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jueves, 2 de noviembre de 2023

La revolución popular de 1907

 


Editorial

La revolución que se inició a fines de septiembre del año pasado [levantamientos en Jiménez y Acayucan (septiembre, 1906), huelga de Cananea (junio 1906), y huelga de Río Blanco (enero, 1907)] y que está próxima a continuar, es una revolución popular de motivos muy hondos, de causas muy profundas y de tendencias bastante amplias. No es la revolución actual del género de la de Tuxtepec, de La Noria, verdaderos cuartelazos fraguados por empleados mismos del gobierno, por ambiciosos vulgares que no aspiraban a otra cosa que a apoderarse de los puestos públicos para continuar la tiranía que trataban de derribar, o para sustituir en el poder a gobernantes honrados como Juárez y como Lerdo de Tejada, a cuya sombra los bandidos no podían medrar.

Una revolución como aquellas que encabezó Porfirio Díaz o como las que antes de la guerra de Tres Años se siguieron una después de otra en nuestro desgraciado país; una revolución sin principios, sin fines redentores, la puede hacer cualquiera en el momento que se le ocurra lanzarse a la revuelta y bastará con apresar a los que hacen de cabecillas para destruir el movimiento; pero una revolución como la que ha organizado la Junta de Saint Louis, Missouri, no puede ser sofocada ni por la traición, ni por las amenazas, ni por los encarcelamientos, ni por los asesinatos. Eso es lo que ha podido comprobar el dictador y de ello proviene su inquietud. No está en presencia de un movimiento dirigido por aventureros que quieren los puestos públicos para entregarse al robo y a la matanza como los actuales gobernadores, sino de un movimiento que tiene sus raíces en las necesidades del pueblo y que, por lo mismo, mientras esas necesidades no sean satisfechas, la revolución no morirá, así perecieran todos sus jefes; así se poblasen hasta reventar los presidios de la República y se asesinase por millares a los ciudadanos desafectos al gobierno…


-Ricardo Flores Magón 

Revolución, n. 2. 8 de junio de 1907


(Tomado de: Armando Bartra (Selección) - Ricardo Flores Magón, et al: Regeneración, 1900-1918. Secretaría de Educación Pública, Lecturas Mexicanas #88, Segunda Serie, México, D.F., 1987)

viernes, 21 de julio de 2023

Fernando Benítez y Veracruz, 1950

(Viñeta por Alberto Beltrán)

V. Veracruz, la puerta estrecha de México

Veracruz es una ciudad y es un mar. Una ciudad colmada de aire marino y de gaviotas. También de salina claridad. Donde la calle termina, se abre la plazuela azul de la bahía. El cielo de la costa y el profundo cristal del mar la ciñen, otorgándole esa atmósfera celeste, de ámbitos sin fronteras, que la distingue.

El paisaje urbano está de tal manera contagiado del paisaje marítimo, que la perspectiva abarca por igual torres y mástiles, árboles y muelles. Esta convivencia estrecha del agua y de la piedra crea la sensación de que pisar Veracruz vale tanto como embarcarse. ¿En qué nave? En un balcón de madera, en una mesilla de los portales, mientras a nuestro lado fluye la rica onda de la vida porteña.

El primer acto que realizamos en Veracruz es renunciar a la circunspección de la meseta. Tiramos sobre la primera silla la chaqueta y la corbata. Luego nos desabrochamos la camisa, hecho natural que, de golpe, devuelve a nuestro cuello la libertad tan duramente regateada en las altas ciudades del interior de México.

Un vaso de cerveza helada permite saborear mejor la primera docena de ostiones en su concha que se nos sirve entre rodajas de limón. El menú, por sí solo, es una invitación a la sensualidad: jaibas, camarones, cangrejos, langostas. No faltan los percebes olorosos a plantas marinas. Los pescados más finos figuran también en la lista: huachinangos pequeños de escamas sonrosadas; pámpanos de carne tierna y sápida; suavísimas mojarras de río; róbalos y esmedregales. Faisanes y tórtolas baten sus alas sobre esta naturaleza muerta, necesaria prolongación de los caldos marineros y de las sopas de pescado con sus tonos ácidos, picantes, y su gama de sabores delicados. Los matices del ajo, del aceite de oliva, de la intervención de las salsas de tomate y de "chilpachole", de las especias ya aclimatadas en el trópico americano, unidos a la fragancia de la nieve de guanábana y del aromático café, forman las principales delicias de la cocina veracruzana.

Después de comer, el monótono bisbisear de los ventiladores nos sumiría en un blando sopor, si el discurrir de la vida no lo ahuyentara con sus imágenes novedosas. Un hombre jovial ofrece guacamayas. Otro, tocado con un sombrero de palma de alas arriscadas, vende traviesos monitos de manos inquietas. Un mercader cubierto de tatuajes lleva un pavo real, cuya larga y sedosa cola barre el suelo. La vieja mulata, fumando su puro desfila con un cargamento de camelias, gardenias y orquídeas; un chicuelo apela a todos los recursos de la elocuencia tropical para que se le compren sus cestas de vainilla. Al poco rato de permanecer en el portal, me doy cuenta de que soy propietario de una camelia roja, de un portamonedas de piel de serpiente, de cuatro ejemplares de la misma edición de un periódico local, de dos paquetes de puros y un sombrero de jipi tan útil para mí como los puros y los ejemplares del abominable diario adobado con artículos de algún plumífero superviviente de los tiempos de don Porfirio. Confieso que he estado a punto de sucumbir a la tentación de adquirir el pavo real, pero la melancólica reflexión de que no podría tenerlo como huésped en mi reducida habitación y la más grave de que mi estado financiero empeoraría notablemente, de seguir escuchando las insinuaciones de los vendedores, me obligaron a cerrar los oídos a sus ofrecimientos. 

La simpatía del veracruzano obra en mí como un poderoso reactivo. El aire fino del altiplano, lo mismo en México que en el Perú, crea seres graves, tristes y ceremoniosos, La cortesía es planta que florece a dos mil metros sobre el nivel del mar. Lo mismo podría decirse de la teología, al menos en tierras de América. Mientras en el altiplano la vida se matiza de una delicada dignidad, que ya encierra una roedora y activa propensión al misticismo, en la costa la vida se contagia de una despreocupada sensualidad, ruda quizá, pero inocente y dichosa.

¿En qué sitio de México es posible advertir las escenas que se desarrollan en la plaza de Veracruz? El palacio del Ayuntamiento, con sus blancas columnas y su airosa torre, es, en la tibia noche, bajo las estrellas resplandecientes, una decoración teatral, en la misma medida que lo son los portales vivamente iluminados y los árboles del jardín de recortados follajes. Suenan sin cesar las guitarras costeñas, los sones jarochos y las marimbas. La música en sordina, de la banda municipal, llega por rachas. En este aire estremecido se confunden los gritos de los vendedores, las conversaciones de los parroquianos, las disputas de los marineros, las charlas de los pájaros desvelados y de las muchachas que pasean devolviendo saludos y requiebros. Pero este bullicio no altera los sentidos, sino que los exalta, como el vino de las campiñas mediterráneas.

¡La serenata veracruzana! Necesaria cura de reposo para el triste hombre de la meseta. Se vive al aire libre, a medio vestir, con el apetito afilado y la cabeza trastornada, porque se ha recobrado plenamente la sensualidad y, con ella, la certeza de nuestra condición corpórea.

Abundan los cuadros pantagruélicos. Veracruzanos de enormes panzas y carrillos colorados no cesan de trasegar cerveza; gordas mujeres de comerciantes devoran descomunales fuentes de percebes y pescados; marineros negros y suecos atléticos de enmarañadas greñas rubias, se emborrachan hasta rodar bajo las mesas. En medio de esa humanidad glotona y bárbara, como aves que cruzan el pantano sin mancharse -emplearemos la imagen con el deliberado propósito de no abandonar el coto geográfico de la poesía veracruzana-, se mueven, llenas de gracia, las hijas de estas abigarradas y sudorosas matronas.

Rechazo escandalizado la idea de que tan prosaico destino aguarde a esos ángeles vislumbrados en una noche de magia. La ronda de mariposas, la recuerdo ahora, de vuelta a mi hotel, entre la luz verde que se cuela por el de enrejado morisco de las persianas, como un fragmento de ballet del que se hubieran desvanecido los rostros y las figuras del conjunto. Sólo una figura se destaca en forma inolvidable. Es la de una adolescente. Tenía de la infancia la gracia libre y segura de los movimientos pero la bañaba la luz misteriosa de la feminidad. Su vestido blanco, sin un adorno, insinuaba la curva de las caderas y la sombra de los pechos menudos. La línea del cuello frágil todavía, y la de la dulce curva de la barba, sostenían el rostro inocente y la mata de cabellos castaños anudada por una cinta de terciopelo azul.

Por desgracia sus palabras no llegaban hasta el banco bañado de sombra en que yo contemplaba la escena, pero alcanzaba a distinguir su voz limpia de entonaciones graves, un poco aguda y segura de su fuerza. A cada vuelta, su figura se me hacía más hermosa. Las piernas desnudas, ágiles y finas, apenas tocaban el suelo. La seguía entre las apretadas filas de paseantes, y esperaba con ansia que asomara su noble cabecita. Al fin, su vestido blanco no apareció más en el jardín, y yo me retiré guardando en mi cartera de viajero, como Antonio Machado, la gracia de esta rama florecida en los muros alegres del viejo puerto. Que su imagen cierre la visión de la moderna Veracruz; ella hace buena compañía a las gaviotas y al espacio del mar en que se desvanece. Después de todo, ¿qué figura podría simbolizar mejor la gracia salina de su gente? En la noche colmada de suavidad, en el día de sol ardiente, en medio de la risa de las mulatas y el paisaje de portales, anchos balcones de madera, mástiles y torres, quede la niña del vestido blanco. Ése es su paisaje. La expresión animada de una sonrisa del alma que penetra en el corazón con mayor eficacia que los sones jarochos y el murmullo capitoso de la marimba.


(Tomado de: Benítez, Fernando - La ruta de Hernán Cortés. Lecturas Mexicanas #7, primera serie. Fondo de Cultura Económica, México, 1983)

lunes, 25 de enero de 2021

José Vasconcelos y ciudad de México, 1895



NOSTALGIA

Nostalgia anticipada me desgarraba y mantenía en trance de llanto. No sospechaba la alegría que con los años se aprende, alegría de desechar, desdeñar etapas enteras de nuestra modalidad, no sólo la imagen exterior de las cosas queridas que luego se vuelven indiferentes. Tan atada tenía el alma a mi ambiente, que me dolía poco dejar a las gentes y mucho más separarme de la visión exterior cotidiana. El viaje me permitía presentarme ufano ante los conocidos como uno que se va a la capital en busca de su destino glorioso. Pero ¿quién me devolvería jamás la realidad de la pequeña urbe y la huella de mi sensibilidad sobre sus cosas? Con los del pueblo no sería ingrato; mis ojos iban a ver por todos ellos el esplendor de las tierras patrias. La conciencia misma del pueblo iba conmigo para ensancharse y retornar alguna ocasión a devolver, en experiencia y servicio, la deuda de amor que nos ligaba. Nunca había querido a mi ciudad como en el instante de dejarla.
Una extraña saudade me invadía al echar las últimas miradas de adiós a mi mi escuela de Eagle Pass. La gratitud y el afecto me ablandaban el ánimo. Imposible consumar el recuento de lo que debía al plantel; y una cierta acidez se mezclaba a mi añoranza, por la huella de los conflictos raciales patrióticos que allí había padecido. Los campos devastados de nuestros juegos y peleas me harían menos falta que los salones de clase donde la curiosidad robó tesoros. Sin embargo, advertía que me iba después de haber sacado todo el fruto posible de aquellos años ingenuos. Por delante se hallaba una serie de épocas fecundas; la vida entera se me aparecía como tarea explotable con miras de eternidad.
Al concluir las clases, una tarde, me llamó el director de la escuela, gringo alto, correcto, grave y bondadoso. Caminando a pie lo seguí varias cuadras rumbo a su casa.
-Es sensible que te vayas -decía-, dejando interrumpida tu carrera entre nosotros. Si tú padre quisiera dejarte al cuidado de alguna familia... Tienes ahora trece años... al cumplir los catorce, concluido el curso primario, podría obtenerse para ti una beca en la Universidad del Estado, en Austin. Háblale a tu padre; si está conforme, dile que me vea. Será fácil arreglarlo.
Mi padre se ofendió primero; después comprendió que la desinteresada oferta merecía una negativa cortés, agradecida, y fue a darla. Mi madre no necesitó intervenir pero tampoco hubiera consentido entregarme con personas excelentes, mas de otra religión. En la frontera se nos había acentuado el prejuicio y el sentido de raza; por combatida y amenazada, por débil y vencida, yo me debía a ella. En suma: dejé pasar la oportunidad de convertirme en filósofo yanqui. ¿Un Santayana de México y Texas?
Los Estados Unidos eran entonces país abierto al esfuerzo de todas las gentes. The land of the free. ¿Los años maduros me hubieran visto de profesor de Universidad enseñando filosofías?
No estaba entonces por los destinos modestos. El futuro me sonreía ilimitado de dichas y éxitos. Tan intenso lo soñaba, que a menudo la cabeza me ardía de esperanza y anticipadas certidumbres. Horas de exaltación desmedida, que alternaban con estados de anulación y pesimismo, claudicaciones del albedrío.
Entre los de Las mil y una noches, el episodio que me obsesionaba era el de los compañeros que se reparten por los cuatro rumbos del horizonte, tomando camino según el viento que sopla. Lo urgente era caminar, tomar rumbo, trasponer horizontes. ¿No era yo un alma caída al mundo? Pues urgía lanzarse a explorar toda la extensión de la temporal morada.
Por fin, una mañana, desde la ventanilla del tren, dijimos adiós a la pradera de la Villita, y con el pecho sobresaltado nos internamos luego en el arenal sobre los rieles y entre las nubes de tierra.
Periódicamente, en el llano, los remolinos del aire cavan el suelo, levantan el polvo y lo bailan en espirales, dispersándolo en la altura.
Las estaciones, muy distantes unas de otras, constan apenas de un tejadillo que abriga la sala de boletos y el telégrafo. Al lado, la choza de adobe de algún pastor, unas cuantas gallinas desmedradas, ni una brizna de hierba y en torno leguas y leguas de páramo. Sólo al día siguiente, por la Laguna, vimos los primeros pastos reverdecidos, bajo el sol caliente. Luego, al atardecer, la tierra empezó a ponerse roja, y muy altas montañas dibujaron estupendos perfiles. Los valles empezaron a poblarse de rebaños. Un sol encendido iluminó un ocaso bermejo, como metal de fundición. En los riscos, sobre la montaña, se adivinaba también el cobre, el oro, en bruto, el óxido de plata.
Un airecillo frío y una sordera parcial advierten la entrada en el altiplano. Y los valles se ensanchan circundados de serranías. La vía férrea corre a la falda de los montes y serpea en las gargantas. Es famosa la cuesta que conduce a Zacatecas. Trepa jadeante la locomotora por una serie de curvas que periódicamente ocasionan descarrilamientos. El viajero desde un vagón se asoma a la noche y de pronto descubre un enjambre de luces que aparecen y desaparecen al fondo de un abismo. Aproximándose, adviértese el trazo irregular de la ciudad cuyo nombre evoca historias de mineros enriquecidos o fracasados. Al detenernos en la parada subieron al convoy damas y caballeros de porte distinguido. Empezaba el México de los refinamientos castizos. Al deseo de habernos quedado un día para conocer Zacatecas se mezclaba la impaciencia de ver pronto las maravillas del interior de la patria. Sobre camas improvisadas con mantas nos fue cogiendo el sueño al ritmo del acero en fuga estrepitosa.
Amanecimos más allá de Aguascalientes. El paisaje había cambiado; pero sólo después de León, por Irapuato y Celaya, comienza el deslumbramiento de los campos verdes de alfalfa y los trigales que la brisa agita en la distancia. Bajo un cielo azul diáfano y en el marco de montañas violeta, aparece el milagro de ciudades de ocre y blanco y rosa. Cúpulas de vidriado amarillo, que fingen el esplendor del oro, y campanarios de cantería en tonos claros, se levantan como aleluya perenne. Los caminos, arbolados, conducen a quintas de recreo y a santuarios con leyendas piadosas. Todo engendraba dichoso contraste con los páramos de nuestra frontera.
En cada parada consumábamos pequeñas compras. Abundaba la tentación en forma de golosinas y frutas. Varas de limas y cestos de fresas o de higos y aguacates de pulpa aceitosa; cajetas de leche en Celaya; camotes en Querétaro y turrones de espuma blanca y azucarada; deshilados en linos y mantas o sarapes de colorido detonante; manufacturas de cerda que recuerdan la paciencia china; por ejemplo: cestitos de colores, trenzados, que embonan en orden descendente o sombreritos minúsculos; pequeñas cajas de secreto, incrustadas; sobre papel negro docenas de ópalos de llama o de celaje claro. No alcanzaba el tiempo ni el dinero para elegir. Los vendedores de comestibles ofrecen también a gritos tacos de aguacate, pollo con arroz, enchiladas de mole, fríjoles, cerveza y café. Y del seno de la algarabía, tímidamente y, sin embargo, permeándola toda, la voz del ciego ambulante, que improvisa corridos, tañe la guitarra y recoge limosnas.
Docenas de chiquillos descalzos, trigueños, piden: "Un centavito, niño; un centavito, jefe."
Con el cuerpo fuera de la ventanilla, todo lo vemos, deseándolo; adquirimos baratijas y dulces, repartimos cobres. Mucho he viajado después, pero nunca he visto en las paradas de ningún ferrocarril semejante animación abigarrada y fascinante. En México mismo, las gentes visten cada día con más uniformidad; las artes menores decaen, el estilo de comer se americanista, el traje se vuelve uniforme y el viajero ya no asoma la cabeza a la ventana; la hunde en la partida de póker o, por excepción, en la revista recién entintada. El prejuicio sanitario veda el gusto de los platos populares y el comercio ambulante decae.
Corría el tren por las comarcas feraces del Bajío; la frescura del campo nos penetraba en todas las fibras, nos colmaba la sed orgánica de los años pasados en sitios resecos. Propiamente, veíamos campo por primera vez. Unas cuantas vacas enterradas en el pasto bastaban a darnos sensación de plenitud agrícola. Las nubes adoptan allá no sé qué distinción barroca, muy blancas y bien recortadas en el azul. Ya al oscurecer pasamos a la orilla de un río, quizá el Lerma. Sus aguas cristalinas corrían entre arboledas, se perdían en el cauce pedregoso. Lápiz en mano, intenté fijar en mí cuaderno siquiera algunas de las impresiones tumultuosas del día. No me guiaba la vanidad, sino el deseo de guardar de algún modo la emoción venturosa del viaje. Pero me estorbaban los adjetivos. En vez de apuntar las cosas, me empeñaba en calificarlas. Cada montaña tenía que ser alta; las ciudades me merecían el mismo epíteto de bonitas y cada paisaje resultaba encantador. Con plena conciencia de que traicionaba mi sentir, escribía y acusaba al lenguaje de llevarnos por caminos trillados, pese a la virginidad de la percepción. El caso es que mi ensayo me dejaba triste. No correspondía al intenso vivir. ¿Qué iba a ser de mi en la capital sabía? Recordaba las narraciones amenas de un libro de viajes alrededor del mundo, que en Piedras Negras leyera, y me sentía apocado. Era yo el grano de arena que se pierde en la sabana, brizna de muchedumbre. Así de humilde penetré al carricoche que nos condujo al hotel. La iluminación suntuosa de las avenidas producía estupor. Los cascos de docenas de caballos de tiro repercutían en la atmósfera urbana, ornada de piedra, esplendor y paz. 

EN LA CAPITAL

Vagos son los recuerdos de esta mi primera estancia consciente en la metrópoli mexicana. Buscando en las aguas profundas y oscurecidas de mi pasado, extraigo: un doble corredor de columnas esbeltas en torno a un patio con palmeras pequeñas, sillones de mimbre y un comedor extenso con mesas blancas y cristalería. ¿Fue el Hotel Bazar? Luego, como si el tapete maravilloso nos hubiese transportado allí, veo una vivienda en la calle del Indio Triste. Farol de vidrio sobre una escalera angosta de piedra con barandal de hierro. Llega de afuera el olor de alquitrán sobre el asfalto nuevo. Mil circunstancias se pierden igual que si meses enteros y aun años de nuestro vivir muriesen antes que nosotros, sin que logremos resucitarlas. Y me pregunto: ¿Qué hay de común entre el jovenzuelo que se quedaba absorto ante las fachadas de los palacios citadinos y éste que soy ahora incapaz de reconstruirme en lo que fui? Los mismos afectos que parecen determinar modalidades perennes se descargan de su vehemencia y fluyen con lo que pasó.
Me es más fácil rememorar lo que era mi madre entonces, que lo que fui yo mismo. ¿Acaso porque era persona ella y yo todavía un conato? Sin embargo, en vano imagino lo que haya sido como persona social y sólo la concibo como una especie de divinidad que cumplía conmigo una tarea misteriosa. ¿Qué queda, pues, de cada uno?; ¿qué queda del todo? La única respuesta que da mi experiencia es que la pregunta conmueve, preocupa nada más en la juventud. Más tarde se alcanza la indiferencia dulce que nos acerca casi con agrado a la muerte común. Cama bien tendida del hospedaje que nos abriga tras la jornada penosa. Buena cama la muerte si en ella despertamos a mejor ventura que estás otras pequeñeces que se nos deshacen en la atención, aunque nos duela perderlas.
Vivía, y por el hecho de vivir me estaba muriendo a diario; pero no me acongojaba, ni siquiera lo advertía. Muy distante aún, la muerte física no me preocupaba. Ímpetus tensos aguzaban mis sentidos y los saciaba de belleza urbana. Con sólo asomarse al balcón, en la acera de enfrente nos embobaba un palacio de piedra blanca, persianas verdes, zaguán con arco, entresuelo proporcionado y principal con balcones regios. De la noble mansión salía todas las tardes un carruaje flamante tirado por caballos magníficos. Asombrados lo mirábamos torcer por la calle de la Moneda. En ésta, el Museo Arqueológico al costado de Palacio, la Escuela de Bellas Artes y la cúpula de Santa Inés al fondo y la saliente de la Catedral en el otro extremo componen la más hermosa y singular perspectiva del México castizo. A menudo atravesábamos la Moneda con rumbo a Jesús María, de estilo neoclásico y columnas de acantos revestidas de oro. Todas las tardes rezábamos allí el rosario y cada mañana la misa en el altar del Perdón de la Catedral; "la mejor Catedral de América", recalcaba mi padre, mirándola. Y con doble placer de artista y de patriota nos paseaba delante de la cortina oriental del Sagrario churrigueresco. Tallas y encajes de piedra caliza entre dos tableros de rojo tezontle volcánico. Encima, una cornisa de curvas que recuerdan la gracia de un manto. Al lado, la Catedral majestuosa con su par de torres robustas que encuadran la fachada neoclásica de Tolsá, sobria y proporcionada. Nunca hubo construcción más severa y grandiosa.
Entrando por el Sagrario, las naves se reparten espaciosas en torno a una cúpula circular. El ábside vertical levanta el empuje de las bóvedas. A la izquierda, una magnífica nave liga las curvas redondeadas de las naves y columnas de la Catedral. En los costados de ésta hay capillas con enrejado de maderas olorosas; lujosa talla de bronce circunda en barandal el coro adornado de estatuas, candelabros y tubos de órgano. Al centro, el altar mayor bajo un cimborrio atrevido. Detrás, en el ábside, uno de los mejores retablos del barroco del mundo: el altar de los Reyes, todo de oro, imágenes damasquinas, columnas salomónicas, marcos suntuosos y óleos oscurecidos por el incienso. El corazón saltaba primero, se sobrecogía después y se sumaba al coro de las celestes alabanzas.
El atrio enverjado del costado poniente dejaba ver un jardín lateral con el mercado de flores, anexo sobre la calle de las Escalerillas. Ramos de claveles, manojos de rosas recién abiertas, refrescadas con finas gotas de agua que semejan el rocío; gardenias de carne blanca y aroma intenso, violetas fragantes, amapolas como llamas, lirios de rojo y gualda o de azul violáceo, begonias en macetas, tulipanes vistosos, pensamientos aterciopelados, dalias cárdenas, crisantemos y azucenas; flora de todos los climas gracias a la meseta sin estaciones y a la inexhausta fecundidad de la costa inmediata.
Apartándose de los puestos de los vendedores, se prolonga el jardín. Andadores irregulares de cemento en cuadros afirman el borde metálico de camellones de césped y plantas. Al centro de una fuente circular y asentada en planta de piedra, una mujer de mármol vierte una jarra de agua cristalina que en su caer incesante le ha desgastado un pie de blancura lustrosa. Serena la cabeza griega, finos los hombros, firmes las maternales pomas bajo la tela simulada de mármol y el talle opulento, la divinidad anónima se inclina alargando los muslos castos bajo los pliegues de la piedra y sonríe a los niños que juegan en torno. Encima, el ramaje siempre verde difunde fragancias, serena la alegría del cambio en la inmutable perennidad.


(Tomado de: Vasconcelos, José – Ulises criollo. Primera parte. Lecturas Mexicanas #11; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1983)

lunes, 14 de diciembre de 2020

Corrido de Nicolás Romero

 


Viene Nicolás Romero,

como valiente y osado,

con Aureliano Rivera

que al mocho ya ha derrotado.


Es impetuoso y ardiente,

y combate con valor

al francés y al mexicano

que se ha unido al traidor.


En cien acciones de guerra

como valiente ha lucido,

Michoacán fue ya testigo

de sus hechos singulares.


-Ahora sobre ellos, muchachos

-grita Nicolás Romero-,

vamos a desbaratarlos

cual manada de borregos.


El francés retrocedía,

cuando miraba al valiente,

que con grandiosa osadía,

con su guerrilla combate.


Ganó en acciones de guerra,

y combatió valeroso,

con su espada que blandía

se portó como un coloso.


Michoacán fue la guarida,

fue el sitio de sus hazañas;

y como buen guerrillero

tuvo siempre buenas mañas.


Era el rayo de la guerra

ese rústico campeón,

y no había otro tan valiente

en todita la nación.


Los franceses le temieron,

porque él no conocía el miedo,

y a su nombre a más de cuatro

se les arrugaba el cuero.


En las guerras contra Francia

fue el primero entre los bravos,

ya que siempre repetía:

-México no tiene esclavos.


En Tacámbaro y por Ario,

y lo mismo en las montañas,

se batió como guerrero;

grandes fueron sus hazañas.


Riva Palacio decía:

-Ahora sí que venceremos,

viene Nicolás Romero,

y a franceses comparemos.


Toditos los combatientes

reconocieron su hombría,

y él en su caballo moro

su machete así blandía.


Estando ya por Zitácuaro,

le vinieron a decir

que el francés con sus legiones

lo atacaba y debía huir.


Él les respondió altanero;

-Combatiré con denuedo,

que soy puro mexicano,

y no conozco yo el miedo.


A inmediaciones del pueblo

fue la acción y la perdieron

los valientes de Romero,

que a la mala sucumbieron.


Él ya sólo busca abrigo

en las ramas de árbol grande,

mas al fin lo descubrieron,

sin que él pidiera las frías.


Un gallo lanzó un volido,

n'el árbol buscó refugio,

cuando vió que perseguido

se le llegaba su turno.


Ésa fue su perdición

y no hubo ya componendas,

y sorprendido en el punto

le pusieron centinelas.


Lo trajeron prisionero,

a la mera capital,

y sin ningún miramiento

le aplicaron el dogal.


En la plaza de Mixcalco,

al sonido de la diana,

fue matado aquel valiente

a la luz de la mañana.


Antes de la ejecución

-¡Viva México! -decía-,

mátenme, que al cabo a ustedes

se les llegará su día.


El año sesenta y cinco,

miren lo que sucedió:

un valiente entre los bravos,

por valiente se murió.


Nicolás Romero fue

el guerrillero afamado

que con nobleza y valor

por doquiera fue aclamado.


Vuela, vuela, palomita,

llévale la despedida

a ese que murió luchando

por la patria tan querida.

(Tomado de: Mendoza, Vicente T. – Corridos mexicanos. Lecturas Mexicanas #71; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1985)



lunes, 23 de noviembre de 2020

Corrido de Valerio Trujano

 


En mil ochocientos diez,

ora les voy a contar,

del que ha fundado la Hacienda,

fue don Manuel Gonduláin.


Por historieta diré,

tal vez no les diga nada,

antes que esto fuera Hacienda

esto era un rancho de cabras.


De esa fecha para acá

reinaban los gachupines;

cuando marchaban las tropas

al compás de los violines.


Pues de esa gente malvada

no me quisiera acordar;

porque sacaban al hombre

por la fuerza a trabajar.


Salió Valerio Trujano

de ese Huajuapan de León,

subió Manuel Gonduláin

y se dieron su atrancón.


Ese Manuel Gonduláin,

¡ah, qué suerte le tocó!,

que viéndose con Trujano

en Cuesta Blanca quedó.


¡Viva Valerio Trujano!,

señores, con su licencia,

¡viva nuestro cura Hidalgo!

que nos dio la Independencia.


¡Viva la Guadalupana!

¡Viva México ilustrado!

¡Vivan las ligas sociales!,

también los confederados.


Este versito nomás;

porque tal vez no me toque:

¡que viva Jesús Gontier

y también Francisco López!


Ya se acabó el padecer,

ya se acabaron las penas,

y rompimos esos lazos,

y rompimos las cadenas.


Pero ya voy recordando,

recorriendo mi memoria,

¡viva Valerio Trujano!,

el que nos cantó victoria.


Adiós, fieles compañeros,

adiós, queridos hermanos,

sólo les digo la historia

de ese Valerio Trujano.


(Tomado de: Mendoza, Vicente T. – Corridos mexicanos. Lecturas Mexicanas #71; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1985)




martes, 6 de octubre de 2020

José Vasconcelos y Piedras Negras, Coahuila, 1892


EN LA ESCUELA

En Piedras Negras prosperaban los negocios. Se construían edificios públicos, se desarrollaba la mecánica en los talleres extranjeros de reparación de locomotoras; abundaban los comercios de lujo, almacenes y joyerías; pero no había una escuela aceptable. Del otro lado, los yanquis no tenían un caudillo napoleónico ni Leyes de Reforma a lo Juárez; sin embargo, acompañaban su progreso material acelerado, de una esmerada atención a la escuela. Libres de la amenaza del militar, los vecinos de Eagle Pass construían casas modernas y cómodas, mientras nosotros, en Piedras Negras, seguíamos viviendo a lo bárbaro. Los mismos mexicanos que lograban reunir algún capital preferían invertirlo del lado norteamericano para ponerlo a salvo de gobiernistas del momento y revolucionarios del futuro. También los temperamentos rebeldes --La levadura mejor del progreso- escapaban cuando podían al lado yanqui, bendito de paz alimentada en libertades públicas.
Nosotros, en busca de escuela, nos trasladamos una temporada a la vecina Eagle Pass o, como decían en casa, con total ignorancia y desdén del idioma extranjero, "El Paso del Águila".
El río [Bravo] se cruzaba en balsas. Avanzaban éstas por medio de poleas deslizadas sobre un cable tendido de una a otra ribera. A la chalana se entraba con todo y el coche de caballos. Para el tráfico ligero había esquifes de remo. Estando nosotros en Eagle Pass presenciamos la inauguración del puente internacional para peatones y carruajes. Larga estructura metálica de seis o más armaduras, apoyadas en dobles pilastras de hormigón armado. Al centro pasan los carruajes, y por ambos lados andadores de entarimados y barandal de hierro. Los habitantes de las dos ciudades se congregaron casa cual en su propio extremo del viaducto. Las comitivas oficiales partieron de su territorio para encontrarse a medio río, estrecharse las manos y cortar las cintas simbólicas que rompían barreras y dejaban libre el paso entre las dos naciones. No eran tiempos de espionaje oficial y pasaportes. El tránsito costaba una moneda para la empresa del puente, y los guardas de ambas aduanas se limitaban a revisar los bultos sin inquirir la identidad de los transeúntes. Un sinnúmero de carruajes, algunos enflorados, cruzó en irrupción de visitas recíprocas. El pueblo se mantuvo reservado. Ni los de Piedras Negras pasaron en grupos al "Paso del Águila" ni los de Eagle Pass se aventuraron a cruzar hacia la tierra de los greasers. En aquélla época, cuando bajaba el agua del río, en ocasión de las sequías, que estrechaban el cauce, librábanse verdaderos combates a honda entre el populacho de las villas ribereñas. El odio de raza, los recuerdos del cuarenta y siete, mantenían el rencor. Sin motivo y sólo por el grito de greasers o de gringo, solían producirse choques sangrientos.
Mi primera experiencia en la escuela de Eagle Pass fue amarga. Vi niños norteamericanos y mexicanos sentados frente a una maestra cuyo idioma no comprendía. Súbitamente mi vecino más próximo, tejanito bilingüe, dándome un codazo interpela:
-Oye ¿y tú a cuántos de éstos les pegas?-. Me quedé sin comprender, pero el otro insiste: -¿Le puedes a Jack? -Y señala a un muchacho rubicundo.
Después de examinarlo, respondí modestamente que no.
-¿Y a Johnny, y a Bill?
Por fin, irritado de tanta insistencia, contesté al azar que sí. El señalado era un chico pecoso más o menos de mi estatura. Imaginé que ya no había más que hacer.
Pero luego que salimos al recreo, se formó el ruedo. Se acercaron unos a verme de cerca; otros requirieron mis libros; alguno me dio la mano y varios me empujaron. Entonces mi vecino de banco gritó:
-Éste dice que le pega a Tom...
En seguida nos enfrentaron: marcaron en el suelo una raya entre los dos; el primero que la pisara era el más hombre. Nos lanzamos, no ya a la raya, sino uno sobre el otro, y nos pegamos; volvimos a contemplarnos y otra vez a reñir; por fin nos apartaron.
-Bueno -exclamó mi vecino-, puedes quedar, en seguida de éste... -Luego, volviéndose a mí: -A éste le toca el número siete.
Muy extrañado y ofendido, no tuve, sin embargo, más remedio que someterme. Pocas semanas después otro nuevo, un pequeño barrigoncito, que no quiso reñir, fue entre todos zarandeado y cacheteado hasta que lo hicieron llorar. Me indignó el episodio y acentué mi retraimiento. Era yo tímido y triste, pero sujeto a accesos de cólera, que, por lo menos, me salvaban de transigir con lo que ya me parecía como una ignominia ambiente.
Por lo demás, me sentía la conciencia entre sombras: me asaltaban miedos angustiosos; me quedaba solo, largas horas, hurgando en el interior de mi propia tiniebla. Me sobrecogían temores casi paralizantes, y de pronto se me soltaban impulsos arrojados, frenéticos. Padecía la esclavitud de mis propias decisiones triviales. Cierta vez que mis padres proyectaron un paseo dominical y a última hora lo suspendieron, hice un disgusto casi lúgubre. No acepté ninguna distracción en remplazo, y me estuve todo el día repitiendo:
-Mamá, dijiste que íbamos... Papá, dijiste que íbamos...
Mi madre, aburrida, dijo por fin:
-Te voy a poner a ti, "dijiste", "dijiste"; no seas testarudo, vete a jugar.

Y no es que me importara tanto el paseo; me dolía y me desconcertaba el cambio de plan ya convenido. De mi madre heredaba la resistencia a contrariar una resolución ya concertada. Era ella capaz de los mayores sacrificios por llevar adelante cualquier convenio, no tanto por el honor de la palabra empeñada, sino porque la voluntad es temple que se quebranta si no le respetamos sus decisiones. Falta de flexibilidad, comentará alguien; y en efecto, la vida nos obliga a los cambios; por eso mismo hay que ser muy respetuoso de las resoluciones que libremente adoptamos.
"Cuídate de tomar una decisión, porque en seguida serás su esclavo." Si alguien me hubiera susurrado al oído este consejo, en mucho se habría aligerado mi carga. Oscuridad, desamparo, terrible pavor y comprensión vanidosa, tal es el resumen emocional de mi infancia.


FRENTE A LA PLAZA

Tan pronto como encontramos habitación aceptable, regresamos a Piedras Negras. Para entonces, la familia se había enriquecido con Carlos, Samuel y Chole. Ocupamos unos bajos, esquina de la plaza, sobre la calle donde comienza el puente. Para llegar a mi escuela bastaba atravesar éste y caminar después dos o tres cuadras en los suburbios de Eagle Pass. En esta casa se inicia mi vida consciente. Tendría diez años de edad. Me veo comiendo higos negros, pasados, especialidad de la frontera; los pies recogidos sobre el asiento a causa de los pisos recién lavados. Mi madre, de pañuelo blanco en la cabeza, contempla satisfecha sus nuevas habitaciones, flamantes de limpias. Desde nuestra pequeña sala veíamos las bancas, los arbolillos del jardín público. En el lado opuesto quedaba la iglesia, y por la derecha mirábamos el cuartel y la casa municipal: doble construcción larga de un solo piso blanqueado y techado con tejas. A la vuelta, a media cuadra, teníamos la entrada del puente sobre el barranco y el río.
Nos alegraba dar por terminada la permanencia en Eagle Pass. Mi madre había estado allí muy enferma de unas neuralgias. Atormentada, además, por una de esas preocupaciones que degeneraron en celos y recriminaciones.
Mi padre no faltaba nunca a dormir, pero empezó a llegar tarde en las noches. Se hallaba de visita con nosotros un tío Esteban, el hermano mayor de mi madre, que conseguía calmarla. Acababa de recibirse de ingeniero y manejaba muchos libros. Mirando su frente leída, creía yo descubrir la ilimitada sabiduría. Con mi madre discutía de religión, y ambos se apasionaban. Otra vez lo oí desde una habitación contigua referirse a mí...
-Pobrecito, no sabe lo que le espera.
Hablaba en general de la vida y sus problemas; pero el "pobrecito" me molestó. Del porvenir yo podría ya algunas certidumbres... La vida mía no iba a ser cosa corriente. Una serie de alternativas magníficas se agitaban en mis presentimientos, en nada acreedoras de aquel "pobrecito". Con todo, en aquella época me iba por algún rincón del traspatio a llorar de angustia sin causa y cavilaba, pensaba hasta sentir fuego en las sienes.
El tío volvió pronto a la capital. Llevaba planes lisonjeros y acabó metiéndose en Aduanas, con puestos de categoría; pero, al fin y al cabo, impropios de un profesionista. A los pocos días de su partida, mi madre me mandó hacer una fogata en el corral. Junté la leña, prendí un gran fuego y luego ayudé a echar sobre él un gran número de libros empastados y sin cubierta. Toda una pira de letra impresa se consumió entre las llamas...
-Son libros -explicó mi madre-; libros herejes...



(Tomado de: Vasconcelos, José – Ulises criollo. Primera parte. Lecturas Mexicanas #11; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1983)

lunes, 31 de agosto de 2020

José Vasconcelos y Sásabe, Sonora, 1885


EL COMIENZO

Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo en el regazo materno. Sentía me prolongación física, porción apenas seccionada de una presencia tibia y protectora, casi divina. La voz entrañable de mi madre orientaba mis pensamientos, determinaba mis impulsos. Se diría que un cordón umbilical invisible y de carácter volitivo me ataba a ella y perduraba muchos años después de la ruptura del lazo fisiológico. Sin voluntad segura invariablemente volvía al refugio de la zona amparada por sus brazos. Rememoro con efusiva complacencia aquel mundo provisional del complejo madre-hijo. Una misma sensibilidad con cinco sentidos expertos y cinco sentidos nuevos y ávidos, penetrando juntos en el misterio renovado cada día.
En seguida, imágenes precursoras de las ideas inician un desfile confuso. Visión de llanuras elementales, casas blancas, humildes; las estampas de un libro; así se van integrando las piezas de la estructura en qué lentamente plasmamos. Brota el relato de los labios maternos, y apenas nos interesa y más bien nos atemoriza descubrir algo más que la dichosa convivencia hogareña. Por circunstancias especiales, el relato solía tomar aspectos temerosos. La vida no era estar tranquilos al lado de la madre benéfica. Podía ocurrir que los niños se perdiesen pasando a manos de gentes crueles. Una de las estampas de la Historia Sagrada representaba al pequeño Moisés abandonado en su cesta de mimbre entre las cañas de la vega del Nilo. Asomaba una esclava atraída por el lloro para entregarlo a la hija del Faraón. Insistía mi madre en la aventura del niño extraviado, porque vivíamos en el Sásabe, menos que una aldea, un puerto en el desierto de Sonora, en los límites con Arizona. Estábamos en el año 85, quizás 86, del pasado siglo [XIX]. El gobierno mexicano mandaba sus empleados, sus agencias, al encuentro de las avanzadas, los outposts del yanqui. Pero, en torno, la región vastísima de arenas y serranías seguía dominada por los apaches, enemigo común de las dos castas blancas dominadoras: la hispánica y la anglosajona. Al consumar sus asaltos, los salvajes mataban a los hombres, vejaban a las mujeres; a los niños pequeños los estrellaban contra el suelo y a los mayorcitos los reservaban para la guerra; los adiestraban y utilizaban como combatientes. "Si llegan a venir -aleccionaba mi madre-, no te preocupes: a nosotros nos matarán, pero a ti te vestirán de gamuza y plumas, te darán tu caballo, te enseñarán a pelear, y un día podrás liberarte."
En vano trato de representarme cómo era el pueblo del Sásabe primitivo. La memoria objetiva nunca me ha sido fiel. En cambio, la memoria emocional me revive fácilmente. La emoción del desierto me envolvía. Por donde mirásemos se extendía polvorienta la llanura sembrada de chaparros y de cactos. Mirándola en perspectiva, se combaba casi como rival del cielo. Anegados de inmensidad nos acogíamos al punto firme de unas cuantas casas blanqueadas. En los interiores desmantelados habitaban familias de pequeños funcionarios. La Aduana, más grande que las otras casas, tenía un torreón. Una senda sobre el arenal hacía las veces de calle y de camino. Algunos mesquites indicaban el rumbo de la única noria de la comarca. Perdido todo, inmergido en la luz de los días y en la sombra rutilante de los cielos nocturnos. De noche, de día, el silencio y la Soledad en equilibrio sobrecogedor y grandioso.
Una noche se me quedó grabada para siempre. En torno al umbral de la puerta familiar disfrutábamos la dulce compañía de los que se aman. Discurría la luna en un cielo tranquilo; se apagaban en el vasto silencio las voces. A poca distancia, los vecinos, sentados también frente a sus puertas, conversaban, callaban. Por el extremo de la derecha los mezquites se confundían con sus sombras. Acariciada por la luz, se plateaba la lejanía, y de pronto clamó una voz: "Vi la lumbre de un cigarro y unas sombras por la noria..." Se alzaron todos de sus asientos, cundió la alarma y de boca en boca el grito aterido: "Los indios... allí vienen los indios..."
Rápidamente nos encerramos dentro de la casa. Unos "celadores", después de ayudar al refuerzo de la puerta con trancas, subieron con mi padre a la azotea, llevando cada uno rifle y canana. Cundió el estrépito de otras puertas que se cerraban en el villorrio entero y empezaron a tronar los disparos; primero, intermitentes; después enconados, como de quién ha hallado el blanco. Mientras arriba silbaban las balas, en nuestra alcoba se encendieron velas frente a una imagen de la Virgen. Aparte ardía un cirio de la "Perpetua", reliquia de mi abuela. De hinojos, niños y mujeres rezábamos. Después del padrenuestro, las avemarías. En seguida, y dada la gravedad del instante, la plegaria del peligro: "La Magnífica", como decían en casa. El Magnificat latino que, castellanizado, clamaba: "Glorifica mi alma al Señor, y se regocija mi espíritu en Dios mi Salvador..." "Cuyo nombre es Santo... y su misericordia, por los siglos de los siglos, protege a quien lo teme..."
No fue largo el tiroteo; pronto bajó mi padre con sus hombres. "Son contrabandistas -afirmaron-, y van ya de huida; ensillaremos para ir a perseguirlos." Se dirigieron a la Aduana para pertrecharse, y a poco pasó frente a la casa el tropel, a la cabeza mi padre en su oficio de Comandante del Resguardo. Regresó de madrugada, triunfante. En su fuga, los contrabandistas habían soltado varios bultos de mercancías.
Igual que una película, interrumpida porque se han velado largos techos, mi panorama del Sásabe se corta a menudo; bórranse días sin relieve y aparece una tarde de domingo. Almuerzo en el campo, varias personas aparte de la familia. Sobre el suelo reseco, papeles arrugados, latas vacías, botellas, restos de comida. Los comensales, dispersos o en grupos, contemplan el tiro al blanco. Mi padre alza la barba negra, robusta; lanza al aire una botella vacía; dispara el Winchester y vuelan los trozos de vidrio, una, dos, tres veces. Otros aciertan también; algunos fallan. Por la extensión amarillenta y desierta se pierden las detonaciones y las risas.
Gira el rollo deteriorado de las células de mi memoria; pasan zonas ya invisibles y, de pronto, una visión imborrable. Mi madre retiene sobre las rodillas el tomó de Historia Sagrada. Comenta la lectura y cómo el Señor hizo al mundo de la nada, creando primero la luz, en seguida la Tierra con los peces, las aves y el hombre. Un solo Dios único y la primera pareja en el Paraíso. Después, la caída, el largo destierro y la salvación por obra de Jesucristo; reconocer al Cristo, alabarlo; he ahí el propósito del hombre sobre la Tierra. Dar a conocer su doctrina entre los gentiles, los salvajes; tal es la suprema misión.
-Si vienen los apaches y te llevan consigo, tú nada temas, vive con ellos y sírvelos, aprende su lengua y háblales de Nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros y por ellos, por todos los hombres. Lo importante es que no olvides: hay un Dios Todopoderoso y Jesucristo su único hijo. Lo demás se irá arreglando solo. Cuando crezcas un poco más y aprendas a reconocer los caminos, toma hacia el sur, llega hasta México, pregunta allí por tu abuelo, se llama Esteban... Sí, Esteban Calderón, de Oaxaca; en México le conocen; te presentas, le dará gusto verte; le cuentas cómo escapaste cuando nos mataron a nosotros... Ahora bien: si no puedes escapar o pasan los años y prefieres quedarte con los indios, puedes hacerlo; únicamente no olvides que hay un solo Dios Padre y Jesucristo, su único hijo; eso mismo dirás entre los indios... -Las lágrimas cortaron el discurso y afirmó-: Con el favor de Dios, nada de eso ha de ocurrir...; ya van siendo pocos los insumisos... Me llevan estos recuerdos al de una misa al aire libre, en altar improvisado, entre los mezquites, el día que pasó por allí un cura consumando bautizos.
No sé cuánto tiempo estuvimos en aquel paraje; únicamente recuerdo el motivo de nuestra salida de allí.
Fue un extraño amanecer. Desde nuestras camas, a través de la ventana abierta, vimos sobre una ondulación del terreno próximo un grupo extranjero de uniforme azul claro. Sobre la tienda que levantaron flotaba la bandera de las barras y las estrellas. De sus pliegues fluía un propósito hostil. Vagamente supe que los recién llegados pertenecían a la comisión norteamericana de límites. Habían decidido que nuestro campamento, con su noria, caían bajo la jurisdicción yanqui, y nos echaban: "Tenemos que irnos -exclamaban los nuestros-. Y lo peor -añadían- es que no hay en las cercanías una sola noria; será menester internarse hasta encontrar agua."
Perdíamos las casas, los cercados. Era forzoso buscar dónde establecernos, fundar un pueblo nuevo...
Los hombres de uniforme azul no se acercaron a hablarnos; reservados y distantes esperaban nuestra partida para apoderarse de lo que les conveniese. El telégrafo funcionó; pero de México ordenaron nuestra retirada; éramos los débiles y resultaba inútil resistir. Los invasores no se apresuraban; en su pequeño campamento fumaban, esperaban con la serenidad del poderoso.

(Tomado de: Vasconcelos, José – Ulises criollo. Primera parte. Lecturas Mexicanas #11; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,1983)

viernes, 27 de septiembre de 2019

Martín Luis Guzmán


La figura máxima de la década 1920-1930 es Martín Luis Guzmán (Chihuahua, 1887- [Ciudad de México, 1976]). Domina a todos con El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929). La primera es una obra maestra que entreteje los fundamentos del género: relatos, crónicas, impresiones, memorias, que forman un libro clásico en cuanto a fondo y forma, y proporciona la clave para entender lo que fue la Revolución en su período agudo y no solamente como el canto épico que es Los de abajo. Las ficticias Memorias de Pancho villa corresponden al periodo siguiente y aún al último, ya que empezaron a publicarse en 1938 y fueron terminadas hace relativamente poco. También son ejemplo, aunque estrictamente apegadas a la historia y publicadas mucho más tarde, sus Muertes históricas.
[...]
Martín Luis Guzmán nació en Chihuahua; su infancia la pasó en Tacubaya y en el puerto de Veracruz, antes de regresar a la capital a estudiar en la Escuela Nacional Preparatoria. Es decir, que conoció desde su niñez el Norte, el Golfo y el Altiplano. Todo eso se reflejará en su obra de novelista y quizá por ello no hay escritor mexicano que dé esa sensación de conjunto, de totalidad como él. Los compañeros de la adolescencia de Martín Luis Guzmán, los del Ateneo, bajo la égida de Pedro Henríquez Ureña, eran muchachos serios para quienes la literatura y el liberalismo no constituían sólo palabras: tomaron el estilo en serio. Naturalmente depende de a qué se le ata y confunde. El hecho de que Martín Luis Guzmán viviera los años de su formación de hombre en plena Revolución y ajustara su manera de ser y de escribir a los hechos que vivió, hacen de él el escritor más agudo y certero que “nos deja sorprendidos con el dominio perfecto del oficio” -tal como quiere Azuela. Los de abajo tendrá otro tipo de fuerza, de novelista ya hecho; los cuentos de Rafael Muñoz o de JUan Rulfo jugarán más con la memoria; ninguno de ellos coincide con la sazón de Martín Luis Guzmán. Vasconcelos fue otra cosa, quiso y jugó un papel de dirigente político y pagó sus culpas. En cambio el novelista chihuahuense supo ver y retratar y transmitir con “habilidad, arte y hondura ese perfume de honda tristeza de aquellos días amargos que seguimos respirando en esas páginas imperecederas los que tuvimos la dicha inenarrable de haberlo vivido en toda su intensidad”.
El gran arte de Martín Luis Guzmán es, todo, el de retratista. Sobrarían ejemplos para compararle con los mayores. Es tan buen dibujante como colorista; sabe componer, figurar, interesar progresivamente. Para decirlo de una vez, es a la novela de la Revolución Mexicana lo que pudo ser Velázquez a la pintura española. Sus personajes secundarios se recortan y agrandan pintados con la misma seguridad que deforma a los protagonistas del gran retablo. Su ideología literaria le salva de ciertos sectarismos que pueden achacarse a los pintores mexicanos de su época. Su estilo, todo él hecho de gravedad, no cae en el fácil pintoresquismo de otros. De algún tiempo a esta parte, La sombra del caudillo ha venido gozando de un mayor renombre que El águila y la serpiente. Es injusto darle a la primera mayores virtudes novelísticas por el solo hecho de que no da los nombres exactos de los personajes, aunque él mismo se haya encargado de dejar muy en claro quiénes fueron sus modelos:


-El Caudillo es Obregón, está descrito físicamente. Ignacio Aguirre -ministro de la Guerra- es la suma de Adolfo de la Huerta y del general Serrano; en el aspecto externo su figura no corresponde a ninguno de los dos. Hilario Jiménez -ministro de Gobernación- es Plutarco Elías Calles. El general Protasio Leyva -nombrado por el Caudillo, tras la renuncia de Aguirre, jefe de las Operaciones en el Valle, y partidario de Jiménez- es el general Arnulfo Gómez. Emilio Oliver Fernández -”el más extraordinario de los agitadores políticos de aquel momento, líder del Bloque Radical Progresista de la Cámara de Diputados, fundador y jefe de su partido, ex alcalde de la ciudad de México, ex gobernador”- es Jorge Prieto Laurens. Encarnación Reyes -general de división y jefe de las Operaciones Militares en el Estado de Puebla- es el general Guadalupe Sánchez. Eduardo Correa -presidente municipal de la ciudad- Jorge Carregha. Jacinto López de la Garza -consejero intelectual de Encarnación Reyes y jefe de su Estado Mayor- es el general José Villanueva Garza. Rivalde -líder de los obreros partidarios de Jiménez- es Luis N. Morones. López Nieto -líder de los campesinos, como el anterior, del ministro de Gobernación- es Antonio Díaz Soto y Gama.
En cambio en El águila y la serpiente los personajes principales de la Revolución ostentan su nombre, aunque los hechos engarcen según la mejor manera de despertar el interés del lector no solamente llevado por la realidad histórica. Es una superioridad evidente ya que deja al autor con la libertad necesaria para exponer sus ideas y fraguar el relato sin ninguna atadura. El águila y la serpiente viene así a ser el fresco más importante de toda la narrativa revolucionaria, aunque Los de Abajo le superen pero sólo en un aspecto determinado, más reducido.
Dejando aparte otras obras menores, que no por ello dejan de ser excelentes, su tercera obra mayor: Memorias de Pancho Villa, la más voluminosa, es, en cierto aspecto, la más ambiciosa.


“Siempre me fascinó -dice- el proyecto de trazar en forma autobiográfica la vida de Pancho Villa, siempre y por varias razones. Me lo exigían móviles meramente estéticos -decir en el lenguaje y con los conceptos y la ideación de Francisco Villa lo que él hubiera podido contar de sí mismo, ya en la fortuna, ya en la adversidad- móviles de alcance político -hacer más elocuentemente la apología de Villa frente a la iniquidad con que la contrarrevolución mexicana y sus aliados lo han escogido para blanco de los peores desahogos-, y, por último, móviles de índole didáctica, y aún satírica -poner más en relieve cómo un hombre nacido de la ilegalidad porfirista, primitivo todo él, todo él inculto y ajeno a la enseñanza de las escuelas, todo él analfabeto, pudo elevarse, proeza inconcebible sin el concurso de todo un estado social, desde la sima del bandolerismo as que lo había arrojado su ambiente, hasta la cúspide de gran debelador, de debelador máximo, del sistema de la injusticia entronizada, régimen incompatible con él y con sus hermanos en el dolor y en la miseria.”


Es comprensible el interés del escritor pero también la imposibilidad de que uno tan bueno pueda auténticamente integrarse en un personaje “todo él analfabeto”. Hubiera sido un milagro y, desgraciadamente, los milagros no son de nuestro mundo. Si en vez de querer “meterse” dentro del prodigioso personaje, Martín Luis Guzmán hubiera escrito su biografía, como lo hizo con Mina, el mozo, seguramente podría compararse a sus dos libros fundamentales; así sólo quedó en un intento extraordinario.
Toda la obra de Martín Luis Guzmán tiene que ver con la Revolución; sus antecedentes o consecuencias nunca pierden interés, aun cuando se atiene a la verdad  histórica, hasta donde ésta cabe en lo humano; Filadelfia, paraíso de conspiradores, por no hablar de la primera edición de La querella de México; Muertes históricas: tránsito sereno de Porfirio Díaz, e ineluctable fin de Venustiano Carranza; Febrero de 1913, relatado tantas veces por otros, demuestran su superior calidad literaria.


(Tomado de: Aub, Max – Guía de narradores de la Revolución Mexicana. Lecturas Mexicanas #97, 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,1985)