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martes, 26 de febrero de 2019

Chontalcoatlán




Gracias a nuestro amigo Guillermo Ortiz de Montellano, tenemos algunos datos del significado de este nombre, que obtuvo consultando sus libros y reflejando con ello su laboriosidad y amor a los estudios.

Desgraciadamente, la interpretación que se le puede dar a la palabra Chontalcoatlán es “Lugar en que abundan las serpientes extrañas”. Esto es contradictorio al jeroglífico contenido en el libro de Peñafiel, que representa una víbora de cascabel, la cual no pudo ser extraña a nuestros aborígenes. Otra versión de la palabra “chontali” la da don Marcos F. Becerra, haciéndola corresponder a “bárbaro”, por una combinación de las voces rústico y tierra. ¿No podrá esta aglutinación indicar que las víboras de la región guerrerense hayan sido más venenosas que las de otras partes? Siendo así y siquiera para formar un equivalente ideológico aceptaremos, sin querer ni imponer la traducción ni menos alardear de que sea correcta, que la mejor acepción de esta palabra es “Lugar donde abundan  las víboras más venenosas”.

Pero pasando del significado de la palabra al lugar de ensueño, ubicado debajo de las mundialmente famosas Grutas de Cacahuamilpa, resulta simbólico al descender hacia el lecho del río subterráneo de Chontalcoatlán encontrar un magnífico ejemplar de serpiente de cascabel, que afortunadamente es una llamada de atención para no perder la infinidad de detalles que sin duda habremos de encontrar posteriormente. Este incidente es como la chispa que enciende la linterna de nuestra imaginación que insospechadamente creemos tendrá durante todo el recorrido bajo la superficie terrestre, alimentos abundantes y variadísimos.

¿Qué diferencia puede haber, se preguntarán algunos, entre ir por caminos desconocidos en una noche oscura, a recorrer el túnel amplísimo donde con curiosidad bulliciosa se internan las aguas un río? ¿No será semejante a seguir las márgenes de la corriente en medio de absoluta ausencia de luz? No. Inmediatamente que penetramos bajo tierra sentimos la corriente de aire encajonado con olor muy distinto al puro y libre que respiramos en nuestras aventuras alpinas. El rumor del líquido adquiere distintos tonos, ya que cuenta con la resonancia de las paredes. La ninfa Eco nos acompaña y en más de una ocasión se burla de nosotros.

La indumentaria de rigor es la del bañista con el aditamento de la lámpara ajustada a la cabeza, para tener las manos libres y poder, ya sea nadar o asirse de las paredes. Aún los más potentes reflectores portátiles dan idea de poco alcance. Las tinieblas reinan por doquier y alzando la vista extrañamos la inmensidad de una noche estrellada o los grises matices de las nubes, perceptibles aún estando la Luna en conjunción. Un haz de luz partiendo del punto superior de cada uno de nosotros no sirve más que para agigantar espectros originados por las proyecciones de maravillosas formaciones de estas galerías, que arrojan nuestras almas a un abismo, desorbitan nuestros ojos que vanamente intentan penetrar la penumbra, excitan nuestros cerebros y brotan ideas que en ningún otro lugar hubieran podido surgir.

Caminamos con el agua a la cintura, agachando la frente para iluminar nuestros pasos, vana ilusión, ya que el agua saturada de aluvión no es penetrada por los rayos luminosos y no sabemos si al avanzar quedaremos sin fondo a nuestros pies, lo que nos obligará a nadar, o si un ascenso del terreno que pisamos disminuirá el nivel del agua hasta la pantorrilla. ¿Y no es así la vida? Nuestra ridícula inteligencia cree poder prever los acontecimientos y nos recomienda sigamos tal dirección, pero uno tras otro dan al traste nuestros planes y nos percatamos de la incongruencia de lo desconocido. ¡Cuán pobres de espíritu los que tienen la presunción de poder evitar los momentos trascendentes de la existencia! Nuestro talento no es más que un charquito de agua putrefacta, agua del río de la vida que en una creciente inundó una depresión minúscula y que al volver las aguas a su nivel normal ha quedado aislada, pero ensoberbecida de su origen. Nos encerramos tras las murallas en lugar de abrir todas nuestras puertas. Tememos perder lo que creemos tener, sin saber que con certeza recibiremos infinitamente más de lo que podemos dar.

Dediquémonos devotamente a nuestras labores pero permitiendo siempre que las aguas del río infinito renueven nuestras energías ampliando nuestros alcances con los mensajes que ellas traen y así no caeremos en el error de estrechar cada vez más nuestros panoramas.

Y si aunque el lecho del río variara de profundidad manteniéndose las aguas a igual nivel, nosotros lográramos sostenernos a la misma "línea de flotación”, habríamos logrado el milagro de la fe, incomprensible para las ciencias, indiferente para los que ven la superficie de la corriente únicamente pero nunca han caído en una poza, esto es, para los que no han tenido ante sí una pregunta que contestar al destino. Pero, tarde o temprano, quien tiene el entusiasmo, el ansia de conocimiento y de comprensión, caerá en alguna poza y procurará contestarse preguntas y después él mismo se las hará y sólo encontrará la respuesta alejándose de la razón y de las ciencias, de la lógica y la llamada justicia, ensimismándose en la fe que es creer en lo que no se ve ni se palpa, ni se oye ni se gusta, creer en lo imposible pues no en otra forma logramos identificarnos con la vida, continua contradicción, cúmulo de sorpresas.



Algún compañero vislumbra una escalinata que parece llegar hasta besar la bóveda es la fuente monumental formada por un conjunto admirable de sedimentos que han adquirido la forma de toneles hacinados, de fuentes de base altísima comparada con la profundidad de la cavidad que contiene el líquido, apiñadas a tal grado, que sus partes superiores ya no tienen formas circulares entremezclándose unas circunferencias con otras y formando la misma variedad de caprichosas figuras que las que se observan al arrojar varios objetos, uno tras otro, en algún lago tranquilo y amplio, provocando ondas en la superficie que se entrelazan de mil maneras. Salimos del lecho del río y empezamos a ascender sobre las paredes del túnel. Quedamos perplejos las iridiscencias que estas formaciones producen al recibir la luz de nuestras lámparas dan la impresión de estar en un lugar incrustado de piedras preciosas semejantes a las que la dulce plática de la madre crea en nuestras mentes cuando oímos los cuentos de hadas. Los fogonazos del magnesio, siendo de duración reducidísima, aún sin deslumbrarnos no permiten formarnos un concepto completo de aquella majestad. Ni las fotos, una vez reveladas, transmiten fielmente lo que aquello realmente es. Cada uno de nosotros debe tener una idea distinta, muy personal, de estos lugares, pero todas sin duda erróneas si pudieran ser comparadas con lo verdadero. Recordamos a Goethe cuando comparó la arquitectura con música cristalizada. Aquella vasta pileta debe ser la nota del tambor, esa otra, alta y esbelta, un agudo de la viola. Catarata musical congelada; arquitectura espontánea, sin intromisión humana, millares de ideas embrionarias; éxtasis. Abajo suena el río transmitiendo siempre la idea de “adelante”, de la prisa, del ansia de llegar. ¿Llegar a dónde?

Hacemos un descanso y apagamos todas las luces. Atraen nuestra curiosidad unos puntos luminosos de color azul zafiro. Son luciérnagas, gusanitos arrastrados a la profundidad de estas grutas de donde nunca posiblemente podrán salir. Peregrinos perdidos en la inmensidad de esta noche que es siempre y que no sabe de auroras ni crepúsculos. En obscuras noches se gestan los días luminosos.

Obscuridad donde se antoja vagar sin rumbo ni objeto, confiando en que alguien guíe nuestros pasos. Pero somos tan pueriles que, al querer alcanzar una de esas minúsculas fosforescentes criaturas, sin preocuparnos de alumbrar nuestra trayectoria, recibimos un golpe seco con alguna roca cuya lengua colgante pasó desapercibida a nuestra memoria. El golpe nos resta orgullo, nos muestra insignificancia y aunque obstaculizó nuestro intento, nos hizo adelantar en el camino de la luz espiritual, como debe haberle sucedido a Job quien, no obstante lo que en contrario dice la Biblia, debió creer más ne Dios, por razón humana, cuando fue sujeto a más pruebas que antes. ¡Quién vive en la abundancia, tiende a olvidar los problemas primeros!

Un compañero pregunta la hora. ¿Qué significado tienen aquí las horas? ¿Qué significado tienen las distancias si ni aun poniendo las propias manos casi tocando nuestras narices podemos verlas? ¿Qué significado tiene nuestro deseo de recorrer el Chontalcoatlán en este momento y en este lugar? Ninguno. Si desmenuzáramos nuestras vidas en una infinidad de segundos, veríamos lo poco importante que es cada uno y toda ella, máxime que ella no es más que un segundo comparada con el infinito. ¿No es pues conveniente dejar de preocuparnos de nuestras tristezas y contratiempo intentando adivinar los campos que nuestra vista alcanzan?

Se pueden acercar las paredes laterales del conducto subterráneo y nosotros nadaremos. Se pueden anteponer rápidos que intenten estrellarnos contra las rocas. Los golpes y las heridas no deben distraernos. Vamos ávidos buscando los horizontes infinitos pero viendo lo infinito en todo lo que nos rodea. Nuestra posición, después de todo, es un horizonte infinito para los que vienen muy atrás y siempre seguiremos a otros y otros nos seguirán a nosotros. Somos como las aguas de los ríos, que no tienen principio ni fin.

Los maravillosos encajes que forman estalactitas y estalagmitas en continua vertical, alcanzan en algunos lugares tales dimensiones que más asemejan laberintos encantados que al golpe de un codo o una mochila dejan escapar notas graves y sordas. Las que penden de las bóvedas que a veces tienen alturas hasta de sesenta o setenta metros, dan la impresión de enormes candelabros que faltos de luz quisieran irradiarla. Las estalagmitas desean alcanzar a sus hermanas las estalagmitas pero tienen que esperar pacientemente la caída de millones de gotas que contengan el material que ha de solidificarse, de acuerdo con ciertos procesos físicos para elevarse unos cuantos centímetros más. Están ya a punto de tocarse algunas y sus nudosos cuerpos dan muestra de las dificultades que han tenido. Otras, aparentemente de distinta familia, parecen hojas de plantas gigantescas que buscaran inútilmente al Sol del que sólo han oído hablar. En su afán, cada una de ellas toma distinta posición según la roseta de los vientos.

Ruidos extraños se oyen en dirección de donde tenemos enfocada la vista e imaginación. Una oleada de tenue luz nos viene al encuentro. Las chachalacas que habitan en la salida de las grutas son las que motivan el alboroto. Poco a poco vamos olvidando que llevamos linternas en las cabezas. Vamos dejando atrás la noche. Ha llegado nuestra aurora. Se va haciendo, no de un golpe sino poco a poco, la luz. Volvemos a la vida física. Volvemos a donde la criatura humana. Salimos del infierno de los aztecas: la negra oscuridad.

Ya afuera, ni aún los rayos esplendorosos del Sol logran penetrar el agua para permitirnos ver los obstáculos que existen en el fondo del río. Las aguas turbulentas están demasiado llenas de cuerpos en suspensión para ser claras. Más adelante, mucho más adelante esas mismas aguas serán tranquilas y transparentes. Se habrán despojado de todas las partículas de tierra y el lecho del río podrá ver al Sol y el Sol podrá regocijarlo y nosotros podremos ver a dónde poner los pies pero al saberlo yo no veremos dónde pisamos.

Las revueltas aguas de nuestra juventud tampoco son cristalinas pero a medida que nos acercamos al misterio, al tranquilizarnos, se van aclarando. Pero ni aún entonces podrán dar imágenes exactas por los fenómenos de refracción.  Posiblemente cuando se evaporen, posiblemente. ¿Y si no? Posiblemente después, posiblemente.

De improviso las aguas se tornan más turbias. Es que se han unido en un solo cauce las del Chontalcoatlán y las de su gemelo el San Gerónimo, estas últimas siempre han sido más frías y también más oscuras, llegando a tonos chocolatosos.

El recorrido del San Jerónimo es mucho más largo, no tiene el entreacto de “Agua Brava” que es un respiro psicológico. Desde que penetramos por el callejón extraordinario de cortinajes pétreos que parece la antesala del infierno, nos vemos obligados a luchar tenazmente, venciendo sitios como el bautizado “El Pongo” en recuerdo de la novela “La Vorágine” de Rivera. La fuente monumental aunque menos espectacular que la del chontal, implica encaramamientos de unos sobre los hombros de los otros, y los rápidos son más numerosos y veloces.

Naufragan nuestras esperanzas de llegar alguna vez a caminar sobre aguas transparentes. Nuestras vidas también se verán enturbiadas con el vómito intempestivo de elementos cargados de opacidad y no posiblemente sino probablemente, nunca abandonemos este camino fangoso donde bajo la corriente presurosa nuestras piernas luchan por dar lentos, inseguros, tambaleantes pasos, no siempre hacia adelante.

(Tomado de: Luis Felipe Palafox – Horizontes Mexicanos. Editorial Orión, México, D.F., 1968)




lunes, 4 de febrero de 2019

Cofre de Perote


Aproximadamente a treinta minutos de latitud Norte, con respecto al titán de nuestra orografía, se encuentra a manera de penacho del Pico de Orizaba, el Cofre de Perote. Una de las más gallardas cimas de nuestra sierra Madre Oriental, con sus 4,282 metros sobre el nivel de mar, ha sido escogida como porta-antena aérea, faro de aviones que en esa ruta, cruce de corrientes en remolino y nieblas, resulta tan necesario.

Desde la población de Perote, famosa por su viento cortante y su fortaleza, distingo la cresta pétrea que da origen a su nombre. Los aztecas la llamaban Nauhcampatépetl, palabra compuesta de los vocablos: Cuatro, Lados y Cerro.

En efecto, sobre la maraña de espinazos y hondonadas, todos sujetos durante milenios a las luchas planetarias, se yergue una masa en forma de baúl muy alargado. Sus facetas redondeadas en los extremos Norte y Sur, principalmente el primero, han sido convertidas casi en aristas mientras las de Oriente y Poniente son imponentes lápidas o repliegues contra los que se azotan el viento, el granizo, los rayos solares, haciendo presa sólo en algunos sitios la gélida humedad en forma de capa de hielo.

A menor altura, casi frente a la costilla norte, hay un hacinamiento de rocas esferoides, como acumulaciones de detritos de bestias prehistóricas que constituye un contraste que hemos hallado en algunos de nuestros volcanes.

Quizás esta heterogeneidad se deba a que las erupciones, proviniendo de capas a diversas profundidades, mezclan distintos elementos geológicos que quedan a flor de tierra, como huérfanos arrojados por la ira del ogro vulcano en los pórticos de sus dominios.

Por una de las moldeadas hendiduras, hacia la cara Sur, hay cómodo acceso a la cima que, precisamente de ese lado, está convertida en cementerio. Muchos grupos montañistas y hasta religiosos han instalado cruces y señas, haciéndome sonreír el que una imagen a colores de un santo muy en boga, enmarcada, se halle amarrada con cáñamo a una de las cruces.

Como en muchas prominencias, las piedras con superficies lisas ostentan nombres de clubes, de escaladores y quizás a veces de sus amadas. ¿Quién había de pensar que la idea de marcar o pintar las rocas y las cortezas de los árboles proviene posiblemente de un verso de Virgilio que dice: “Grabando mis amores en la tierna corteza de los árboles”? Yo, que siempre fui enseñado a considerar estos actos como de baja educación quedé perplejo al leer esta expresión del sublime poeta latino.

Imposibilitado psicológicamente, no obstante Virgilio, de “ensuciar” estas superficies de las cumbres, por considerarlo un acto de ultraje al anonimato del infinito que aquí reina, por lo menos ya no juzgo despreciativamente a quienes lo hacen. Además, he visto lo efímero de estas inscripciones ya que los veinte o treinta años en que desaparecen, no son nada para la vida de un planeta.

Al otro extremo de este macizo alargado, las antenas se encuentran conectadas mediante cables que parten de un compartimento metálico en la base, que a su vez recibe la energía desde la planta que se haya un poco más abajo, en el campamento, continuamente vigilado por un individuo que ha resuelto ser ermitaño a sueldo de la empresa que da este servicio a los aviones.

Sensiblemente al Oriente, entre las ondulaciones de nuestra mal llamada altiplanicie pues no tiene nada de plana, Jalapa y Coatepec. Hacia el Poniente, en primer término descuellan sobre la bruma, las Derrumbadas con el cerro Pizarro hacia el Norte, muy separado. La Malitzin extendida como hembra placentera que invita al gozo eclipsa en parte al Popocatépetl siempre subyugado por la belleza prístina de Iztaccíhuatl.

En las laderas próximas observo la tala de los bosques que he constatado durante la subida. Entre quienes hicieron el camino para el campamento a donde es traído el petróleo energético; los leñadores furtivos y los agricultores de patatas que siempre recogen pingües cosechas en terrenos montañosos, han destruido miles de soberbios ejemplares arbóreos que antaño nos deleitaban. ¡El hombre abusando de la Naturaleza como los alacranes recién nacidos de su madre!
 
(Tomado de: Luis Felipe Palafox – Horizontes Mexicanos. Editorial Orión, México, D.F., 1968)

 

miércoles, 16 de enero de 2019

Citlaltépetl

 
En lengua náhuatl, esta palabra quiere decir Monte de la Estrella y, según la leyenda, origina del hecho de que, a gran distancia, principalmente cuando viene uno del Este por mar, lo primero que se distingue, durante días claros, es una estrella titilando en pleno día, sobre la línea del horizonte. Es el pináculo de la república, 5,700 metros sobre el nivel del mar, que da la bienvenida al viajero. Muchos extranjeros aceptan como conseja que cuando así son recibidos en este país hospitalario y lleno de contrastes, no pueden evitar volver a él, ya sea en otra visita o para radicar aquí el resto de sus vidas.

El examen más somero de la orografía mexicana nos permite observar que las cumbres más altas se encuentran hacia el Este, en el cinturón que de oriente a poniente recorre nuestro suelo, a la latitud aproximada de 19° Norte. La teoría geológica más aceptable es que en épocas pretéritas cuando los continentes estaban en formación, navegando algunos y ocurriendo tremendos cataclismos, hubo un movimiento giratorio de Norte a Sur y de Oeste a Este, cuyo eje teórico y amplio fue precisamente la parte oriental de esta faja volcánica. Ahí se acumularon tremendas masas de material que tuvieron que elevarse formando tanto el Pico de Orizaba, nombre castellano de este volcán, así como el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl y permitiendo, en la zona de desplazamiento del Oeste, una disminución en las alturas de las cumbres que son ahora el Volcán de Fuego, el Nevado de Colima y otras prominencias de muy escasa elevación comparada con la de los tres colosos orientales de más de cinco mil metros.

El ascenso al Pico de Orizaba era efectuado desde que el montañismo nació en estos lares, casi siempre por la ruta que partiendo de la Cueva del Muerto, frente a la Sierra Negra, sigue la traza de una lengua de lava petrificada, deja atrás las Torrecillas, atalaya soberbia y dirige nuestros pasos desde el Sur hasta la cima. Otra, puesta en boga a mitad de este siglo, parte de Tlachichuca, llega al albergue de Piedra Grande y ataca directamente al Norte, pasa cerca de la Silla de Oro y llega al labio inferior del cráter.

Comparar las dos rutas es imposible pues la belleza, la bondad, la armonía no se pueden aquilatar.

En ambas, como en toda montaña de estas dimensiones, el hombre se siente pigmeo, una hormiga que sólo alcanza la cima a base de conjugar perseverancia y valor que cristalizan el anhelo.

El cráter del Citlaltépetl es desilusionante al compararlo con el del Popocatépetl y más aún con el del Nevado de Toluca. Estrecho, con cañones y repliegues que inspiran desconfianza, no tiene ni las coloraciones de otras bocas de esta clase ni muestra actividad, ya en sulfaratas o en derrumbes.

 Decididamente, Citlaltépetl es el solterón de nuestros volcanes. Se ha vuelto un tipo ideático, mañoso, y con tantos años encima, sin haber sufrido ni gozado a manos de Cupido, es casi indiferente a toda conmoción.

Es frecuente oír que desde su cima puede verse el Golfo de México y, con suerte, hasta el puerto de Veracruz, pero nosotros nunca hemos tenido fortuna en este aspecto. Lo que sí hemos visto es el llamado “Beso de los Volcanes”, que en realidad consiste en una traición del Pico de Orizaba, el fauno, a Popocatépetl. Cuando petulante aparece Efebo por Oriente, la trompa oscura del Onán orológico, proyectada sobre los kilómetros que lo separan de la bella Iztaccíhuatl, besa furtivamente la frente, los senos, los pies de la sempiterna amada de su hermano Popocatépetl. Quien oye la intriga por vez primera, imagina que es la mente calenturienta de algún poeta o de un avieso Yago quien la fraguó, pero sin necesidad de escalar más que hasta las primeras nieves, antes de que amanezca, puede comprobar, si el día está virgen como las hojas de un cuaderno nuevo, la veracidad de esta morbidez.

Hoy hemos subido y bajado por la ruta Sur y charlamos en la Cueva del Muerto, riéndonos todos de las peripecias de los demás. Dormimos bien como siempre sucede después de una jornada y separamos todo el equipo de alta montaña que ha de regresar sobre las mulas hasta San Andrés Chalchicomula para ser embarcado a México. Nosotros intentaremos bajar hacia Orizaba, al Sureste, llevando nuestras mochilas independientes de acémilas, arrieros, etc.

Cerca de las Torrecillas encontramos una vereda que lleva esa dirección. Siempre que bajamos de una altura considerable, después de tomar a rumbo entre los pastizales, no tenemos empacho en seguir, siquiera para probarla, la primera huella de camino andado.
Haciéndose más ancha y con fuerte declive, pronto nos conduce a donde un pastor quien nos informa que si no la abandonamos, nos llevará a Tezmola. En nuestro mapa hay un punto llamado en forma semejante por lo que imaginamos que o el cartógrafo se equivocó o los aldeanos han corrompido el vocablo.

Seguimos de frente en medio de fina llovizna muy usual en esta región que constituye una cortina donde todos los vientos húmedos del Golfo de México lloran. El paso de “Tierra de Agua” es un punto triste y abandonado. Teníamos la creencia de que era por lo menos un sitio con seis u ocho familias pero no hallamos más que restos de una vetusta construcción.
Igual desilusión sufrimos en “Paso del Toro” donde, de más a más el último temporal barrió con algunas paredes. Unos gruesos troncos han sido colocados provisionalmente pero como están sumamente resbalosos por la lluvia y su altura sobre el cauce no es despreciable, resolvemos pasarlos “a caballito”, recordando que los naturalistas consideran que los baños de asiento son muy saludables.

La sierra fría, nebulosa, callada, prende nuestros pies con su chicloso barro. Nos hemos encajado en partes hasta más arriba de las rodillas y todos parecemos portar magníficas botas negras, federicas, hechas de lodo, que cubren tersamente nuestros zapatos y pantalones.

La marcha es fatigosa y ya el Sol se ha puesto cuando pasamos por la ranchería de Palo Verde, nombre que sabemos gracias a que de una choza tiznada, una voz cavernaria nos lo dice. Reza, en medio del cansancio, nos anima confirmando que ya estamos cerca de Santa Rosa, de la que ya hay transportes a Río Blanco donde viven unos parientes suyos que esperamos nos brinden posada.

No obstante el optimismo de Reza, todavía luchamos algún tiempo entre porrazos, resbalones, golpes de ramas colgantes, etc., antes de llegar a Santa Rosa, cuya calle ya pavimentada cruza Juan Múzquiz con pasos de vejete reumático, a pesar de sus veintitantos años.

(Tomado de: Luis Felipe Palafox – Horizontes Mexicanos. Editorial Orión, México, D.F., 1968)