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domingo, 24 de marzo de 2024

Los narcosatánicos II

 


Los narcosatánicos II


Las víctimas: Claudia Ivette

Constanzo se relaciona con esa zona intermedia donde conviven jefes policiacos, narcotraficantes, artistas del show business, los niveles más deprimentes del esoterismo. Entre sus nuevas amistades se haya Salvador Antonio Gutiérrez, cuyo nombre artístico es Jorge Montes "Carta Brava", actor ocasional que vive de hacer "limpias" y que comparte un departamento en Londres 31 con su amigo Juan Carlos Fragoso, un joven desempleado. Constancio le exhibe a Montes sus "poderes", lo inicia en su ritual, y probablemente lo utiliza en el reparto de la droga.

Constanzo ejecuta su primer crimen (demostrable) con tal de proteger a su "ahijado". El travesti Claudia Yvette, a quien Montes le renta un cuarto, es abusivo y agresivo, no paga renta, utiliza desmedidamente el teléfono. Constanzo dicta sentencia: "Nadie le hace esto a un ahijado mío." Él y su grupo capturan a Claudia, lo introducen a fuerzas al departamento, lo asesinan, lo desmembran con navaja de peluquero y segueta de herrero, le arrancan los ojos con las manos y le "arremangan" la piel a jalones. Luego, llevan los restos a un lote baldío y cuando se disponen a la incineración un grupo de jóvenes los ahuyenta.

Y el asesinato es registrado en las publicaciones de nota roja como episodio chusco. Se acusa a un amigo del travesti Claudia (que nada tuvo que ver) y se "clama al cielo":

...El criminal desolló a su víctima luego de destazarla e incluso la escalpó, o sea, le desprendió la cabellera. Ni un lobo hambriento, ni una hiena inánica y mucho menos un león, pleno de nobleza, hubieran sido capaces de desollar tan minuciosamente a su víctima, como este sujeto mal nacido, que quiso hacer de su crimen una obra de arte. (En Alarde Policiaco, 13 de agosto de 1988.)

Los seguidores: Omar Orea 

Omar Orea, un nacido para perder. Estudiante de Ciencias de la Comunicación en la UNAM, conoce a Adolfo de Jesús en una discotheque gay en la Zona Rosa, y se deja atraer por la personalidad y por el derroche. A cambio, acepta pagar precios muy altos, entre otros la calidad de prisionero de Constanzo, que lo cela, le ordena al Duby vigilarlo en su ausencia y, cuando hay pleitos, va por él a su casa con escándalo.

Omar carece de visiones unificadas del mundo, no tiene reacciones morales ante los asesinatos, le dan igual las religiones y los cultos santeros. Es un determinista: le sucede lo que debía sucederle, y el pleno sometimiento a Constanzo es una de sus fatalidades. Él se limita a vivir asustado, sin comprender, gozando al límite las escasas oportunidades. Ya en la cárcel, le insiste a los reporteros: "Mi verdadera vocación es la política."

Los espacios de Constanzo: la zona del desperdicio

En los centros urbanos en perpetua expansión, se consolida y amplía un espacio: el del "desperdicio humano". Cada ciudad con 800 mil o un millón de habitantes, genera su propia zona prescindible, compuesta por esa "gente sin oficio ni beneficio", en el filo de la navaja entre la sobrevivencia y el delito. Son empleados a disgusto con su trabajo, ex-presidiarios, prostitutas, pushers en pequeña escala, campesinos expulsados de su tierra por el hambre y la violencia, travestis, débiles mentales abandonados por sus familiares.

Ellos viven dónde y cómo pueden, en hoteles de paso, en casuchas, en casas abandonadas, en vecindades, en sitios que les alquilan otros como ellos. No tienen identidad o identificación posible, vagan por las calles o se encierran en sus habitaciones a sumergirse en los pozos televisivos, viajan sin ataduras ni agenda, en la indistinción entre el anonimato y el exhibicionismo contumaz. Un día, de pronto, ya no aparecen y su ausencia apenas si causa algunas preguntas de rutina. "Ya volverá o si no, da igual", dicen los pocos que se acuerdan. La familia es un accidente o el ámbito brumoso que sólo se conserva mientras no se pida ayuda. Y su existencia, para los cultores de la "normalidad", es horrenda, inútil, provisional.

Constanzo elige a sus víctimas entre los habitantes de la zona prescindible de la sociedad. ¿Quién se obsesiona por la suerte de un "madrina" de la policía? ¿A quién le atañe si un campesino analfabeta, que salió de su pueblo a hacerla en el Norte, anda en Brownsville o en Chicago o en Reynosa? ¿A quién le importan los restos descuartizados de un travesti?... A los "prescindibles" las familias los dan por muertos o, con frecuencia, por jamás nacidos. Y Constanzo ,con pleno conocimiento de causa extrae sus víctimas de la zona prescindible. Con eso eleva su condición de jefe de secta a la de dueño de la vida y de la muerte. Así, él será el financiero y el sacerdote, el líder arriesgado y el representante del Más Allá.

La ruina de Constanzo se inicia cuando elige para el sacrificio a un habitante de la zona imprescindible, el joven Mark Kilroy. Al matarlo, el grupo transgrede sus límites; su ventaja ha sido la indiferencia de la policía hacia quienes no importan, y nunca obtendrán solidaridad alguna. Kilroy sí tiene padres que lo reclaman, instituciones que lo defienden, identidad que una semana de olvido no desvanece.

El clímax: regreso al infierno.

El 6 de mayo de 1989 una patrulla de judiciales que investiga un auto robado, se detiene ante un edificio en Río Sena 19, en la Colonia Cuauhtémoc. Ya se retiran cuando encuentran un papel donde se pide auxilio (enviado por Sara Aldrete). Deciden quedarse y se oye un grito: "¡Ya nos llevó la chingada!" Acto seguido desde el departamento 11 se les dispara con metralleta. La policía manda por refuerzos y la balacera arrecia. El Padrino tira centenario de oro y billetes de 100 dólares por la ventana y en español y, según dice el Duby en un "idioma extraño", maldice a sus perseguidores mientras les dispara sin puntería alguna: "¡Tomen cabrones! ¡Agarren esto, muertos de hambre! ¡Van a morir todos! ¡Este dinero no será para nadie! ¡No me detendrán hijos de la chingada! ¡Los veré en el infierno!" En la calle, sin miedo reconocible, policías y curiosos recogen el dinero.

En el departamento, una secuencia de pesadilla bélica. El ruido de los disparos ensordece y Constanzo se jacta: "No se escondan. Los mataremos a todos", mientras le implora su intervención a las deidades Ochún y Eleguá y quema fajos de dólares. De acuerdo con los relatos de Omar, el Duby y Sara, se vive en el departamento una escena trágica filtrada por el grand-guignol. Al irse acabando las balas, Constanzo se calma: "Recuerden nuestro pacto. Moriremos ahora y volveremos. Naceremos de nuevo." Él quiere convencer a Omar para que los mate y se suicide. Omar se niega. Martín acepta morir con el Padrino. El Duby se rehúsa a ejecutarlos y Constanzo lo amenaza con perseguirlo desde el infierno. El Duby accede, Omar y Sara se abrazan en la cama, Constanzo y Martín se meten en el clóset y el Duby los ametralla. Poco más tarde señales de rendición.

Los seguidores: Sara María Aldrete

Para Sara María Aldrete, estudiante destacada en Brownsville, el trato con Adolfo de Jesús Constanzo le resulta la experiencia más extraordinaria. Él no participa de la estrechez de miras de Matamoros, es elegante, es pródigo. Al principio se siente envuelta en un romance. Luego, al cerciorarse de las inclinaciones sexuales de Constanzo, cree hallarse en la cima de una pequeña gran empresa. Ella recluta, enlaza, informa, conspira, y al irse extendiendo la cadena de crímenes se limita a enterarse, sin asesinar, sin rebelarse, siempre al lado de Constanzo en la huída patética ¿Para qué irse si todo da igual, para qué tener reacciones morales si la gente se va a seguir muriendo? En la imaginación del amarillismo, Sara es la Madrina, la Sacerdotisa del mal. En verdad, sólo es un cómplice menor en la orgía de sangre que la rebasa y nulifica.

Los seguidores: el Duby 

Muy temprano, el Duby aprende las reglas que normalizarán su juego o su falta de juego. Mata a un hombre en una riña de cantina, y escapa. Se le invita a un grupo de narcos y él cede ante lo irresistible: el trabajo bien remunerado. Él no sostiene puntos de vista, acepta no consumir droga, participa sin protesta alguna en el primer asesinato y ya nada lo perturba. En su cuadro valorativo, hecho de fragmentos e incomprensiones, la vida humana es asunto muy menor y esto no depende de "Muerte de Dios" alguna, o de la irracionalidad de la santería, sino de su registro del sitio que ocupa en el mundo, en su mundo. Sólo unos cuantos le reconocen existencia plena y a él le da igual porque sabe hacer lo que muchos y es exactamente como muchos. Y su conclusión es inexorable: si yo soy nadie, los demás también lo son.

El Duby no respeta la vida ajena. Nunca le ha hecho falta tal actitud. No es un asesino nato, si tal cosa existe; es alguien que mata porque ya lo hizo alguna vez, y porque a eso lo lleva el compromiso con el jefe. En su mapa moral, el elemento determinante es el temor al castigo. Él no cree representar el mal, ni halla su identidad en el culto a las fuerzas demoníacas.

"¡Esto está muy grueso!", es el único comentario que a Duby le merece su primer asesinato, donde él aferra la pierna de una persona a quien degüellan. "¡Qué grueso!" Es decir, qué terrible, qué increíble y de ningún modo que inmoral. El Duby actúa -esto desprendo del conjunto de sus declaraciones y acciones- al margen de criterios éticos, como inmerso en una película que ni decide ni concibe, y donde él, un extra, obtiene como pago máximo la promesa de la inmortalidad. En la ausencia de convicciones y creencias que lo determina, él cree en lo que le dicen: jamás será detenido, no lo tocará las balas, no será interrogado, y ocupará un sitio de privilegio en el otro mundo, si es que existe. Y su dogma conspicuo es el impulso de las armas de fuego.

El ámbito del crimen: la indiferencia moral

¿Qué tiene en común los "narcosatánicos"? La ignorancia de los procesos racionales, el desinterés por lo que ocurre en el ámbito público, la debilidad moral que ni siquiera se percibe a sí misma, la codicia elemental, la credulidad, la falta de aceptación de los valores humanos, la devoción por el dinero. Y a Constanzo, la impunidad le resulta el hecho central. Lo otro (los crímenes bárbaros, los descuartizamientos, los rituales) son estímulos para su psicología torturada, sus creencias infantiles, la idea frenética de sí mismo.

Constanzo ha matado y debe morir, para no sufrir a manos de sus perseguidores. Él se sabe frágil en la cárcel, pero se considera inapresable como imagen del mal y del infierno. Él no funda religión alguna, él se agrega a lo que hay. Si su casa desborda cualquier imaginación, a los "narcosatánicos" también los explica un paisaje más racional: las atmósferas del narcotráfico. Allí Constanzo no es "enviado de las fuerzas del Mal", sino un gánster menor, cuyos crímenes, por horribles que sean, corresponden a un esquema general, en la semi clandestinidad de la Ciudad de México o en las penumbras de Matamoros. A la inmensa estupidez del crimen la circunda la zona cuya clave amnésica es la fosa común.


(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994) 

viernes, 24 de noviembre de 2023

Los narcosatánicos I

 


IX

1989. Los narcosatánicos

Prólogo: la matanza jamás esclarecida

El 6 de mayo de 1987, en las aguas negras del Gran Canal en Zumpango, Estado de México, se encuentran mutilados y amarrados a tapas de alcantarilla de concreto, los cadáveres de Federico de la Vega Lonstalót (a) el Tití, agente de la policía judicial, y Gabriela Mondragón, empleada doméstica. El 8 de mayo, en el Gran Canal, atado a una tapa de alcantarilla, con cuatro heridas de arma punzocortante en el abdomen, se encuentra el cadáver de Martha Calzada Gallegos. El 9 de mayo, en las mismas circunstancias, los cuerpos de José de Jesús González Rolón, dueño de la empresa F.M. Asociados S.A. Master, y su secretaria, Celia Campos de Klein. En el local de la empresa, en Barcelona 25, colonia Cuauhtémoc, se descubren señales de una "limpia": pirú, ajos, huevos de gallina, plantas de sábila, crucifijos de madera. Hay cortinas arrancadas y manchas de sangre.

La empresa F.M. Asociados, S.A. se dedicaba al narcotráfico. Se recibía la cocaína de Colombia, y se procesaba y enviaba al norte dentro de extinguidores. Hay más muertos, se supone, y si nadie duda de la causa: ajustes de cuentas entre los narcos, sorprenden la virulencia y los rituales.


Entrada en materia: el asesinato del travesti

El 20 de julio de 1988, en la colonia popular Santa Teresa, se localizan cuatro bolsas de plástico negro, con 21 fragmentos de un cuerpo masculino. Al rostro se le quitó la piel que se dejó como máscara. Se identifica al muerto: Ramón Paz Esquivel de 39 años, rebautizado para los shows travestis como Claudia Ivette Bonjour de Moa.


Los crímenes: los hallazgos de Matamoros

En marzo de 1989, Mark Killroy joven norteamericano de Brownsville, desaparece en Matamoros, Tamaulipas. Pese a las recompensas ofrecidas, nada se averigua. Semanas después, el 3 de abril, la policía detiene al agricultor Elio Hernández propietario, junto con su hermano Ovidio, del rancho Santa Elena. En los interrogatorios, el velador del rancho reconoce a Killroy en una foto. Elio confiesa: él es narcotraficante, la estudiante de Brownsville Sara María Aldrete Villarreal lo reclutó para un culto a Satán. El dirigente o "sumo sacerdote" es Adolfo de Jesús Constanzo, el Padrino. Elio narra la iniciación en su propio rancho:

Me vendaron los ojos y me llevaron a la casa de madera en donde el Padrino acondicionó un templo para las ceremonias. Ahí me desnudaron y me acostaron boca abajo en el piso. Escuché ruidos como de maracas y un penetrante olor a puro inundó el ambiente y me mareó, pues lo exhalaban sobre mi cuerpo. A continuación sentí unos cortes en los hombros, espalda y pecho, sobre los que empezó a correr la sangre. Me dieron a beber un líquido amargo y espeso, con sabor a vinagre mezclado con aguardiente... Eran como las seis de la tarde. El Padrino pidió dos chivos y dos gallos a los que degollaron como parte del rito. Sara me dijo que con eso me iba a ir muy bien.

Prosiguen las revelaciones de los Hernández. La secta se inicia con un sacrificio propiciatorio (un campesino ofrecido al demonio para que la policía nunca lo capture) y culmina con el de Mark Killroy. En el rancho se encuentran 13 cadáveres mutilados. Hay ofrendas, fetiches, vasijas con restos humanos, semillas de maíz "inscripciones cabalísticas" pintadas con sangre en las paredes, ajos, puros a medio consumir, cabezas de cabra, patas de gallo, corazones de cerdo. Con estos elementos se elaboraba un líquido para untarse en el cuerpo: "Con esto declara -Elio- seríamos inmunes a las balas de la policía, pero no a las de nosotros mismos." Por su parte, Serafincito Hernández, el sobrino de Elio, se sorprende al ser detenido. Él estaba seguro: las pócimas de Constanzo lo harían invisible, los policías no lo podrían ver y las balas no lo podrían tocar.

El relato de la muerte de Killroy resulta escalofriante en más de un sentido. Constanzo les ordenó que consiguieran un joven de raza blanca para depositar su cerebro en la gnanga, el recipiente de santería, porque eso vigorizaría a los espíritus. A Killroy lo secuestran en un bar, lo llevan al rancho y lo desnudan. Luego Constanzo lo golpea, lo tortura, lo sodomiza, lo mutila y lo asesina con un machetazo que le parte el cráneo... A esta descripción sigue el hallazgo de cadáveres: "desobedientes" del grupo, policías, agentes judiciales: Gilberto Garza Sosa, ex-comandante de Servicios Especiales de los Ferrocarriles Nacionales de México; Jorge Valente del Fierro o Pedro Gloria, ex-policía preventivo y "madrina" (informante) de la Policía Judicial; Víctor Saúl Sauceda Galván, ex-policía municipal; Joaquín Manzo Rodríguez, de la Brigada Antinarcóticos de la PJF.

También se encuentran los restos de Mark Killroy. Se le cercenaron los genitales y se le arrancó la columna vertebral, y con los huesos se hicieron un collar 

En Matamoros hay pánico y la población, en un acto de fe en las prácticas diabólicas, quema el rancho donde ocurrieron los asesinatos. La persecución se inicia.


El espacio del crimen: Matamoros 

No es casual la elección de Matamoros. En un clima de ambiciones de dinero rápido, los narcos erosionan profundamente el aparato de justicia. Sin educación formal, sometidos a las vejaciones del clasismo y a las incitaciones de la vida norteamericana, muchos jóvenes aceptan riesgos gravísimos con tal de asir por un instante la impunidad de otro modo inaccesible. Un episodio ilustrativo de Matamoros: en 1983 muere un capo local y la herencia (el territorio de la distribución) se reparte entre sus dos ayudantes. Uno de ellos localiza a su rival en un restaurante, lo rodea con pistoleros, lo golpea y lo humilla. En venganza, el agraviado prepara una celada, donde mueren varios, y el rival, muy mal herido, es trasladado a un hospital. Eso no es suficiente: en la noche, pistoleros que se disfrazan de soldados asaltan el hospital, y victiman a seis enfermeras y pacientes. El mafioso logra quitarse las sondas, se esconde debajo de la cama y escapa, sólo para morir horas más tarde desangrado, en el avión que lo conducía a un hospital privado "para narcos" en Monterrey.


El protagonista: el Padrino Constanzo 

En 1984 llega a México Adolfo de Jesús Constanzo, educado en Miami y Haití por padres cubanos dedicados a la santería, en el rito del Palo Mayombe. Tiene 23 años de edad, viene de la cultura de la droga en Miami, y se adentra en un México cuyas claves esenciales a fin de cuentas conoce: es el orbe del esoterismo y del narco, del horizonte televisivo como la medida del poder social. Por eso, sin dificultades, distribuye cocaína y practica la santería, modificándola a su desaforada conveniencia. Desde el principio, el atractivo físico de Constanzo y su manejo despiadado de la supersticiones propias y ajenas, le habilitan una clientela y un grupo de seguidores fanáticos. Él es, según los testimonios disponibles, un individuo "carismático". Sabe vestir, sabe gastar, sabe jactarse, sabe comprometer irremediablemente a sus allegados, sabe prometer, sabe amenazar, sabe adular. A varios comandantes de la policía judicial -en ceremonias de su invención- los inicia ("raya") para "concederle la inmunidad", dándole la protección de las fuerzas del mal a cambio de apoyo directo y cierto vasallaje; a sus clientes del show business los convence de las ventajas de agradar a los dioses antiguos; a sus fieles les organiza el sentido de la vida.

El de Constanzo es el hedonismo marginal de la sociedad de consumo que se atiene al dogma: nada escapa a la seducción monetaria, ni jueces, ni agentes del ministerio público, ni presidentes municipales, ni policias locales o federales, ni políticos, ni hombres de negocios, ni artistas del espectáculo. A la ferocidad inherente al narco, Constanzo le añade su vertiginoso desequilibrio mental que, durante un tiempo, es un gran elemento persuasivo. Él, ajeno a toda determinación moral, ama la crueldad y, además, la crueldad le es indispensable para consolidar su despotismo sobre esas "almas muertas". En Matamoros y en México asesina y manda asesinar por razones de narcotráfico y de su demencia, y nada le acontece por liquidar, brutalmente, a travestis, mariguaneros, campesinos y judiciales.

La santería, en la muy peculiar versión de Constanzo, es la creencia indicada para quienes se sienten juguetes del Destino, ese seudónimo de la negación de oportunidades. Los seguidores del Padrino conocen dos jerarquías: la reverencia ante la autoridad y los alcances del dólar, la única moneda que manejan. La dualidad modela sus vidas y esta incapacidad de percibir el delito se asemeja de manera alucinante a las persuasiones del universo totalitario. Quienes jamás se propusieron matar lo hacen, y con brutalidad, porque ese día estaban en el sitio indicado al alcance de las órdenes de Constanzo. La oportunidad es el criterio único del mal, y los que en otras circunstancias podrían ser distintos, alcanzan niveles de bestialidad porque, de pronto, alguien les concede el dominio sobre otros cuerpos. Pero Constanzo, así la perfeccione, no inventa esa psicología criminal, muy actuante en las zonas "perdidas" de ciudades como Matamoros o México, y determinada por el vacío existencial propio de los carentes de opciones, que a sus propias vidas y a las ajenas no les atribuyen significado alguno. Ni poseen criterios valorativos, ni conciben el mal o el bien porque lo suyo no es el universo de las decisiones autónomas.

En Constanzo, que se cree en la cima del mundo, no se dan ni se pueden dar reacciones morales. Y la clave para formar su "culto" se la da inesperadamente, una película: The Believers (1987, de John Schlesinger), thriller melodramático sobre satanismo de trama muy convencional: a la muerte de su esposa, un policía (Martin Sheen) se muda a Nueva York con su hijo pequeño y se encarga de investigar una serie de sacrificios humanos, atribuidos al rito del Palo Mayombe. El policía se ve envuelto en una red poderosísima desbordante en complicidades insólitas. Tras numerosos saltos lógicos, y el secuestro de su hijo que va a ser sacrificado, el policía destruye la secta.

Constanzo ve reiteradamente The Believers y perfecciona el sueño de la religión que solo a él pertenecerá. Más que la influencia del cine, localizo aquí un elemento de la expansión de la droga: la "estetización" de lo real, la idea de una vida superior, de una "metafísica del crimen" sólo accesible a unos cuantos. Y los sacrificios "satánicos" son el método peculiar de quienes santifican en su interior la reciedumbre que aporte el señorío sobre otras vidas. En el mismo orden de cosas, se encuentran las preferencias sexuales de Constanzo. Él es gay, pero en su actitud la índole sexual es secundaria. El ejercicio de la tiranía lo subyuga y no admite la mínima disidencia. A cambio, quiere ser generoso. Véase el testimonio hallado en el departamento de Sena:

Éste es mi testamento. Si me muero, mis propiedades y carros van a ser de Martín y Omar. El departamento se lo doy a Omar con todo lo de adentro. El Mercedes que se venda y el dinero se reparte en dos partes, una para Martín y otra para Omar Orea. Igual que el Lincoln. El dinero se reparta en dos partes, una para Martín Quintana Rodríguez y otra para Omar Orea Ochoa. Mis joyas también se las reparten Omar y Martín. Mis herederos son Martín Quintana Rodríguez y Omar Orea Ochoa.

Adolfo de Jesús Constanzo

(Continuará)

(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994)