jueves, 25 de julio de 2024

El colibrí y el arte plumario

 



El colibrí y el arte plumario

Está el colibrí en el aire como una suntuosa joya agitada. Brilla entera la avecilla con la refulgencia de sus múltiples colores. Cintila en un perenne tornasol. Se oye un zumbido ligero con el apresurado batir de sus alas chiquitas. Mete el luengo pico, largo y delgado, como una aguja, entre el cáliz de las flores para sacarles miel que es su manutención, pero no hace esto el pajarillo parado en una rama sino volando aceleradamente delante de la flor; avanza y retrocede, se adelanta de nuevo y vuelve a recular, lleno de gracia y ligereza, como una cosa leve y esplendente. Vuela hacia atrás con la misma facilidad que para adelante. Con el rocío detenido en hojas o en pétalos es con lo que sacia su sed. El colibrí es un pequeña “flor de pluma” o “ramillete con alas” como se dice en las famosas décimas de La vida es sueño.

Era creencia general que con un colibrí muerto que se llevara debajo de las ropas y encima del pecho, se deshacían los mayores desdenes de los amantes y se lograba que el desamorado volviera pronto a acercarse muy rendido a quien se apartó, pues no había talismán más provechoso para conseguir y retener amores. El colibrí es el pájaro más pequeño que existe en toda la extensa ornitología mexicana, por eso se le dice pájaromosca, también le llaman chuparrosa, chupamirto y picaflor. Los antiguos aborígenes le decían huitzitzilin. Pero variaba la designación con que lo distinguían según fuese el color predominante que ostentaba; así si la tenía bermeja, encendida como una tuna, era tenachuitzitzilin; si verde, xiuhuitzitzilin; iztauitzitzitzilin si solamente había en él plumas blancas; y si azules quetzalhuitzitzilin; si le rodeaba el cuello un collarín amarillo, texcacozhuitzitzilin y cuando lucía variedad de colores brillantes entonces le nombraba cochiohuitzitzilin.

De las muy vistosas plumas de este pajarillo era, principalmente, de lo que hacían los indígenas los magníficos trabajos de mosaico, admiración de los ojos no sólo de los conquistadores, sino de todos cuantos vieron en España semejantes cosas lindas. Gran pericia y paciencia era menester para componer los exquisitos trabajos de plumería. Se hicieron mantos, túnicas, mitras, adargas de parada, rodelas, imágenes de santos y qué sé yo cuántos primores. Para asentar definitivamente una pluma necesitaba de mucha sabiduría el artífice; tomábala con dedos sutiles, la examinaba largamente, la veía por un lado, la veía por el otro, la veía al trasluz y luego ensayaba si convendría colocar ésta o colocar aquélla o la de más allá. Era una obra de meditación continua, de probaturas constantes. Por eso resplandecía con perfección asombrosa. No había nada superfluo en ella ni falto en lo necesario.

El capellán Francisco López de Gómara escribe en su Historia de las conquistas de Hernán Cortés que “lo más lindo sin duda –de la plaza del mercado- eran las obras de oro y pluma de las que contrahacen cualquier cosa y color y son los indios tan ingeniosos oficiales desto que hacen de pluma una mariposa, un árbol, una rosa, las yerbas y peñas, tan al propio que parece lo mismo que si estuviera vivo o natural. Y acontéceles no comer en todo un día poniendo, quitando parte y asentando la pluma, y mirando a una y a otra, al sol, a la sombra y a la vislumbre, por ver si dice mejor a pelo o contrapelo o al revés, de la haz o del envés; y en fin no la dejan de las manos hasta ponerla con toda perfección. Poco sufrimiento pocas naciones lo tienen, mayormente donde hay cólera, como la nuestra”.

En la Casa de las Aves que tenía Moctezuma en su ciudad de Tenochtitlan las había en abundancia de todas las especies conocidas en el Anáhuac sin que faltase una sola y se les sustentaba con los adecuados alimentos a que estaban acostumbradas en la región de que eran originarias. Había gente especial encargada de recoger sus plumas cuando pelechaban y aun quitabánselas con cuidadoso esmero y las guardaban en sitios apropiados para ser usadas después en los vestidos, armas, estandartes e insignias del fastuoso Emperador y en lindas cosas para adornar su anchurosa morada.

El padre José de Acosta se queda suspendido, lleno de embeleso, ante el maravilloso arte plumario y asegura que esos objetos no parecían hechos de la materia colorida de que eran sino que se hallaban bien ejecutados a pincel y con excelentes colores. En el libro que compuso bajo el título de Historia Natural y Moral de las Indias escribe que “en la Nueva España hay copia de páxaros de excelentes plumas, que de su fineza no se hallan en Europa, como se puede ver por las imágenes de pluma que de allá se traen: las cuales con mucha razón son estimadas, y causan admiración que de plumas de páxaros se pueda labrar cosa tan delicada y tan igual, que no parece sino de colores pintadas, y lo que no puede hacer el pincel y los colores de tinte: tienen unos visos miradas un poco al soslayo tan lindos, tan alegres y vivos que deleitan admirablemente. Algunos indios, y buenos maestros, retratan con perfección de pluma lo que ven de pincel, que ninguna ventaja les hacen los pintores de España.

“Al príncipe de España, don Felipe, dio su maesthro tres estampas, pequeñitas, como para registros de diurno, hechas de pluma, y Su Alteza las mostró al rey Felipe nuestro señor, su padre, y mirándolas Su Majestad dijo: que no había visto en figuras tan pequeñas cosas de mayor primor. Otro cuadro mayor en que estaba retratado San Francisco recibiendo alegremente la santidad de Sixto V, y diciéndole que aquello hacían los indios, de pluma, quiso probarlo trayendo los dedos un poco por el cuadro para ver si era pluma aquélla, pareciéndole cosa maravillosa estar tan bien asentada, que la vista no pudiese juzgar si eran colores naturales de plumas o eran artificiales de pincel. Los visos que hace lo verde y un naranjado como dorado, y otras colores finas, son de extraña hermosura: y mirada la imagen a otra luz, parecen colores muertas, que es variedad de notar.

“Hácense las mejores imágenes de pluma en la provincia de Mechoacán, en el pueblo de Páscaro. El modo es con unas pinzas tomar las plumas, arracándolas de los mismos páxaros, muertos, y con un engrudillo delicado que tienen, irlas pegando con gran presteza y policía. Toman estas plumas tan chiquitas y delicadas de aquellos páxarillos que llaman en el Perú tominejos o de otros semejantes, que tiene perfectísimos colores en la pluma. Fuera de imaginaria usan los Indios otras muchas obras de pluma muy preciosas, especialmente para ornato de los Reyes y señores, y de los templos e ídolos. Porque hay otros páxaros de aves grandes de excelentes plumas y muy finas de que hacían bizarros plumajes y penachos, especialmente cuando iban a la guerra; y con oro y plata concertaban estas obras de plumería rica, que era cosa de mucho precio.”

Los mosaicos de pluma son una industria de procedencia mexicana y no sólo se trabajó en ella en los tiempos precortesianos, sino en la época virreinal, prueba evidente de ello es la Instrucción para el cobro de la Alcabala del año de 1754 en que estas cosas quedaban sujetas a pago.

En su Historia de la Nueva España, Alonso de Zorita, al enumerar los oficiales mecánicos que había en el México del siglo XVI, afirma: “Entre ellos hay oficiales de la plumería, de que hacen riquísimas imágenes que no los hay en ninguna ciudad, ni en el mundo como ellos.”

Como se fabricaron al principio, así se les siguió haciendo sin variación alguna; se conservaron los procedimientos tradicionalmente de unos a otros, sin modificar los métodos originales. El Abate Francisco Javier Clavijero habla con su saber acostumbrado de las varias manipulaciones que se seguían para la preciosa confección de estas plumerías:

“Nada –dice- tenían en tan alta estima los mexicanos como los trabajos de mosaico, que hacían con las plumas más delicadas y hermosas de los pájaros. Para esto criaban muchas especies de aves bellísimas que abundan en aquellas regiones, no sólo en los palacios de los reyes, donde mantenían, como ya hemos dicho, toda clase de animales, sino también en las casas de los particulares, y en ciertos tiempos del año les quitaban las plumas, para servirse de ellas con aquel fin, o para venderlas en el mercado. Preferían las de aquellos maravillosos pajarillos que ellos llaman huitzitzilen y los españoles picaflores, tanto por su sutileza como por la finura variedad de colores. En estos y otros lindos animales, les había suministrado la naturaleza cuantos colores puede emplear el arte y otros que ella no puede imitar. Reúnanse para cada obra de mosaico muchos artífices, y después de haber hecho el dibujo, tomado las medidas y proporciones, cada uno se encargaba de una parte de la obra; y se esmeraba en ella con tanta aplicación y paciencia que solía estarse un día entero para colocar una pluma, poniendo sucesivamente muchas, y observando cuál de ellas se acomodaba mejor a su intento.

Terminada la parte que a cada uno tocaba, se reunían todos para juntarlas y formar el cuadro entero. Si se hallaba alguna imperfección se volvía a trabajar hasta hacerla desaparecer. Tomaban las plumas con cierta substancia blanda para no maltratarlas y las pegaban a la tela con tzauthtli, o con otra substancia glutinosa; después unían todas las partes sobre una tabla, sobre una lámina de cobre y las pulían suavemente hasta dejar la superficie tan igual y tal lisa, que parecía hecha a pincel.

“Tales eran las representaciones de imágenes que tanto celebraban los españoles y otras naciones de Europa, sin saber que si en ellas era más admirable la belleza del colorido o la destreza del artífice, p la ingeniosa disposición del arte.

“Los mexicanos gustaban tanto de estas obras de pluma, que las estimaban en tanto más que el oro. Cortés, Bernal Díaz, Gómara, Torquemada y todos los otros historiadores que las vieron no hallan expresiones con que encomiar bastante sus perfecciones.”

Los indios tarascos sobresalían en este arte, vistoso y de extremada paciencia. Superaron con mucho a los nahoas, mixtecos, matlatzingas, totonacos, tzapotecas, huastecos y mayas. Los individuos de estas tribus adornaban con variadas plumas sus vestidos de combate, las ponían de todos los colores en sus luengos penachos, sujetas con mucha argentería o áureas ataduras, en sus rodelas en las que formaban dibujos graciosos, en sus ornamentos e insignias alegóricas y en otras cosas no sólo de uso en la guerra sino en la paz. Era todo ello brillante y vistoso, pero no hecho con el arte fino, y exquisito de los michoacanos, todo primor.

Infinidad de objetos hechos vistosamente de plumas envió Hernán Cortés tanto a Carlos V, como a señores de su corte, valedores del gran Conquistador, de los que sacó grandes ventajas y a quienes deseaba seguir teniendo gratos, como a personas encumbradas, de las que esperaba ayuda y favor en sus complicados negocios; y con mayor razón –fiel católico- los mandó a iglesias y a conventos en que estaban las veneradas vírgenes y santos a quienes se encomendó en los riesgos que tuvo en las jornadas de la conquista. A ellos debía haber salido con la vida en tantísimos peligros y le dieron fuerza y maña para vencerlos y con esos presentes quería testificar los beneficios recibidos.

Con este destino salieron cosas magníficas de plumería deslumbrante para iglesias y monasterios, en los que figura en primer término el de Nuestra Señora de Guadalupe en su natal Extremadura, y después para el de las Cuevas, de Sevilla, para el de San Salvador, de Oviedo, para el de Santo Tomás, de Ávila, para el de Santa Clara, de Tordesillas, para los franciscanos de Ciudad Real y de la Villa de Medellín, para los jerónimos, que eran muy sus amigos. También hizo regalo de estas bellas cosas a imágenes de su particular devoción, aparte de su Guadalupe extremeña, a Nuestra Señora la Antigua de Sevilla, a Nuestra Señora del Portal, muy venerada en la ciudad de Toro, al trágico crucifijo de Burgos, a Señor Santiago, de Galicia, a San Ildefonso en su capilla de la catedral de Toledo.

Estos presentes los formaban abundantes plumajes a manera de capas, medias casullas y mucetas, de todo lo cual se asegura que eran tan esplendentes como los rasos y los brocados de los ornamentos o de las vestiduras de las imágenes, y que no había ojos para admirar tanta hermosura. También en estas amplias ofrendas iban coseletes, ventalles, atadores, ramos, penachos y todo ello con bastantes adornos de oro y argentería muy bien labrada, y en bastantes se veían cerúleas turquesas o bien verdes y brillantes chalchihuites que teníanse por valiosas esmeraldas, a demás de la blancura de la concha y los cambiantes de nácar. Igualmente a monasterios e iglesias les ofreció don Hernando preciosas rodelas en las que lucía la gama de todos los colores y las enriquecía una resplandeciente suntuosidad de oro y plata.

Para las atinadas combinaciones que hacían los mexicanos y las otras antiguas tribus antes citadas, empleaban muchas plumas de pericos, de cardenales, de zanates, de guacamayas, de coas, de correcaminos, y de otros muchos pájaros vistosos, pero que no igualaban a las finas de los colibríes usadas por los tarascos, llenas de espléndidos y perpetuos tornasoles. En la lengua tarasca se llaman tzinzun a estos leves pajarillos que abundan en las montañas próximas al lago de Pátzcuaro. Los indios michoacanos usaban con preferencia los maravillosos plumajes de tales avecillas de tan multicolores cambiantes, y solamente, de modo secundario, los de otros pájaros para ponerlos como fondo a los dibujos que elaboraban con las plumas de los chupamirtos y darles realce a así excedían a todos en belleza y primor.

En la Antigua Relación de las Ceremonias y Ritos y Población y Gobernación de los Indios de la Provincia de Mechoacán, hecha al virrey don Antonio de Mendoza, y conocida generalmente, ya abreviado su título, por Relación de Mechoacán, escrita por un fraile anónimo que se supone que no es otro sino Fray Martín de la Coruña, uno de los doce primeros apostólicos y seráficos varones que vinieron a la conversión de estas partes, en ese libro y en el capítulo que trata De la gobernación que tenía y tiene esta gente entre sí se enumeran con todas sus atribuciones los distintos diputados por la Corona para presidir como para cuidar las artes y oficios que de padres a hijos se venían transmitiendo los indios tarascos o purépechas desde época inmemorial.

“Habían uno llamado Uscurécuri, diputados que labran de pluma los atavíos para sus dioses y hacían los plumajes para bailar. Todavía hay estos plumajeros (1550), éstos traían por los pueblos muchos papagayos grandes colorados y de otros papagayos para la pluma y otros traían pluma de garzas, otros, otras maneras de plumas de aves.” Éstos eran los afamados mosaicistas que hacían tan admirables obras de plumas de colores en capas, rodelas, estandartes y paños de tapiz.

“Había otro diputado sobre las rodelas, que las guardaban y los plumajeros las labraban de plumas de aves ricas, y de papagayos y de garzas blancas. Había otro que tenía cargo de guardar todos sus jubones de guerra de algodón y jubones de guerra de plumas de aves.”

No solamente el padre José de Acosta afirma que “hácense las mejores imágenes de pluma en la provincia del Mechoacán y en el pueblo de Pázcaro”, sino que varios cronistas de esa región celebran con buenas alabanzas este arte, así el queretano Fray Alonso de la Rea en su seráfica Crónica de la Provincia de San Pedro y san Pablo, escribe en la página 39 de la segunda edición que es la que yo leo, que: “Aún no ha hecho pausa el orgullo de su inclinación, sino que corriendo impelida de su natural viveza, inventaron los tarascos cosas tan singulares como lo han sido las de pluma, cuyo origen apunté en el capítulo 6, y cuya fábrica, invención y artificio, sin hinchazón ni pompa, se llevan consigo los encarecimientos que pudiera referir en aquesta Historia. El modo de engarzar las plumas de diversos colores, es que después de haber cortado las plumas en partículas tan pequeñas que cada una parece un punto invisible, se coge una penca de maguey, y sobre ella con cola muy bien templada, se van organizando todas las plumas y hacen una iluminación tan vistosa, que parece niegan aquí desvanecidas las galas de su natural coordinación. Cada partícula se pone de por sí, con tanta presteza, como lo apercibe la facultad siguiendo las líneas y círculos del bosquejo sobre que se obra tan exquisito primor. Hácenos de este género de iluminación de pluma, imágenes, colgaduras, adargas, mitras y marlotas, con tan linda vista, que jamás la perspectiva tuvo mejor motivo para olvidar las galas de la Primavera.”

También en la voluminosa Crónica de la Provincia de San Pedro y San Pablo, pero compuesta por Fray Pablo de la Purísima Concepción Beaumont (México, 1874), en el tomo III y páginas 34 a 95 se lee lo siguiente:

“Inventó el ingenio del tarasco las cosas singulares de pluma con sus mismos nativos colores, asentando de la misma manera que lo hacen en un lienzo de los más diestros pintores con delicados pinceles. Solían en su gentilidad formar de estas plumas, aves, animales, hombres, capas y mantas para cubrirse, vestiduras para sus sacerdotes y templos, coronas, mitras y rodelas, mosqueadores, con otros curiosos instrumentos que les sugería su imaginación. Estas plumas eran verdes, azules, rubias, moradas, pardas, amarillas, negras y blancas, no teñidas por industria, sino como las crían las aves que cogían y mantenían vivas al intento, valiéndose hasta de los más mínimos pajarillos. El modo de engastar las plumas era cortarlas muy menudas; y en lienzo de maguey, que es la planta de la tierra, con cola, muy templada, iban organizando las plumas que arrancaban de uno a otro pájaro muerto con unas pinzas, y pegándolas a la penca o tabla; se valían de sus nativos colores para dar las sombras y demás necesarios primores que caben en el arte, según pedía la imaginación que querían pintar. Cada partícula se ponía de por sí, con tal presteza, que seguían la línea y el círculo del bosquejo, y la iluminación formaba en la pintura una vistosa primavera. De las plumas de estos y otros pájaros hacían estos indios sus plumajes, y aún imágenes de pluma tan particulares, principalmente en Pátzcuaro, que según refiere Acosta, se admiró el señor Felipe Segundo de tres estampas que dio a su hijo, el señor Felipe Tercero, su maestro: la misma admiración causó al Papa Sixto Quinto, un cuadro de N. P. San francisco que enviaron a su santidad, hecho de plumas por los indios tarascos. He visto láminas muy curiosas y acabadas de este género en gabinetes de curiosos en la Europa; y principalmente mi maestro el doctor Morán, uno de los sabios de la Academia de las Ciencias de París, apreciaba mucho, y con razón, dos láminas de santos, que adornaban su singular museo, cuya hechura de plumas de tan exquisitos colores era de lo más perfecto que se podía desear, a más de lo raro de la invención. No trabajan ya con tanto primor los tarascos las estampas que hacen de pluma, y en el día se escasean mucho estas obras de plumería.”

Y en su Americana Thebaida, página 26, Fray Matías de Escobar glosa estas frases con estas otras: “...forman letras del mismo modo, tan primorosas, no son más redondas las de molde, venciendo aquí las plumas a la imprenta”.

Pocas cosas quedan esparcidas por ahí del precioso arte plumario de los indios, el tiempo las acabó –“dellas destruye la edad”-, eran objetos leves y delicados en los que entran polillas y carcomas que los consumen y no dejan nada. Lo que quedó es, en su mayoría, de indudable origen michoacano, obras perfectas de las manos maestras de los tarascos. Las joyantes mitras del Escorial, las del Museo María Teresa, de Viena, las del Palacio Pitti, de Florencia, la gran adarga de parada de la Armería Real de Madrid, lo de nuestro Museo nacional y algo que anda en el comercio de antigüedades y en colecciones privadas, es lo que conozco de este exquisito arte en el que se anima el dibujo de la imagen con la distinción y hermosura de los colores de plumas menudas. He leído que existen mosaicos de esta especie en la rica colección Ambrass, pero no sé cuál es, ni en dónde está esa mentada colección.

Hay abundancia en muchas partes de México de estos colibríes leves y vistosos, pero apenas llegan los primeros fríos, desparecen y no se ve ni uno solo por esos campos y jardines; vuelven a llenar el aire con su belleza cuando entra la primavera. Surgen como otras tantas flores. Flores vivas y trémulas. Se decía por esta súbita desaparición que huían temerosos del invierno e íbanse a buscar las tierras calientes que les daban vida. Pero los colibríes no son aves migratorias que andan en pos de tónica tibieza, sino que tiene la extraña particularidad de caer en un largo marasmo durante toda la invernada. Se cuelgan por el pico de una rama y así permanecen con inmovilidad de muerte; se les caen las plumas como en pelecha, con lo cual toda su vistosidad queda trocada en una pura lástima. Tal vez de esto provenga la frase “ya colgó el pico Fulano”, que se aplica a quien ya no tiene ánimos para nada, que está el infeliz como para morir. Para el arrastre, dicen los castizos. El sopor de los colibríes es como el que mantiene inmóviles a otros animales y del que salen cuando llegan los templados y deliciosos días de la primavera, alegre renacer de la naturaleza, tiempo en el cual está todo en su mayor vigor y hermosura.

Fray Bernardino de Sahagún, conocedor como nadie de cuanto hubo en el México precortesiano y en cuya Historia general de las cosas de la Nueva España no deja nada que tratar con maestría e indudable competencia, al escribir de las aves que aquí tienen ricas plumas, dice de los colibríes: “Hay unas avecitas en esta tierra que son muy pequeñitas, que parecen más moscardones que aves; hay muchas maneras de ellas, tienen el pico chiquito, negro y delgadito, así como aguja; hacen su nido en los arbustos, allí ponen sus huevos y los empollan y sacan sus pollos; no ponen más de dos huevos. Comen y mantiénense del rocío de las flores, como las abejar, son muy ligeras, vuelan como saeta; son de color pardillo. Renuévanse cada año: en el tiempo del invierno cuélganse de los árboles con el pico, allí, colgados se secan y se les cae la pluma; y cuando el árbol torna a reverdecer él torna a revivir, y tórnales a nacer la pluma y cuando comienza a tronar para llover entonces despierta y vuela y resucita. Es medicinal para las bubas, comido, y el que los come nunca tendrá bubas; pero hace estéril al que los come.” Abusiones, patrañas, digo yo, de las que abundan en todas las épocas. Vanas creencias populares que se meten con fuerte arraigo.

“Hay unas de estas avecitas –sigue diciendo el franciscano- que llaman “quetzalhuitzitzilin” que tiene las gargantas muy coloradas y los codillos de las alas bermejos, el pecho verde y también las alas y la cola; parecen a los finos “quetzales”. Otras de estas avecicas son todas azules, de muy fino azul claro, a manera de turquesa resplandeciente. Hay otras verdes claras, a manera de hierba. Hay otras que son de color morado. Hay otras que son resplandecientes como una brasa. Hay otras que son leonadas con amarillo. Hay otras que son larguillas, unas de ellas son cenicientas, otras son negras, estas cenicientas tienen una raya de negro por los ojos, y las negras tienen una raya blanca por los ojos.

“Hay otras que tienen la garganta colorada y resplandeciente como una brasa; son cenicientas en el cuerpo, y la corona de la cabeza y la garganta resplandeciente como una brasa.

“Hay otras que son redondillas, cenicientas, como unas motas blancas.”

Refiere el ya dicho Alonso de Zorita al tratar de un “pajarito que duerme la mitad del año, y de qué y cómo se mantiene”, que dice Fray Toribio que no quiere callar una cosa maravillosa que Dios muestra en un pajarito muy pequeñito, de que hay muchos en la Nueva España y lo llaman Vicicilim, y en plural Viciciltim, y que su pluma es muy preciosa, en especial la del pecho y cuello, aunque es poca y menuda, y que, puesta en lo que los indios labran de oro y pluma, se muestra de muchos colores; mirada derecha, parece como pardilla; vuelta un poco de la veslumbre, parece naranjada y otras veces como llamas de fuego; y aunque este pajarillo es muy pequeñito, tiene el pico largo como medio dedo, y delgado; y que como él y su pluma es estremado, también lo es su mantenimiento, porque solamente se ceba y se mantiene de la miel o rocío de las flores, y anda siempre chupándolas con su piquillo, volando de unas en otras y de un árbol en otro, sin se sentar sobrellas; y que por el mes de octubre, cuando aquella tierra se comienza agostar y se secan las yerbas y flores y le falta el mantenimiento, busca lugar competente donde pueda estar escondido en alguna espesura de árboles, y en algún árbol secreto pega sus pies en una ramita delgada, encogidito, y está como muerto hasta el mes de abril, que con las primeras aguas y truenos, como quien despierta de un sueño, torna a revivir y sale volando a buscar sus flores, que en muchos árboles las hay desde marzo; y aun antes, algunos han tomado destos pajaritos, hallándolos por los árboles, y los han metido en jaulas de cañas, y por el mes de abril revivían y andaban volando dentro hasta que los dejaban salir fuera; y dice que él mismo vio estar estos pajaritos pegados por los pies en un árbol de la huerta del monasterio de Tlascalan, y que cada año crían sus hijos y que él ha visto muchos nidos dellos con sus huevos; y que un día, estando un fraile predicando la resurrección general, trujo a comparación lo deste pajarito, y pasó uno volando por encima de la gente, chillando porque siempre va haciendo ruido...”

También el abate Clavijero habla en su Historia del pequeño huitzitzilin que no es otro que el ya tan mencionado colibrí y dice: “que es aquel maravilloso pajarillo tan encomiado por todos aquellos que han escrito sobre las cosas de América por su pequeñez y ligereza, por la singular hermosura de sus plumas, por la corta dosis de alimento con que vive, y por el largo sueño en que vive sepultado durante el invierno. Este sueño, o mejor decir, esta inmovilidad, ocasionada por el entorpecimiento de sus miembros se ha hecho constar jurídicamente muchas veces, para convencer la incredulidad de algunos europeos, hija sin duda de la ignorancia; pues que el mismo fenómeno se nota en Europa en los murciélagos, las golondrinas, y en otros animales que tienen fría la sangre, aunque en ninguno dura tanto como en el huizitzilen, el cual en algunos países se conserva privado de todo movimiento desde octubre hasta abril”.

Yo creía, al igual que una infinidad de buenas personas, que sólo el jugo azucarado de las flores constituía el alimento único e ideal de los colibríes, pero cuando supe que eso era muy secundario tuve una gran desilusión. ¿Cómo esas iridiscentes miniaturas, emanaciones de los rayos del sol, como los llamaban los antiguos mexicanos, habían de comer arañas, gusanos, y otros animalejos como cosa preferente? Miel, sólo miel, y perfumada miel de las flores. Darwin en una anotación de fecha 24 de septiembre de 1834 de su Diario, asienta que “aunque se los vea volar de una flor a otra en busca de comida, su estómago contiene de ordinario restos abundantes de insectos, que son los que, a mi juicio, buscan mejor que el néctar”. ¡A ver si no es esto penoso! No hay más remedio que creer lo que dice este famoso sabio.

Confieso que tuve infinita tristeza cuando supe semejante cosa, como la tuve también y muy grande, al leer -¿para qué lo leí, Señor?-, que un distinguido lepidopterólogo, Alberto Breyer, muy señor mío, para atraer algunos ejemplares de las más lindas mariposas, empleaba como cebo cerveza fermentada y queso de Limburgo, el más hediondo. ¿No es esto para decepcionar a cualquiera? Pero, ¡qué le vamos a hacer!, la vida está llena de grandes desengaños, cuando menos se espera llega uno y ¡zas! Nos hiere en pleno corazón.


(Tomado de: de Valle-Arizpe, Artemio. De perros y colibríes en el México antiguo. Cuadernos Mexicanos, año II, número 86. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

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