lunes, 26 de junio de 2023
El helicóptero azul, 1971
jueves, 7 de julio de 2022
El Raffles mexicano
Para fugarse de una prisión, además de la oportunidad y la suerte que juegan importantísimo papel, es necesario tener sangre fría y astucia o, en su defecto, recurrir a la violencia.
Pruebas de todo constan en cada evasión conocida en cualquier parte del mundo.
En muchas ocasiones la oportunidad puede provocarse, pero la suerte viene por sí sola o no llega nunca y la astucia va adentro del individuo que, si no la tiene, tampoco le llegará jamás.
La violencia es el argumento de todos los que en el momento crucial no tuvieron ni la suerte, ni la ocasión, ni el talento para consumar una huida en forma pacífica y efectiva.
Hace alrededor de cuatro décadas hubo en México un delincuente a quien por su forma de actuar se le bautizó como "Raffles Mexicano" o "Manos de Seda".
El verdadero "Raffles", hampón a la alta escuela, operó en los más escogidos centros de reunión de la alta sociedad europea y los beneficios que obtuvo con esas ilícitas actividades fueron enormes, disfrutando de ellos como el gran señor que nunca fue.
Pero hablábamos de Roberto Alexander Gros, el "Raffles Mexicano", quien llenó una larga página de fechorías a lo largo de varios años.
Los miembros del hampa decían que este delincuente podía considerarse de los mejores en su especialidad, porque era "limpio" para realizar sus ilegales actividades.
Vestía apropiadamente y era simpático, lo que le facilitaba, en un gran porcentaje, el llegar a los lugares en donde podía operar con grandes beneficios.
Era capaz de sustraer la cartera de una persona sin que ésta se percatara, no obstante estar avisado de la presencia del ladrón, de ahí nació el mote de "Manos de Seda".
Su especialidad era precisamente el robo en grande escala, ya que no le importaba apoderarse de pequeñeces. El iba tras las grandes joyas, fuertes cantidades de dinero, relojes finos y todas esas cosas, inclusive antigüedades, adornos y no se diga el oro.
Los golpes asentados por Alexander habían sido muchos y en gran escala, pero para su suerte siempre había logrado salir avante, logrando hacer una fortuna de cierta consideración.
Pero la ambición lo acabó, como siempre suele suceder en la vida.
Una de sus actividades consistía en infiltrarse en los grandes hoteles de la capital y en ocasiones enamorando a las mucamas y en otras repartiendo dinero, lograba tener acceso a las suites, en donde el caudal existente era en grande.
Todo comenzó cuando la policía se percató de que esos robos cuantiosos en hoteles se sucedían con demasiada frecuencia y, desde luego, se pensó en que alguna banda de argentinos o colombianos se había colado a México y estaba haciendo de las suyas.
Se estableció fuerte vigilancia en todos los hoteles de lujo, en los grandes restaurantes y en todos los puntos de reunión donde la gente adinerada podía llegar, pero los robos continuaban y no se sabía quién era el autor.
Como todos los delincuentes que se sobreestiman y consideran ser tan superiores a la policía, que jamás caerán en sus manos, Alexander llegó a ese momento.
Sabía de la facilidad que tenía para practicar el famoso "dos de bastos" (introducir los dedos índice y medio en los bolsillos ajenos para sacar la cartera) y pensó que nunca nadie lo descubriría.
Cuidando siempre su apariencia lograba penetrar en los lugares que le interesaban, sin que nadie pensara que se trataba de un ladrón y eso le ayudaba.
Una mañana logró burlar la vigilancia establecida en el hoy desaparecido Hotel Regis y se coló a los pisos superiores en donde, sabía, la servidumbre estaría haciendo el arreglo de los cuartos y suites.
Pensó que era el momento de dar el gran golpe de su vida y se dedicó a dar los pasos para ello
Sin contratiempo forzó algunas cerraduras, simplemente al azar, adivinando, con su experiencia, que en tal o cual cuarto habría valores. Con ayuda de su ganzúa y demás equipo capaz de abrir lo más difícil de las puertas, pudo entrar a seis habitaciones.
En unas encontró alhajas, en otras un magnífico reloj de una dama olvidadiza que por salir de prisa lo dejó sobre el buró, y en otras más, dinero.
Alexander estaba feliz de la vida porque el éxito logrado aquella mañana no lo había tenido en mucho tiempo, y le permitiría disfrutar por un buen tiempo de la buena vida sin tener que trabajar.
Los bolsillos del "Raffles" estaban materialmente repletos de los objetos robados cuando decidió que era tiempo de abandonar el hotel, porque si robaba más ya no tenía en dónde guardarlo y podía ser descubierto.
Se encaminó hacia los elevadores, pero entonces, una sagaz y cumplida encargada de piso lo vio con cierta extrañeza, y como no recordara haberlo visto en calidad de huésped pensó que se trataba de un ladrón.
Obviamente, la muchacha no estaba muy equivocada, pero todavía temerosa de cometer un garrafal error que le pudiera costar el empleo y tal vez hasta algo más, se acercó hasta el sujeto que en esos momentos abordaba el elevador que había llegado a la llamada que se hiciera con el timbre.
"¿Perdón señor, está usted alojado en este piso?", inquirió la joven, y la pregunta muy a pesar de la sangre fría, aplomo y experiencia del bandolero, lo puso a temblar.
Sorprendido no supo qué responder, titubeó y hasta cambió de color.
Esto dio la pauta a la empleada de que su olfato detectivesco no había fallado y que estaba ante un delincuente de alta escuela.
Viajaban los dos solos en el elevador, que descendía con rapidez, y Alexander ya no supo qué hacer.
Quizá pensó en que al llegar a la planta baja podría correr y alcanzar la calle con facilidad, pero apenas se abrieron las puertas del elevador, en el piso bajo, la joven comenzó a gritar que había un ladrón, pidiendo la ayuda del equipo de seguridad.
En menos tiempo del ocupado para narrar esto los agentes ya estaban preguntando a la joven qué sucedía y ésta, narrando lo que descubriera, señaló al "Raffles" y los de vigilancia lo detuvieron.
El hampón debe haber sentido que toda la construcción le daba vuelta por encima de su cabeza y que se le derrumbaba en un anticipo de lo que acaecería el 19 de septiembre de 1985, con el terremoto.
Alexander fue llevado a un compartimento en donde se le pidió volteara sus bolsas al revés, e inclusive que se desnudara.
El delincuente sabía que estaba perdido. Ni siquiera opuso resistencia, aun cuando de nada le hubiera servido, y así fueron saliendo anillos, costosas medallas, relojes, dinero, dólares, plumas fuente, mascadas de fina seda e infinidad de cosas de valor.
"Raffles" estaba perdido y fue consignado de inmediato, relatando ante los agentes policiacos todas las fechorías que había consumado y en dónde.
Poco o nada se pudo recuperar de los robos anteriores, porque por protección no se dejaba objetos en su poder, excepción hecha del dinero que no tiene marca de propiedad alguna.
Poco después el delincuente de alta escuela estaba en el lóbrego y triste Palacio Negro de Lecumberri.
Los barrotes de las crujías no iban a ser impedimento para que él retornara a la libertad, pensó al llegar al presidio, e inmediatamente comenzó a planear cómo sería su fuga y a estudiar los "puntos débiles" de aquel temido penal.
Alexander no dejaba de estudiar todos los movimientos y cada rincón de la cárcel, ocupando todo su tiempo en ello y así descubrió que un punto vulnerable podía ser el momento de la salida de los visitantes.
Días después ya estaba formado en la cola de las mujeres que salían después de visitar a algún pariente. Por supuesto, vestido de mujer.
El "Raffles" fue ayudado por un celador y logró su objetivo.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que volviera a lo que en verdad era el sitio que le correspondía: la cárcel.
(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de Periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)
miércoles, 26 de enero de 2022
Alberto Gallegos, otra ley fuga
Apenas habían transcurrido tres años, treinta y seis escasos meses cuando la sociedad volvió a conmoverse ante la presencia de otro espeluznante crimen, muy semejante al cometido por Luis Romero Carrasco, sólo que este último perpetrado en una sola víctima. También el instrumento asesino fue un grueso tubo, que en forma increíble y por la saña con que se ejecutó desbarató el cráneo de la acaudalada dama de sociedad, amiga de condes, reyes y otros miembros de la nobleza europea y altamente estimada en México. Ella era Jacinta Aznar, cariñosamente llamada por todos Chinta Aznar.
Ella vivía sola en una palaciega casa de la Avenida Insurgentes, precisamente en el número 17, y ahí con frecuencia la visitaban sus amistades, todos ellos del sexo masculino ya que, inclusive, según lo pusieron en claro las investigaciones posteriores al crimen, tenía un amante al que se le conocía como Paco, pero cuya identidad jamás trascendió.
Poco antes de ser asesinada los vecinos de la mujer se percataron de que varios sujetos habían estado en el lujoso domicilio de la dama, y después notaron que ésta había desaparecido, pero como viajaba frecuentemente a Europa se pensó que estaba allá, en el Viejo Mundo, disfrutando su dinero y su tiempo.
La verdad era muy distinta. Ella no estaba en Europa y ni siquiera había salido de su mansión, pero esto sólo pudo saberse cuando la fetidez que reinaba en torno a su casa llegó a tal grado que se hizo indispensable llamar a las autoridades para que investigaran, quienes debieron romper los ventanales para poder penetrar a la vieja casona.
El cuadro que apareció ante los ojos de los policías comisionados para el caso resultaba inenarrable: un cuerpo de mujer en completo estado de putrefacción, con la cabeza deshecha a golpes, cubierto con sangre ya seca y encima sábanas y cobijas tratando de esconderlo.
Dentro de la residencia el desorden hallado daba cuenta del saqueo que se llevó a cabo, o que pretendió hacerse por parte de los asesinos.
Los periódicos dieron cuenta pormenorizada del crimen y la sociedad se alarmó, lo mismo por la pérdida de la señora, quien era ampliamente conocida por todos los círculos, como por la artera forma en que perdió la vida.
Las primeras investigaciones dirigían la posible culpabilidad del homicidio contra un muchacho que era mozo y hacía mandados a Chinta, pero más tarde surgieron sospechas contra el fotógrafo José Sánchez y, finalmente, la personalidad del motorista Pedro Alberto Gallegos creció como principal responsable.
Buscando librarse de toda culpa, Gallegos lanzaba imputaciones contra sus coacusados y de un sujeto que sólo se conoció como Paco y de quien se dijo era amante de la señora asesinada.
El motorista Gallegos, quien también en sus ratos de ocio practicaba la fotografía, afirmó haber presenciado un disgusto entre la señora Aznar y el tal Paco, porque ella se negaba a firmar "esos documentos" que a él le interesaban tanto.
La policía nunca creyó que Paco existiera y se dio a la tarea de encontrarlo, pudiendo establecer que las meseras del restaurante Lady Baltimore lo conocían porque, dijeron, solía acudir a ese sitio a tomar café con la señora Chinta Aznar.
Sin embargo, Paco se volvió ojo de hormiga y jamás nadie habló con él, ni tampoco se pudo obtener una descripción allegada a la realidad, aunque todos coincidían en que "era elegante y tenía un lujoso auto".
El crimen se cometió el 22 de enero de 1932, pero cuando fue descubierto, por el olor nauseabundo que salía de la mansión, había transcurrido un largo mes, según dijeron los médicos legistas encargados de examinar el cuerpo de la mujer.
Gallegos, un tipo peligroso, muy hábil y labioso, trataba de enredar a sus coacusados para encontrar la forma de salir sin culpa, pero los agentes sabían que si alguno de los tres detenidos era el responsable del abominable crimen ese era Gallegos.
Y lo presionaron. Sobre él cayó el consabido auto de formal prisión por el asesinato de Chinta y quedó sujeto al respectivo proceso e internado en la Penitenciaría del D.F.
Después de que sistemáticamente eludió admitir que él era el feroz homicida, Gallegos envíó una carta al juez que tenía su caso admitiendo en ella la total culpabilidad y librando de toda culpa a sus coacusados.
Manifestó que el día de los hechos, 22 de enero, acudió a Insurgentes 17 para llevar a Chinta Aznar unos letreros que le había pedido, para anunciar la venta de su residencia.
Estaba con ella, y en algún momento la señora le dio la espalda cosa que aprovechó él para tomar unas costosas joyas que se encontraban sobre un mueble.
La dama se percató de eso y le llamó la atención, sumamente indignada, diciéndole que no iba a permitirle esa actitud y que llamaría a la policía.
Se acercó a la ventana con intenciones de abrirla y pedir auxilio y entonces, según el relato escrito del asesino, no le quedó otro camino que agredir a la señora.
Llevaba un tubo envuelto en unos papeles y lo sacó, comenzando a dar severos golpes contra la dama. Primero en la cabeza, la que le deshizo a golpes, y después en el cuerpo.
Ella cayó al suelo pesadamente y sin vida, mientras que Gallegos y compañía se dedicaban al saqueo, huyendo a la postre.
La confesión escrita resultó definitiva para condenar al chacal, y como en ella liberaba de culpa a los otros dos sujetos consignados con él se les dejó en libertad. Mientras tanto, él comenzaría a cumplir su larga condena de 20 años acordada por el juez.
Poco después se determinó que el feroz asesino, Pedro Alberto Gallegos, debería pasar a las Islas Marías para purgar en ese territorio la sentencia impuesta por el juez.
Se hicieron los preparativos y un día llegó a Lecumberri un piquete de soldados en pos del criminal, para hacer efectivo el traslado al Pacífico.
El torvo asesino, con caracteres físicos semejantes a los descritos por Lombroso, no podía ocultar el temor que ese "paseo" le producía y trató de evitarlo, pero no era posible. Junto con otros hampones de poca monta abordó el ferrocarril y el convoy partió.
Y cuando estaba en la estación de Lechería se produjo el desenlace de la tragedia de Insurgentes 17: las balas de los soldados que viajaban como escoltas del ferrocarril dispararon contra Gallegos cuando pretendió escapar.
En esa forma quedaba cerrado el caso de Chinta Aznar y una vez más la "ley fuga" había redituado utilidades de tipo social, porque deshacerse del criminal, que era Gallegos, resultaba una profilaxis de gran valor para las familias capitalinas y del país en general, que sintieron respirar con tranquilidad cuando se enteraron de lo sucedido.
Claro está que no faltaron algunas protestas de gente que no estaba de acuerdo con lo sucedido, argumentando que la "ley fuga" era una forma ilegal de matar.
Pero ¿acaso lo hecho por Luis Romero Carrasco y Pedro Alberto Gallegos no era, además de ilegal, sangriento, brutal e indebido?
La "ley fuga" había cumplido con su difícil cometido, la forma en que se hubiera efectuado realmente no importaba. Todo había sido en pro del castigo contra delincuentes, a quienes no tenía caso sostener en una prisión porque tarde o temprano retornarían a cometer más fechorías.
(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de Periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)
martes, 30 de noviembre de 2021
Gregorio Cárdenas
Un eslabón más se agregó a la cadena de fugas registradas en los años cuarentas y tocó a Gregorio Cárdenas Hernández escenificarlo y, como en los inmediatos anteriores, tampoco hubo ninguna violencia que lamentar.
Este reo no se escapó del Palacio Negro, sino del manicomio de La Castañeda, en el cual es alojado por instrucciones del juez de su causa, Carlos Espeleta Torrijos, traslado que se realiza muy poco después de que el acusado es aprehendido.
Hasta el momento de la evasión, efectuada el 24 de diciembre de 1947, Cárdenas vivió más tiempo de sus años de reclusión en la Castañeda que en Lecumberri.
La explicación de esto es que el reo debía ser estudiado por los siquiatras y demás especialistas que tenían que dictaminar si Cárdenas estaba loco o no, o si sufría algún otro trastorno.
Con él escapa su amigo Carlos Burgos Montalvo, quien a su vez fungía como su secretario en el manicomio, en donde también era un enfermo recluido para exámenes médicos.
Sabido es que Gregorio Cárdenas, a quien todo el mundo conoció como "Goyo", dio muerte a cuatro mujeres, estrangulándolas y a la postre enterrándolas en el patio de su propia casa, en la célebre dirección de Mar del Norte 17, en Tacuba.
Las muertes provocadas por este sujeto causaron un verdadero pánico en la sociedad, que exigía un ejemplar castigo para el responsable de ellas.
Sólo que para resolver con plena justicia, el juez necesitaba saber si estaba frente a un demente y únicamente los especialistas podían determinar tal cosa.
Ante esa situación el proceso quedó suspendido después del auto de formal prisión y Gregorio fue enviado a La Castañeda, en donde los médicos se aventaron la pelota y nunca dictaminaron la verdad.
Solamente el doctor Alfonso Quiroz Cuarón mantuvo la tesis de que"Goyo" no estaba en sus cabales.
Después de transcurrir algunos años en Mixcoac, el reo decidió que había llegado el momento de"tomar unas vacaciones", como él mismo lo confesó a la policía cuando lo recapturaron, y el 24 de diciembre, fecha tan especial, les dio comienzo fugándose del manicomio.
Confesó que acercó una mesa a la ventana que tenía en su celda y se subió a ella para romper la malla que la protegía, una vez ante la oquedad libre de obstáculos brincó hacia un pasillo, el cual comunicaba directamente con la muralla del establecimiento, pero que podía ser franqueable con cierta facilidad.
Y eso fue lo que hizo el reo, quien seguía los pasos de Burgos, su cómplice y amigo que ya lo esperaba en ese punto.
Ambos se ayudaron hasta que alcanzaron la calle, sin que ninguno de los vigilantes se percatara de su hazaña. Con 250 pesos que el"estrangulador" había ahorrado, decidió irse a Veracruz, llevando con él a su "secretario", pero llegaron hasta Oaxaca, en donde un policía que antes estuvo comisionado en La Castañeda, lo reconoció y avisó al D. F. lo que había visto, saliendo agentes hacia allá para recapturarlo.
La tarea no resultó fácil, porque el prófugo "brincó" por diversos sitios logrando burlar a sus perseguidores, temporalmente.
A pesar de todo los detectives dieron con él, acompañados por el propio "secretario" del prófugo.
Ya en el Palacio Negro se le confinó en una "jaula" de la circular uno, en donde se le mantuvo por largo tiempo sin darle mayores facilidades, ante la posibilidad de que pudiera intentar una nueva fuga.
El tiempo transcurrió y él se dedicó a estudiar leyes, haciéndose de una gran cantidad de libros que le ayudaron en ese objetivo, y cuando adquirió conocimientos comenzó a ayudar a muchos reclusos que carecían de una forma de defensa real y a otros que fueron victimados por inmorales seudoabogados que únicamente los despojaron del poco dinero que tenían, con el pretexto de "tramitarles su libertad", lo cual jamás hicieron.
Al mismo tiempo "Goyo" trataba de ayudarse él mismo con su caso, ya que el proceso estaba suspendido por haberlo trasladado a Mixcoac, y tampoco podía considerársele legalmente como un loco por no existir dictámenes al respecto.
Volvió a caminar el reloj y así transcurrieron 34 años, poco menos de lo que el juez Espeleta Torrijos pudo haberle impuesto como condena, si el juicio no se suspende.
En ese momento aparece una nueva legislación, incluyendo la Ley de Normas Mínimas que abrió las puertas de la prisión a muchos reclusos.
Se buscó ahí la forma de beneficiar a Cárdenas, mientras las puertas del lóbrego Palacio Negro se cerraban definitivamente.
Dos semanas después de esto, habiendo sido enviado al Reclusorio Oriente mientras tanto, "El Estrangulador de Mujeres" recuperó la libertad.
(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de Periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)
sábado, 26 de septiembre de 2020
Fuga de Lecumberri por túnel, 1976
Súcoli Bravo y Egozki Béjar fueron aprehendidos en el hotel Fiesta Palace, en tanto que Sicilia Falcón y Hernández Rubio cayeron en poder de la Policía en una casa que les rentaba la actriz Irma Serrano, en el Pedregal de San Ángel. Puestos a disposición del Juzgado Tercero de Distrito, se les abrió proceso por delitos contra la salud en todas las modalidades.
Ayer, entre las 6:30 y las 8:30 horas, los cuatro peligrosos narcotraficantes efectuaron su espectacular fuga del penal del ex palacio de Lecumberri, utilizando para ello un túnel que fue excavado desde la casa marcada con el número 25 de la Tercera Cerrada de la calle de San Antonio Tomatlán.