jueves, 21 de junio de 2018

Las virreinas de México

Las virreinas de México

Por Jaime Acosta

De los 62 virreyes que llegaron a México, 22 eran obispos, viudos o solterones, así que las virreinas sólo sumaron 40. El erudito Manuel  Romero de Terreros se esforzó por investigar quiénes fueron estas damas y qué hicieron de notable. A la mujer de aquella época se le asignaba un papel meramente doméstico y decorativo en los saraos palaciegos y las fiestas campestres, y ni los historiadores ni los documentos públicos suelen registrar los hechos de esta especie; sin embargo, Romero de Terreros descubrió mucho más de lo que podría esperarse y pudo localizar un buen número de personalidades vigorosas, cuando no fascinantes.
Las primeras 5 virreinas pasaron aparentemente la vida en la cocina y la sala hogareña, pues de ellas no se conocen más que los nombres:
Catalina de Vargas,
Ana de Castilla y Mendoza,
Leonor de Vico,
María Manrique, Marquesa de Aguilar y
Catalina de la Cerda, duquesa de Medina Coeli.
El sexto virrey fue obispo, de modo que la sexta virreina, Blanca de Velasco, condesa de Nieva, fue esposa del séptimo virrey, el marqués de Villa Manrique (1585-1590). Esta señora sí se hizo notar, y mucho, pues era soberbia y antipática, además de que, para recalcar su influencia, abiertamente hablaba de que era ella quien designaba y promovía a los funcionarios religiosos; tanto la virreina como el marido tuvieron fama de corruptos, por lo que se le ordenó al virrey regresar a España y el obispo de Tlaxcala, Pedro Romano, revisó las pertenencias del matrimonio cuando regresaba a la península para ver que no se llevaran nada indebido.

También fue notable la octava virreina (1590-1595), María de Ircio y Mendoza. Hija del conquistador Martín de Ircio, encomendero en Tepeaca, Puebla, y de doña María de Mendoza, hermana bastarda del primer virrey, doña María Ircio parece haber nacido en la Nueva España. Casó con el virrey Luis de Velasco hijo, quien fue muy querido en México, aunque su suegra escribió al monarca español quejándose de que el matrimonio de la hija “nos salió tan trabajoso que al dicho mi marido costó la vida y a mí y a las dichas mis hijas nos tiene en gran aflicción”, pues valiéndose de su influencia, el virrey “torcía a su favor la justicia” para apoderarse de los bienes pertenecientes a la suegra, a la cuñada y a su misma consorte, a quien amenazaba de muerte para obligarla a firmar los documentos en los que cedía al marido sus propiedades.
En el siglo XVII la duquesa de Alburquerque (1624-1635), era tan altiva, pagada de sí misma y afecta al boato que, deseando recalcar su posición en la sociedad, mandó hacer una jaula para aislarse en ella junto con su hija mientras se desarrollaban las ceremonias de inauguración de la vieja catedral.
Dos virreinas se hicieron notar por la estrecha amistad que tuvieron con sor Juana Inés de la Cruz: Leonor Carreto, marquesa de Mancera (1664-1673), y la condesa de Paredes (1680-1686), a quienes la monja dio, respectivamente, los nombres de “Laura” y “Lysi” en unos apasionados poemas dedicados a ellas. (los eruditos siguen discutiendo acerca de si el amor declarado por la monja en sus poemas fue lésbico o neoplatónico.)
La condesa de Paredes (1688-1696) vivió una experiencia angustiosa al escapar de las turbas que incendiaron el palacio virreinal en 1692. Pasó el resto de su tiempo en México lamentando la pérdida de los caudales y el robo de las joyas que sufrió a consecuencia de los disturbios.
En el siglo XVIII sobresalió la primera condesa de Revillagigedo (1746-1755) por su elegancia y por la prodigalidad con que repartía limosnas y donativos. La marquesa de las Amarillas (1755-1760) dio mucho de qué hablar porque montaba a caballo como hombre y era muy  afecta a participar en saraos y fiestas campestres.


Felicitas St. Maxent, condesa de Gálvez


El premio de popularidad lo ganó la joven, bella y elegante condesa de Gálvez, Felicitas St. Maxent (1785-1786). Hija del último intendente francés de la Luisiana, doña Felicitas nació en Nueva Orleáns y conoció a su marido el futuro virrey cuando llegó de guarnición a la ciudad. (Doña Felicitas tenía 3 hermanas que también casaron con oficiales españoles destacados en nueva Orleáns; una de ellas fue esposa del célebre intendente Riaño que murió en Granaditas.) con su educación francesa y su simpatía personal, doña Felicitas concurría frecuentemente a los teatros y a los paseos populares, mezclándose con el pueblo, que la ovacionaba.
Doña María Antonia de Godoy y Álvarez (1794-1798) era hermana del favorito de Carlos IV y aprovechó la oportunidad para obtener “mordidas” en cuanto negocio se cerraba con el gobierno y así enriquecer escandalosamente.
La esposa del virrey José de Iturrigaray (1803-1808), Inés de Jáuregui, mostró abierta preferencia por intimar con las familias criollas linajudas y desdeñar a los gachupines, por lo que se decía que estaba arrimándole simpatías a su marido para que lo coronaran rey en caso de que se declarara la independencia. De ella se supo también que estaba asociada con una comadre en cuya casa se compraban y vendían favores oficiales.


Doña Francisca de la Gándara y Cardona, condesa viuda de Calderón, por Vicente López.



María Francisca de la Gándara (1813-1816) nació en San Luis Potosí y llegó a virreina por casualidad, ya que en su condición de criolla normalmente hubiera estado excluida de alcanzar ese rango. (La otra virreina nacida en la Nueva España, María de Ircio y Mendoza, era vista como española pura por haber vivido en una época en la que el criollismo apenas empezaba a definirse.) Doña María Francisca de la Gándara tenía 22 años de edad cuando el coronel español Félix María Calleja cumplió 48 y, considerando que ya era tiempo de formar familia, pidió y obtuvo la mano de doña Francisca, cuya familia contaba entre los principales de la localidad. Con los años Calleja fue ascendido a mariscal de campo por haberse convertido en azote de los insurgentes, y el hecho de que fuese el elemento más apropiado para gobernar el virreinato determinó que se pasara por alto el lugar de nacimiento de la esposa. Doña María Francisca acompañó al marido en varias de sus campañas y emigró con él a Europa, donde permaneció hasta el día de su muerte para librarse con la distancia de sufrir los odios que inspiraban los criollos rivales de los victoriosos insurgentes.



(Tomado de: Jaime Acosta, Contenido, ¡Extra! Mujeres que dejaron huella, primer tomo (1), 1998)

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