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lunes, 7 de octubre de 2024

La lengua mexicana



Las lenguas de América, dice Paw, son tan estrechas y escasas de palabras, que no es posible explicar en ellas ningún concepto metafísico. “No hay ninguna de estas lenguas en que se pueda contar arriba de tres. No es posible traducir un libro, no digo en las lenguas de los algonquines y de los guaranís o paraguayos, pero ni aun en las de México o del Perú, por no tener un número suficiente de términos propios para enunciar las nociones generales."
Cualquiera que lea estas decisiones magistrales de Paw, se persuadirá sin duda que decide así después de haber viajado por toda la América, de haber tratado con todas aquellas naciones y haber examinado todas sus lenguas. Pero no es así. Paw sin salir de su gabinete de Berlín, sabe las cosas de América mejor que los mismos americanos, y en el conocimiento de aquellas lenguas excede a los que las hablan.


Yo aprendí la lengua mexicana y la oí hablar a los mexicanos muchos años, y sin embargo, no sabía que fuera tan escasa de voces numerales y de términos significativos de ideas universales, hasta que vino Paw a ilustrarme. Yo sabía que los mexicanos pusieron el nombre centzontli (400), o más bien el de centzontlatale (el que tiene 400 voces) a aquél pájaro tan celebrado por su singular dulzura y por la incomparable variedad de su canto. Yo sabía también que los mexicanos contaban antiguamente por xiquipili, así las almendras de cacao en su comercio como sus tropas en la guerra; que xiquipili valía ocho mil, y así para decir que un ejército se componía, por ejemplo, de cuarenta mil hombres, decían que tenía cinco xiquipili.


Yo sabía, finalmente, que los mexicanos tenían voces numerales para significar cuantos millares y millones querían; pero Paw sabe todo lo contrario y no hay duda que lo sabrá mejor que yo, porque tuve la desgracia de nacer bajo un clima menos favorable a las operaciones intelectuales. Sin embargo, quiero, por complacer la curiosidad de mis lectores, poner abajo la serie de los nombres numerales de que se ha valido siempre los mexicanos, en la cual se ve que los que, según dice Paw, no tenían voces para contar más que tres, a pesar suyo las tienen para contar por lo menos cuarenta y ocho millones. Del mismo modo podemos convencer el error de [Charles-Marie de] La Condamine y Paw en otras muchas lenguas de América, aun de aquellas que se han reputado las más rudas, pues se hallan actualmente en Italia personas experimentadas de aquel Nuevo Mundo y capaces de dar plena noticia de más de sesenta lenguas americanas; pero no queremos cansar la paciencia de los lectores. Entre los materiales recogidos para esta mi obra, tengo los nombres numerales de la lengua araucana, que a pesar de de ser la lengua de una nación más guerrera que civil, tiene voces para explicar aun millones.


No es menor el error de Paw en afirmar que son tan escasas las lenguas americanas, que no son capaces de explicar un concepto metafísico, lección que aprendió de La Condamine. “Tiempo, dice este filósofo hablando de las lenguas de los americanos, duración, espacio, ser, sustancia, materia, cuerpo. Todas estas palabras y otras muchas no tienen voces equivalentes en sus lenguas, y no sólo los nombres de los seres metafísicos, pero ni aun de los seres morales, pueden explicarse por ellos sino impropiamente y por largos circunloquios”. Pero La Condamine sabía tanto de las lenguas americanas como Paw, y tomó sin duda este informe de algún hombre ignorante, como sucede frecuentemente a los viajeros. Estamos seguros de que muchas lenguas americanas no tienen la escasez de voces que piensa La Condamine; pero omitiendo por ahora lo que mira a las otras, discurramos sobre la mexicana, principal asunto de nuestra contienda.


Es verdad que los mexicanos no tenían voces para explicar los conceptos de la materia, sustancia, accidente y semejantes; pero es igualmente cierto que ninguna lengua, de Asia o de Europa, tenía tales voces antes que los griegos comenzasen a adelgazar, abstraer sus ideas y crear nuevos términos para explicarlas. El gran Cicerón, que sabía tan bien la lengua latina y floreció en los tiempos en que estaba en su mayor perfección, a pesar de estimarla más abundante que la griega, lucha muchas veces en sus obras filosóficas para encontrar voces correspondientes a las ideas metafísicas de los griegos. ¿Cuántas veces se vio precisado a crear nuevas voces equivalentes en algún modo a las griegas, porque no las encontraba entre las voces usadas por los romanos? Pero aun hoy día, después de que aquella lengua fue enriquecida por muchas palabras inventadas por Cicerón y otros doctos romanos, que a ejemplo suyo se dedicaron al estudio de la filosofía, le faltan términos para explicar muchos conceptos metafísicos, si no se recurre al bárbaro lenguaje de las escuelas.


Ninguna de aquellas lenguas que hablan los filósofos de Europa, tenía palabras significativas de la materia, la sustancia, el accidente y otros semejantes conceptos, y por lo tanto fue necesario que los que filosofaban adoptasen las voces latinas o las griegas. Los mexicanos antiguos, porque no se ocupaban en el estudio de la metafísica, son excusables por no haber inventado voces para explicar aquellas ideas; pero no por esto es tan escasa su lengua en términos significativos de cosas metafísicas y morales, como afirma La Condamine que son las de la América meridional; antes aseguro que no es tan fácil encontrar una lengua más apta que la mexicana para tratar las materias de la metafísica, pues es difícil de encontrar otra que abunde tanto en nombres abstractos, pues pocos son en ella los verbos de los cuales no se formen verbales correspondientes a los en io de los latinos, y pocos son también los nombres sustantivos o adjetivos de los cuales no se formen nombres abstractos que significan el ser o, como dicen en las escuelas, la quiditad de las cosas, cuyos equivalentes no puedo encontrar en hebreo, ni en griego, ni en latín, ni en francés, ni en italiano, ni en inglés, ni en español, ni en portugués, de las cuales lenguas me parece tener el conocimiento que se requiere para hacer el cotejo. Pues para dar alguna muestra de esta lengua y por complacer a la curiosidad de los lectores, pondré aquí a su vista algunas voces que significan conceptos metafísicos y morales, y que las entienden aun los indios más rudos.


La excesiva abundancia de semejantes voces ha sido causa de haberse expuesto sin gran dificultad en la lengua mexicana los más altos misterios de la religión cristiana y haberse traducido en ella algunos libros de la Sagrada Escritura, y entre otros los de los Proverbios de Salomón y los Evangelios, los cuales, así como la Imitación de Cristo, de Tomás Kempis, y otros semejantes trasladados también al mexicano, no pueden ciertamente traducirse a aquellas lenguas que son escasas de términos significativos de cosas morales y metafísicas. Son tantos los libros publicados en mexicano sobre la religión y la moral cristiana, que de ellos solos se podría formar una buena biblioteca. Después de esta disertación pondremos un breve catálogo de los principales autores de que nos acordamos, así para confirmar cuanto decimos como para manifestar nuestra gratitud a sus fatigas. Unos han publicado un gran número de obras que hemos visto. Otros, para facilitar a los españoles la inteligencia de la lengua mexicana, han compuesto gramáticas y diccionarios.


Lo que decimos del mexicano podemos en gran parte afirmarlo de otras lenguas que se hablaban en los dominios de los mexicanos, como la otomí, matlatzinca, mixteca, zapoteca, totonaca y popoluca, pues igualmente se han compuesto gramáticas y diccionarios de todas estas lenguas y en todas se han publicado tratados de religión, como haremos ver en el catálogo prometido.


Los europeos que han aprendido el mexicano, entre los cuales hay italianos, franceses, flamencos, alemanes y españoles, han celebrado con grandes elogios aquella lengua, ponderándola al grado de que algunos la han estimado superior a la latín y la griega,como hemos dicho en otra parte. Boturini afirma que “en la urbanidad, elegancia y sublimidad de las expresiones, no hay ninguna lengua que pueda compararse con la mexicana”. Este autor no era español sino milanés; no era hombre vulgar sino erudito y crítico; sabía muy bien, por lo menos, el latín, el italiano, el francés y el español, y del mexicano supo cuanto bastaba para hacer un juicio comparativo. Reconozca, pues, Paw su error y aprenda a no decidir en las materias que ignora.


Entre las pruebas en que quiere apoyar [Georges Louis Leclerc, conde de] Buffon su sistema de la reciente organización de la materia en el Nuevo Mundo, dice que los órganos de los americanos eran toscos y su lengua bárbara. “Véase -añade- la lista de sus animales, y sus nombres son tan difíciles de pronunciar que es de admirar haya habido europeos que se hayan tomado el trabajo de escribirlos.” No me admira tanto de su fatiga en escribirlos como de su descuido en copiarlos. Entre tantos autores europeos que han escrito en Europa, la historia civil o natural de México, no he encontrado ni uno que no haya alterado y desfigurado los nombres de las personas, animales y ciudades mexicanas, y algunos lo han hecho en tal grado, que no es posible adivinar lo que quisieron escribir. La historia de los animales de México pasó de las manos de su autor el Dr. Hernández, a las de Nardo Antonio Recchi, el cual nada sabía de mexicano; de las manos de Recchi pasó a las de los académicos Linces de Roma, los cuales la publicaron con notas y disertaciones y de esta edición se sirvió Buffon. Entre tantas manos de europeos ignorantes de la lengua mexicana, tenían que alterarse los nombres de los animales. Para convencerse de la alteración que sufrieron en las manos de Buffon, basta confrontar los nombres mexicanos que se leen en su Historia Natural, con los de la edición romana del Dr. Hernández.


Por lo demás, es cierto que la dificultad en pronunciar una lengua a la que no estamos acostumbrados, y principalmente si la articulación de ella es muy diversa de la de nuestra propia lengua, nos convence que sea bárbara. La misma dificultad que experimenta Buffon para pronunciar los nombres mexicanos, experimentarían los mexicanos para pronunciar los nombres franceses. Los que están acostumbrados a la lengua española, tienen gran dificultad para pronunciar la alemana y la polaca, y les parecen las más ásperas y duras de todas. La lengua mexicana no ha sido la de mis padres ni la aprendí de niño y, sin embargo, todos los nombres mexicanos de animales que cita Buffon como prueba de la barbarie de aquella lengua, me parecen más fáciles de pronunciar que muchos otros tomados de algunas lenguas europeas, de las cuales usa en su Historia Natural. Tal vez parecerá lo mismo a los europeos que no están acostumbrados ni a una ni a otras lenguas; y no faltará quien se admire de que Buffon se haya tomado el trabajo de escribir aquellos nombres, capaces de causar miedo a los más valientes escritores. Finalmente, en lo que respecta a las lenguas americanas, debe estarse al juicio de los europeos que las supieron, más bien que a la opinión de los que nada saben.


(Tomado de: Clavijero, Francisco Javier - Historia Antigua de México. Prólogo de Mariano Cuevas. Editorial Porrúa, S. A, Colección “Sepan Cuántos…” #29, México, D. F., 1982)

jueves, 25 de julio de 2024

El colibrí y el arte plumario

 



El colibrí y el arte plumario

Está el colibrí en el aire como una suntuosa joya agitada. Brilla entera la avecilla con la refulgencia de sus múltiples colores. Cintila en un perenne tornasol. Se oye un zumbido ligero con el apresurado batir de sus alas chiquitas. Mete el luengo pico, largo y delgado, como una aguja, entre el cáliz de las flores para sacarles miel que es su manutención, pero no hace esto el pajarillo parado en una rama sino volando aceleradamente delante de la flor; avanza y retrocede, se adelanta de nuevo y vuelve a recular, lleno de gracia y ligereza, como una cosa leve y esplendente. Vuela hacia atrás con la misma facilidad que para adelante. Con el rocío detenido en hojas o en pétalos es con lo que sacia su sed. El colibrí es un pequeña “flor de pluma” o “ramillete con alas” como se dice en las famosas décimas de La vida es sueño.

Era creencia general que con un colibrí muerto que se llevara debajo de las ropas y encima del pecho, se deshacían los mayores desdenes de los amantes y se lograba que el desamorado volviera pronto a acercarse muy rendido a quien se apartó, pues no había talismán más provechoso para conseguir y retener amores. El colibrí es el pájaro más pequeño que existe en toda la extensa ornitología mexicana, por eso se le dice pájaromosca, también le llaman chuparrosa, chupamirto y picaflor. Los antiguos aborígenes le decían huitzitzilin. Pero variaba la designación con que lo distinguían según fuese el color predominante que ostentaba; así si la tenía bermeja, encendida como una tuna, era tenachuitzitzilin; si verde, xiuhuitzitzilin; iztauitzitzitzilin si solamente había en él plumas blancas; y si azules quetzalhuitzitzilin; si le rodeaba el cuello un collarín amarillo, texcacozhuitzitzilin y cuando lucía variedad de colores brillantes entonces le nombraba cochiohuitzitzilin.

De las muy vistosas plumas de este pajarillo era, principalmente, de lo que hacían los indígenas los magníficos trabajos de mosaico, admiración de los ojos no sólo de los conquistadores, sino de todos cuantos vieron en España semejantes cosas lindas. Gran pericia y paciencia era menester para componer los exquisitos trabajos de plumería. Se hicieron mantos, túnicas, mitras, adargas de parada, rodelas, imágenes de santos y qué sé yo cuántos primores. Para asentar definitivamente una pluma necesitaba de mucha sabiduría el artífice; tomábala con dedos sutiles, la examinaba largamente, la veía por un lado, la veía por el otro, la veía al trasluz y luego ensayaba si convendría colocar ésta o colocar aquélla o la de más allá. Era una obra de meditación continua, de probaturas constantes. Por eso resplandecía con perfección asombrosa. No había nada superfluo en ella ni falto en lo necesario.

El capellán Francisco López de Gómara escribe en su Historia de las conquistas de Hernán Cortés que “lo más lindo sin duda –de la plaza del mercado- eran las obras de oro y pluma de las que contrahacen cualquier cosa y color y son los indios tan ingeniosos oficiales desto que hacen de pluma una mariposa, un árbol, una rosa, las yerbas y peñas, tan al propio que parece lo mismo que si estuviera vivo o natural. Y acontéceles no comer en todo un día poniendo, quitando parte y asentando la pluma, y mirando a una y a otra, al sol, a la sombra y a la vislumbre, por ver si dice mejor a pelo o contrapelo o al revés, de la haz o del envés; y en fin no la dejan de las manos hasta ponerla con toda perfección. Poco sufrimiento pocas naciones lo tienen, mayormente donde hay cólera, como la nuestra”.

En la Casa de las Aves que tenía Moctezuma en su ciudad de Tenochtitlan las había en abundancia de todas las especies conocidas en el Anáhuac sin que faltase una sola y se les sustentaba con los adecuados alimentos a que estaban acostumbradas en la región de que eran originarias. Había gente especial encargada de recoger sus plumas cuando pelechaban y aun quitabánselas con cuidadoso esmero y las guardaban en sitios apropiados para ser usadas después en los vestidos, armas, estandartes e insignias del fastuoso Emperador y en lindas cosas para adornar su anchurosa morada.

El padre José de Acosta se queda suspendido, lleno de embeleso, ante el maravilloso arte plumario y asegura que esos objetos no parecían hechos de la materia colorida de que eran sino que se hallaban bien ejecutados a pincel y con excelentes colores. En el libro que compuso bajo el título de Historia Natural y Moral de las Indias escribe que “en la Nueva España hay copia de páxaros de excelentes plumas, que de su fineza no se hallan en Europa, como se puede ver por las imágenes de pluma que de allá se traen: las cuales con mucha razón son estimadas, y causan admiración que de plumas de páxaros se pueda labrar cosa tan delicada y tan igual, que no parece sino de colores pintadas, y lo que no puede hacer el pincel y los colores de tinte: tienen unos visos miradas un poco al soslayo tan lindos, tan alegres y vivos que deleitan admirablemente. Algunos indios, y buenos maestros, retratan con perfección de pluma lo que ven de pincel, que ninguna ventaja les hacen los pintores de España.

“Al príncipe de España, don Felipe, dio su maesthro tres estampas, pequeñitas, como para registros de diurno, hechas de pluma, y Su Alteza las mostró al rey Felipe nuestro señor, su padre, y mirándolas Su Majestad dijo: que no había visto en figuras tan pequeñas cosas de mayor primor. Otro cuadro mayor en que estaba retratado San Francisco recibiendo alegremente la santidad de Sixto V, y diciéndole que aquello hacían los indios, de pluma, quiso probarlo trayendo los dedos un poco por el cuadro para ver si era pluma aquélla, pareciéndole cosa maravillosa estar tan bien asentada, que la vista no pudiese juzgar si eran colores naturales de plumas o eran artificiales de pincel. Los visos que hace lo verde y un naranjado como dorado, y otras colores finas, son de extraña hermosura: y mirada la imagen a otra luz, parecen colores muertas, que es variedad de notar.

“Hácense las mejores imágenes de pluma en la provincia de Mechoacán, en el pueblo de Páscaro. El modo es con unas pinzas tomar las plumas, arracándolas de los mismos páxaros, muertos, y con un engrudillo delicado que tienen, irlas pegando con gran presteza y policía. Toman estas plumas tan chiquitas y delicadas de aquellos páxarillos que llaman en el Perú tominejos o de otros semejantes, que tiene perfectísimos colores en la pluma. Fuera de imaginaria usan los Indios otras muchas obras de pluma muy preciosas, especialmente para ornato de los Reyes y señores, y de los templos e ídolos. Porque hay otros páxaros de aves grandes de excelentes plumas y muy finas de que hacían bizarros plumajes y penachos, especialmente cuando iban a la guerra; y con oro y plata concertaban estas obras de plumería rica, que era cosa de mucho precio.”

Los mosaicos de pluma son una industria de procedencia mexicana y no sólo se trabajó en ella en los tiempos precortesianos, sino en la época virreinal, prueba evidente de ello es la Instrucción para el cobro de la Alcabala del año de 1754 en que estas cosas quedaban sujetas a pago.

En su Historia de la Nueva España, Alonso de Zorita, al enumerar los oficiales mecánicos que había en el México del siglo XVI, afirma: “Entre ellos hay oficiales de la plumería, de que hacen riquísimas imágenes que no los hay en ninguna ciudad, ni en el mundo como ellos.”

Como se fabricaron al principio, así se les siguió haciendo sin variación alguna; se conservaron los procedimientos tradicionalmente de unos a otros, sin modificar los métodos originales. El Abate Francisco Javier Clavijero habla con su saber acostumbrado de las varias manipulaciones que se seguían para la preciosa confección de estas plumerías:

“Nada –dice- tenían en tan alta estima los mexicanos como los trabajos de mosaico, que hacían con las plumas más delicadas y hermosas de los pájaros. Para esto criaban muchas especies de aves bellísimas que abundan en aquellas regiones, no sólo en los palacios de los reyes, donde mantenían, como ya hemos dicho, toda clase de animales, sino también en las casas de los particulares, y en ciertos tiempos del año les quitaban las plumas, para servirse de ellas con aquel fin, o para venderlas en el mercado. Preferían las de aquellos maravillosos pajarillos que ellos llaman huitzitzilen y los españoles picaflores, tanto por su sutileza como por la finura variedad de colores. En estos y otros lindos animales, les había suministrado la naturaleza cuantos colores puede emplear el arte y otros que ella no puede imitar. Reúnanse para cada obra de mosaico muchos artífices, y después de haber hecho el dibujo, tomado las medidas y proporciones, cada uno se encargaba de una parte de la obra; y se esmeraba en ella con tanta aplicación y paciencia que solía estarse un día entero para colocar una pluma, poniendo sucesivamente muchas, y observando cuál de ellas se acomodaba mejor a su intento.

Terminada la parte que a cada uno tocaba, se reunían todos para juntarlas y formar el cuadro entero. Si se hallaba alguna imperfección se volvía a trabajar hasta hacerla desaparecer. Tomaban las plumas con cierta substancia blanda para no maltratarlas y las pegaban a la tela con tzauthtli, o con otra substancia glutinosa; después unían todas las partes sobre una tabla, sobre una lámina de cobre y las pulían suavemente hasta dejar la superficie tan igual y tal lisa, que parecía hecha a pincel.

“Tales eran las representaciones de imágenes que tanto celebraban los españoles y otras naciones de Europa, sin saber que si en ellas era más admirable la belleza del colorido o la destreza del artífice, p la ingeniosa disposición del arte.

“Los mexicanos gustaban tanto de estas obras de pluma, que las estimaban en tanto más que el oro. Cortés, Bernal Díaz, Gómara, Torquemada y todos los otros historiadores que las vieron no hallan expresiones con que encomiar bastante sus perfecciones.”

Los indios tarascos sobresalían en este arte, vistoso y de extremada paciencia. Superaron con mucho a los nahoas, mixtecos, matlatzingas, totonacos, tzapotecas, huastecos y mayas. Los individuos de estas tribus adornaban con variadas plumas sus vestidos de combate, las ponían de todos los colores en sus luengos penachos, sujetas con mucha argentería o áureas ataduras, en sus rodelas en las que formaban dibujos graciosos, en sus ornamentos e insignias alegóricas y en otras cosas no sólo de uso en la guerra sino en la paz. Era todo ello brillante y vistoso, pero no hecho con el arte fino, y exquisito de los michoacanos, todo primor.

Infinidad de objetos hechos vistosamente de plumas envió Hernán Cortés tanto a Carlos V, como a señores de su corte, valedores del gran Conquistador, de los que sacó grandes ventajas y a quienes deseaba seguir teniendo gratos, como a personas encumbradas, de las que esperaba ayuda y favor en sus complicados negocios; y con mayor razón –fiel católico- los mandó a iglesias y a conventos en que estaban las veneradas vírgenes y santos a quienes se encomendó en los riesgos que tuvo en las jornadas de la conquista. A ellos debía haber salido con la vida en tantísimos peligros y le dieron fuerza y maña para vencerlos y con esos presentes quería testificar los beneficios recibidos.

Con este destino salieron cosas magníficas de plumería deslumbrante para iglesias y monasterios, en los que figura en primer término el de Nuestra Señora de Guadalupe en su natal Extremadura, y después para el de las Cuevas, de Sevilla, para el de San Salvador, de Oviedo, para el de Santo Tomás, de Ávila, para el de Santa Clara, de Tordesillas, para los franciscanos de Ciudad Real y de la Villa de Medellín, para los jerónimos, que eran muy sus amigos. También hizo regalo de estas bellas cosas a imágenes de su particular devoción, aparte de su Guadalupe extremeña, a Nuestra Señora la Antigua de Sevilla, a Nuestra Señora del Portal, muy venerada en la ciudad de Toro, al trágico crucifijo de Burgos, a Señor Santiago, de Galicia, a San Ildefonso en su capilla de la catedral de Toledo.

Estos presentes los formaban abundantes plumajes a manera de capas, medias casullas y mucetas, de todo lo cual se asegura que eran tan esplendentes como los rasos y los brocados de los ornamentos o de las vestiduras de las imágenes, y que no había ojos para admirar tanta hermosura. También en estas amplias ofrendas iban coseletes, ventalles, atadores, ramos, penachos y todo ello con bastantes adornos de oro y argentería muy bien labrada, y en bastantes se veían cerúleas turquesas o bien verdes y brillantes chalchihuites que teníanse por valiosas esmeraldas, a demás de la blancura de la concha y los cambiantes de nácar. Igualmente a monasterios e iglesias les ofreció don Hernando preciosas rodelas en las que lucía la gama de todos los colores y las enriquecía una resplandeciente suntuosidad de oro y plata.

Para las atinadas combinaciones que hacían los mexicanos y las otras antiguas tribus antes citadas, empleaban muchas plumas de pericos, de cardenales, de zanates, de guacamayas, de coas, de correcaminos, y de otros muchos pájaros vistosos, pero que no igualaban a las finas de los colibríes usadas por los tarascos, llenas de espléndidos y perpetuos tornasoles. En la lengua tarasca se llaman tzinzun a estos leves pajarillos que abundan en las montañas próximas al lago de Pátzcuaro. Los indios michoacanos usaban con preferencia los maravillosos plumajes de tales avecillas de tan multicolores cambiantes, y solamente, de modo secundario, los de otros pájaros para ponerlos como fondo a los dibujos que elaboraban con las plumas de los chupamirtos y darles realce a así excedían a todos en belleza y primor.

En la Antigua Relación de las Ceremonias y Ritos y Población y Gobernación de los Indios de la Provincia de Mechoacán, hecha al virrey don Antonio de Mendoza, y conocida generalmente, ya abreviado su título, por Relación de Mechoacán, escrita por un fraile anónimo que se supone que no es otro sino Fray Martín de la Coruña, uno de los doce primeros apostólicos y seráficos varones que vinieron a la conversión de estas partes, en ese libro y en el capítulo que trata De la gobernación que tenía y tiene esta gente entre sí se enumeran con todas sus atribuciones los distintos diputados por la Corona para presidir como para cuidar las artes y oficios que de padres a hijos se venían transmitiendo los indios tarascos o purépechas desde época inmemorial.

“Habían uno llamado Uscurécuri, diputados que labran de pluma los atavíos para sus dioses y hacían los plumajes para bailar. Todavía hay estos plumajeros (1550), éstos traían por los pueblos muchos papagayos grandes colorados y de otros papagayos para la pluma y otros traían pluma de garzas, otros, otras maneras de plumas de aves.” Éstos eran los afamados mosaicistas que hacían tan admirables obras de plumas de colores en capas, rodelas, estandartes y paños de tapiz.

“Había otro diputado sobre las rodelas, que las guardaban y los plumajeros las labraban de plumas de aves ricas, y de papagayos y de garzas blancas. Había otro que tenía cargo de guardar todos sus jubones de guerra de algodón y jubones de guerra de plumas de aves.”

No solamente el padre José de Acosta afirma que “hácense las mejores imágenes de pluma en la provincia del Mechoacán y en el pueblo de Pázcaro”, sino que varios cronistas de esa región celebran con buenas alabanzas este arte, así el queretano Fray Alonso de la Rea en su seráfica Crónica de la Provincia de San Pedro y san Pablo, escribe en la página 39 de la segunda edición que es la que yo leo, que: “Aún no ha hecho pausa el orgullo de su inclinación, sino que corriendo impelida de su natural viveza, inventaron los tarascos cosas tan singulares como lo han sido las de pluma, cuyo origen apunté en el capítulo 6, y cuya fábrica, invención y artificio, sin hinchazón ni pompa, se llevan consigo los encarecimientos que pudiera referir en aquesta Historia. El modo de engarzar las plumas de diversos colores, es que después de haber cortado las plumas en partículas tan pequeñas que cada una parece un punto invisible, se coge una penca de maguey, y sobre ella con cola muy bien templada, se van organizando todas las plumas y hacen una iluminación tan vistosa, que parece niegan aquí desvanecidas las galas de su natural coordinación. Cada partícula se pone de por sí, con tanta presteza, como lo apercibe la facultad siguiendo las líneas y círculos del bosquejo sobre que se obra tan exquisito primor. Hácenos de este género de iluminación de pluma, imágenes, colgaduras, adargas, mitras y marlotas, con tan linda vista, que jamás la perspectiva tuvo mejor motivo para olvidar las galas de la Primavera.”

También en la voluminosa Crónica de la Provincia de San Pedro y San Pablo, pero compuesta por Fray Pablo de la Purísima Concepción Beaumont (México, 1874), en el tomo III y páginas 34 a 95 se lee lo siguiente:

“Inventó el ingenio del tarasco las cosas singulares de pluma con sus mismos nativos colores, asentando de la misma manera que lo hacen en un lienzo de los más diestros pintores con delicados pinceles. Solían en su gentilidad formar de estas plumas, aves, animales, hombres, capas y mantas para cubrirse, vestiduras para sus sacerdotes y templos, coronas, mitras y rodelas, mosqueadores, con otros curiosos instrumentos que les sugería su imaginación. Estas plumas eran verdes, azules, rubias, moradas, pardas, amarillas, negras y blancas, no teñidas por industria, sino como las crían las aves que cogían y mantenían vivas al intento, valiéndose hasta de los más mínimos pajarillos. El modo de engastar las plumas era cortarlas muy menudas; y en lienzo de maguey, que es la planta de la tierra, con cola, muy templada, iban organizando las plumas que arrancaban de uno a otro pájaro muerto con unas pinzas, y pegándolas a la penca o tabla; se valían de sus nativos colores para dar las sombras y demás necesarios primores que caben en el arte, según pedía la imaginación que querían pintar. Cada partícula se ponía de por sí, con tal presteza, que seguían la línea y el círculo del bosquejo, y la iluminación formaba en la pintura una vistosa primavera. De las plumas de estos y otros pájaros hacían estos indios sus plumajes, y aún imágenes de pluma tan particulares, principalmente en Pátzcuaro, que según refiere Acosta, se admiró el señor Felipe Segundo de tres estampas que dio a su hijo, el señor Felipe Tercero, su maestro: la misma admiración causó al Papa Sixto Quinto, un cuadro de N. P. San francisco que enviaron a su santidad, hecho de plumas por los indios tarascos. He visto láminas muy curiosas y acabadas de este género en gabinetes de curiosos en la Europa; y principalmente mi maestro el doctor Morán, uno de los sabios de la Academia de las Ciencias de París, apreciaba mucho, y con razón, dos láminas de santos, que adornaban su singular museo, cuya hechura de plumas de tan exquisitos colores era de lo más perfecto que se podía desear, a más de lo raro de la invención. No trabajan ya con tanto primor los tarascos las estampas que hacen de pluma, y en el día se escasean mucho estas obras de plumería.”

Y en su Americana Thebaida, página 26, Fray Matías de Escobar glosa estas frases con estas otras: “...forman letras del mismo modo, tan primorosas, no son más redondas las de molde, venciendo aquí las plumas a la imprenta”.

Pocas cosas quedan esparcidas por ahí del precioso arte plumario de los indios, el tiempo las acabó –“dellas destruye la edad”-, eran objetos leves y delicados en los que entran polillas y carcomas que los consumen y no dejan nada. Lo que quedó es, en su mayoría, de indudable origen michoacano, obras perfectas de las manos maestras de los tarascos. Las joyantes mitras del Escorial, las del Museo María Teresa, de Viena, las del Palacio Pitti, de Florencia, la gran adarga de parada de la Armería Real de Madrid, lo de nuestro Museo nacional y algo que anda en el comercio de antigüedades y en colecciones privadas, es lo que conozco de este exquisito arte en el que se anima el dibujo de la imagen con la distinción y hermosura de los colores de plumas menudas. He leído que existen mosaicos de esta especie en la rica colección Ambrass, pero no sé cuál es, ni en dónde está esa mentada colección.

Hay abundancia en muchas partes de México de estos colibríes leves y vistosos, pero apenas llegan los primeros fríos, desparecen y no se ve ni uno solo por esos campos y jardines; vuelven a llenar el aire con su belleza cuando entra la primavera. Surgen como otras tantas flores. Flores vivas y trémulas. Se decía por esta súbita desaparición que huían temerosos del invierno e íbanse a buscar las tierras calientes que les daban vida. Pero los colibríes no son aves migratorias que andan en pos de tónica tibieza, sino que tiene la extraña particularidad de caer en un largo marasmo durante toda la invernada. Se cuelgan por el pico de una rama y así permanecen con inmovilidad de muerte; se les caen las plumas como en pelecha, con lo cual toda su vistosidad queda trocada en una pura lástima. Tal vez de esto provenga la frase “ya colgó el pico Fulano”, que se aplica a quien ya no tiene ánimos para nada, que está el infeliz como para morir. Para el arrastre, dicen los castizos. El sopor de los colibríes es como el que mantiene inmóviles a otros animales y del que salen cuando llegan los templados y deliciosos días de la primavera, alegre renacer de la naturaleza, tiempo en el cual está todo en su mayor vigor y hermosura.

Fray Bernardino de Sahagún, conocedor como nadie de cuanto hubo en el México precortesiano y en cuya Historia general de las cosas de la Nueva España no deja nada que tratar con maestría e indudable competencia, al escribir de las aves que aquí tienen ricas plumas, dice de los colibríes: “Hay unas avecitas en esta tierra que son muy pequeñitas, que parecen más moscardones que aves; hay muchas maneras de ellas, tienen el pico chiquito, negro y delgadito, así como aguja; hacen su nido en los arbustos, allí ponen sus huevos y los empollan y sacan sus pollos; no ponen más de dos huevos. Comen y mantiénense del rocío de las flores, como las abejar, son muy ligeras, vuelan como saeta; son de color pardillo. Renuévanse cada año: en el tiempo del invierno cuélganse de los árboles con el pico, allí, colgados se secan y se les cae la pluma; y cuando el árbol torna a reverdecer él torna a revivir, y tórnales a nacer la pluma y cuando comienza a tronar para llover entonces despierta y vuela y resucita. Es medicinal para las bubas, comido, y el que los come nunca tendrá bubas; pero hace estéril al que los come.” Abusiones, patrañas, digo yo, de las que abundan en todas las épocas. Vanas creencias populares que se meten con fuerte arraigo.

“Hay unas de estas avecitas –sigue diciendo el franciscano- que llaman “quetzalhuitzitzilin” que tiene las gargantas muy coloradas y los codillos de las alas bermejos, el pecho verde y también las alas y la cola; parecen a los finos “quetzales”. Otras de estas avecicas son todas azules, de muy fino azul claro, a manera de turquesa resplandeciente. Hay otras verdes claras, a manera de hierba. Hay otras que son de color morado. Hay otras que son resplandecientes como una brasa. Hay otras que son leonadas con amarillo. Hay otras que son larguillas, unas de ellas son cenicientas, otras son negras, estas cenicientas tienen una raya de negro por los ojos, y las negras tienen una raya blanca por los ojos.

“Hay otras que tienen la garganta colorada y resplandeciente como una brasa; son cenicientas en el cuerpo, y la corona de la cabeza y la garganta resplandeciente como una brasa.

“Hay otras que son redondillas, cenicientas, como unas motas blancas.”

Refiere el ya dicho Alonso de Zorita al tratar de un “pajarito que duerme la mitad del año, y de qué y cómo se mantiene”, que dice Fray Toribio que no quiere callar una cosa maravillosa que Dios muestra en un pajarito muy pequeñito, de que hay muchos en la Nueva España y lo llaman Vicicilim, y en plural Viciciltim, y que su pluma es muy preciosa, en especial la del pecho y cuello, aunque es poca y menuda, y que, puesta en lo que los indios labran de oro y pluma, se muestra de muchos colores; mirada derecha, parece como pardilla; vuelta un poco de la veslumbre, parece naranjada y otras veces como llamas de fuego; y aunque este pajarillo es muy pequeñito, tiene el pico largo como medio dedo, y delgado; y que como él y su pluma es estremado, también lo es su mantenimiento, porque solamente se ceba y se mantiene de la miel o rocío de las flores, y anda siempre chupándolas con su piquillo, volando de unas en otras y de un árbol en otro, sin se sentar sobrellas; y que por el mes de octubre, cuando aquella tierra se comienza agostar y se secan las yerbas y flores y le falta el mantenimiento, busca lugar competente donde pueda estar escondido en alguna espesura de árboles, y en algún árbol secreto pega sus pies en una ramita delgada, encogidito, y está como muerto hasta el mes de abril, que con las primeras aguas y truenos, como quien despierta de un sueño, torna a revivir y sale volando a buscar sus flores, que en muchos árboles las hay desde marzo; y aun antes, algunos han tomado destos pajaritos, hallándolos por los árboles, y los han metido en jaulas de cañas, y por el mes de abril revivían y andaban volando dentro hasta que los dejaban salir fuera; y dice que él mismo vio estar estos pajaritos pegados por los pies en un árbol de la huerta del monasterio de Tlascalan, y que cada año crían sus hijos y que él ha visto muchos nidos dellos con sus huevos; y que un día, estando un fraile predicando la resurrección general, trujo a comparación lo deste pajarito, y pasó uno volando por encima de la gente, chillando porque siempre va haciendo ruido...”

También el abate Clavijero habla en su Historia del pequeño huitzitzilin que no es otro que el ya tan mencionado colibrí y dice: “que es aquel maravilloso pajarillo tan encomiado por todos aquellos que han escrito sobre las cosas de América por su pequeñez y ligereza, por la singular hermosura de sus plumas, por la corta dosis de alimento con que vive, y por el largo sueño en que vive sepultado durante el invierno. Este sueño, o mejor decir, esta inmovilidad, ocasionada por el entorpecimiento de sus miembros se ha hecho constar jurídicamente muchas veces, para convencer la incredulidad de algunos europeos, hija sin duda de la ignorancia; pues que el mismo fenómeno se nota en Europa en los murciélagos, las golondrinas, y en otros animales que tienen fría la sangre, aunque en ninguno dura tanto como en el huizitzilen, el cual en algunos países se conserva privado de todo movimiento desde octubre hasta abril”.

Yo creía, al igual que una infinidad de buenas personas, que sólo el jugo azucarado de las flores constituía el alimento único e ideal de los colibríes, pero cuando supe que eso era muy secundario tuve una gran desilusión. ¿Cómo esas iridiscentes miniaturas, emanaciones de los rayos del sol, como los llamaban los antiguos mexicanos, habían de comer arañas, gusanos, y otros animalejos como cosa preferente? Miel, sólo miel, y perfumada miel de las flores. Darwin en una anotación de fecha 24 de septiembre de 1834 de su Diario, asienta que “aunque se los vea volar de una flor a otra en busca de comida, su estómago contiene de ordinario restos abundantes de insectos, que son los que, a mi juicio, buscan mejor que el néctar”. ¡A ver si no es esto penoso! No hay más remedio que creer lo que dice este famoso sabio.

Confieso que tuve infinita tristeza cuando supe semejante cosa, como la tuve también y muy grande, al leer -¿para qué lo leí, Señor?-, que un distinguido lepidopterólogo, Alberto Breyer, muy señor mío, para atraer algunos ejemplares de las más lindas mariposas, empleaba como cebo cerveza fermentada y queso de Limburgo, el más hediondo. ¿No es esto para decepcionar a cualquiera? Pero, ¡qué le vamos a hacer!, la vida está llena de grandes desengaños, cuando menos se espera llega uno y ¡zas! Nos hiere en pleno corazón.


(Tomado de: de Valle-Arizpe, Artemio. De perros y colibríes en el México antiguo. Cuadernos Mexicanos, año II, número 86. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

martes, 17 de diciembre de 2019

Sencillez pueril de los californios

De su sencillez pueril tenemos varios ejemplos curiosos. Habiendo hallado algunos indios entre la arena de la playa de mar Pacífico unas tinajas grandes de barro dejadas allí sin duda por los marineros de algún navío de las Islas Filipinas, se admiraron, como que jamás habían visto vasijas semejantes, las llevaron a una cueva poco distante de su habitación ordinaria, y las colocaron allí con las bocas vueltas hacia la entrada a fin de que todos las observasen bien. Después concurrían con frecuencia a verlas, sin dejar de admirar aquellas grandes bocas siempre abiertas, y en sus bailes, en donde imitaban los movimientos y voces de los animales, remedaban con sus bocas las de las tinajas. Entre tanto les sobrevino una enfermedad, y no sabiendo qué hacer para librarse de ella, se reunieron en consejo, en el cual, después de una larga deliberación, el más autorizado de todos dijo que aquellas tinajas habían sin duda transmitido la epidemia por sus bocas y que el remedio sería tapárselas bien. Parecióles bueno a todos este dictamen; mas como para ponerle en práctica era necesario acercarse a las tinajas y se creía que esto no podía hacerse sin peligro de muerte, se determinó que algunos jóvenes robustos se acercasen a ellas de espaldas y con manojos de yerbas tapasen aquellas bocas fatales, como efectivamente se hizo. 
Poco después que los jesuitas empezaron a plantar sus misiones en la California envió un misionero a otro por medio de un indio neófito dos tortas de pan (regalo entonces muy apreciado por la escasez del trigo) con una carta, en que le hablaba de esta remesa. El neófito probó el pan en el camino, y habiéndole gustado le comió todo. Llegado a presencia del misionero a quien era enviado, le entregó la carta, y habiéndole reclamado el pan, negó haberle recibido, y como no pudiese adivinar quién había dicho aquello al misionero, se le advirtió que la carta era la que se lo decía, sin embargo de lo cual insistió en su negativa y fue despedido. A poco tiempo volvió a ser enviado al mismo misionero con otro regalo, acompañado también de una carta y en el camino cayó en la misma tentación. Mas como la primera vez había sido descubierto por la carta, para evitar que ésta le viese la metió debajo de una piedra mientras devoraba lo que traía. Habiendo entregado al misionero la carta y siendo con ella convencido nuevamente del hurto, respondió con esta extraña simplicidad: Yo os confieso, padre, que la primera carta os dijo la verdad porque realmente me vio comer el pan; pero esta otra es una embustera en afirmar lo que ciertamente no ha visto. 

(Tomado de: Clavijero, Francisco Xavier - Historia de la antigua o Baja California. Estudio preliminar por Miguel León-Portilla. Colección “Sepan cuantos…” #143. Editorial Porrúa, S.A. México 1990)

miércoles, 23 de octubre de 2019

La sal en Baja California



En cuanto a sales, hay allí sal común, sal gema y nitro. Estando la California rodeada del mar, casi todas por partes, no puede dejar de haber en ellas buenas salinas. Y en efecto, hay muchas: pero ninguna es comparable con la de la isla del Carmen situada en el golfo a los 26° frente al puerto de Loreto, del cual dista cuatro leguas. Esta isla, que tiene trece leguas de circunferencia, está toda desierta, y no se alimentan en ella más que ratones y un gran número de serpientes: en la parte occidental tiene una áspera montaña; pero el terreno de la parte oriental es llano, y en él se halla aquella salina que sin contradicción es una de las mejores del universo. Comienza a distancia de media legua del mar, y se extiende tanto, que no se alcanza a ver el fin, presentando al observador el espectáculo de una inmensa llanura cubierta de nieve. Su sal es blanquísima, cristalizada y pura, sin mezcla de tierra ni de otros cuerpos cuerpos extraños. Aunque no es tan dura como la piedra, se necesitan picos para trozarla, y de este modo la dividen en panes cuadrados de un tamaño proporcionado para que cada operario pueda llevar uno de ellos a cuestas. Este trabajo se ejecuta en las primeras y en las últimas horas del día, porque en las restantes refractan en ella los rayos del sol con tanta viveza, que deslumbran a los trabajadores. Aunque todas las flotas de Europa acudiesen a cargar sal de aquella salina, jamás podrían agotarla, no sólo por su grande extensión, sino principalmente porque se reproduce luego la sal que de ella se extrae: apenas pasan siete u ocho días después de haberle sacado la cantidad necesaria para cargar un barco, cuando la excavación está llena de nueva sal. Si ésta salina estuviera en algún país de la Europa, produciría al soberano que la poseyera una de las rentas más considerable que la que producen las famosas de Williska en Polonia, en cuya tenebrosa y horrible profundidad se sepultan tantos centenares de esclavos a sacar sal; mas en el Golfo de California no sirve más que de proveer a los pocos habitantes de aquella península. Aun en el lugar en que dios la puso pudiera ser mucho más útil si se excitara la industria de los habitantes de Sinaloa, de Culiacán y de los otros pueblos de la costa; porque siendo allí tan abundante y excelente la pesca, como después diremos, y habiendo toda la sal que se quiera sin que cueste nada, podrían hacer un comercio muy lucrativo de pescado salado con las provincias mediterráneas de la Nueva España.

Dos criaderos de sal gema se han descubierto en la península: el uno en la costa del mar Pacífico a los 26°, y el otro a los 28° en la llanura perteneciente a la misión de San Ignacio. La sal que de ellos se extrae es semejante en la blancura y pureza a la del Carmen, pero no es tan tersa y reluciente. En el monte del Rosario hay nitro puro, y en varios lugares le hay mezclado con tierra. 

El llamado por los mexicanos tequizquitl y por los españoles de México tequesquite, es más bien la espuma del nitro, de la cual se suelen servir en la Nueva España, como en Egipto, para hacer la legía de blanquear los lienzos, y para cocer las legumbres, que con este mineral se ponen más suaves y más sabrosas.

(Tomado de: Clavijero, Francisco Xavier - Historia de la antigua o Baja California. Estudio preliminar por Miguel León-Portilla. Colección “Sepan cuantos…” #143. Editorial Porrúa, S.A. México 1990)

lunes, 7 de octubre de 2019

Las perlas en Baja California



Aunque los múrices de la California son muy apreciables, ninguno se ha dedicado hasta ahora a pescarlos y a servirse de su púrpura, porque las perlas han llamado toda la atención de los pescadores. La abundancia de ellas, que tanto ha contribuido a dar celebridad a aquella península, por otra parte tan miserable, fue mucha en el Golfo cerca de la costa oriental de la misma península y junto a las islas adyacentes. Las que se pescaban desde el cabo de San Lucas hasta los 27° eran en general blancas y brillantes, o como dicen los comerciantes, de buen oriente. Las que se hallaban desde el paralelo citado hacia el N., eran comúnmente algo empañadas, y por lo mismo menos apreciadas.
A fines del siglo XVI en que fueron descubiertas estas, digámoslo así, minas marítimas, comenzaron a buscar riquezas en ellas los habitantes de Nueva Galicia, Culiacán y Sinaloa, y efectivamente, enriquecieron algunos en los dos siglos pasados; pero por el año de 1736 empezaron a escasear las perlas, de modo que a muchos les era desventajosa la pesca de ellas. En 1740 arrojaron las olas una gran cantidad de madreperlas en la playa desde los 28° adelante: los indios habitantes de aquella costa, que entonces estaban recién convertidos al cristianismo, sabiendo cuánto apreciaban los españoles las perlas, llevaron muchas a los soldados de la misión de San Ignacio, que a la sazón era fronteriza con los gentiles, dándolas en cambio de algunas cositas que estimaban más porque les eran más útiles. Don Manuel de Ocio, uno de aquellos soldados y yerno del Capitán Gobernador de la California, esperando hacer una gran fortuna, pidió su retiro y marchó a la Nueva Galicia, en donde empleó todo su capital en comprar barcas, pagar buzos y proveerse de todo lo necesario para el buceo de la perla. Con el producto de la que sacó en 1742, hizo mayores preparativos para el año siguiente, en el cual obtuvo 127 libras españolas de perlas; pero esta pesca, aunque abundante, no es comparable con la de 1744, que ascendió a 275 libras. Aunque las perlas eran de inferior calidad, como pescadas más allá de los 28°, enriquecieron pronto a Ocio por su abundancia; pero de entonces acá se ha ido disminuyendo la pesca, en términos de hallarse casi absolutamente abandonada, y los pocos que se han dedicado a ella, apenas han podido sacar los costos, especialmente en estos últimos años en que la economía europea ha introducido en México el uso de las perlas falsas.
El tiempo destinado a esta pesca son los tres meses de julio, agosto y septiembre. Luego que el armador del buceo, esto es, aquel a cuyas expensas se hace la pesca, tiene los barcos aprestados y provistos de todo lo necesario, se dirige a la costa oriental de la California y elige en ella un puerto cercano a los placeres, es decir, a aquellos lugares en donde abunda la madreperla, con tal que haya en él agua potable. En los tres meses que dura el buceo, van diariamente los barcos con los buzos del puerto a los placeres. La pesca comienza dos horas antes y termina dos horas después del mediodía, porque la posición perpendicular del sol aclara mucho el fondo del mar y facilita el hallazgo de las ostras, y por este motivo no se pesca en las restantes horas del día, ni en las expresadas si el sol está nublado. La profundidad a que descienden los buzos a buscar las ostras, es de ocho, doce, diez y seis, y hasta de veinte y veinticuatro pies, según su destreza. Se sumergen llevando cada uno una red atada al cuerpo para poner en ella las ostras, y un bastón bien aguzado para defenderse de las mantas y para otros usos. Luego que llenan la red o no pueden contener más el aliento, vuelven al barco o a vaciar aquélla o a tomar alguna respiración, porque es mucha la fatiga que sufren, tanto al sumergirse como al salir. Terminada la pesca del día, tornan al puerto, en donde se hace la cuenta y partición de las ostras. De los buzos, algunos se contratan por salario y otros no: los primeros no tienen de la pesca más que el sueldo en que han convenido con el armador; los segundos tienen la mitad de las ostras que pescan, y tanto unos como otros son alimentados por el armador todo el tiempo de la pesca, y deben ser restituidos por él al mismo lugar de donde son llevados.
La distribución diaria de las ostras se hace del modo siguiente: si el buzo está asalariado, del conjunto de las ostras se toman cuatro para el armador y una para el Rey, pero si no lo está, toma el armador la primera y la tercera, el buzo la segunda y la cuarta, y se aparta la quinta para el Rey; de este modo van contando y separando hasta concluir el montón, pues el Rey Católico tiene el quinto de todas las ostras que se pescan. La exacción de este impuesto ha estado encomendada por el Virrey de México al Capitán Gobernador de la California, el cual, no pudiendo hacerla personalmente, delegaba otros que la hiciese efectiva en su nombre, y acabado el tiempo de la pesca, mandaba a Guadalajara, capital de la Nueva Galicia, toda la cantidad de perlas perteneciente al real erario, con los correspondientes documentos. Como todos los gobernadores que han tenido esta comisión han sido buenos cristianos y hombres muy honrados, se han manejado en ella con suma fidelidad, sin premio alguno y sin más interés que el de servir a su soberano.
Después de hecha la división se abren las ostras para sacarles las perlas, si las tienen; pues algunas no tienen absolutamente nada, otras tienen una, y suele haber algunas que tienen dos o más. Los armadores compran a los buzos las que les han tocado, o se las cambian por mercancías, que con este fin llevan comúnmente consigo los que emprenden la tal pesca.
Las madreperlas son por lo general de cinco pulgadas de longitud y de tres a cuatro de anchura: su color por defuera es un verde sucio, pero interiormente son hermosas. Las perlas se forman en algunos pliegues del cuerpo del animal, aunque no falten algunas que se hallan adheridas a la superficie interna de la concha, las cuales son llamadas topos, y aunque sean grandes y bellas, no tienen estimación, por razón de tener plana la parte que estaba en contacto con la concha. Las más apreciadas son las que además de ser grandes, blancas y brillantes, son esféricas u ovales, y sobre todo las que tienen figura de pera.

(Tomado de: Clavijero, Francisco Xavier - Historia de la antigua o Baja California. Estudio preliminar por Miguel León-Portilla. Colección “Sepan cuantos…” #143. Editorial Porrúa, S.A. México 1990)



viernes, 28 de junio de 2019

Moneda prehispánica

El comercio no se hacía solamente por vía de permuta, como lo han publicado varios historiadores, sino también por rigurosa compra y venta. Tenían cinco especies de moneda que servían de precio a sus mercaderías. La primera era una especie de cacao, distinto del que ordinariamente empleaban en sus bebidas, el cual circulaba incesantemente de mano en mano, como entre nosotros el dinero. Contaban el cacao por xiquipiles (cada xiquipilli era 8,000 almendras); para ahorrarse la molestia de contar cuando la mercadería era de mucho valor, contaban por cargas, regulando cada carga, que por lo común del peso de dos arrobas, por tres xiquipiles o 24,000 almendras.

La segunda especie de moneda eran ciertas pequeñas mantas de algodón que llamaban patolcuachtli, casi únicamente destinadas a adquirir las mercaderías que habían menester. La tercera especie era el oro en grano o polvo, encerrado en cañones de ánsares que por transparencia dejaban ver el precioso metal que contenían y subían o bajaban su valor según su grandeza y amplitud. La cuarta, que más se acercaba a la moneda acuñada, era de ciertas piezas de cobre en forma de T, que se empleaba en cosas de poco valor. La quinta, finalmente, de que hace mención Cortés en su última carta a Carlos V, era de ciertas piezas útiles de estaño. Esta moneda creo que era sellada por la razón que daré en mis Disertaciones.

Vendíase y permutábase las mercaderías por número y medida; pero no sabemos que se sirviesen del peso, o fuese porque lo creyeron expuesto a fraudes, como dijeron algunos autores, o porque no les pareció necesario, como escribieron otros, o  por ventura lo usaron y los españoles no alcanzaron a saberlo.

(Tomado de: Clavijero, Francisco Javier - Historia Antigua de México. Prólogo de Mariano Cuevas. Editorial Porrúa, S. A,, Colección “Sepan Cuántos…” #29, México, D. F., 1982)

viernes, 1 de marzo de 2019

La expulsión de los jesuitas y el inicio de la guerra de Independencia



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¿Cómo influyó la expulsión de los jesuitas en la conformación de la Independencia mexicana?

La expulsión de los jesuitas provocó un descontento generalizado que permeó las distintas capas de las esferas sociales novohispanas. En la Nueva España, las élites recibían educación de los jesuitas, quienes además promovían el culto a la Virgen de Guadalupe. La expulsión tuvo severas consecuencias morales en la población, pues una vez más la imposición venía de las autoridades metropolitanas. Contrario a las costumbres de las tres órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos y agustinos), los jesuitas formaban sociedades autosuficientes que producían sus propias fuentes de abasto y se interesaban en la obtención de propiedades. Esto era mal visto, pues se consideraba que tales iniciativas contradecían la parquedad característica de las congregaciones religiosas.

En 1767 España impidió la permanencia de los jesuitas en territorio americano. Esto redujo considerablemente los recursos y los lugares intelectuales del patriotismo criollo, justo en el momento en que la ilustración aportaba nuevas ideas acerca de la historia. Los jesuitas ejercían una fuerte influencia sobre las opiniones y las actividades políticas. Esta cualidad les ganó el odio de los tiranos anticlericales. Entre 1760 y 1770 los jesuitas tuvieron que abandonar los distintos puntos en los que se encontraban. Carlos III de España había designado para la operación el envío de carrozas que conducían a los religiosos a los puertos para embarcarlos y enviarlos lejos lo antes posible. Lo mismo sucedió con los jesuitas en México. El virrey fue amenazado de muerte si permitía que uno solo de los religiosos se quedara en el país, pues eran ante todo una fuente de divulgación del poder y los educadores de la elite criolla. La edad de oro de los jesuitas en México fue de 1700 a 1767, cuando surgieron eruditos notables como Francisco Javier Alegre (1729-1788), Francisco Javier Clavijero (1731-1787), y Andrés Cavo (1739-1802).

El 2 de junio de 1767, antes del amanecer, un grupo de funcionarios reales penetraron en sus conventos y tomaron a los 678 miembros de la orden para obligarlos a dirigirse a Veracruz- en el momento en que se dio a conocer la noticia, un sinnúmero de personas se reunió para asistir al éxodo. La comitiva tuvo que abrirse paso a golpes. En diversos pueblos hubo revueltas que terminaron en 90 ejecuciones. En abril de 1768 la Inquisición recibió una carta firmada por los “Pobres Cristianos de Puebla”, advirtiendo del armamento popular en defensa de su religión. Se discutieron las medidas necesarias para extirpar el “fanatismo” que se había desencadenado a partir de la expulsión de la orden. 

Los diputados hispanoamericanos de las Cortes de Cádiz nunca lograron obtener el apoyo de sus compañeros para hacer que los jesuitas regresaran.

Los jesuitas dirigían 103 misiones indígenas y 23 colegios, en donde eran irremplazables. Cuando llegaron deportados a Europa, ningún país quiso recibirlos.

 Tuvieron que navegar largo tiempo por el Mar Mediterráneo hasta que encontraron un refugio temporal en la isla de Córcega, en el sur de Francia. Lo que resulta curioso es que una de las ciudades más importantes de América tuvo que recurrir de manera casi clandestina a un jesuita exiliado, Francisco Javier Clavijero, para que escribiera una historia acerca de la Nueva España en defensa de las teorías antiamericanistas que circulaban en Europa. En el exilio jesuita fue donde el patriotismo criollo pudo enfrentarse a los golpes ideológicos de la Ilustración europea. Gran parte de los jesuitas exiliados no fueron hombres que ignoraran los avances del conocimiento; por el contrario, eran hombres que tenían conocimiento de las novedades científicas, de las corrientes filosóficas y de la misma historiografía del siglo XVIII europeo. Los jesuitas tuvieron la intuición suficiente para reconocer que era necesario dejar atrás la cultura barroca en la que estaba impregnada la sociedad novohispana durante el siglo XVII.

Esta ruptura en la vida cotidiana de la Nueva España ayudó a incrementar el descontento frente a las autoridades españolas. Abad y Queipo había previsto que la remoción de la orden sería una amenaza que debilitaría los vínculos de lealtad que estaban en el corazón y en la mente de la clase más baja. Las protestas en contra del acto demostraban hasta qué punto implícita o explícitamente el pueblo se había separado ya de la figura de autoridad a la cual estaba cansado de someterse.

(Tomado de: Cecilia Pacheco - 101 preguntas sobre la independencia de México. Grijalbo Random House Mondadori, S.A. de C.V., México, D.F., 2009)



sábado, 1 de diciembre de 2018

El temazcal

El temascal o hipocausto mexicano
 
 
 
Poco menos frecuente era entre los mexicanos y demás naciones de Anáhuac el baño de temazcalli, el cual siendo digno por todas sus circunstancias de particular mención en la historia de México, no la ha merecido a ninguno de los historiadores, entretenidos por lo común en descripciones de menor importancia; de suerte que si no se hubiera conservado hasta hoy entre los americanos aquel baño, se hubiera perdido enteramente su memoria. El temazcalli o hipocausto mexicano se fabrica por lo común de adobes. La hechura es semejantísima a la de los hornos de pan, con la diferencia de no estar construido sobre terraplén, sino al haz de la tierra; su mayor diámetro es de unas tres varas castellanas, su mayor altura un poco más de dos. Su entrada, que es también semejante a la boca de un horno, tiene la amplitud suficiente para que un hombre pueda entrar cómodamente en cuatro pies. En la puerta opuesta a la entrada tiene una hornilla con su boca hacia afuera por donde se le mete el fuego, y un agujero arriba por donde respira el humo. La parte por donde la hornilla se une a la bóveda del hipocausto, que es un espacio como de una vara en cuadro, está cerrada a piedra seca con tetzontli o con otra piedra porosa. El pavimento del baño es un poco convexo y como un palmo más bajo que el suelo exterior, la cual depresión comienza antes de la boca o entrada del baño. Junto a la clave de la bóveda tiene un respiradero como el de la hornilla. Esta es la estructura común del temazcalli, que representamos en la lámina del mismo; pero en algunas partes se reduce a un pequeño edificio o choza cuadrilonga, y sin bóveda ni hornilla pero más abrigada.

Cuando llega la ocasión de bañarse se mete en el baño una estera, una vasija de agua y un buen manojo de hierbas o de hojas de maíz; se enciende fuego en la hornilla y se mantiene ardiendo hasta dejar perfectamente inflamadas las piedras porosas que dividen el baño de la hornilla. El que ha de bañarse entra por lo común desnudo y las más veces o por enfermedad o por mayor comodidad lo acompaña alguno de sus allegados. En entrando cierra bien la puerta dejando un rato abierto el respiradero de la bóveda para evacuar el humo de la leña, que de la hornilla se insinúa en el baño por las junturas de las piedras. Después de cerrado este conducto apaga con agua las piedras inflamadas de las cuales se levanta inmediatamente un denso vapor que ocupa la región superior del baño. Entre tanto que el enfermo se mantiene tendido en la estera, su doméstico (si ya no lo hace él mismo por su mano) comienza a llamar el vapor hacia abajo con el manojo de hierbas un poco humedecidas, y a azotar suavemente al enfermo y en especial en la parte doliente. El enfermo prorrumpe inmediatamente en un dulce y copioso sudor, el cual se promueve o modera a proporción de la necesidad. Conseguida la evacuación deseada se da libertad al vapor, se abre la puerta del baño y se viste al enfermo o es transportado en su misma estera y bien cubierto a su cámara; pues regularmente se continúa el baño con la habitación, y tiene su entrada a algunas piezas interiores de la casa para mayor resguardo de los que se bañan.

Ha sido en todo tiempo muy usado este baño para varias especies de enfermedades, especialmente para fiebres ocasionadas de constipación de los poros. Lo usan comúnmente las mujeres después del parto y aun los que son mordidos o picados de animal ponzoñoso con buen efecto, y no hay duda de que es un remedio excelente para los que necesitan evacuar humores crasos y tenaces. Cuando se pretende del enfermo un sudor más copioso del que produce regularmente el baño, lo elevan del pavimento y lo acercan más al vapor, porque es mayor el sudor a proporción de la mayor elevación. Es hasta hoy tan común el temazcalli, que no hay población por pequeña que sea, que no tenga muchos.
 
 
(Tomado de: Francisco Javier Clavijero - Historia antigua de México)




jueves, 8 de noviembre de 2018

Chinampas



Sementeras y jardines nadantes en el lago mexicano.

El modo que tuvieron de hacerlas y que hasta hoy conservan, es muy sencillo. Forman un gran tejido de mimbres o de raíces de enea que llaman tolin y de otras hierbas palustres, o de otra materia leve, pero capaz de tener unida la tierra de la sementera. Sobre este fundamento echan algunos céspedes ligeros de los que sobrenadan en la laguna, y sobre todo cieno que sacan del fondo de la misma laguna. Su figura regular es cuadrilonga; su longitud y latitud es varia, por lo común tendrán, a lo que me parece, de 25 a 30 varas de largo, de 6 a 8 de ancho y como un pie de elevación sobre la superficie del agua. Estas fueron las primeras sementeras que tuvieron los mexicanos después de la fundación de México; las cuales se multiplicaron después excesivamente y servían, no solamente para el cultivo del maíz, del chile o pimiento y de otras semillas y frutos necesarios para su sustento, sino también para el de las flores y plantas odoríferas que se empleaban en el culto de los dioses y en las delicias de los señores.

Al presente siembran en ellas hortalizas y flores. Todas estas plantas se logran bien, porque el cieno de la laguna es fertilísimo y no necesita del agua del cielo para sus producciones. Algunas de estas sementeras tienen uno u otro arbolillo, y aun una chozuela en donde se resguarde el cultivador de los ardores del sol y de la lluvia. Cuando el dueño de una sementera, o como vulgarmente la llaman, chinampa, quiere pasarse a otro sitio por librarse de algún mal vecino o por estar más cerca de su familia, se embarca en su canoa y se lleva a remolque su sementera o huertas a donde quiere. La parte del lago en que están estas huertas nadantes es uno de los paseos más deliciosos que tienen los mexicanos, en donde perciben los sentidos el más dulce placer del mundo.


(Tomado de: Francisco Javier Clavijero - Historia antigua de México)





miércoles, 29 de agosto de 2018

Escorpiones y arañas


Escorpiones y arañas



[…]Los alacranes o verdaderos escorpiones son comunes en todo aquel vasto reino; pero en las tierras frías o templadas son por lo común pocos y no considerable su picada. En las tierras cálidas y en aquellas en que el aire es muy seco, aunque el calor sea moderado, abundan más y es tal su ponzoña que en algunas partes basta a quitar la vida a los niños y ocasionar ansias terribles en los adultos. Se ha observado que la ponzoña de los escorpiones pequeños y rubios es más activa que la de los grandes y negros, y que es menos funesta su picada en aquellas horas del día en que calienta más el sol.



Entre las especies de arañas, que son muchas, hay dos que por su particularidad no pueden omitirse: la tarántula y la casampulga. Dan allí impropiamente el nombre de tarántula a una araña muy grande, cuyo cuerpo y piernas están cubiertas de un pelillo negro que tira a ceniciento, semejante al de los pollos recién nacidos. Es propia de tierras cálidas y se halla no solamente en los campos sino aun en las casas. Está tenida por venenosa, y se cree que el caballo que la pisa pierde luego el casco; pero no he tenido noticia de algún caso particular que confirme esta común creencia, aun habiendo vivido cinco años en una tierra calidísima en que eran muy frecuentes. La casampulga es pequeña, de pies cortos y su vientre es de un rojo encendido, de la magnitud de un garbanzo. Es muy venenosa y común en Chiapas. No sé si esta sea la misma que en otros países de aquel reino es conocida con el nombre de arañas capulina.

(Tomado de: Francisco Javier Clavijero - Historia antigua de México)

jueves, 16 de agosto de 2018

Clima de Anáhuac

Clima de Anáhuac

(José María Velasco - El Valle de México)


El clima de las tierras de Anáhuac es vario según su situación. Las marítimas son calientes, y por la mayor parte húmedas y malsanas. Su calor, que hace sudar aun en enero, es originado de la gran depresión de las costas respecto de las otras tierras, y de los montes, de arena que hay en sus playas, como se ve en la costa de la Veracruz, mi patria. La humedad proviene de las aguas que en gran copia se precipitan de las montañas que dominan las costas. En estas tierras calientes no hiela jamás, y en muchas ni aun tienen idea de la nieve, sino por la lectura de los libros o la relación de los extranjeros. Las tierras muy elevadas o contiguas a los altísimos montes eternamente cubiertos de nieve son frías, pero no tanto como las que son tenidas por tales en Europa. Los demás países mediterráneos en que estaba la mayor y mejor población de aquella tierra, gozaban y gozan de un clima tan benigno y dulce, que ni sienten los rigores del invierno ni los ardores del estío. Es verdad que en muchos de aquellos países hiela frecuentemente en el invierno y tal vez suele nevar; pero la leve incomodidad que ocasiona semejante frío no dura más  que hasta que nace el sol. No es menester otro fuego que el de sus rayos para calentarse en el mayor invierno, ni más refrigerio en tiempo de calor que el de la sombra. El mismo vestido que cubre a los hombres en los caniculares los defiende en enero, y todo el año el año duermen los animales a cielo descubierto.

Esta dulzura y apacibilidad de clima bajo la zona tórrida, es efecto de varias causas naturales incógnitas a los antiguos que la creyeron inhabitable, y a no pocos modernos que la reputan poco favorable a los vivientes. La limpieza y despejo de la atmósfera, la menor oblicuidad de los rayos del sol y su mayor demora sobre el horizonte en el invierno respecto de otras regiones más distantes de la equinoccial, contribuyen a disminuir notablemente el frío e impiden todo aquel horror que cubre a la naturaleza bajo las otras zonas. Se goza aun en aquel tiempo de la belleza del cielo y del verdor de las campiñas. Los días son entonces los más claros y las noches las más apacibles y serenas, cuando en las zonas templadas roban las nubes la vista del cielo y la nieve sepulta las bellas producciones de la tierra. No menores causas concurren en el estío a templar el calor. Las copiosas lluvias que bañan frecuentemente la tierra después de medio día, desde fines de abril o principios de mayo hasta septiembre u octubre, los altos montes coronados siempre de nieve y distribuidos por toda la tierra de Anáhuac, los vientos frescos que entonces soplan y la menor demora del sol sobre el horizonte respecto de las regiones de la zona templada, convierten el estío de aquellas felices tierras en alegre y fresca primavera.


Pero la apacibilidad del clima se contrapesa con las tempestades de rayos que son frecuentes en el estío, especialmente en las inmediaciones del volcán Matlalcueye o sierra de Tlaxcala, y con los terremotos que a veces se sienten, aunque con más susto que daño.


 A uno y otro efecto contribuye el azufre y otros materiales combustibles depositados en grande abundancia en el seno de aquella tierra. Las tempestades de granizo aunque no son más frecuentes que en Europa, han sido algunas veces notables por la enorme magnitud del granizo. En 1762 cayó en Huexotzinco una gran tempestad de granizo que alcanzó hasta la ciudad de Puebla, en donde entonces me hallaba.  En un monte vecino a Huexotzinco se hallaron granizos de tres libras, pero excede a este y a cuantos leemos en las historias el que cayó en las cercanías de Guadalajara en 1765, en que hubo granizos de más de 25 libras de peso. Arruinó esta tempestad algunos edificios rústicos y mató cuantos animales había en el campo. La relación que se me dio de esta tempestad en Valladolid de Michoacán, no me pareció creíble hasta que habiendo ido el año siguiente a Guadalajara, la reconocí cierta.

(Tomado de: Francisco Javier Clavijero – Historia antigua de México)