lunes, 31 de agosto de 2020

José Vasconcelos y Sásabe, Sonora, 1885


EL COMIENZO

Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo en el regazo materno. Sentía me prolongación física, porción apenas seccionada de una presencia tibia y protectora, casi divina. La voz entrañable de mi madre orientaba mis pensamientos, determinaba mis impulsos. Se diría que un cordón umbilical invisible y de carácter volitivo me ataba a ella y perduraba muchos años después de la ruptura del lazo fisiológico. Sin voluntad segura invariablemente volvía al refugio de la zona amparada por sus brazos. Rememoro con efusiva complacencia aquel mundo provisional del complejo madre-hijo. Una misma sensibilidad con cinco sentidos expertos y cinco sentidos nuevos y ávidos, penetrando juntos en el misterio renovado cada día.
En seguida, imágenes precursoras de las ideas inician un desfile confuso. Visión de llanuras elementales, casas blancas, humildes; las estampas de un libro; así se van integrando las piezas de la estructura en qué lentamente plasmamos. Brota el relato de los labios maternos, y apenas nos interesa y más bien nos atemoriza descubrir algo más que la dichosa convivencia hogareña. Por circunstancias especiales, el relato solía tomar aspectos temerosos. La vida no era estar tranquilos al lado de la madre benéfica. Podía ocurrir que los niños se perdiesen pasando a manos de gentes crueles. Una de las estampas de la Historia Sagrada representaba al pequeño Moisés abandonado en su cesta de mimbre entre las cañas de la vega del Nilo. Asomaba una esclava atraída por el lloro para entregarlo a la hija del Faraón. Insistía mi madre en la aventura del niño extraviado, porque vivíamos en el Sásabe, menos que una aldea, un puerto en el desierto de Sonora, en los límites con Arizona. Estábamos en el año 85, quizás 86, del pasado siglo [XIX]. El gobierno mexicano mandaba sus empleados, sus agencias, al encuentro de las avanzadas, los outposts del yanqui. Pero, en torno, la región vastísima de arenas y serranías seguía dominada por los apaches, enemigo común de las dos castas blancas dominadoras: la hispánica y la anglosajona. Al consumar sus asaltos, los salvajes mataban a los hombres, vejaban a las mujeres; a los niños pequeños los estrellaban contra el suelo y a los mayorcitos los reservaban para la guerra; los adiestraban y utilizaban como combatientes. "Si llegan a venir -aleccionaba mi madre-, no te preocupes: a nosotros nos matarán, pero a ti te vestirán de gamuza y plumas, te darán tu caballo, te enseñarán a pelear, y un día podrás liberarte."
En vano trato de representarme cómo era el pueblo del Sásabe primitivo. La memoria objetiva nunca me ha sido fiel. En cambio, la memoria emocional me revive fácilmente. La emoción del desierto me envolvía. Por donde mirásemos se extendía polvorienta la llanura sembrada de chaparros y de cactos. Mirándola en perspectiva, se combaba casi como rival del cielo. Anegados de inmensidad nos acogíamos al punto firme de unas cuantas casas blanqueadas. En los interiores desmantelados habitaban familias de pequeños funcionarios. La Aduana, más grande que las otras casas, tenía un torreón. Una senda sobre el arenal hacía las veces de calle y de camino. Algunos mesquites indicaban el rumbo de la única noria de la comarca. Perdido todo, inmergido en la luz de los días y en la sombra rutilante de los cielos nocturnos. De noche, de día, el silencio y la Soledad en equilibrio sobrecogedor y grandioso.
Una noche se me quedó grabada para siempre. En torno al umbral de la puerta familiar disfrutábamos la dulce compañía de los que se aman. Discurría la luna en un cielo tranquilo; se apagaban en el vasto silencio las voces. A poca distancia, los vecinos, sentados también frente a sus puertas, conversaban, callaban. Por el extremo de la derecha los mezquites se confundían con sus sombras. Acariciada por la luz, se plateaba la lejanía, y de pronto clamó una voz: "Vi la lumbre de un cigarro y unas sombras por la noria..." Se alzaron todos de sus asientos, cundió la alarma y de boca en boca el grito aterido: "Los indios... allí vienen los indios..."
Rápidamente nos encerramos dentro de la casa. Unos "celadores", después de ayudar al refuerzo de la puerta con trancas, subieron con mi padre a la azotea, llevando cada uno rifle y canana. Cundió el estrépito de otras puertas que se cerraban en el villorrio entero y empezaron a tronar los disparos; primero, intermitentes; después enconados, como de quién ha hallado el blanco. Mientras arriba silbaban las balas, en nuestra alcoba se encendieron velas frente a una imagen de la Virgen. Aparte ardía un cirio de la "Perpetua", reliquia de mi abuela. De hinojos, niños y mujeres rezábamos. Después del padrenuestro, las avemarías. En seguida, y dada la gravedad del instante, la plegaria del peligro: "La Magnífica", como decían en casa. El Magnificat latino que, castellanizado, clamaba: "Glorifica mi alma al Señor, y se regocija mi espíritu en Dios mi Salvador..." "Cuyo nombre es Santo... y su misericordia, por los siglos de los siglos, protege a quien lo teme..."
No fue largo el tiroteo; pronto bajó mi padre con sus hombres. "Son contrabandistas -afirmaron-, y van ya de huida; ensillaremos para ir a perseguirlos." Se dirigieron a la Aduana para pertrecharse, y a poco pasó frente a la casa el tropel, a la cabeza mi padre en su oficio de Comandante del Resguardo. Regresó de madrugada, triunfante. En su fuga, los contrabandistas habían soltado varios bultos de mercancías.
Igual que una película, interrumpida porque se han velado largos techos, mi panorama del Sásabe se corta a menudo; bórranse días sin relieve y aparece una tarde de domingo. Almuerzo en el campo, varias personas aparte de la familia. Sobre el suelo reseco, papeles arrugados, latas vacías, botellas, restos de comida. Los comensales, dispersos o en grupos, contemplan el tiro al blanco. Mi padre alza la barba negra, robusta; lanza al aire una botella vacía; dispara el Winchester y vuelan los trozos de vidrio, una, dos, tres veces. Otros aciertan también; algunos fallan. Por la extensión amarillenta y desierta se pierden las detonaciones y las risas.
Gira el rollo deteriorado de las células de mi memoria; pasan zonas ya invisibles y, de pronto, una visión imborrable. Mi madre retiene sobre las rodillas el tomó de Historia Sagrada. Comenta la lectura y cómo el Señor hizo al mundo de la nada, creando primero la luz, en seguida la Tierra con los peces, las aves y el hombre. Un solo Dios único y la primera pareja en el Paraíso. Después, la caída, el largo destierro y la salvación por obra de Jesucristo; reconocer al Cristo, alabarlo; he ahí el propósito del hombre sobre la Tierra. Dar a conocer su doctrina entre los gentiles, los salvajes; tal es la suprema misión.
-Si vienen los apaches y te llevan consigo, tú nada temas, vive con ellos y sírvelos, aprende su lengua y háblales de Nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros y por ellos, por todos los hombres. Lo importante es que no olvides: hay un Dios Todopoderoso y Jesucristo su único hijo. Lo demás se irá arreglando solo. Cuando crezcas un poco más y aprendas a reconocer los caminos, toma hacia el sur, llega hasta México, pregunta allí por tu abuelo, se llama Esteban... Sí, Esteban Calderón, de Oaxaca; en México le conocen; te presentas, le dará gusto verte; le cuentas cómo escapaste cuando nos mataron a nosotros... Ahora bien: si no puedes escapar o pasan los años y prefieres quedarte con los indios, puedes hacerlo; únicamente no olvides que hay un solo Dios Padre y Jesucristo, su único hijo; eso mismo dirás entre los indios... -Las lágrimas cortaron el discurso y afirmó-: Con el favor de Dios, nada de eso ha de ocurrir...; ya van siendo pocos los insumisos... Me llevan estos recuerdos al de una misa al aire libre, en altar improvisado, entre los mezquites, el día que pasó por allí un cura consumando bautizos.
No sé cuánto tiempo estuvimos en aquel paraje; únicamente recuerdo el motivo de nuestra salida de allí.
Fue un extraño amanecer. Desde nuestras camas, a través de la ventana abierta, vimos sobre una ondulación del terreno próximo un grupo extranjero de uniforme azul claro. Sobre la tienda que levantaron flotaba la bandera de las barras y las estrellas. De sus pliegues fluía un propósito hostil. Vagamente supe que los recién llegados pertenecían a la comisión norteamericana de límites. Habían decidido que nuestro campamento, con su noria, caían bajo la jurisdicción yanqui, y nos echaban: "Tenemos que irnos -exclamaban los nuestros-. Y lo peor -añadían- es que no hay en las cercanías una sola noria; será menester internarse hasta encontrar agua."
Perdíamos las casas, los cercados. Era forzoso buscar dónde establecernos, fundar un pueblo nuevo...
Los hombres de uniforme azul no se acercaron a hablarnos; reservados y distantes esperaban nuestra partida para apoderarse de lo que les conveniese. El telégrafo funcionó; pero de México ordenaron nuestra retirada; éramos los débiles y resultaba inútil resistir. Los invasores no se apresuraban; en su pequeño campamento fumaban, esperaban con la serenidad del poderoso.

(Tomado de: Vasconcelos, José – Ulises criollo. Primera parte. Lecturas Mexicanas #11; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,1983)

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