El origen del nombre de la calle que ocupa hoy nuestra atención, data de los primeros años de la Conquista.
La tradición se refería por los mismos conquistadores, y después fue arraigándose de tal modo, que unánimamente poetas y cronistas la repitieron por más de tres centurias, teniendo por una verdad incontrovertible lo que no fue sino falsa leyenda.
El caso no es único ni excepcional. La Historia abunda en muchos sucesos fabulosos; pero principalmente la historia de la Conquista de México está llena de cuentos y concejas. Falso es, entre otras cosas, que Cortés quemara sus naves, falso también que llorara bajo el famoso ahuehuete de Popotla, y falsísimo que Motecuhzoma sucumbiera víctima de una pedrada. Cortés barrenó sus naves, no tuvo tiempo de derramar lágrimas en su fuga de la ciudad, y antes de abandonarla ordenó la muerte de Motecuhzoma.
Dice la leyenda, que en la célebre retirada de los españoles, Pedro de Alvarado, al llegar a la tercera cortadura de la calzada de Tlacopan, "clavó su lanza en los objetos que asomaban sobre las aguas, se echó hacia adelante con todo el impulso posible, y de un salto salvó el foso".
Hecho tan inexacto como admirable, impuso el nombre a una de nuestras principales avenidas que todavía se llama del Puente de Alvarado, y en la que se conservó por muchos años un puente y una zanja que corría de Sur a Norte. El señor Orozco y Berra, que la vio en 1834, dice que estaba cubierta "a uno y otro lado de la calle", y que por el lado Sur presentaba Hacia 1847 un jardín y casa de baños, que después fue Tívoli del Elíseo -donde se descubría parte de la acequia- y que hacia el Norte existía un portillo que se tapó en seguida por una pared y reja que correspondían a la casa marcada con el número 5, y ahora sin número, frente a la calle del Elíseo.
Agrega, que el antiguo acueducto pasaba por la calle y que el puente estaba cerca del que fue Tívoli.
Ahora no hay rastros de Puente ni de acueducto; pero subsiste el título que se dio a la calle, y con él, la tradición que venimos desmintiendo.
Y para que pueda apreciarse la verdad del suceso, vamos a recordar el interesante episodio conocido en la historia por la Noche Triste.
Hernán Cortés, de común acuerdo con sus capitanes, resolvió dejar la ciudad en la cual no podría sostenerse por más tiempo, por los continuos y repetidos ataques de los mexicanos. Asegurando el quinto del Rey, lo que a él tocaba, y abandonados cerca de setecientos mil pesos que no era posible llevar -todo provenía de los tesoros indígenas- dio la orden de marcha
Fue a la media noche del 30 de junio de 1520. La oscuridad era profunda y fuerte aguacero caía. La columna de retirada comenzó a salir del cuartel de los españoles, que había sido palacio del Rey Axayacatl, y que estuvo situado en la esquina de las calles de Santa Teresa y 2a. del Indio Triste. Marchaban a la vanguardia Gonzalo de Sandoval, con los capitanes Antonio Quiñones, Francisco de Acevedo, Francisco de Lugo, Diego de Ordaz, Andrés de Tapia y otros que habían llegado con Narváez, acompañados de doscientos infantes y veinte caballos. En esta vanguardia, cuatrocientos tlaxcaltecas conducían un puente portátil de madera, que emplearían para atravesar las cortaduras, y cincuenta soldados bajo las órdenes del capitán Magarino, le servían de custodia. En medio, rigiendo la batalla, iban Cortés, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid y Bernardino Vázquez de Tapia; los cañones arrastrados por doscientos cincuenta tlaxcaltecas y cincuenta rodeleros que los escoltaban; el fardaje en hombros de los indios; los caballos conduciendo el quinto del oro que pertenecía al Rey, y la yegua que llevaba la parte correspondiente a Don Hernando; los macehuales que cargaban en sus espaldas el oro de los capitanes y soldados, las mujeres del ejército, las sirvientas y mancebas, Doña Marina y dos hijas de Motecuhzoma, todas defendidas por treinta españoles y trescientos indios; los prisioneros que no habían sucumbido, de los que eran principales Chimalpopoca y Tlaltecatzin, hijos del citado Motecuhzoma, el señor de Acolhuacán y otros muchos. Atrás y a la retaguardi, que venía a las órdenes de Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León caminaba un competente número de peones y un pelotón de caballería. Siete mil aliados, por último, se habían repartido en las tres secciones [Historia antigua y de la Conquista de México, por don Manuel Orozco y Berra. México, 1888. Tomo IV, págs. 445 y 446].
Tan extraña comitiva, semejante a una negra serpiente, atravesó en silencio pavoroso las calles de Tacuba, Santa Clara y San Andrés.
Llovía a torrentes, y el piso estaba lleno de lodo y encharcado. A las dificultades del terreno se unía el peso de las armas y de los tesoros con que la codicia había cargado a los conquistadores. Se llegó a la primera cortadura, situada en la esquina de Santa Isabel, y colocado el puente, se hundió bajo el peso formidable de aquella multitud.
De repente, una mujer que iba a sacar agua, a la luz de un tizón encendido, contempla a los fugitivos: arroja la tea con que se alumbra a las aguas del canal, y anuncia a gritos la fuga de los castellanos. Ya no era necesario: los centinelas mexicanos habían corrido la voz de alerta.
En un instante los que huían se encontraron acometidos por todas partes. La lucha comenzó en medio de negrísimas tinieblas, y a la luz de los relámpagos se podían ver millares de canoas, henchidas de guerreros, a la vez que se escuchaba el lúgubre sonido del caracol sagrado, que allá en el Teocalli mayor convocaba para la guerra.
Parte del ejército fugitivo de castellanos y tlaxcaltecas aceleró el paso y logró atravesar el puente; pero la otra quedó incomunicada.
Entonces cundió el pánico, reinó el desorden; todos gritaban, todos combatían, y cada cual trataba de ponerse a salvo.
Frente a San Hipólito, en la segunda cortadura, muchos pasaron por infinidad de cadáveres, que habían obstruido el paso.
Más allí fue la mayor confusión y lo más recio de la pelea. Los guerreros aztecas atacaban a los castellanos con furia, sin tregua y cuerpo a cuerpo.
Silbaban las flechas disparadas por los arcos, caían piedras de las azoteas y resbalaban los caballos en el lodo o bajo el golpe mortal de las macanas. Las espadas chocaban contra los escudos, las lanzas abrían hondas heridas, la artillería no funcionaba y la pólvora de los mosquetes no daba fuego, humedecida por la lluvia torrencial.
Espantables eran las voces de las víctimas. Aquí pedía alguien socorro, allá se ahogaba un castellano y acullá un tercero imploraba a gritos piedad y perdón por sus pecados. Los ayes de los moribundos se mezclaban al ronco son producido por los huehuetin y caracoles aztecas.
En la tercera cortadura, junto al Tívoli del Elíseo, hoy calle del mismo nombre, la derrota de los castellanos fue completa. El relámpago con su luz fosforescente, alumbraba a la muchedumbre que huía, a los montones de cadáveres -entre los que podían distinguirse cabezas ensangrentadas, brazos que aún empuñaban la lanza o el escudo- y las aguas tintas en sangre, por las que surcaban las canoas victoriosas de los valientes defensores de la patria, quienes a grandes voces vitoreaban a Cuitláhuac y Cuauhtémoc, héroes gloriosos de aquella tremenda lucha.
En aquel momento, Pedro de Alvarado aparece en la tercera cortadura. Su yegua alazana ha caído muerta. Viene a pie, solo, cubierto de barro, chorreando sangre y defendiéndose hasta la desesperación de sus perseguidores. Encuentra una viga atravesada en la acequia, la pasa, y una vez en el otro lado, monta en las ancas del caballo de un t,al Gamboa, que lo pone fuera de peligro.
Cómo se ve, el famoso capitán, no saltó ningún foso, ni sé apoyó en lanza alguna, sino que pasó por una viga.
Y así fue, en efecto, pues según dice un testigo ocular, el salto hubiera sido imposible por lo ancho y profundo de la zanja.
Por otra parte, en el proceso de Alvarado, contestó éste al capítulo en qué se le acusaba de haber abandonado a sus compañeros, con estás frases:
"Solo e mal herido, e el caballo muerto e viéndome desta manera, pasé el dicho paso: e no me lo habían de tener a mal ni dármelo por cargo, pues fue milagro poderme escapar, e no lo pudiera hacer su no fuera porque uno de cavallo estaba de la otra parte, que era Cristóbal Martín de Gamboa, que me tomó a las ancas de su cavallo e me salvó." [Proceso de residencia contra Pedro de Alvarado. México. 1847. Pág. 68]
¿Pero, cuál fue el verdadero origen de la leyenda que dio nombre a la calle? El fidelísimo Bernal Díaz del Castillo, testigo ocular de aquellos sucesos, lo refiere en las siguientes palabras:
"Y porque los lectores sepan que en México hubo un soldado que se decía fulano de Ocampo, que fue de los que vinieron con Garay, hombre muy práctico y que se apreciaba de hacer libelos infamatorios y otras cosas a manera de masepasquines, y puso en ciertos libelos a muchos de nuestros capitanes cosas feas, que no son de decir, no siendo verdad; y entre ellos, demás de otras cosas dijo de Pedro de Alvarado: que había dejado morir a su compañero Juan Velázquez de León con más de 200 soldados y los de a caballo que les dejamos en la retaguardia, y se escapó él, y por escaparse dio aquel gran salto, como suele decir el refrán: "Saltó y Escapó la Vida." [Historia verdadera de la Conquista de Nueva España. México. 1854. Tomo II, cap. XXXVIII, pág. 212. Por testimonios de otros historiadores, consta que no murió en aquella jornada Velázquez de León.]
No fue, pues, más que un "sangriento epigrama" -como lo ha dicho un entendido escritor- lo que dio motivo a qué se le atribuyera a Pedro de Alvarado un salto prodigioso, que por lo demás, a ser cierto, hubiera dejado "más encarecida su ligereza, que acreditado su valor".
Dice la leyenda, que en la célebre retirada de los españoles, Pedro de Alvarado, al llegar a la tercera cortadura de la calzada de Tlacopan, "clavó su lanza en los objetos que asomaban sobre las aguas, se echó hacia adelante con todo el impulso posible, y de un salto salvó el foso".
Hecho tan inexacto como admirable, impuso el nombre a una de nuestras principales avenidas que todavía se llama del Puente de Alvarado, y en la que se conservó por muchos años un puente y una zanja que corría de Sur a Norte. El señor Orozco y Berra, que la vio en 1834, dice que estaba cubierta "a uno y otro lado de la calle", y que por el lado Sur presentaba Hacia 1847 un jardín y casa de baños, que después fue Tívoli del Elíseo -donde se descubría parte de la acequia- y que hacia el Norte existía un portillo que se tapó en seguida por una pared y reja que correspondían a la casa marcada con el número 5, y ahora sin número, frente a la calle del Elíseo.
Agrega, que el antiguo acueducto pasaba por la calle y que el puente estaba cerca del que fue Tívoli.
Ahora no hay rastros de Puente ni de acueducto; pero subsiste el título que se dio a la calle, y con él, la tradición que venimos desmintiendo.
Y para que pueda apreciarse la verdad del suceso, vamos a recordar el interesante episodio conocido en la historia por la Noche Triste.
Hernán Cortés, de común acuerdo con sus capitanes, resolvió dejar la ciudad en la cual no podría sostenerse por más tiempo, por los continuos y repetidos ataques de los mexicanos. Asegurando el quinto del Rey, lo que a él tocaba, y abandonados cerca de setecientos mil pesos que no era posible llevar -todo provenía de los tesoros indígenas- dio la orden de marcha
Fue a la media noche del 30 de junio de 1520. La oscuridad era profunda y fuerte aguacero caía. La columna de retirada comenzó a salir del cuartel de los españoles, que había sido palacio del Rey Axayacatl, y que estuvo situado en la esquina de las calles de Santa Teresa y 2a. del Indio Triste. Marchaban a la vanguardia Gonzalo de Sandoval, con los capitanes Antonio Quiñones, Francisco de Acevedo, Francisco de Lugo, Diego de Ordaz, Andrés de Tapia y otros que habían llegado con Narváez, acompañados de doscientos infantes y veinte caballos. En esta vanguardia, cuatrocientos tlaxcaltecas conducían un puente portátil de madera, que emplearían para atravesar las cortaduras, y cincuenta soldados bajo las órdenes del capitán Magarino, le servían de custodia. En medio, rigiendo la batalla, iban Cortés, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid y Bernardino Vázquez de Tapia; los cañones arrastrados por doscientos cincuenta tlaxcaltecas y cincuenta rodeleros que los escoltaban; el fardaje en hombros de los indios; los caballos conduciendo el quinto del oro que pertenecía al Rey, y la yegua que llevaba la parte correspondiente a Don Hernando; los macehuales que cargaban en sus espaldas el oro de los capitanes y soldados, las mujeres del ejército, las sirvientas y mancebas, Doña Marina y dos hijas de Motecuhzoma, todas defendidas por treinta españoles y trescientos indios; los prisioneros que no habían sucumbido, de los que eran principales Chimalpopoca y Tlaltecatzin, hijos del citado Motecuhzoma, el señor de Acolhuacán y otros muchos. Atrás y a la retaguardi, que venía a las órdenes de Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León caminaba un competente número de peones y un pelotón de caballería. Siete mil aliados, por último, se habían repartido en las tres secciones [Historia antigua y de la Conquista de México, por don Manuel Orozco y Berra. México, 1888. Tomo IV, págs. 445 y 446].
Tan extraña comitiva, semejante a una negra serpiente, atravesó en silencio pavoroso las calles de Tacuba, Santa Clara y San Andrés.
Llovía a torrentes, y el piso estaba lleno de lodo y encharcado. A las dificultades del terreno se unía el peso de las armas y de los tesoros con que la codicia había cargado a los conquistadores. Se llegó a la primera cortadura, situada en la esquina de Santa Isabel, y colocado el puente, se hundió bajo el peso formidable de aquella multitud.
De repente, una mujer que iba a sacar agua, a la luz de un tizón encendido, contempla a los fugitivos: arroja la tea con que se alumbra a las aguas del canal, y anuncia a gritos la fuga de los castellanos. Ya no era necesario: los centinelas mexicanos habían corrido la voz de alerta.
En un instante los que huían se encontraron acometidos por todas partes. La lucha comenzó en medio de negrísimas tinieblas, y a la luz de los relámpagos se podían ver millares de canoas, henchidas de guerreros, a la vez que se escuchaba el lúgubre sonido del caracol sagrado, que allá en el Teocalli mayor convocaba para la guerra.
Parte del ejército fugitivo de castellanos y tlaxcaltecas aceleró el paso y logró atravesar el puente; pero la otra quedó incomunicada.
Entonces cundió el pánico, reinó el desorden; todos gritaban, todos combatían, y cada cual trataba de ponerse a salvo.
Frente a San Hipólito, en la segunda cortadura, muchos pasaron por infinidad de cadáveres, que habían obstruido el paso.
Más allí fue la mayor confusión y lo más recio de la pelea. Los guerreros aztecas atacaban a los castellanos con furia, sin tregua y cuerpo a cuerpo.
Silbaban las flechas disparadas por los arcos, caían piedras de las azoteas y resbalaban los caballos en el lodo o bajo el golpe mortal de las macanas. Las espadas chocaban contra los escudos, las lanzas abrían hondas heridas, la artillería no funcionaba y la pólvora de los mosquetes no daba fuego, humedecida por la lluvia torrencial.
Espantables eran las voces de las víctimas. Aquí pedía alguien socorro, allá se ahogaba un castellano y acullá un tercero imploraba a gritos piedad y perdón por sus pecados. Los ayes de los moribundos se mezclaban al ronco son producido por los huehuetin y caracoles aztecas.
En la tercera cortadura, junto al Tívoli del Elíseo, hoy calle del mismo nombre, la derrota de los castellanos fue completa. El relámpago con su luz fosforescente, alumbraba a la muchedumbre que huía, a los montones de cadáveres -entre los que podían distinguirse cabezas ensangrentadas, brazos que aún empuñaban la lanza o el escudo- y las aguas tintas en sangre, por las que surcaban las canoas victoriosas de los valientes defensores de la patria, quienes a grandes voces vitoreaban a Cuitláhuac y Cuauhtémoc, héroes gloriosos de aquella tremenda lucha.
En aquel momento, Pedro de Alvarado aparece en la tercera cortadura. Su yegua alazana ha caído muerta. Viene a pie, solo, cubierto de barro, chorreando sangre y defendiéndose hasta la desesperación de sus perseguidores. Encuentra una viga atravesada en la acequia, la pasa, y una vez en el otro lado, monta en las ancas del caballo de un t,al Gamboa, que lo pone fuera de peligro.
Cómo se ve, el famoso capitán, no saltó ningún foso, ni sé apoyó en lanza alguna, sino que pasó por una viga.
Y así fue, en efecto, pues según dice un testigo ocular, el salto hubiera sido imposible por lo ancho y profundo de la zanja.
Por otra parte, en el proceso de Alvarado, contestó éste al capítulo en qué se le acusaba de haber abandonado a sus compañeros, con estás frases:
"Solo e mal herido, e el caballo muerto e viéndome desta manera, pasé el dicho paso: e no me lo habían de tener a mal ni dármelo por cargo, pues fue milagro poderme escapar, e no lo pudiera hacer su no fuera porque uno de cavallo estaba de la otra parte, que era Cristóbal Martín de Gamboa, que me tomó a las ancas de su cavallo e me salvó." [Proceso de residencia contra Pedro de Alvarado. México. 1847. Pág. 68]
¿Pero, cuál fue el verdadero origen de la leyenda que dio nombre a la calle? El fidelísimo Bernal Díaz del Castillo, testigo ocular de aquellos sucesos, lo refiere en las siguientes palabras:
"Y porque los lectores sepan que en México hubo un soldado que se decía fulano de Ocampo, que fue de los que vinieron con Garay, hombre muy práctico y que se apreciaba de hacer libelos infamatorios y otras cosas a manera de masepasquines, y puso en ciertos libelos a muchos de nuestros capitanes cosas feas, que no son de decir, no siendo verdad; y entre ellos, demás de otras cosas dijo de Pedro de Alvarado: que había dejado morir a su compañero Juan Velázquez de León con más de 200 soldados y los de a caballo que les dejamos en la retaguardia, y se escapó él, y por escaparse dio aquel gran salto, como suele decir el refrán: "Saltó y Escapó la Vida." [Historia verdadera de la Conquista de Nueva España. México. 1854. Tomo II, cap. XXXVIII, pág. 212. Por testimonios de otros historiadores, consta que no murió en aquella jornada Velázquez de León.]
No fue, pues, más que un "sangriento epigrama" -como lo ha dicho un entendido escritor- lo que dio motivo a qué se le atribuyera a Pedro de Alvarado un salto prodigioso, que por lo demás, a ser cierto, hubiera dejado "más encarecida su ligereza, que acreditado su valor".
(Tomado de: González Obregón, Luis – Las calles de México. Leyendas y sucedidos, vida y costumbres de otros tiempos. Prólogos de Carlos G. Peña y Luis G. Urbina. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #568, México, D.F., 1994)
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