El negro manto de la madrugada fue atravesado por varios disparos que provocaron angustia y mucho temor en más de ciento cincuenta personas que viajaban a bordo del ferrocarril, que en esos momentos casi llegaba a la estación de Huehuetoca.
Un tremendo bullicio surgió en seguida de los balazos, se acalló por sí solo cuando, a pesar de todo, pudo apreciarse cómo caía al suelo un pesado cuerpo.
El tren, que arrastraba algunos carros blindados, transportaba un nutrido grupo que estaba formado por cien reclusos que eran conducidos a las Islas Marías, acompañados por cincuenta custodios sobre cuyas espaldas pesaba la grave responsabilidad de llegar a la meta con orden y seguridad.
Los ojos de los presidiarios se abrieron al máximo, reflejando un espanto total, ávidos de conocer los más insignificantes detalles de lo que acontecía, pero todos estaban bajo estricto control y debieron conformarse, por el momento, con saber que las balas vomitadas por una pistola, o tal vez algún fusil, no había alcanzado a nadie de los que estaban en ese vagón.
Como resultado del incidente nadie pudo recuperar el sueño, muy a pesar de que todos estaban profundamente sumidos en los brazos de Morfeo cuando la balacera surgió en la escena.
Ahora lo que más les importaba era saber al detalle qué había motivado aquellos disparos; no pocos temían por su vida y el viaje hasta el islote del Pacífico todavía guardaba muchísimas horas.
Los cautivos dieron inicio a las especulaciones, que iban desde la posibilidad de que en forma accidental se haya disparado el arma, hasta el hecho de que premeditadamente se hubiera matado a alguien.
Los más avezados recordaron a sus compañeros que entre ellos viajaba el torvo criminal Luis Romero Carrasco, quien ya se había fugado meses antes de la Cárcel de Belém y que, tal vez, en un nuevo intento llegaba seguramente al empleo de la fuerza a cambio de recuperar la libertad.
El debate siguió su curso, nadie hizo ya el menor intento por volver a dormir puesto que lo principal era saber qué aconteció en Huehuetoca.
El calendario marcaba el amanecer del día 13 de marzo de 1932 y el reloj indicaba que eran las 2:20 de la madrugada, hora muy inoportuna para poner a tos los viajeros de aquel tren en la tesitura de adivinar lo acontecido apenas escasos minutos antes.
A pesar de que la marcha del ferrocarril resultó muy lenta a partir del momento en que se escucharon los balazos, poco tiempo después el convoy hizo alto total al llegar a la estación de Tula.
La ansiedad creció, los militares que iban en aquella comitiva, custodiándola, bajaron en forma precipitada y haciendo grupos hablaban entre sí a un lado del tren.
Por la forma en que discutían era notorio que algo muy grave había acontecido en Huehuetoca, pero la pregunta seguía en el aire para los cien reos que ahí estaban: “¿Qué fue lo que sucedió...?”.
Faltaba muy poco para saberlo y ello vino cuando un grupo de soldados rasos ayudaron a bajar una camilla en la que un cuerpo, aparentemente sin vida, era conducido al interior de la estación.
A través de las ventanillas, totalmente cerradas, los que estaban más cerca se asomaban y a la vez se encargaban de transmitir a sus compañeros lo que veían.
Por momentos el murmullo crecía, pero en la misma forma descendía hasta hacer perceptible el más leve sonido.
Uno de los oficiales que proseguía el viaje con los cien reclusos, porque el tren reanudaba la marcha, se acercó al grupo de reos para recomendarles que se comportaran en la debida forma y nada de intentos de fuga o rebelión porque podían seguir el camino de “su compañero, Luis Romero Carrasco”.
¡Por fin! la angustiosa espera llegaba a su término.
El torvo criminal que bajó en una camilla cargada por los soldados ya no volvería a sus andanzas tristes en esta vida, porque ¡está muerto…!, dijo con voz grave el oficial.
A las insistentes e interminables preguntas de las cien curiosos el militar respondió, más que nada por obligarlos a que no trataran de imitar a Romero Carrasco, explicando que con el pretexto de ir al sanitario Luis Romero Carrasco había querido fugarse.
Y revivió la escena surgida en las goteras de Huehuetoca:
Concedido el permiso para que acudiera al baño, porque dijo que “era ya imposible aguantarse más”, se encaminó hacia el reservado en cuestión seguido de cerca por un capitán que estaba encargado personalmente de vigilarlo.
Apenas abrió la puerta de gabinete y se introdujo, intentó cerrarla detrás de él, con lo que el oficial hubiera quedado con un palmo de narices mientras que él buscaría abrir la ventana para lanzarse al vacío en pos de la recuperación inmediata de su libertad.
Pero no contó con la agilidad del militar, que adivinando que buscaría cerrarle la puerta interpuso el pie derecho e impidió que el reo consiguiera su objetivo.
Al percatarse Romero Carrasco de que el militar no le daba la libertad de encerrarse, sacó de entre su ropas una enorme chaveta y luego lanzó un ataque con ella, mismo que pudo evitar el capitán que, ni tardo ni perezoso, desenfundó su pistola y disparó en tres ocasiones sobre el torvo criminal.
Las balas se alojaron, todas, a la altura del tórax del hampón, quien se desplomó pesadamente, produciendo aquel ruido, que todos escucharon, “como de algo que caía” pero que nadie a ciencia cierta pudo saber qué fue.
Ahí quedaba terminada la sangrienta carrera delictuosa de uno de los más torvos asesinos que registra la historia y que, desgraciadamente, México vio crecer en su seno.
Pero ¿quién era Luis Carrasco; por qué su viaje al islote del Pacífico y por qué tantas precauciones y vigilancia para con él?
Muchos conocían a grandes rasgos su historia y otros apenas estaban enterados de que “era de peligro”.
Romero era el fiel retrato del sujeto irresponsable, amante del dinero y de la buena vida, entre más buena mejor; pero enemigo acérrimo del trabajo.
Su deseo más grande estaba cifrado en obtener sumas millonarias en cualquier forma que no fuera a base del esfuerzo honrado del trabajo y, después, disfrutarlas en todas las formas posibles.
Eso podía obtenerlo únicamente delinquiendo.
Y el hampón entró a ese terreno, sólo que no se conformó con asaltar sin causar mayores daños a sus víctimas sino que no le importaban los medios para llegar al fin anhelado.
Y fue así como planeó ejecutar a su propio tío, el millonario expendedor de pulque, Tito Félix Basurto, para obtener de golpe un gran capital.
Romero se asoció con otros hamponcetes, Luis Mares y Baldomero Tovar Miranda, para asaltar a su familia; el 17 de abril de 1929 puso ”manos a la obra”, para ya no tener que esperar más tiempo.
A las 6:30 de la mañana de esa fecha abordó un auto de alquiler en las calles de Velázquez de León, en la colonia San Rafael, para encaminarse a Matamoros 37, domicilio de sus tíos.
Con el tránsito insignificante de esa época y lo temprano de la hora, en diez minutos llegó.
Se pararon los tres sujetos en la entrada y Luis ordenó a uno de ellos que tocara la puerta, pero como estaba abierta decidió que debían entrar y así lo hicieron, sólo dando un ligero aventón al pequeño portón.
Una vez en el interior, Luis Romero y sus acompañantes se toparon con la señorita Jovita prima de aquel, a quien preguntó por su tío.
“Mi papá no está”, dijo ella, pero no debe tardar ya que es la hora en que casi siempre llega.
Romero Carrasco estaba transformado ya en el feroz criminal que llevaba dentro de sí y sin decir una palabra más tomó un tubo que, para desgracia de sus parientes, estaba ahí, “muy a la mano” y lo descerrajó sobre la cabeza de la joven.
Una sirvienta de casi 70 años de edad, al escuchar los golpes salió a investigar y entonces Romero les ordenó a sus secuaces “¡mátenla!”, mientras él iba a la parte superior de la casa y se introducía en la recámara de sus tíos.
Ahí encontró a Jovita, la tía, que se vestía, y sin más se arrojó sobre ella y también la golpeó con otro tubo que había conseguido.
La sangre brotaba como un manantial del cuerpo de la señora, mientras abajo una pequeña sirvienta, de apenas 8 años de edad, también había sido vilmente asesinada de la misma forma que a toda la familia.
En el momento en que el festín de sangre estaba en su apogeo, la puerta de entrada de la casa, que había seguido emparejada, se abrió y apareció la silueta de Félix Tito Basurto, quien pareció tomar conciencia de lo que estaba sucediendo e hizo el intento de regresar a la calle, quizá para pedir auxilio a la policía, o simplemente huir, pero el sobrino no lo dejó.
Romero Carrasco tomó en sus manos el tubo y cual Babe Ruth en sus mejores tiempos, descargó sobre la cabeza la improvisada arma. El hombre, desde luego, rodó sin vida por el suelo.
Vino entonces la parte anhelada por los chacales, la búsqueda del dinero.
Luis Romero Carrasco retornó a la recámara de sus tíos, donde yacía el cadáver de la esposa de Tito, y comenzó a saquear buscando el caudal. Encontró dos tenates llenos de monedas que en total sumaban 800 pesos, se apoderó de algunas alhajas y más efectivo.
Salieron los tres habiéndose puesto ropas del tío asesinado porque las suyas estaban tintas en sangre, a pesar de que el torvo criminal había intentado lavarlas para evitarse problemas, pero solo pudo limpiarse las manos con agua tibia encontrada en una olla de la cocina.
El trío se encaminó hacia la casa de Luis Romero y ahí repartieron el botín, que consistió en ¡doscientos y pico de pesos para cada uno y algunas alhajas!
Después de algún tiempo el torvo criminal fue aprehendido y llevado a la cárcel de Belém, de donde más tarde se fugó utilizando la complicidad de algunos celadores, aun cuando él dijo que había logrado salir de su celda utilizando una alcayata que quitó de la pared, con la que abrió el candado que los vigilantes colocaban por fuera de cada dormitorio.
Igualmente consiguió una tabla que puso en el camastro donde dormía cubriéndola con sus cobijas para que, durante la noche, al hacer los vigilantes el rondín de inspección, si acaso se asomaban a su celda vieran que “estaba dormido”
Romero Carrasco se refugió en varias partes y finalmente acudió a la casa de una ex amante de su hermano, sitio en el que la astucia de un cartero lo descubrió. Ese modesto y sagaz trabajador postal dirigió una carta al Presidente de la República, diciendo en dónde estaba escondido el chacal, hecho que permitió su recaptura.
Luis Romero Carrasco fue conducido a la casi nuevecita Penitenciaría del D.F., en cuya crujía “C”, celda 46, estuvo alojado bajo una estricta vigilancia, muy a pesar de que era el único morador (¡!).
De ahí se le condujo al jurado popular que conoció de su caso, y que lo condenó a la pena de muerte.
Sin embargo, estaba por derogarse esta legislación y el defensor de Romero hizo alargar el proceso para impedir que se ejecutara a su cliente, y en cambio se le aplicara la conmutación por veinte años de cárcel que le resultaban altamente beneficiosos.
En ese inter, Prevención Social, autoridad que dispone de todos los sentenciados, estimó prudente enviarlo a las Islas Marías. En el viaje hacia allá, como quedó explicado antes, murió al intentar una fuga más.
Desde el momento mismo en que el chacal fue abatido a bordo del ferrocarril cuando deseaba evadirse, mucho se ha discutido, al través del tiempo, si en realidad aconteció este hecho, es decir, si Luis Romero Carrasco quiso fugarse o si se le aplicó la “ley fuga” para acabar con un ente criminal que hubiera retornado de las Islas Marías listo para cometer más crímenes, iguales o peores que los cometidos en agravio de sus tíos. Debe agregarse como hecho curioso, dentro de la sangrienta tragedia acaecida en la casa 37 de las calles de Matamoros, que cuando Luis Romero y sus cómplices abandonaban el domicilio llevando el exiguo botín que lograron, el feroz chacal se acordó que sus tíos tenían un perico y que éste hablaba mucho repitiendo en forma constante el nombre de Luis.
Pensó que si el loro tenía la ocurrencia de hablar cuando la policía llegara a investigar, quizás les quedara la idea de saber quién era el tal Luis y en esa forma podían llegar hasta él.
Para borrar por completo esa posibilidad regresó a la casa, sólo para ahorcar al perico.
Decíamos antes que en esos años se estaba en los límites de la derogación de la pena de muerte, para conmutarla por una larga prisión, y que el defensor de Romero Carrasco “chicaneó” el asunto, como se dice en los medios legales, para que su cliente dejara correr el peligro de ser muerto como pago de su crimen y en cambio quedara alojado en una mazmorra penitenciaria.
Para lograrlo, el defensor llegó incluso a aconsejar a Romper Carrasco que “se escapara nuevamente, para hacer tiempo”, la expectación estaba en torno al desenlace que aquella carrera tendría.
Al abordar el tren con la “cuerda” que lo llevaría a las Islas Marías, todos pensaron que el criminal había logrado salvarse.
Sin embargo, existía la llamada “ley fuga” y ella precisamente se aplicó a Romero Carrasco en una forma por demás justificada, porque se impidió así que el bestial homicida pudiera retornar al seno de la sociedad una vez cumplida una condena que, para lo que hizo, resultaba ridícula, y volver a cometer iguales o peores crímenes.
Era sabido que el torvo matarife no iba a encontrar la regeneración ni en la cárcel, ni en las Islas Marías, ni en ningún lado.
(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de Periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)
Es una verdad a medias ya que Luis actuo solo y primero sorprendio al tio ya que trabajaba para el posteriormente ultimo a las sirvientas y al ultimo a la tia ya que el matrimonio no tenia hijos y si tambien mato al perico asi fueron los hechos
ResponderBorrarAgradezco la ampliación de la información; muchas gracias.
BorrarEs lo mismo que sabía.. Igualmente que el arma homicida que ayudo a capturarlo por las huellas, fue un cuchillo encontrado en la cocina y con la que los apuñalo repetidas ocasiones, posteriores a los golpes con el tubo.
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