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jueves, 17 de octubre de 2024

Noche Triste: victoria y duelo

 


XIX. Victoria y duelo 

Los días que siguieron a la huída de la Noche Tenebrosa fueron de victoria y duelo para los mexica. Durante varias semanas resonaron los atambores y teponaztles de las pirámides convocando a tlatelolcas, tenochcas y a sus aliados. Tres ceremonias embargaron a los de México: el sacrificio de los prisioneros teules; el duelo de los caídos, de los muertos en el canal de los Tolteca y de los llanos de Otumba; y la elección y consagración del nuevo señor. Finalmente trataron de reconstruir su ciudad y rehacer la moral del Imperio mexicano ganando aliados en las tribus neutrales. Una versión española pretende que un corto grupo de españoles cortados del núcleo de Cortés volviera sobre sus pasos y se hiciese fuerte en el Palacio de Axayácatl, en donde fueron lentamente exterminados.

Las versiones indígenas no mencionan el hecho, siendo además improbable si atendemos a la imposibilidad material de atravesar la erizada ciudad y el hecho de que los caballos y cadáveres rellenaron los tajos y sobre muertos pasaron las columnas de la retaguardia. El problema, pues, al que se enfrentaron los mexica al día siguiente fue el de limpiar de cadáveres la laguna. El informante de Sahagún nos dice que lo sacaron en lanchas y los regaron en los cañaverales; se les despojó del oro y del jade. A los españoles muertos los pusieron en lugar especial, "los retoños blancos del cañaveral, del maguey, del maíz, los retoños blancos del cañaveral son su carne", sacaron los caballos y las armas, la artillería pesada, arcabuces, ballestas, espadas de metal, lanzas y saetas, los cascos y las corazas de hierro, los escudos. También se recogió el oro disperso. 

Pero quienes no habían muerto en combate, quienes no habían perecido ahogados en la laguna sino que habían sido arrancados de la columna de fugitivos y hechos prisioneros, fueron sacrificados. Durante varios días resonaron lúgubremente los huéhuetl del templo mayor convocando a tlatelolcas y a tenochcas a presenciar el sangriento rito destinado a aplacar la cólera de los dioses ofendidos; grupos de españoles y tlaxcaltecas fueron llevados al recinto del Coatepantli, se les hizo escalar las graderías de la pirámide y colgados en el área de los sacrificios (techácatl) se les abrió el pecho para ofrecer el corazón a Huitzilopochtli, el dios solar y de la guerra. Sus cráneos -el despojo y trofeo que recordaba su época de cazadores de cabezas- fueron colocados en el andamio de cráneos, el Tzompantli

Del hacinamiento de muertos de la laguna y calzadas separaron a los suyos. Buscaron a los nobles y a los sacerdotes, los condujeron en medio del llanto de los deudos, los ataviaron con sus plumas y joyeles. Entonces fueron incinerados sus cuerpos y la pira flameó en medio del llanto de la tribu.

Muchos eran los caciques muertos, muchos los guerreros de Tenayuca, de Cuautitlán, de Tula, de Tulancingo, de Texcoco. 

La ciudad de México contempló la cremación de los suyos y lloró amargamente. Creyeron que los españoles "no regresarían jamás”.

Habían huido el mes Tecuilhuitontli. Pero había que restaurar el brillo de las ceremonias de los meses: se barrió el templo, se colocaron los ídolos en los altares, se les adornó con plumas de quetzal y con collares de jade y turquesa, se les engalanó con sus máscaras de mosaico de piedras preciosas y se les atavió con florido ramos.

También la ciudad fue lentamente reconstruida; se limpiaron las calles de tierra, se quitaron los obstáculos en las calzadas se repararon los puentes. Pero las casas y los palacios quemados y derruidos quedaban como un mudo testimonio de la fuerza implacable de los blancos los "irresistibles”.

Algo que preocupó de inmediato al consejo de la tribu fue la elección del nuevo señor. El consejo electoral, sin el fausto y grandeza de antaño, señaló a su nuevo caudillo: Cuitláhuac, el animoso señor de Iztapalapa al que Gómara llama "hombre astuto y valiente"; era el noble afrentado que Cortés retuviera prisionero y sólo dejara libre a instancias de Moctezuma para pacificar a los suyos, pero en realidad el hombre que dejara los grilletes no para obedecer a su rey sino para conducir a su pueblo. Éste fue el elegido, el Huey tlatoani nuevo de México. Cuauhtémoc, el otro mancebo héroe de la resistencia, dio su voto por el valeroso señor de Iztapalapa. 

Ahora no habría caravanas de víctimas precediendo la exaltación. Pero es seguro que algunos prisioneros blancos fueron utilizados en las ceremonias propiciatorias. Cuitláhuac pudo contemplar a su alrededor a los caciques de su mermado imperio jurando fidelidad: allí estaban los caudillos del valle mexicano, del hoy Guerrero, parte de Veracruz y de Morelos. 

Otro príncipe fue ungido como Tlatoani:  Coanacochtzin. Texcoco pudo saludar a un descendiente de Nezahualcóyotl como su nuevo señor. Volvían así a quedar integradas las cabezas de la triple alianza: Cuitláhuac, Coanacoch y Tetlepanquetzal; los señores de México, Texcoco y Tacuba. 

Pero cuando el Imperio empezaba a incorporarse de su pasada ruina, cuando los mensajeros de México recorrían el país buscando la alianza de las tribus, se extendió una epidemia. Reinó un calor sofocante, llegó un temible y desconocido mal, las viruelas. Un soldado negro de Narváez había contagiado a los costeños, a los totonacas, y desde allá se propagó el mal; caía sobre una humanidad no vacunada por el mal, sobre hombres sin resistencias naturales, y el país entero fue víctima de la enfermedad. Los indios La llamaron huezáhuatl. Como lepra cubrió a los enfermos: 

"Mucha gente moría de ella, y muchos también morían de hambre; la gente, en general, moría de hambre, porque ya nadie se preocupaba de la gente [enferma], nadie se dedicaba a ellos. A algunos la erupción sólo acometía en lugares aislados [con pústulas] a grandes distancias y no los hacía sufrir mucho, ni de ella morían tampoco muchos. Y en muchos hombres se afeaba la cara, recibían manchas en la cara o en la nariz, algunos perdían un ojo [o] cegaban completamente.”

Y en el duelo de la epidemia, México hubo de llorar una pérdida: Cuitláhuac, el señor de México, quien murió a los ochenta días de su exaltación, víctima del maldito huezáhuatl, terminando así el caudillo de la expulsión de los teules. 


Tomado de Toscano, Salvador (prólogo de Rafael Heliodoro Valle) - Cuauhtémoc. Lecturas Mexicanas, número 20, CFE/SEP, México Distrito Federal, 1984)

lunes, 29 de abril de 2024

La Noche Triste y otros descalabros

 

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La Noche Triste y otros descalabros 

por Hernán Cortés


A la etapa de amor entre Hernán Cortés y la ciudad de Tenochtitlán siguió una serie de desavenencias que culminan en el episodio conocido con el nombre de la Noche Triste. A los españoles, acosados por todas partes, no les queda otro recurso que abandonar la ciudad. Esa desastrosa retirada es referida por Cortés en sus Cartas de Relación a Carlos V.


[...] Y así quedaron aquella noche con victoria y ganadas las dichas cuatro puentes; y yo dejé en las otras cuatro buen recaudo y fui a la fortaleza e hice hacer una puente de madera que llevaban cuarenta hombres; y viendo el gran peligro en que estábamos y el mucho daño que los indios cada día nos hacían, y temiendo que también deshiciesen aquella calzada como las otras, y deshecha era forzado morir todos, y porque de todos los de mi compañía fue requerido muchas veces que me saliese, y porque todos o los más estaban heridos y tan mal que no podían pelear, acordé de lo hacer aquella noche, y tomé todo el oro y joyas de vuestra majestad que se podían sacar y púselo en una sala y allí lo entregué con ciertos líos a los oficiales de vuestra alteza, que yo en su real nombre tenía señalados, y a los alcaldes y regidores y a toda la gente que allí estaba le rogué y requerí que me ayudase a lo sacar y salvar, y di una yegua mía para ello, en la cual se cargó tanta parte cuanta yo podía llevar; y señalé ciertos españoles, así criados míos como de los otros, que viniese con el dicho oro y yegua, y lo demás lo dichos oficiales y alcaldes y regidores y yo lo dimos y repartimos por los españoles para que lo sacasen.

Desamparada la fortaleza, con mucha riqueza así de vuestra alteza como de los españoles y mía, me salí lo más secreto que yo pude, sacando conmigo un hijo y dos hijas del dicho Muteczuma y Cacamacín, señor de Aculuacán, y al otro su hermano que yo había puesto en su lugar, y a otros señores de provincias y ciudades que allí tenía presos. Y llegando a las puentes que los indios tenían quitadas, a la primera de ellas se echó la puente que yo traía hecha, con poco trabajo, porque no hubo quien la resistiese excepto ciertas velas que en ella estaban, las cuales apellidaban tan recio que antes de llegar a la segunda estaba infinita gente de los contrarios sobre nosotros combatiéndonos por todas partes, así desde el agua como de la tierra; y yo pasé presto con cinco de caballo y cien peones, con los cuales pasé a nado todas las puentes y las gané hasta la tierra firme. Y dejando aquella gente a la delantera, torné a la rezaga donde hallé que peleaban reciamente, y que era sin comparación el daño que los nuestros recibían, así los españoles, como los indios de Tascaltécal que con nosotros estaban, y así a todos los mataron, y muchos naturales de los españoles; y asímismo habían muerto muchos españoles y caballos y perdido todo el oro y joyas y ropa y otras muchas cosas que sacábamos y toda la artillería.

Recogidos los que estaban vivos, échelos adelante, y yo y con tres o cuatro de caballo y hasta veinte peones que osaron quedar conmigo, me fui en la rezaga peleando con los indios hasta llegar a una ciudad que se dice Tacuba, que está fuera de la calzada, de que Dios sabe cuánto trabajo y peligro recibí; porque todas las veces que volvía sobre los contrarios salía lleno de flechas y viras y apedreado, porque como era agua de la una parte y de otra, herían a su salvo sin temor. A los que salían a tierra, luego volvíamos sobre ellos y saltaban al agua, así que recibían muy poco daño si no eran algunos que con los muchos se tropezaban unos con otros y caían y aquellos morían. Y con este trabajo y fatiga llevé toda la gente hasta la dicha ciudad de Tacuba, sin me matar ni herir ningún español ni indio, sino fue uno de los de caballo que iba conmigo en la rezaga; y no menos peleaban así en la delantera como por los lados, aunque la mayor fuerza era en las espaldas por do venía la gente de la gran ciudad.

y llegado a la dicha ciudad de Tacuba hallé toda la gente remolineada en una plaza, que no sabían dónde ir, a los cuales yo di prisa que se saliesen al campo antes de que se recreciese más gente en la dicha ciudad y tomasen las azoteas porque nos harían de ellas mucho daño. Y los que llevaban la delantera dijeron que no sabían por dónde habían de salir, y yo los hice quedar en la rezaga y tomé la delantera hasta los sacar fuera de la dicha ciudad, y esperé en unas labranzas; y cuando llegó la rezaga supe que habían recibido algún daño, y que habían muerto algunos españoles e indios, y que se quedaba por el camino mucho oro perdido, lo cual los indios cogían; y allí estuve hasta que pasó toda la gente peleando con los indios, en tal manera, que los detuve para que los peones tomasen un cerro donde estaba una torre y aposento fuerte, el cual tomaron sin recibir algún daño porque no me partí de allí ni dejé pasar los contrarios hasta haber tomado ellos el cerro, en que Dios sabe el trabajo y fatiga que allí se recibió, porque ya no había caballo, de veinte y cuatro que nos habían quedado, que pudiese correr, ni caballero que pudiese alzar el brazo, ni peón sano que pudiese menearse. Llegados al dicho aposento nos fortalecimos en él, y allí nos cercaron y estuvimos cercados hasta noche, sin nos dejar descansar una hora. En este desbarato se halló por copia, que murieron ciento y cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos, y más de dos mil indios que servían a los españoles, entre los cuales mataron al hijo e hijas de Muteczuma, y a todos los otros señores que traíamos presos.

Y aquella noche, a media noche, creyendo no ser sentidos, salimos del dicho aposento muy calladamente, dejando en él hechos muchos fuegos, sin saber camino ninguno ni para dónde íbamos, más de que un indio de los de Tascaltécal nos guiaba diciendo que él nos sacaría a su tierra si el camino no nos impedían. Y muy cerca estaban guardas que nos sintieron y muy presto apellidaron muchas poblaciones que había a la redonda, de las cuales se recogió mucha gente y nos fueron siguiendo hasta el día, que ya que amanecía, cinco de caballo que iban delante por corredores, dieron en unos escuadrones de gente que estaban en el camino y mataron algunos de ellos, los cuales fueron desbaratados creyendo que iba más gente de caballo y de pie.


Y porque vi que de todas partes se recrecía la gente de los contrarios concerté allí la de los nuestros, y de la que había sana para algo, hice escuadrones; y puse en delantera y rezaga y lados, y en medio, los heridos; y asimismo repartí los de caballo, y así fuimos todo aquel día peleando por todas partes, en tanta manera que en toda la noche y día no anduvimos más de tres leguas; y quiso Nuestro Señor que ya que la noche sobrevenía, mostrarnos una torre y buen aposento en un cerro, donde asimismo nos hicimos fuertes. Y por aquella noche nos dejaron, aunque, casi al alba, hubo otro cierto arrebato sin haber de qué, más del temor que ya todos llevábamos de la multitud de gente que a la continua nos seguía al alcance. Otro día me partí a una hora del día por la orden ya dicha, llevando la delantera y rezaga a buen recaudo, y siempre nos seguían de una parte y de otra los enemigos, gritando y apellidando toda aquella tierra, que es muy poblada; y los de caballo, aunque éramos pocos, arremetíamos y hacíamos poco daño en ellos, porque como por allí era la tierra algo fragosa, se nos acogían a los cerros; y de esta manera fuimos aquel día por cerca de unas leguas, hasta que llegamos a una población buena, donde pensamos haber algún reencuentro con los del pueblo, y como llegamos lo desampararon, y se fueron a otras poblaciones que estaban por allí a la redonda.


y allí estuve aquel día, y otro, porque la gente, así heridos como los sanos, venían muy cansados y fatigados y con mucha hambre y sed. Y los caballos asimismo traíamos bien cansados, y porque allí hallamos algún maíz, que comimos y llevamos por el camino, cocido y tostado; y otro día nos partimos, y siempre acompañados de gente de los contrarios, y por la delantera y rezagada nos acometían gritando y haciendo algunas arremetidas, y seguimos nuestro camino por donde el indio tascaltécal nos guiaba, por el cual llevábamos mucho trabajo y fatiga, porque nos convenía ir muchas veces fuera de camino. Y ya que era tarde, llegamos a un llano donde había unas casas pequeñas donde aquella noche nos aposentamos, con harta necesidad de comida.

Y otro día, luego por la mañana, comenzamos a andar, y aún no éramos salidos al camino, cuando ya la gente de los enemigos nos seguía por la rezaga, y escaramuzando con ellos llegamos a un pueblo grande, que estaba dos leguas de allí, y a la mano derecha de él estaban algunos indios encima de un cerro pequeño; y creyendo de los tomar, porque estaban muy cerca del camino, y también por descubrir si había más gente de lo que parecía, detrás del cerro, me fui con cinco de caballo y diez o doce peones, rodeando el dicho cerro, y detrás de él estaba una gran ciudad de mucha gente, con los cuales peleamos tanto, que por ser la tierra donde estaba algo áspera de piedras, y la gente mucha y nosotros pocos, nos convino retraer al pueblo donde los nuestros estaban; y de allí salí yo muy mal en la cabeza de dos pedradas. Y después de me haber atado las heridas, hice salir los españoles del pueblo porque me pareció que no era aposento seguro para nosotros; y así caminando, siguiéndonos todavía los indios en harta cantidad, los cuales pelearon con nosotros tan reciamente que hirieron a cuatro o cinco españoles y otros tantos caballos, y nos mataron un caballo que aunque Dios sabe cuánta falta nos hizo y cuánta pena recibimos con habérnosle muerto, porque no teníamos después de Dios otra seguridad sino la de los caballos, nos consoló su carne, porque la comimos sin dejar cuero ni otra cosa de él, según la necesidad que traíamos; porque después que de la gran ciudad salimos ninguna otra cosa comimos sino maíz tostado y cocido, y esto no todas veces ni abasto, y hierbas que cogíamos el campo.


Y viendo que de cada día sobrevenía más gente y más recia, y nosotros íbamos enflaqueciendo, hice aquella noche que los heridos y dolientes, que llevábamos a las ancas de los caballos y a cuestas, hiciesen muletas y otra manera de ayudas como se pudiesen sostener y andar, porque los caballos y españoles sanos estuviesen libres para pelear. Y pareció que el Espíritu Santo me alumbró con este aviso, según lo que a otro día siguiente sucedió; que habiendo partido en la mañana de este aposento y siendo apartados legua y media de él, yendo por mi camino, salieron al encuentro mucha cantidad de indios, y tanta, que por la delantera, lados ni rezaga, ninguna cosa de los campos que se podían ver, había de ellos vacía. Los cuales pelearon con nosotros tan fuertemente por todas partes, que casi no nos conocíamos unos a otros, tan revueltos y juntos andaban con nosotros, y cierto creíamos ser aquel el último de nuestros días, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban, por ir, como íbamos, muy cansados y casi todos heridos y desmayados de hambre. Pero quiso Nuestro Señor mostrar su gran poder y misericordia con nosotros, que, con toda nuestra flaqueza, quebrantamos su gran orgullo y soberbia, en que murieron muchos de ellos y muchas personas muy principales y señaladas; porque eran tantos, que los unos a los otros se estorbaban que no podían pelear ni huir. Y con este trabajo fuimos mucha parte del día, hasta que quiso Dios que murió una persona tan principal de ellos, que con su muerte cesó toda aquella guerra.



(Tomado de: González, Luis. El entuerto de la Conquista. Sesenta testimonios. Prólogo, selección y notas de Luis González. Colección Cien de México. SEP. D. F., 1984)

lunes, 29 de junio de 2020

La calle de Puente de Alvarado

Calle de Puente de Alvarado

El origen del nombre de la calle que ocupa hoy nuestra atención, data de los primeros años de la Conquista.
La tradición se refería por los mismos conquistadores, y después fue arraigándose de tal modo, que unánimamente poetas y cronistas la repitieron por más de tres centurias, teniendo por una verdad incontrovertible lo que no fue sino falsa leyenda.
El caso no es único ni excepcional. La Historia abunda en muchos sucesos fabulosos; pero principalmente la historia de la Conquista de México está llena de cuentos y concejas. Falso es, entre otras cosas, que Cortés quemara sus naves, falso también que llorara bajo el famoso ahuehuete de Popotla, y falsísimo que Motecuhzoma sucumbiera víctima de una pedrada. Cortés barrenó sus naves, no tuvo tiempo de derramar lágrimas en su fuga de la ciudad, y antes de abandonarla ordenó la muerte de Motecuhzoma.
Dice la leyenda, que en la célebre retirada de los españoles, Pedro de Alvarado, al llegar a la tercera cortadura de la calzada de Tlacopan, "clavó su lanza en los objetos que asomaban sobre las aguas, se echó hacia adelante con todo el impulso posible, y de un salto salvó el foso".
Hecho tan inexacto como admirable, impuso el nombre a una de nuestras principales avenidas que todavía se llama del Puente de Alvarado, y en la que se conservó por muchos años un puente y una zanja que corría de Sur a Norte. El señor Orozco y Berra, que la vio en 1834, dice que estaba cubierta "a uno y otro lado de la calle", y que por el lado Sur presentaba Hacia 1847 un jardín y casa de baños, que después fue Tívoli del Elíseo -donde se descubría parte de la acequia- y que hacia el Norte existía un portillo que se tapó en seguida por una pared y reja que correspondían a la casa marcada con el número 5, y ahora sin número, frente a la calle del Elíseo.
Agrega, que el antiguo acueducto pasaba por la calle y que el puente estaba cerca del que fue Tívoli.
Ahora no hay rastros de Puente ni de acueducto; pero subsiste el título que se dio a la calle, y con él, la tradición que venimos desmintiendo.
Y para que pueda apreciarse la verdad del suceso, vamos a recordar el interesante episodio conocido en la historia por la Noche Triste.

Hernán Cortés, de común acuerdo con sus capitanes, resolvió dejar la ciudad en la cual no podría sostenerse por más tiempo, por los continuos y repetidos ataques de los mexicanos. Asegurando el quinto del Rey, lo que a él tocaba, y abandonados cerca de setecientos mil pesos que no era posible llevar -todo provenía de los tesoros indígenas- dio la orden de marcha
Fue a la media noche del 30 de junio de 1520. La oscuridad era profunda y fuerte aguacero caía. La columna de retirada comenzó a salir del cuartel de los españoles, que había sido palacio del Rey Axayacatl, y que estuvo situado en la esquina de las calles de Santa Teresa y 2a. del Indio Triste. Marchaban a la vanguardia Gonzalo de Sandoval, con los capitanes Antonio Quiñones, Francisco de Acevedo, Francisco de Lugo, Diego de Ordaz, Andrés de Tapia y otros que habían llegado con Narváez, acompañados de doscientos infantes y veinte caballos. En esta vanguardia, cuatrocientos tlaxcaltecas conducían un puente portátil de madera, que emplearían para atravesar las cortaduras, y cincuenta soldados bajo las órdenes del capitán Magarino, le servían de custodia. En medio, rigiendo la batalla, iban Cortés, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid y Bernardino Vázquez de Tapia; los cañones arrastrados por doscientos cincuenta tlaxcaltecas y cincuenta rodeleros que los escoltaban; el fardaje en hombros de los indios; los caballos conduciendo el quinto del oro que pertenecía al Rey, y la yegua que llevaba la parte correspondiente a Don Hernando; los macehuales que cargaban en sus espaldas el oro de los capitanes y soldados, las mujeres del ejército, las sirvientas y mancebas, Doña Marina y dos hijas de Motecuhzoma, todas defendidas por treinta españoles y trescientos indios; los prisioneros que no habían sucumbido, de los que eran principales Chimalpopoca y Tlaltecatzin, hijos del citado Motecuhzoma, el señor de Acolhuacán y otros muchos. Atrás y a la retaguardi, que venía a las órdenes de Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León caminaba un competente número de peones y un pelotón de caballería. Siete mil aliados, por último, se habían repartido en las tres secciones [Historia antigua y de la Conquista de México, por don Manuel Orozco y Berra. México, 1888. Tomo IV, págs. 445 y 446].
Tan extraña comitiva, semejante a una negra serpiente, atravesó en silencio pavoroso las calles de Tacuba, Santa Clara y San Andrés.
Llovía a torrentes, y el piso estaba lleno de lodo y encharcado. A las dificultades del terreno se unía el peso de las armas y de los tesoros con que la codicia había cargado a los conquistadores. Se llegó a la primera cortadura, situada en la esquina de Santa Isabel, y colocado el puente, se hundió bajo el peso formidable de aquella multitud.
De repente, una mujer que iba a sacar agua, a la luz de un tizón encendido, contempla a los fugitivos: arroja la tea con que se alumbra a las aguas del canal, y anuncia a gritos la fuga de los castellanos. Ya no era necesario: los centinelas mexicanos habían corrido la voz de alerta.
En un instante los que huían se encontraron acometidos por todas partes. La lucha comenzó en medio de negrísimas tinieblas, y a la luz de los relámpagos se podían ver millares de canoas, henchidas de guerreros, a la vez que se escuchaba el lúgubre sonido del caracol sagrado, que allá en el Teocalli mayor convocaba para la guerra.
Parte del ejército fugitivo de castellanos y tlaxcaltecas aceleró el paso y logró atravesar el puente; pero la otra quedó incomunicada.
Entonces cundió el pánico, reinó el desorden; todos gritaban, todos combatían, y cada cual trataba de ponerse a salvo.
Frente a San Hipólito, en la segunda cortadura, muchos pasaron por infinidad de cadáveres, que habían obstruido el paso.
Más allí fue la mayor confusión y lo más recio de la pelea. Los guerreros aztecas atacaban a los castellanos con furia, sin tregua y cuerpo a cuerpo. 
Silbaban las flechas disparadas por los arcos, caían piedras de las azoteas y resbalaban los caballos en el lodo o bajo el golpe mortal de las macanas. Las espadas chocaban contra los escudos, las lanzas abrían hondas heridas, la artillería no funcionaba y la pólvora de los mosquetes no daba fuego, humedecida por la lluvia torrencial.
Espantables eran las voces de las víctimas. Aquí pedía alguien socorro, allá se ahogaba un castellano y acullá un tercero imploraba a gritos piedad y perdón por sus pecados. Los ayes de los moribundos se mezclaban al ronco son producido por los huehuetin y caracoles aztecas.
En la tercera cortadura, junto al Tívoli del Elíseo, hoy calle del mismo nombre, la derrota de los castellanos fue completa. El relámpago con su luz fosforescente, alumbraba a la muchedumbre que huía, a los montones de cadáveres -entre los que podían distinguirse cabezas ensangrentadas, brazos que aún empuñaban la lanza o el escudo- y las aguas tintas en sangre, por las que surcaban las canoas victoriosas de los valientes defensores de la patria, quienes a grandes voces vitoreaban a Cuitláhuac y Cuauhtémoc, héroes gloriosos de aquella tremenda lucha.
En aquel momento, Pedro de Alvarado aparece en la tercera cortadura. Su yegua alazana ha caído muerta. Viene a pie, solo, cubierto de barro, chorreando sangre y defendiéndose hasta la desesperación de sus perseguidores. Encuentra una viga atravesada en la acequia, la pasa, y una vez en el otro lado, monta en las ancas del caballo de un t,al Gamboa, que lo pone fuera de peligro.
Cómo se ve, el famoso capitán, no saltó ningún foso, ni sé apoyó en lanza alguna, sino que pasó por una viga.
Y así fue, en efecto, pues según dice un testigo ocular, el salto hubiera sido imposible por lo ancho y profundo de la zanja.
Por otra parte, en el proceso de Alvarado, contestó éste al capítulo en qué se le acusaba de haber abandonado a sus compañeros, con estás frases:
"Solo e mal herido, e el caballo muerto e viéndome desta manera, pasé el dicho paso: e no me lo habían de tener a mal ni dármelo por cargo, pues fue milagro poderme escapar, e no lo pudiera hacer su no fuera porque uno de cavallo estaba de la otra parte, que era Cristóbal Martín de Gamboa, que me tomó a las ancas de su cavallo e me salvó." [Proceso de residencia contra Pedro de Alvarado. México. 1847. Pág. 68]
¿Pero, cuál fue el verdadero origen de la leyenda que dio nombre a la calle? El fidelísimo Bernal Díaz del Castillo, testigo ocular de aquellos sucesos, lo refiere en las siguientes palabras:
"Y porque los lectores sepan que en México hubo un soldado que se decía fulano de Ocampo, que fue de los que vinieron con Garay, hombre muy práctico y que se apreciaba de hacer libelos infamatorios y otras cosas a manera de masepasquines, y puso en ciertos libelos a muchos de nuestros capitanes cosas feas, que no son de decir, no siendo verdad; y entre ellos, demás de otras cosas dijo de Pedro de Alvarado: que había dejado morir a su compañero Juan Velázquez de León con más de 200 soldados y los de a caballo que les dejamos en la retaguardia, y se escapó él, y por escaparse dio aquel gran salto, como suele decir el refrán: "Saltó y Escapó la Vida." [Historia verdadera de la Conquista de Nueva España. México. 1854. Tomo II, cap. XXXVIII, pág. 212. Por testimonios de otros historiadores, consta que no murió en aquella jornada Velázquez de León.]
No fue, pues, más que un "sangriento epigrama" -como lo ha dicho un entendido escritor- lo que dio motivo a qué se le atribuyera a Pedro de Alvarado un salto prodigioso, que por lo demás, a ser cierto, hubiera dejado "más encarecida su ligereza, que acreditado su valor".

(Tomado de: González Obregón, Luis – Las calles de México. Leyendas y sucedidos, vida y costumbres de otros tiempos. Prólogos de Carlos G. Peña y Luis G. Urbina. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #568, México, D.F., 1994)

domingo, 10 de noviembre de 2019

Cuauhtémoc

Debió nacer en Tenochtitlan hacia 1496. Hijo de Ahuíxotl, su filiación materna es imprecisa: unas fuentes señalan como su madre a Cuauyatitlali, princesa chontal, (del actual estado de Guerrero), y otras a la princesa tlatelolca Tlilalcápatl. Del náhuatl cuahutli, águila, y temoc, que baja, Cuauhtémoc significa “águila que desciende”, modo de aludir al sol (cuyo atributo era el águila) en el lapso en que declina del cenit al poniente. En 10 tochtli (1502) murió Ahuízotl y Cuauhtémoc quedó huérfano de padre, debiendo su madre atender a la educación del príncipe. “Desde los 3 años -dice el Códice Mendocino- se instruía al varón mexica en la obediencia, la laboriosidad, la devoción a los dioses y la sobriedad, con tal rigor que los métodos eran duros y no pocas veces crueles. La educación superior estaba reservada a los hijos de los militares y sacerdotes y se impartía en el Calmécac, establecimiento exclusivo y riguroso”. A los 15 años Cuauhtémoc debió ingresar al Calmécac. En esa escuela endureció su cuerpo en las prácticas más severas: durmió en el suelo para mortificar la carne, padeció ayuno y permaneció en vigilia para observar el tránsito de las estrellas o para bañarse en el frío estanque del recinto sagrado a la medianoche. Allí también fue iniciado en los secretos de su religión, en la astronomía y en la ciencia de su calendario. No se conocen con certeza las batallas de la época de Moctezuma II en que haya participado para alcanzar el grado de Tlacatecuhtli, o sea jefe supremo; pero debió acompañar al ejército azteca en sus incursiones al sur y en las guerras floridas de Tlaxcala.

en 1 Acatl (1519), año de la profecía de Quetzalcóatl, Hernán Cortés y su hueste tocaron suelo mexicano. Los emisarios de Moctezuma, enviados a la costa, regresaron con la descripción de los invasores: “De puro hierro se forma su traje de guerra, con hierro se visten, con hierro se cubren la cabeza; es de hierro su espada, su arco, su escudo…; vienen encima de ciervos y tienen, de este modo, la altura de los techos. Sólo sus rostros están visibles, enteramente blancos… y sus perros, muy grandes, con orejas plegadas, con lenguas colgantes, con ojos de fuego, salvajes como demonios, siempre jadeantes, moteados como de jaguar moteado”. Moctezuma dijo: “Entiendo que es el dios que aguardamos, Quetzalcóatl; este trono y silla y majestad suyo es, que de prestado lo tengo…” y entregó la ciudad a los españoles. Solo unos cuantos, especialmente Cuauhtémoc y Cuitláhuac, no creyeron en la supuesta divinidad de los intrusos. Estos encadenaron a Moctezuma, tendieron una celada a Cacama, aprehendieron a Cuitláhuac, quemaron vivo a Cuauhpopoca, saquearon los templos y palacios, y derrumbaron los ídolos.

El 20 de mayo de 1520 Cortés salió rumbo a Cempoala para detener a Pánfilo de Narváez. Pedro de Alvarado, que había quedado al frente de la guarnición en Tenochtitlan, arremetió en junio contra los indios nobles reunidos en el templo mayor y consumó una bárbara matanza. Este hecho provocó la sublevación popular. Los mexicanos atacaron a los españoles, les pusieron sitio en su cuartel y les cortaron las provisiones. Cuauhtémoc, al frente de un ejército, avanzó desde Tlatelolco, arrolló a Ordaz que le salió al paso con 400 arcabuceros y ballesteros, y aún desbandó a la tropa de Cortés, que venía de regreso. Las embestidas indígenas arreciaron durante los días siguientes. Cortés pidió a Moctezuma que impusiera paz y éste exhortó a sus súbditos, protegido por los escudos de los invasores, para que depusieran las armas; pero de la multitud surgió la voz de Cuauhtémoc, quien dijo en alto: “¿Qué dice éste bellaco de Moctezuma, mujer de los españoles, que tal puede llamarse, pues con ánimo mujeril se entregó a ellos de puro miedo y asegurándose nos ha puesto a todos en este trabajo ? ¡No le queremos obedecer porque ya no es nuestro rey, y como a vil hombre le hemos de dar el castigo y pago!”; y diciendo esto le tiró tal pedrada que lo derribó bañado en sangre. Los españoles decidieron entonces salir de México; pero en su huida, especialmente en la cortadura de Acalotlipan (Puente de Alvarado) y desde ahí hasta Popotla, fueron batidos, y deshechos los tlaxcaltecas que los acompañaban. A esta Noche Triste (30 de junio de 1520) siguió la retirada de Cortés a Los Remedios y después hacia Tlaxcala, donde buscó refugio.

Muerto Moctezuma (a consecuencia de la pedrada o asesinado por los españoles), el consejo indígena eligió a Cuitláhuac como señor de los mexicanos; a los 80 días de duelo por el fallecimiento de su antecesor, según el rito, fue entronizado (7 de septiembre), pero el 25 de noviembre murió víctima de la la viruela, enfermedad traída a México por un negro de la expedición de Narváez. Cuauhtémoc gobernó de hecho hasta enero de 1521 y ascendió después al trono al término del año indígena, durante los nemonteni, o cinco días aciagos. Enterado de que Cortés pensaba poner sitio a Tenochtitlan, organizó al ejército y al pueblo, ofreció quitar los tributos a sus vasallos, hizo salir de la ciudad a los inútiles, fortificó la plaza, destruyó los puentes y mandó armar 5 mil barcas. El conquistador, a su vez, ya repuesto, construyó bergantines en Tlaxcala y los transportó desarmados hasta el lago de Texcoco; destruyó a fuego la flota enemiga, cortó el acueducto y puso sitio a la ciudad.

Los aztecas defendieron tenazmente sus posiciones durante 75 días, del 30 de mayo al 13 de agosto de 1521, hasta que quedaron reducidos al islote de Tlatelolco, diezmados y hambrientos. En el último instante, Cuauhtémoc trató de poner a salvo a su familia en una canoa, pero fue apresado por García Holguín y llevado ante Cortés. “Señor Malinche -le dijo-: ya he hecho lo que soy obligado en defensa de mi ciudad y no puedo más, y pues vengo por fuerza ante tu persona y poder, toma ese puñal que tienes en el cinto y mátame luego con él”. El vencedor lo mantuvo prisionero y días después el tesorero Alderete, en Coyoacán, le aplicó aceite hirviendo en los pies para que confesara dónde había ociultado el tesoro de Moctezuma. Soportó el tormento con estoicismo y aun pudo reprender al señor de Tacuba, que se quejaba: “¿Estoy yo acaso -le dijo- en un deleite a baño?

En 1524 Cortés llevó consigo a Cuauhtémoc a la expedición de las Hibueras y el 26 de febrero de 1525, dando oídos a un rumor de sedición, mandó matarlo, junto con otro de los señores que lo acompañaban (acaso Cohuanacoxtzin, de Texcoco) y el fraile Juan de Tecto, según la interpretación que Jospe Corona ha hecho de la lámina CXXXV del Códice Vaticano Latino 3738. El lugar de la ejecución pudo ser Xicalango. v. Antigüedades de México basadas en la recopilación de Lord Kingsborough, estudio e interpretación de José Corona Núñez (1964).

(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen III, Colima - Familia)

viernes, 8 de noviembre de 2019

Cuitláhuac


Décimo rey de los mexicanos, hermano de Moctezuma II. Fue señor de Iztapalapa y dirigió la expedición para someter a los mixtecos (1506). A la llegada de los españoles a México-Tenochtitlan fue hecho prisionero junto con otros nobles, pero se le puso en libertad, después de la matanza del templo Mayor organizada por Alvarado (junio de 1520), para que convenciera a la población de que cesara su hostilidad y restableciera el servicio del mercado. Hizo, sin embargo, lo contrario: organizó al pueblo para la guerra, mandó embajadores a solicitar la ayuda de sus aliados, propuso a Tlaxcala, Cholula y Michoacán una alianza contra los invasores, y batió a los españoles, durante la retirada de éstos, conocida como la Noche Triste (30 de junio). Muerto Moctezuma, acaso porque Cortés le atribuyó responsabilidad en la conducta de Cuitláhuac, fue electo soberano por el consejo indígena y subió al trono el 7 de septiembre. Su coronación se celebró con gran suntuosidad: en su honor y en el de los dioses se sacrificó a los prisioneros españoles. Murió el 25 de noviembre, víctima de la viruela traída por los soldados de Narváez. Según bernal Díaz del Castillo, los mexicanos lo creían “buen rey y no de corazón tan flaco como Moctezuma”. Las obras de defensa de la ciudad, iniciadas por él, fueron continuadas por Cuauhtémoc.

(Tomado de: Enciclopedia de México, Tomo III, Colima-Familia; México, D.F. 1977)



jueves, 15 de marzo de 2018

Cacama


(Del náhuatl cacámatl, mazorca pequeña de maíz que brota bajo la normal).

1 1)  Rey de Texcoco, hijo de Nezahualpilli y nieto de Nezahualcóyotl. Al morir Nezahualpilli el reino texcocano se dividió en dos, quedando la capital bajo la soberanía de Cacama (1515). La parte norte se convirtió en dominio de Ixtlixóchitl, desde entonces enemigo de Moctezuma II, que se había mostrado partidario de Cacama. Cuando Cortés desembarcó en las playas de Veracruz, Cacama aconsejó a Moctezuma que le diera una recepción honrosa. El rey de Texcoco tenía 25 años, pero gozaba de prestigio por su intrepidez e inteligencia. Cuando Moctezuma cayó preso de los españoles, Cacama buscó, junto con Cuitláhuac, señor de Iztapalapa, la alianza de otros jefes para librar al cautivo y expulsar a los invasores. Traicionado por agentes del propio Moctezuma, fue secuestrado y llevado a Tenochtitlan. El emperador ordenó la prisión de los demás jefes conjurados, y Cortés nombró rey de Texcoco a Cuicuitza, jovencito hermano de Cacama. Este fue sometido a tormento, al igual que otros nobles, y sucumbió en la retirada de la Noche Triste (30 de junio de 1520). Tanto Torquemada como otros historiadores relatan los conflictos dinásticos de Cacama. Según Alva Ixtlixóchitl, Cacama se volvió enemigo de los españoles cuando éstos ahorcaron en público a su hermano Nezahualquenzin, por sospechar que urdía algo contra ellos. A su muerte, lo sucedió su hermano Coanacoch como jefe reconocido por los texcocanos. En el proceso de residencia contra Pedro de Alvarado se relata cómo éste dirigió la tortura a Cacama: mandó atarlo de pies y manos a un palo e hizo echar en una cazuela de barro mucha tea encendida y resina de pino que le pusieron en el estómago, lo que le provocó graves quemaduras. Según el propio Alvarado los indios mataron a Cacama en la Noche Triste. Su nombre aparece en el monumento a Cuauhtémoc en la Ciudad de México.

2)      Cacama o Cacamatecuhtli era el señor de los chalcas cuando éstos luchaban contra los aztecas en Chapultepec (Durán I, 30). Según los Anales de Chimalpáin, murió en 5 caña (1367) en Techixco, durante un combate contra los mexicanos y sus aliados. la Crónica Mexicáyotl le llama Cacámatl el Viejo. No es seguro que se trate del mismo personaje. Según Ixtlixóchitl (I, 136 y 151), un Cacama era señor de Chalco en la época de Techotlalatzin y fue amigo y vasallo de Ixtlixóchitl. Las crónicas antiguas hacer referencia a toda una serie de personajes del mismo nombre, entre ellas el señor de Amecameca en el tiempo del desembarque de Cortés; otro, de 9 años de edad, recibió a los españoles; otro más combatió como oficial de Alvarado en Guatemala.

((Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen II, Bajos - Colima)