazos y el asiento de la silla y casi atravesaban la estancia. Era el sol cálido de julio; pero él, vivo aún, tenía ya toda la frialdad de la muerte. Carmelita le acariciaba la cabeza y las manos; se le sentían heladas.
A las seis y media expiró, mientras a su lado el sol lo inundaba todo en luz. No había muerto en Oaxaca, pero sí entre los suyos. Rodeaban su cama Carmelita, Porfirito, Lorenzo, Luisa, Sofía, María Luisa, Pepe, Fernando González y los nietos mayores.
Se llenó la casa con funcionarios de la República Francesa y con delegados de la ciudad de París. Vino el jefe del cuarto militar del presidente Poincaré; se presentó el general Niox, que había recibido a don Porfirio a su llegada a Francia y le había puesto en las manos la espada de Napoleón; desfilaron comisiones de los ex combatientes. Acababa de morir algo más que una persona ilustre: el pueblo de Francia rendía homenaje al hombre que por treinta años había gobernado a otro pueblo; el ejército francés traía un saludo para el soldado que medio siglo antes había sabido combatirlo. Pero eso era el valor oficial: el duelo íntimo quedaba reservado para el país remoto y presente. Porque lo más de la colonia mexicana de París acudió en el acto trayendo su reverencia, y otros hijos de México, al conocer la noticia, llegaron desde Londres, desde España, desde Italia.
Quiso Carmelita que se hicieran honras fúnebres. El servicio religioso, a la vez solemne y modesto, se celebró en Saint-Honoré l'Eylau, y allí quedó depositado el cadáver en espera de su tumba definitiva. Año y medio después se sacaron los despojos para llevarlos al cementerio de Montparnasse. El sepulcro es una capilla pequeña, en cuyo interior, sobre una losa a modo de ara, se ve una urna de cristal que contiene un puño de tierra de Oaxaca. Por fuera, en lo alto, hay inscrita un águila mexicana, y debajo del águila un nombre compuesto de dos palabras.
Rugía en México la lucha entre Venustiano Carranza y Francisco Villa. El 2 de julio Carranza recibió en Veracruz un telegrama que lo apartó un momento de las preocupaciones de la contienda. El mensaje venía de Nueva York y, conciso, decía así:

Señor Venustiano Carranza, Veracruz: Prensa anuncia estos momentos hoy siete de la mañana murió en Biarritz el general Porfirio Díaz. —Salúdolo afectuosamente.— Juan T. Burns.”

México, septiembre de 1938.

(Tomado de: Guzmán Burgos, Francisco (Selección y notas) -Martín Luis Guzmán, Textos narrativos. Material de Lectura #49. Serie Cuento Contemporáneo. Dirección General de Difusión Cultural/UNAM. México, D.F., s/f)