Situada a unos cuantos kilómetros al sur de Cuautla, en el rico Plan de Amilpas, del estado de Morelos, con sus casas de adobe y sus chozas sobre el río Ayala, Anenecuilco era, en 1909, una aldea tranquila, entristecida, de menos de 400 habitantes. Era un pueblo que estaba al borde del colapso, y su crisis era tanto la consecuencia de una historia particular, que tenía 700 años de antigüedad, como el resultado de luchas específicas. Pero era también, destacándose entre los detalles singulares, un paradigma de la crisis que sufrían muchos otros pueblos de Morelos y de toda la República.
Durante treinta años, los grandes terratenientes cultivadores de caña de azúcar le habían disputado a Anenecuilco los derechos sobre las tierras y las aguas de la comarca. En los campos, a lo largo de las acequias de riego y en los tribunales, los de Anenecuilco habían luchado por sus derechos a los recursos locales. Pero, por lo general, gracias a que los hacendados influían poderosamente en el gobierno federal de la ciudad de México, a que dominaban el gobierno de Morelos y tenían sujetos a los funcionarios de las cabeceras de distrito, los campesinos perdieron sus pleitos. En 1909, la presión que se ejercía sobre ellos se había vuelto especialmente pesada. En esa primavera, los hacendados de Morelos se apoderaron por completo del gobierno del estado e impusieron la elección de un miembro de su propia banda, notablemente complaciente, como gobernador. Ese verano, el nuevo gobernador decretó una nueva ley de bienes raíces, que reformó los impuestos y los derechos a tierras todavía más en beneficio de los hacendados. Este golpe se sintió duramente en todos los pueblos del estado. En Anenecuilco descorazonó por completo a los viejos que eran los regentes establecidos del pueblo.
Los cuatro ancianos que componían el consejo regente de Anenecuilco reconocieron públicamente que no se sentían capaces de dirigir al pueblo hasta que se sortease la crisis. No hay testimonios de que hubiesen fracasado por falta de valor o por negligencia. Por lo que se sabía, seguían siendo hombres de carácter firme y leal. Uno de los concejales, Carmen Quintero, había participado activamente en la política local desde 1884, y su carrera había comenzado antes de que muchos de los hombres adultos de la aldea hubiesen nacido. Otro, Antonio Pérez, había cargado su rifle para defender las tierras del pueblo desde 1887. Los otros dos, Andrés Montes y José Merino (presidente del consejo), habían cumplido sus deberes firme y fielmente durante más de una década. Tampoco se sabe que los concejales hayan fracasado por no contar con la confianza de las personas a las que representaban. Por lo que se sabe, los aldeanos todavía los respetaban. Por lo menos, los concejales disfrutaban de una confianza "familiar", en la acepción literal del término, puesto que, probablemente, casi todos los de Anenecuilco podían considerar a uno de los cuatro ancianos regentes como tío, tío abuelo, primo, hermano, cuñado, padre, suegro, padrino o abuelo. A lo largo de toda su difícil historia, la aldea había vivido gracias a la fuerza de voluntad de hombres cono ellos, y ahora no contaba con una fuerza mejor en la que apoyarse. Lo que anonadaba a los concejales y los hacía sentirse desvalidos era, simplemente, un sentimiento de incapacidad física. Eran, como dijo su presidente (que tenía más de setenta años), demasiado viejos. Antes, la fatiga no los había extenuado. Pero ahora, por la nueva fuerza del influjo de los hacendados, la defensa de la aldea exigía una energía que ellos ya podían generar. El tener que tratar con los administradores y los capataces de los hacendados, en los términos de la nueva legislación, el enfrentarse al jefe político de Cuautla, el andar contratando abogados, el desplazarse para ir a hablar con el nuevo gobernador en Cuernavaca, el tener que que hacer viaje hasta la ciudad de México, inclusive, resultó, de pronto, ser demasiado para hombres viejos. Precisamente porque los concejales eran personas con sentido de responsabilidad, por tradición y por carácter, decidieron traspasar su autoridad a otros que pudiesen dirigir a la gente de la aldea.
En la tarde del 12 de septiembre de 1909, los hombres de Anenecuilco se reunieron a la sombra de las arcadas que se levantaban detrás de la iglesia del pueblo. Sabían que la reunión tenía que ser importante. Para que todo el mundo pudiese acudir, los ancianos la habían convocado para este día, que era domingo. Y para que no se enteraran los capataces de la hacienda no había hecho sonar, como acostumbraban, la campana, sino que se habían pasado el aviso de boca a boca. Se encontraba allí la mayoría de los que eran cabeza de familia y casi toda los demás hombres adultos, pero solteros. Llegaron de 75 a 80 hombres, parientes, amigos, parientes políticos, rivales. El presidente del concejo, Merino, les explicó las razones por las que ya no podían seguir haciéndose cargo de los asuntos del pueblo. Los ancianos habían servido al pueblo lo mejor que habían podido durante años, y el mejor servicio que ahora le podían hacer era el de renunciar. Los tiempos estaban cambiando tan rápidamente que la aldea necesitaba algo más que la prudencia de edad. Era necesario elegir hombres nuevos, más jóvenes, para que los representaran. Luego, Merino pidió candidaturas para su propio cargo.
Modesto González fue el primero en ser propuesto. Luego, Bartolo Parral propuso a Emiliano Zapata y éste, a su vez, propuso a Parral, se hizo la votación y Zapata ganó fácilmente.
A nadie sorprendió. Zapata era joven, pues apenas en el mes anterior había cumplido los treinta años, pero los hombres que votaron lo conocían y conocían a su familia; y consideraron que si querían que un hombre joven los dirigiese, no podrían encontrar a ningún otro que poseyese un sentido más claro y verdadero de lo que era ser responsable del pueblo. Había tenido problemas con las autoridades del distrito, la primera vez cuando sólo tenía diecisiete años, un año o dos después de la muerte de sus padres. Entonces había tenido que salir del estado durante varios meses y esconderse en el rancho de un amigo de su familia, en el sur de Puebla. Pero nadie se lo tomaba a mal: en el campo, los líos con la policía eran casi un grito de libertad. De todas maneras, en los últimos trece años había sido uno de los dirigentes del grupo de hombres jóvenes que habían partipado activamente en la defensa del pueblo, firmando protestas, formando parte, como jóvenes, de las delegaciones enviadas ante el jefe político, y ayudando en general a mantener elevada la moral del pueblo. Recientemente, había ayudado a organizar la campaña local de un candidato a gobernador de la oposición; y aunque su partido había sufrido una desastrosa derrota (se había intimidado a los votantes, se habían escamoteado votos, se había detenido a los dirigentes y se los había deportado a los campos de trabajo forzado de Yucatán), había establecido relaciones con políticos de todo el estado. Después de la promulgación de la nueva Ley de Bienes Raíces, había comenzado a trabajar regularmente, con el consejo.
(Tomado de: Womack Jr., John - Zapata y la Revolución Mexicana. Traducción de Francisco González Aramburo. Siglo XXI Editores, S.A. de C.V./SEP. México, D.F., 1985)
Durante treinta años, los grandes terratenientes cultivadores de caña de azúcar le habían disputado a Anenecuilco los derechos sobre las tierras y las aguas de la comarca. En los campos, a lo largo de las acequias de riego y en los tribunales, los de Anenecuilco habían luchado por sus derechos a los recursos locales. Pero, por lo general, gracias a que los hacendados influían poderosamente en el gobierno federal de la ciudad de México, a que dominaban el gobierno de Morelos y tenían sujetos a los funcionarios de las cabeceras de distrito, los campesinos perdieron sus pleitos. En 1909, la presión que se ejercía sobre ellos se había vuelto especialmente pesada. En esa primavera, los hacendados de Morelos se apoderaron por completo del gobierno del estado e impusieron la elección de un miembro de su propia banda, notablemente complaciente, como gobernador. Ese verano, el nuevo gobernador decretó una nueva ley de bienes raíces, que reformó los impuestos y los derechos a tierras todavía más en beneficio de los hacendados. Este golpe se sintió duramente en todos los pueblos del estado. En Anenecuilco descorazonó por completo a los viejos que eran los regentes establecidos del pueblo.
Los cuatro ancianos que componían el consejo regente de Anenecuilco reconocieron públicamente que no se sentían capaces de dirigir al pueblo hasta que se sortease la crisis. No hay testimonios de que hubiesen fracasado por falta de valor o por negligencia. Por lo que se sabía, seguían siendo hombres de carácter firme y leal. Uno de los concejales, Carmen Quintero, había participado activamente en la política local desde 1884, y su carrera había comenzado antes de que muchos de los hombres adultos de la aldea hubiesen nacido. Otro, Antonio Pérez, había cargado su rifle para defender las tierras del pueblo desde 1887. Los otros dos, Andrés Montes y José Merino (presidente del consejo), habían cumplido sus deberes firme y fielmente durante más de una década. Tampoco se sabe que los concejales hayan fracasado por no contar con la confianza de las personas a las que representaban. Por lo que se sabe, los aldeanos todavía los respetaban. Por lo menos, los concejales disfrutaban de una confianza "familiar", en la acepción literal del término, puesto que, probablemente, casi todos los de Anenecuilco podían considerar a uno de los cuatro ancianos regentes como tío, tío abuelo, primo, hermano, cuñado, padre, suegro, padrino o abuelo. A lo largo de toda su difícil historia, la aldea había vivido gracias a la fuerza de voluntad de hombres cono ellos, y ahora no contaba con una fuerza mejor en la que apoyarse. Lo que anonadaba a los concejales y los hacía sentirse desvalidos era, simplemente, un sentimiento de incapacidad física. Eran, como dijo su presidente (que tenía más de setenta años), demasiado viejos. Antes, la fatiga no los había extenuado. Pero ahora, por la nueva fuerza del influjo de los hacendados, la defensa de la aldea exigía una energía que ellos ya podían generar. El tener que tratar con los administradores y los capataces de los hacendados, en los términos de la nueva legislación, el enfrentarse al jefe político de Cuautla, el andar contratando abogados, el desplazarse para ir a hablar con el nuevo gobernador en Cuernavaca, el tener que que hacer viaje hasta la ciudad de México, inclusive, resultó, de pronto, ser demasiado para hombres viejos. Precisamente porque los concejales eran personas con sentido de responsabilidad, por tradición y por carácter, decidieron traspasar su autoridad a otros que pudiesen dirigir a la gente de la aldea.
En la tarde del 12 de septiembre de 1909, los hombres de Anenecuilco se reunieron a la sombra de las arcadas que se levantaban detrás de la iglesia del pueblo. Sabían que la reunión tenía que ser importante. Para que todo el mundo pudiese acudir, los ancianos la habían convocado para este día, que era domingo. Y para que no se enteraran los capataces de la hacienda no había hecho sonar, como acostumbraban, la campana, sino que se habían pasado el aviso de boca a boca. Se encontraba allí la mayoría de los que eran cabeza de familia y casi toda los demás hombres adultos, pero solteros. Llegaron de 75 a 80 hombres, parientes, amigos, parientes políticos, rivales. El presidente del concejo, Merino, les explicó las razones por las que ya no podían seguir haciéndose cargo de los asuntos del pueblo. Los ancianos habían servido al pueblo lo mejor que habían podido durante años, y el mejor servicio que ahora le podían hacer era el de renunciar. Los tiempos estaban cambiando tan rápidamente que la aldea necesitaba algo más que la prudencia de edad. Era necesario elegir hombres nuevos, más jóvenes, para que los representaran. Luego, Merino pidió candidaturas para su propio cargo.
Modesto González fue el primero en ser propuesto. Luego, Bartolo Parral propuso a Emiliano Zapata y éste, a su vez, propuso a Parral, se hizo la votación y Zapata ganó fácilmente.
A nadie sorprendió. Zapata era joven, pues apenas en el mes anterior había cumplido los treinta años, pero los hombres que votaron lo conocían y conocían a su familia; y consideraron que si querían que un hombre joven los dirigiese, no podrían encontrar a ningún otro que poseyese un sentido más claro y verdadero de lo que era ser responsable del pueblo. Había tenido problemas con las autoridades del distrito, la primera vez cuando sólo tenía diecisiete años, un año o dos después de la muerte de sus padres. Entonces había tenido que salir del estado durante varios meses y esconderse en el rancho de un amigo de su familia, en el sur de Puebla. Pero nadie se lo tomaba a mal: en el campo, los líos con la policía eran casi un grito de libertad. De todas maneras, en los últimos trece años había sido uno de los dirigentes del grupo de hombres jóvenes que habían partipado activamente en la defensa del pueblo, firmando protestas, formando parte, como jóvenes, de las delegaciones enviadas ante el jefe político, y ayudando en general a mantener elevada la moral del pueblo. Recientemente, había ayudado a organizar la campaña local de un candidato a gobernador de la oposición; y aunque su partido había sufrido una desastrosa derrota (se había intimidado a los votantes, se habían escamoteado votos, se había detenido a los dirigentes y se los había deportado a los campos de trabajo forzado de Yucatán), había establecido relaciones con políticos de todo el estado. Después de la promulgación de la nueva Ley de Bienes Raíces, había comenzado a trabajar regularmente, con el consejo.
(Tomado de: Womack Jr., John - Zapata y la Revolución Mexicana. Traducción de Francisco González Aramburo. Siglo XXI Editores, S.A. de C.V./SEP. México, D.F., 1985)
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