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domingo, 7 de enero de 2024

Rosario Castellanos

 


Rosario Castellanos

Intelectual feminista y gran escritora


Las protagonistas 


Ricardo Cruz García | Historiador


"Cáite cadáver", suelta emocionada Rosario al escribirle a su futuro esposo, Ricardo Guerra, para contarle que conoció en París, gracias a Octavio Paz, a la voz viva del feminismo en el mundo occidental, Simone de Beauvoir, y al padre de la existencialismo, el filósofo Jean-Paul Sartre. Era 1951 y una de las más reconocidas feministas mexicanas del siglo XX, aparte de grandiosa escritora, se encontraba frente a frente con dos de los más célebres intelectuales franceses de la época.

Ese encuentro marcaría a Rosario de por vida, pues sus trabajos estarían influidos por la obra de Beauvoir, autora del famoso ensayo El segundo sexo (publicado por la prestigiosa editorial Gallimard en 1949), del que aún hoy resuena la frase que resume la visión de la francesa: "No se nace mujer: llega una a serlo."

Rosario Castellanos Figueroa nació en Ciudad de México el 25 de mayo de 1925, aunque su infancia y parte de su adolescencia las pasó en la hacienda de su familia en Comitán, Chiapas, un pueblo cerca de la frontera con Guatemala en donde atestiguó las condiciones de vida de los indígenas de la región, así como su arraigada cultura.

En 1941, con apenas dieciséis años, la encontramos de nuevo en la capital mexicana. Aquí continuó su educación y más tarde estudió derecho, carrera que luego abandonó para adentrarse en la literatura y la filosofía. De acuerdo con la historiadora Gabriela Cano, en 1948 Castellanos empezó a trabajar en su tesis para obtener el grado de maestra en Filosofía, la cual llevaría el título Sobre cultura femenina, un luminoso ensayo sobre la marginación de la mujer en la cultura occidental que, pese a su valiosa aportación al debate intelectual de la época en torno a la condición femenina, se mantuvo casi en el olvido por más de medio siglo, hasta que el Fondo de Cultura Económica lo rescató en 2005.

Casualmente, justo en ese año en que Rosario inició su trabajo de tesis Simone de Beauvoir estaba de viaje en México, acompañada de su amante, el escritor estadounidense Nelson Algren, con quien entre mayo y julio visitó ruinas arqueológicas, sitios históricos y museos, además de ciudades como Mérida, Morelia, Puebla y la capital del país. Seguramente ninguna de las dos imaginaba que pocos años después se saludarían en París.

En 1950 Castellanos se tituló como maestra en Filosofía y después regresó a Chiapas. Tras una estancia como becaria en la Universidad Complutense de Madrid, España, volvió a México y se convirtió en promotora cultural del Instituto de Ciencias y Artes chiapaneco, con sede en Tuxtla Gutiérrez. Más tarde se estableció en San Cristóbal de las Casas e ingresó como docente a la Universidad Autónoma de Chiapas, al tiempo que colaboraba en el Instituto Nacional Indigenista.

El año de 1957 marcó el despegue de Rosario como escritora reconocida, luego de la publicación de su primera novela Balún Canán (que alude al nombre maya de Comitán), una obra con tintes autobiográficos que retrata un mundo dividido por el conflicto entre los terratenientes blancos y los indígenas explotados.

Rn 1958 se casó con el filósofo Ricardo Guerra y se estableció en Ciudad de México. En los sesenta hizo de la Universidad Nacional su centro de estudio, reflexión y trabajo. Bajo el rectorado de Ignacio Chávez, se encargó de la jefatura de Información y Prensa de dicha casa de estudios, aparte de impartir cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras y redactar semanalmente su artículo para el Excélsior.

En 1960 salió a la luz su colección de cuentos Ciudad Real; en 1962, su segunda novela, Oficio de tinieblas, y dos años más tarde su libro de relatos Los convidados de agosto. Asimismo, en esa década fue invitada como profesora huésped a universidades de Estados Unidos. A su regreso a México en 1967, fue designada Mujer del Año. En ese tiempo también se divorció de Guerra.

En 1971 tuvo que dejar la UNAM para cumplir con el cargo de embajadora de México en Israel. Establecida en Tel Aviv, llevaba a cabo su labor diplomática, daba cátedra en la Universidad Hebrea de Jerusalén y continuaba con la publicación de sus obras, entre ellas Poesía no eres tú y Mujer que sabe latín..., así como con sus colaboraciones para Excélsior. Sin embargo, nunca volvería a pisar suelo mexicano, pues un trágico accidente derivado de una descarga eléctrica terminó con su vida el 7 de agosto de 1974.

Intelectual comprometida, gran representante de una visión del feminismo mexicano del siglo XX, magnífica escritora, sus restos descansan en la Rotonda de las Personas Ilustres de la capital del país.



(Tomado de: Cruz García, Ricardo. Las protagonistas: Rosario Castellanos. Relatos e historias en México, año 12, número 135. Ciudad de México, 2019)

lunes, 22 de noviembre de 2021

José Gaos

 


Nació en Gijón, España, en 1900; murió en la Ciudad de México en 1969. Hizo sus estudios en el Colegio de Santo Domingo en Oviedo y en las universidades de Valencia, Madrid y Montpellier. De 1933 a 1936 fue director del período preparatorio de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, y rector de ésta de 1936 a 1938, en que llegó a México. Fue catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y miembro de El Colegio de México. Sus obras: La filosofía de Maimónides y Dos ideas de la filosofía (junto con F. Larroyo) (1940); Antología filosófica (1941); El pensamiento hispanoamericano (1944); Pensamiento español, Pensamiento de lengua española, Antología del pensamiento de lengua española y Dos exclusivas del hombre (1945); Filosofía de la filosofía y Tratados de Gamarra (1947); Filosofía del entendimiento de Bello (1948); Un método para resolver los problemas de nuestro tiempo y Escritores místicos españoles (1949); Introducción a Heidegger (1951); En torno a la filosofía mexicana (1952-1953); Filosofía mexicana en nuestros días (1954); La filosofía en la Universidad (1956-1957); Sobre Ortega y Gasset (1957); Confesiones profesionales y Discurso de filosofía (1958); Introducción a la fenomenología, Sobre enseñanza y educación, Museo de filósofos y Orígenes de la filosofía y de su historia (1960); Las críticas de Kant, Filosofía contemporánea y De la filosofía (1962).

Tradujo, además, obras fundamentales de R. Odebrecht, M. Scheler, E. Husserl, B. Grothuysen, W. Dilthey, W. Jaeger, J. Wahl, H. Heidegger, K. Jaspers, L. Levelle, N. Abagnano, y N. Hartmann. Gaos fue discípulo de Ortega y Gasset y de Manuel García Morente. Tuvo, a su vez, distinguidos discípulos mexicanos e influyó profundamente en la enseñanza de la filosofía. La UNAM y el Fondo de Cultura Económica le rindieron un homenaje póstumo en Dianoia, Anuario de Filosofía, 1970. Escribieron Augusto Salazar Bondy, Alain Guy, Udo Rukser, José Luis Abellán, Bernabé Navarro, Justino Fernández, Vera Yamuni, Luis Recaséns Siches y Patrick Romanell. En 1971, El Colegio de México publicó Nuestra idea del mundo.


(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen V, - Gabinetes - Guadalajara)

lunes, 15 de junio de 2020

Temor a la muerte, angustia de vivir

TEMOR A LA MUERTE. ANGUSTIA DE VIVIR

¿Dónde es, corazón mío, el sitio de mi vida?
¿Dónde es mi verdadera casa?
¿Dó mi mansión precisa está?
¡Yo sufro aquí en la tierra!


Cantares mexicanos
Trad. de Ángel María Garibay K.


LA CALAVERA como motivo plástico, una fantasía popular que desde hace milenios se deleita en la representación de la muerte, como el Renacimiento y el barroco en la de los angelillos y cupidos: esto fue una tremenda sorpresa y casi un trauma para los visitantes de la Exposición del Arte Mexicano en París. Se paraban ante la estatua de Coatlicue, diosa de la tierra y de la vida, que lleva la máscara de la muerte; contemplaban el cráneo de cristal de roca -uno de los minerales más duros-, tallado por un artista azteca, en innumerables horas de trabajo, con un asombroso dominio del oficio; miraban los grabados de los dibujantes populares, Manilla y Posada, que recurrían a esqueletos para comentar los sucesos sociales y políticos de su tiempo. Se enteraban de que en México hay padres que el 2 de noviembre regalan a sus niños calaveras de azúcar y chocolate en las cuales está escrito con letras de azúcar el nombre de la criatura, y que ésta se come encantada el dulce macabro, como si fuera la cosa más natural del mundo. Les fascinaba un arte popular que confeccionaba con materiales muy humildes, con tela, madera, barro y hasta con chicle, unos muñecos en forma de esqueletos, ataviados con abigarradas prendas, juguetes muy comunes y queridos por el pueblo… Paul Rivet, en una crónica sobre la exposición, habla de “motivos inesperados” y pregunta: “¿Qué decir de esos muñecos que representan una pareja de recién casados en traje de boda y son en realidad una pareja de esqueletos?” Pregunta en la que se vislumbra, además de asombro, un dejo de espanto. El europeo, para quien es una pesadilla pensar en la muerte y que no quiere que le recuerden la caducidad de la vida, se ve de pronto frente a un mundo que parece libre de esta angustia, que juega con la muerte y hasta se burla de ella… ¡Extraño mundo, actitud inconcebible!

El México antiguo no conocía el concepto del infierno. Es posible y hasta probable que en el subconsciente del pueblo, sobre todo del pueblo indígena, siga viviendo todavía el oscuro recuerdo de un más allá abierto aun al pecador. El hecho en sí es el mismo en todas partes, pero la concepción de la muerte es otra. La imagen del esqueleto con la guadaña y el reloj de arena, símbolo de lo perecedero, es en México de importación: en los casos en que se la acoge -por ejemplo, en las representaciones de la danza macabra-, se adapta, en seguida, y se aclimata, se mexicaniza, como lo vemos en Manilla y Posada. Xavier Villaurrutia, cuya poesía gira, casi enteramente, en torno a la muerte, escribió alguna vez: “Aquí se tiene una gran facilidad para morir, que es más fuerte en su atracción conforme mayor cantidad de sangre india tenemos en las venas. Mientras más criollo se es, mayor temor tenemos por la muerte, puesto que eso es lo que se nos enseña”. La carga psíquica que da un tinte trágico a la existencia del mexicano, hoy como hace dos y tres mil años, no es el temor a la muerte, sino la angustia ante la vida, la conciencia de estar expuesto, y con insuficientes medios de defensa, a una vida llena de peligros, llena de esencia demoníaca.

La íntima convicción del indio de que la vida es sufrimiento, de que el sumiso y débil es víctima de la brutalidad del fuerte -aquello que Roualt expresó al poner debajo de uno de los grabados de Miserere et Guerre la sentencia de Plauto “El hombre es el lobo del hombre”- hizo que el arte religioso del México colonial adoptara con verdadera pasión y tratara en mil conmovedoras variantes el tema del cristo martirizado, cuyo cuerpo, fustigado por inhumanos verdugos, chorrea sangre de mil pavorosas heridas. Es significativo que estas representaciones abunden en el siglo XVIII, siglo en que el indio y el mestizo, ejecutantes casi siempre anónimos, empiezan a imprimir al arte religioso su carácter y mentalidad. Y el hecho de encontrarse estas esculturas y pinturas sobre todo en las humildes iglesias pueblerinas, en aldeas de población indígena al margen de las influencias de la civilización urbana, admite la conclusión de que el martirio que el hombre inflige al hombre es una experiencia honda y primordialmente arraigada en el mundo sentimental del indio; y que el Cristo torturado es tan particularmente adorable para él porque siente su tortura como algo muy suyo. No cabe duda de que tal “patetismo del dolor material” -permítaseme citar esta frase de Werner Weisbach (El arte del barroco)- procede del realismo, o más bien, del verismo español, que se complace “en recargar la idea de la vida con imágenes de lo sangriento, terrible y espantoso”. Pero tampoco hay duda de que México se apoderó del tema con intenso fervor -comparable al fervor con el que se adueñó del estilo churrigueresco para dotarlo de la pompa y exuberancia que corresponde a su propia idiosincracia- y que el Nazareno colonial no es una simple variante del español, sino creación independiente, obra de una sensibilidad específicamente mexicana. “En los Cristos misérrimos de aullidos, de sudor y de sangre, encontramos, con la puntualidad infalible de lo extraordinario, gran parte de la dramática mitología indígena anidando, con forzado confort, en la exigua y lamentable imagen de la aldea”, dice Cardoza y Aragón, (Pintura mexicana contemporánea).

Angustia de vivir. Recordemos las palabras que el padre nahua decía a su hijita cuando ésta llegaba a la edad de seis o siete años: “...Aquí en la tierra es lugar de mucho llanto, lugar donde… es bien conocida la amargura y el abatimiento. Un viento como de obsidianas sopla y se desliza sobre nosotros… no es lugar de bienestar en la tierra, no hay alegría, no hay felicidad” (Códice Florentino, lib. VI, trad. de Miguel León-Portilla).

(Francisco Goitia: Tata Jesucristo)

Y recordemos también la obra maestra de un pintor de nuestros días, Tata Jesucristo de Francisco Goitia, quien, hablando de las dos mujeres representadas en su cuadro, dice: “Están llorando lágrimas de nuestra raza, penas y lágrimas nuestras, diferentes de las de los otros. Toda la congoja de México está en ellas”. Lo que las hace sollozar es la vida, el dolor de la vida, la incertidumbre que es la vida del hombre en la tierra.

El México antiguo no temblaba ante Mictlantecuhtli, el dios de la muerte; temblaba ante esa incertidumbre que es la vida del hombre. La llamaban Tezcatlipoca.

(Tomado de: Westheim, Paul - La Calavera. Traducción de Mariana Frenk. Lecturas Mexicanas #91, primera serie. Fondo de Cultura Económica, México, 1985)