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lunes, 26 de junio de 2023

El helicóptero azul, 1971

 


El "helicóptero azul"

Las más variadas técnicas y los más peliculescos detalles son encontrados siempre al lado de cada fuga efectuada en alguna prisión de "máxima seguridad".
Lo inimaginable es lo que se convierte en realidad y deja atónitos a propios y extraños, porque jamás se pensó que ese ardid se fuera a emplear en el curso de una evasión.
Y tal cosa es lo que aconteció precisamente con la huida de Joel David Kaplan, quien desde el interior de la penitenciaría del D.F. en Iztapalapa.
Si bien la idea de este libro es referirse a la serie de fugas que se registraron en los 76 años de vida del Palacio Negro de Lecumberri, decidimos no dejar al margen la escapatoria de Kaplan, porque en verdad parece que ha sido la única en el mundo realizada en la forma en que ésta tuvo lugar.
Todo lo relacionado con el caso "Melchior Vidal" constituye un acertijo que la policía Mexicana fue incapaz de resolver y que culminó con el escape de David Joel Kaplan del penal de Santa Martha.
A finales de los años sesentas llegó a México un conocido personaje en el mundo de los negocios norteamericanos, Louis Melchior Vidal Jr., con el objeto de llevar a cabo una serie de transacciones para lograr la explotación de la melaza, lo cual era el punto medular de sus ingresos.
Al llegar al aeropuerto de la ciudad inmediatamente se dirigió al Hotel Del Prado -aquel que todos recordamos y que echó por tierra el terremoto de 1985-, alojándose en una lujosa suite.
Nadie a ciencia cierta recuerda haber visto a Vidal Jr., pero él estaba ahí desparramando dólares en propinas y en gastos durante su permanencia en el que fuera lujoso hotel capitalino.
Una mañana Vidal coloca sus zapatos en la puerta de la habitación, como se estila en todo el mundo en hoteles de postín, para que el servicio de aseo de calzado los lleve a "bolear".
A todos los empleados relacionados con este tipo de actividad les extrañó sobremanera que el calzado del turista tuviera un agujero en la suela.
"No es posible -coincidieron- que tenga este tipo de zapatos, si con las propinas de la cena y el desayuno pudo haber comprado unos mejores".
Pero así era y el hecho más bien se interpretó como posible "tacañería" del hombre de negocios.
Vidal sale del hotel, sin que nadie recuerde a qué hora, ni con quién, aún menos hacia dónde. Estaba convertido en el "hombre invisible".
Transcurren dos días y el personaje no retorna a su suite del hotel, pero su equipaje está ahí y en la caja tiene un fuerte depósito que no puede hacer pensar que huyó del hotel para no pagar la cuenta.
Todos piensan que se trata de alguno de esos millonarios excéntricos que seguramente se fue de paseo para conocer algunos puntos de la capital o, incluso, de la provincia y que retornará en cualquier momento.
Mientras esto acontece aquí, unos campesinos encuentran un cadáver semi enterrado al lado de la carretera a Cuernavaca y dan parte de ello a la policía, que desde luego se entrega a la investigación.
El cuerpo no puede identificarse porque comenzaba a descomponerse, pero algo llama poderosamente la atención de los investigadores: "Debe tratarse de alguien no muy próspero, porque tiene un zapato con enorme agujero en la suela".
Se trata del mismo par de zapatos que el misterioso hombre envía a que lo lustren en el Hotel Del Prado.
Algunos papeles que se encuentran más tarde y el poderoso hecho del calzado, ahorran esfuerzos a los agentes, porque existe ya la posibilidad de identificar el cuerpo como Louis Melchior Vidal Jr.
Entonces se profundizan los caminos de las averiguaciones, hurgando a qué vino a México, con quién o quiénes lo hizo, en dónde estuvo y, sobre todo, quién lo mató y por qué.
La policía no encuentra el arma homicida y en un momento se crea todo un juego de ajedrez para los investigadores, que no tienen la menor idea de a qué cosas se están enfrentando.
Sin embargo, no había como el Servicio Secreto para desentrañar misterios de este tipo y todavía toca a ese cuerpo policiaco, antes de convertirse en DIPD [División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia], iniciar el aporte de las primeras pruebas del caso..
Con ayuda de los escasos papeles que se recuperan, el indicio de los zapatos rotos y la ayuda de autoridades consulares de EE. UU. en México se llega a saber que, ciertamente, el cuerpo hallado perteneció en vida a Louis Melchior Vidal Jr.
Sobre la base de a quiénes beneficiaba su muerte y por qué, los agentes ponen a disposición del Juzgado de Primera Instancia de Coyoacán, al cual competía el caso por jurisdicción, a personas que podían estar conectadas con el homicidio.
Y ahí llegan David Joel Kaplan, Harry Kopelson y otras personas de menor importancia, inclusive el corredor de autos Luis de la Torre.
En las investigaciones iniciadas por el juez Ángel Vidal, surge a la luz que los negocios de Melchior habían desatado una serie de ambiciones y diferencias, porque varias personas se disputaban la melaza para comerciar con ella.
Louis Melchior, más hábil o con mejor suerte, había logrado el control y todo eso molestó a sus rivales que determinaron quitarlo de en medio para tomar su lugar.
Igualmente quedó claro que se habían trasladado a México porque aquí tendría lugar una fase del negocio, sólo que Vidal Jr. nunca llegó a las conversaciones y prácticamente iba a quedar fuera del negocio.
Eso dio la pauta para las aprensiones que la policía llevó a cabo. Mientras una hermosa mujer, elegante, joven, cautivadora, llegó sorpresivamente de Nueva York, lugar del domicilio del occiso, para identificar el cadáver y determinar si era o no su esposo.
La diligencia se llevó a cabo en medio de una gran tensión.
Iba ataviada de riguroso luto la señora, haciendo resaltar lo blanco de su piel y el azul de sus ojos.
las puertas del Servicio Médico Forense se abrieron para que la dama penetrara hasta los refrigeradores de esa institución, en donde colocados en gavetas se encuentran los cuerpos de quienes tienen la desgracia de perder la vida en forma accidental y, a la postre, deben ser identificados.
Podía escucharse el vuelo de una mosca cuando el doctor Gibbón Maitrett, jefe del Semefo, indicó a la dama que pasara a ver el cuerpo que en esos momentos era sacado del sitio en el que se colocó, instalado como ya dijimos antes, en una gaveta que se hacía correr, como los cajones de un archivero.
La señora vio el cadáver y acto seguido se desplomó desmayada.
Hubo que prestarle momentánea ayuda para que recuperara el sentido y al ser interrogada por Gibbón Maitrett respecto a si el cadáver que había visto era el de su esposo Louis Melchior Vidal Jr. o no, repuso en forma positiva desde luego.
La señora desapareció y el caso se limitó al juicio que continuaba desarrollándose en el Juzgado de Primera Instancia de Coyoacán.
Kopelson pudo recuperar la libertad bajo fianza al igual que el corredor de autos, porque su participación en los hechos era menor; no así Kaplan, sobre quien gravitó desde un principio la autoría y ejecución del homicidio.
Un conocido bufete de abogados se encargó de la defensa de los acusados, pero no pudo evitar que a Kaplan se le condenara a 30 años de prisión, confinándolo en la Penitenciaría en Iztapalapa, porque no tenía recurso legal alguno que esgrimir en su favor, es decir, estaba ejecutoriado.
En febrero de 1971, medio año antes de la espectacular fuga, la pareja Kaplan-Contreras intentó escapar de Santa Marta Acatitla, a bordo de un tráiler en cuyo interior se ocultaron, pero fueron descubiertos y retornados a sus lugares asignados en el penal, aún cuando sospechosamente no se les castigó enviándolos a un sitio en donde no pudieran moverse por la cárcel con las libertades que tenían.
El 18 de agosto de 1971 todos notaron la insistencia de David Joel Kaplan por permanecer cerca del patio interior del dormitorio número uno de la Penitenciaría y de que Carlos Contreras, que se había convertido en su inseparable, no lo soltaba ni un segundo.
Sin embargo nadie imaginó, mi por asomo, lo que estaba a punto de acontecer y no dieron importancia a la situación ya que, repetimos, los dos hampones se habían convertido en inseparables y se ayudaban mutuamente en el paso de su vida carcelaria.
A las 18:35 horas de esa fecha, llamó la atención el ruido de un helicóptero que descendía y se acercaba al mencionado patio del dormitorio uno.
Los ojos de reclusos y celadores que estaban por ahí se posaron en el aparato, un tanto incrédulos, porque por momentos daba la impresión de que el plan del piloto era aterrizar en el penal.
Nadie dio una seña de disparar contra ellos, nadie tampoco hizo algo para saber si aquella nave en verdad iba a la prisión; todos, simplemente, observaban.
Y los ojos salieron de las órbitas de los testigos, cuando el helicóptero bajó y como era de color azul, pensaron que era de la policía y que en él viajaba por alguna razón muy importante algún funcionario.
Lo cierto es que a la mínima altura que podía sostenerse volando sin caer y sin chocar contra postes, astas, anuncios que hay en esa zona, lanzó una escala a la que Kaplan y Contreras se lanzaron en forma por demás desesperada. El primero en tomarla fue David Joel y enseguida su lugarteniente.
La nave inmediatamente volvió a tomar altura, sin que tampoco nadie acertara a tomar una decisión para impedirlo.
Kaplan y su socio subieron por la escala, luchando contra el viento, hasta que se introdujeron a la cabina.
Todo el personal del presidio, incluyendo enfermeras, mozos y hasta el director mismo, el coronel José Luis Campos Burgos, pasando por todo el cuerpo de vigilancia, quedó encerrado en calidad de detenidos, por órdenes precisas de Octavio Sentíes, quien fungía como regente de la ciudad.
Desde luego hubo versiones de que el único aparato del tipo que efectuó la faena señalada, color azul, sin matrícula, pertenecía a la Procuraduría de la República.
Los testigos manifestaron que por momentos se pensó que los prófugos -ya habían salido del penal- se estamparían contra la barda inmediata al sitio de la fuga, en los momentos en que el piloto imprimió más velocidad a la nave para elevarse y eludir el obstáculo.
La escala se dirigió con toda rapidez hacia esa muralla, balanceándose por el peso de los reos y podía jurarse que no lograría salvar los 13 metros de alto de la mencionada barda.
Para suerte de Los hampones internacionales, lograron su objetivo. La evasión duró exactamente dos minutos.
En el momento de la fuga, la mayor parte de los presos se encontraba en la habitual función de cine, por lo que de hecho no se enteraron en forma inmediata de lo acontecido.
Al revisar el libro de visitas se puso en claro que ese día visitaron a Kaplan y a Contreras sus respectivas esposas, pero a nadie extrañó porque lo hacían con frecuencia.
Causó extrañeza que estando designado el dormitorio uno para los reos de menor edad y mejor conducta, se hubiera permitido que los dos pájaros de cuenta quedaran alojados ahí.
Por lo que hace a las investigaciones posteriores a la huida, se puso en claro que los aeropuertos inmediatos al D.F. no registraban ningún vuelo autorizado para ningún helicóptero en ese día, salvo uno que viajó por la mañana hacia Guadalajara, pero el cual se checó debidamente que hubiera hubiese llegado a su destino.
La vigilancia se estableció en los puertos aéreos, en todas las casetas de salida de carreteras, pero no se halló el menor rastro.
Se dijo que la nave, posiblemente, se había encaminado hacia Chalco, pero en ese sitio y sus alrededores nada se encontró.
Más tarde llegaron noticias de que Kaplan estaba en Estados Unidos, disfrutando sus millones y riéndose de lo que hizo. Después se perdió todo rastro. Tampoco se supo nada del hamponcete Carlos Contreras.
Hay que destacar todo lo misterioso que fue el caso de Melchior Vidal Jr., porque nunca nadie recordó haberlo visto en persona y por ende no se supo ni cómo era el detalle de los zapatos con agujeros en la suela fue obvio que era para identificar el cadáver que se encontraría más tarde como el de Melchior Vidal Jr.
La hermosa rubia, supuesta viuda, que vino a identificar el cuerpo, mucho se dijo que no era la verdadera esposa de Vidal.
Después con la fuga de Kaplan, el asunto materialmente "se deshizo".
Sólo queda reiterar que sin lugar a dudas no hay paralelo, en lo que a espectacular se refiere, entre esta fuga y miles más que se han registrado por todo el mundo, con la particularidad de que tampoco tuvo el menor rastro de violencia.
Esto fue lo que nos llevó a incluirla en esos relatos que se refieren principalmente a las evasiones que atestiguó el vetusto Palacio Negro de Lecumberri, hoy convertido en flamante sede del Archivo General de la Nación.


(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de Periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)

jueves, 7 de julio de 2022

El Raffles mexicano

 


Para fugarse de una prisión, además de la oportunidad y la suerte que juegan importantísimo papel, es necesario tener sangre fría y astucia o, en su defecto, recurrir a la violencia.

Pruebas de todo constan en cada evasión conocida en cualquier parte del mundo.

En muchas ocasiones la oportunidad puede provocarse, pero la suerte viene por sí sola o no llega nunca y la astucia va adentro del individuo que, si no la tiene, tampoco le llegará jamás.

La violencia es el argumento de todos los que en el momento crucial no tuvieron ni la suerte, ni la ocasión, ni el talento para consumar una huida en forma pacífica y efectiva.

Hace alrededor de cuatro décadas hubo en México un delincuente a quien por su forma de actuar se le bautizó como "Raffles Mexicano" o "Manos de Seda".

El verdadero "Raffles", hampón a la alta escuela, operó en los más escogidos centros de reunión de la alta sociedad europea y los beneficios que obtuvo con esas ilícitas actividades fueron enormes, disfrutando de ellos como el gran señor que nunca fue.

Pero hablábamos de Roberto Alexander Gros, el "Raffles Mexicano", quien llenó una larga página de fechorías a lo largo de varios años.

Los miembros del hampa decían que este delincuente podía considerarse de los mejores en su especialidad, porque era "limpio" para realizar sus ilegales actividades.

Vestía apropiadamente y era simpático, lo que le facilitaba, en un gran porcentaje, el llegar a los lugares en donde podía operar con grandes beneficios.

Era capaz de sustraer la cartera de una persona sin que ésta se percatara, no obstante estar avisado de la presencia del ladrón, de ahí nació el mote de "Manos de Seda".

Su especialidad era precisamente el robo en grande escala, ya que no le importaba apoderarse de pequeñeces. El iba tras las grandes joyas, fuertes cantidades de dinero, relojes finos y todas esas cosas, inclusive antigüedades, adornos y no se diga el oro.

Los golpes asentados por Alexander habían sido muchos y en gran escala, pero para su suerte siempre había logrado salir avante, logrando hacer una fortuna de cierta consideración.

Pero la ambición lo acabó, como siempre suele suceder en la vida.

Una de sus actividades consistía en infiltrarse en los grandes hoteles de la capital y en ocasiones enamorando a las mucamas y en otras repartiendo dinero, lograba tener acceso a las suites, en donde el caudal existente era en grande.

Todo comenzó cuando la policía se percató de que esos robos cuantiosos en hoteles se sucedían con demasiada frecuencia y, desde luego, se pensó en que alguna banda de argentinos o colombianos se había colado a México y estaba haciendo de las suyas.

Se estableció fuerte vigilancia en todos los hoteles de lujo, en los grandes restaurantes y en todos los puntos de reunión donde la gente adinerada podía llegar, pero los robos continuaban y no se sabía quién era el autor.

Como todos los delincuentes que se sobreestiman y consideran ser tan superiores a la policía, que jamás caerán en sus manos, Alexander llegó a ese momento.

Sabía de la facilidad que tenía para practicar el famoso "dos de bastos" (introducir los dedos índice y medio en los bolsillos ajenos para sacar la cartera) y pensó que nunca nadie lo descubriría.

Cuidando siempre su apariencia lograba penetrar en los lugares que le interesaban, sin que nadie pensara que se trataba de un ladrón y eso le ayudaba.

Una mañana logró burlar la vigilancia establecida en el hoy desaparecido Hotel Regis y se coló a los pisos superiores en donde, sabía, la servidumbre estaría haciendo el arreglo de los cuartos y suites.

Pensó que era el momento de dar el gran golpe de su vida y se dedicó a dar los pasos para ello 

Sin contratiempo forzó algunas cerraduras, simplemente al azar, adivinando, con su experiencia, que en tal o cual cuarto habría valores. Con ayuda de su ganzúa y demás equipo capaz de abrir lo más difícil de las puertas, pudo entrar a seis habitaciones.

En unas encontró alhajas, en otras un magnífico reloj de una dama olvidadiza que por salir de prisa lo dejó sobre el buró, y en otras más, dinero.

Alexander estaba feliz de la vida porque el éxito logrado aquella mañana no lo había tenido en mucho tiempo, y le permitiría disfrutar por un buen tiempo de la buena vida sin tener que trabajar.

Los bolsillos del "Raffles" estaban materialmente repletos de los objetos robados cuando decidió que era tiempo de abandonar el hotel, porque si robaba más ya no tenía en dónde guardarlo y podía ser descubierto.

Se encaminó hacia los elevadores, pero entonces, una sagaz y cumplida encargada de piso lo vio con cierta extrañeza, y como no recordara haberlo visto en calidad de huésped pensó que se trataba de un ladrón.

Obviamente, la muchacha no estaba muy equivocada, pero todavía temerosa de cometer un garrafal error que le pudiera costar el empleo y tal vez hasta algo más, se acercó hasta el sujeto que en esos momentos abordaba el elevador que había llegado a la llamada que se hiciera con el timbre.

"¿Perdón señor, está usted alojado en este piso?", inquirió la joven, y la pregunta muy a pesar de la sangre fría, aplomo y experiencia del bandolero, lo puso a temblar.

Sorprendido no supo qué responder, titubeó y hasta cambió de color.

Esto dio la pauta a la empleada de que su olfato detectivesco no había fallado y que estaba ante un delincuente de alta escuela.

Viajaban los dos solos en el elevador, que descendía con rapidez, y Alexander ya no supo qué hacer.

Quizá pensó en que al llegar a la planta baja podría correr y alcanzar la calle con facilidad, pero apenas se abrieron las puertas del elevador, en el piso bajo, la joven comenzó a gritar que había un ladrón, pidiendo la ayuda del equipo de seguridad.

En menos tiempo del ocupado para narrar esto los agentes ya estaban preguntando a la joven qué sucedía y ésta, narrando lo que descubriera, señaló al "Raffles" y los de vigilancia lo detuvieron.

El hampón debe haber sentido que toda la construcción le daba vuelta por encima de su cabeza y que se le derrumbaba en un anticipo de lo que acaecería el 19 de septiembre de 1985, con el terremoto.

Alexander fue llevado a un compartimento en donde se le pidió volteara sus bolsas al revés, e inclusive que se desnudara.

El delincuente sabía que estaba perdido. Ni siquiera opuso resistencia, aun cuando de nada le hubiera servido, y así fueron saliendo anillos, costosas medallas, relojes, dinero, dólares, plumas fuente, mascadas de fina seda e infinidad de cosas de valor.

"Raffles" estaba perdido y fue consignado de inmediato, relatando ante los agentes policiacos todas las fechorías que había consumado y en dónde.

Poco o nada se pudo recuperar de los robos anteriores, porque por protección no se dejaba objetos en su poder, excepción hecha del dinero que no tiene marca de propiedad alguna.

Poco después el delincuente de alta escuela estaba en el lóbrego y triste Palacio Negro de Lecumberri.

Los barrotes de las crujías no iban a ser impedimento para que él retornara a la libertad, pensó al llegar al presidio, e inmediatamente comenzó a planear cómo sería su fuga y a estudiar los "puntos débiles" de aquel temido penal.

Alexander no dejaba de estudiar todos los movimientos y cada rincón de la cárcel, ocupando todo su tiempo en ello y así descubrió que un punto vulnerable podía ser el momento de la salida de los visitantes.

Días después ya estaba formado en la cola de las mujeres que salían después de visitar a algún pariente. Por supuesto, vestido de mujer.

El "Raffles" fue ayudado por un celador y logró su objetivo.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que volviera a lo que en verdad era el sitio que le correspondía: la cárcel.


(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de Periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)


miércoles, 26 de enero de 2022

Alberto Gallegos, otra ley fuga

 


Apenas habían transcurrido tres años, treinta y seis escasos meses cuando la sociedad volvió a conmoverse ante la presencia de otro espeluznante crimen, muy semejante al cometido por Luis Romero Carrasco, sólo que este último perpetrado en una sola víctima. También el instrumento asesino fue un grueso tubo, que en forma increíble y por la saña con que se ejecutó desbarató el cráneo de la acaudalada dama de sociedad, amiga de condes, reyes y otros miembros de la nobleza europea y altamente estimada en México. Ella era Jacinta Aznar, cariñosamente llamada por todos Chinta Aznar.

Ella vivía sola en una palaciega casa de la Avenida Insurgentes, precisamente en el número 17, y ahí con frecuencia la visitaban sus amistades, todos ellos del sexo masculino ya que, inclusive, según lo pusieron en claro las investigaciones posteriores al crimen, tenía un amante al que se le conocía como Paco, pero cuya identidad jamás trascendió.

Poco antes de ser asesinada los vecinos de la mujer se percataron de que varios sujetos habían estado en el lujoso domicilio de la dama, y después notaron que ésta había desaparecido, pero como viajaba frecuentemente a Europa se pensó que estaba allá, en el Viejo Mundo, disfrutando su dinero y su tiempo.

La verdad era muy distinta. Ella no estaba en Europa y ni siquiera había salido de su mansión, pero esto sólo pudo saberse cuando la fetidez que reinaba en torno a su casa llegó a tal grado que se hizo indispensable llamar a las autoridades para que investigaran, quienes debieron romper los ventanales para poder penetrar a la vieja casona.

El cuadro que apareció ante los ojos de los policías comisionados para el caso resultaba inenarrable: un cuerpo de mujer en completo estado de putrefacción, con la cabeza deshecha a golpes, cubierto con sangre ya seca y encima sábanas y cobijas tratando de esconderlo.

Dentro de la residencia el desorden hallado daba cuenta del saqueo que se llevó a cabo, o que pretendió hacerse por parte de los asesinos.

Los periódicos dieron cuenta pormenorizada del crimen y la sociedad se alarmó, lo mismo por la pérdida de la señora, quien era ampliamente conocida por todos los círculos, como por la artera forma en que perdió la vida.

Las primeras investigaciones dirigían la posible culpabilidad del homicidio contra un muchacho que era mozo y hacía mandados a Chinta, pero más tarde surgieron sospechas contra el fotógrafo José Sánchez y, finalmente, la personalidad del motorista Pedro Alberto Gallegos creció como principal responsable.

Buscando librarse de toda culpa, Gallegos lanzaba imputaciones contra sus coacusados y de un sujeto que sólo se conoció como Paco y de quien se dijo era amante de la señora asesinada.

El motorista Gallegos, quien también en sus ratos de ocio practicaba la fotografía, afirmó haber presenciado un disgusto entre la señora Aznar y el tal Paco, porque ella se negaba a firmar "esos documentos" que a él le interesaban tanto.

La policía nunca creyó que Paco existiera y se dio a la tarea de encontrarlo, pudiendo establecer que las meseras del restaurante Lady Baltimore lo conocían porque, dijeron, solía acudir a ese sitio a tomar café con la señora Chinta Aznar.

Sin embargo, Paco se volvió ojo de hormiga y jamás nadie habló con él, ni tampoco se pudo obtener una descripción allegada a la realidad, aunque todos coincidían en que "era elegante y tenía un lujoso auto".

El crimen se cometió el 22 de enero de 1932, pero cuando fue descubierto, por el olor nauseabundo que salía de la mansión, había transcurrido un largo mes, según dijeron los médicos legistas encargados de examinar el cuerpo de la mujer.

Gallegos, un tipo peligroso, muy hábil y labioso, trataba de enredar a sus coacusados para encontrar la forma de salir sin culpa, pero los agentes sabían que si alguno de los tres detenidos era el responsable del abominable crimen ese era Gallegos.

Y lo presionaron. Sobre él cayó el consabido auto de formal prisión por el asesinato de Chinta y quedó sujeto al respectivo proceso e internado en la Penitenciaría del D.F.

Después de que sistemáticamente eludió admitir que él era el feroz homicida, Gallegos envíó una carta al juez que tenía su caso admitiendo en ella la total culpabilidad y librando de toda culpa a sus coacusados.

Manifestó que el día de los hechos, 22 de enero, acudió a Insurgentes 17 para llevar a Chinta Aznar unos letreros que le había pedido, para anunciar la venta de su residencia.

Estaba con ella, y en algún momento la señora le dio la espalda cosa que aprovechó él para tomar unas costosas joyas que se encontraban sobre un mueble.

La dama se percató de eso y le llamó la atención, sumamente indignada, diciéndole que no iba a permitirle esa actitud y que llamaría a la policía.

Se acercó a la ventana con intenciones de abrirla y pedir auxilio y entonces, según el relato escrito del asesino, no le quedó otro camino que agredir a la señora.

Llevaba un tubo envuelto en unos papeles y lo sacó, comenzando a dar severos golpes contra la dama. Primero en la cabeza, la que le deshizo a golpes, y después en el cuerpo.

Ella cayó al suelo pesadamente y sin vida, mientras que Gallegos y compañía se dedicaban al saqueo, huyendo a la postre.

La confesión escrita resultó definitiva para condenar al chacal, y como en ella liberaba de culpa a los otros dos sujetos consignados con él se les dejó en libertad. Mientras tanto, él comenzaría a cumplir su larga condena de 20 años acordada por el juez.

Poco después se determinó que el feroz asesino, Pedro Alberto Gallegos, debería pasar a las Islas Marías para purgar en ese territorio la sentencia impuesta por el juez.

Se hicieron los preparativos y un día llegó a Lecumberri un piquete de soldados en pos del criminal, para hacer efectivo el traslado al Pacífico.

El torvo asesino, con caracteres físicos semejantes a los descritos por Lombroso, no podía ocultar el temor que ese "paseo" le producía y trató de evitarlo, pero no era posible. Junto con otros hampones de poca monta abordó el ferrocarril y el convoy partió.

Y cuando estaba en la estación de Lechería se produjo el desenlace de la tragedia de Insurgentes 17: las balas de los soldados que viajaban como escoltas del ferrocarril dispararon contra Gallegos cuando pretendió escapar.

En esa forma quedaba cerrado el caso de Chinta Aznar y una vez más la "ley fuga" había redituado utilidades de tipo social, porque deshacerse del criminal, que era Gallegos, resultaba una profilaxis de gran valor para las familias capitalinas y del país en general, que sintieron respirar con tranquilidad cuando se enteraron de lo sucedido.

Claro está que no faltaron algunas protestas de gente que no estaba de acuerdo con lo sucedido, argumentando que la "ley fuga" era una forma ilegal de matar.

Pero ¿acaso lo hecho por Luis Romero Carrasco y Pedro Alberto Gallegos no era, además de ilegal, sangriento, brutal e indebido?

La "ley fuga" había cumplido con su difícil cometido, la forma en que se hubiera efectuado realmente no importaba. Todo había sido en pro del castigo contra delincuentes, a quienes no tenía caso sostener en una prisión porque tarde o temprano retornarían a cometer más fechorías.


(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de Periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)

martes, 30 de noviembre de 2021

Gregorio Cárdenas

 


Un eslabón más se agregó a la cadena de fugas registradas en los años cuarentas y tocó a Gregorio Cárdenas Hernández escenificarlo y, como en los inmediatos anteriores, tampoco hubo ninguna violencia que lamentar.

Este reo no se escapó del Palacio Negro, sino del manicomio de La Castañeda, en el cual es alojado por instrucciones del juez de su causa, Carlos Espeleta Torrijos, traslado que se realiza muy poco después de que el acusado es aprehendido.

Hasta el momento de la evasión, efectuada el 24 de diciembre de 1947, Cárdenas vivió más tiempo de sus años de reclusión en la Castañeda que en Lecumberri.

La explicación de esto es que el reo debía ser estudiado por los siquiatras y demás especialistas que tenían que dictaminar si Cárdenas estaba loco o no, o si sufría algún otro trastorno.

Con él escapa su amigo Carlos Burgos Montalvo, quien a su vez fungía como su secretario en el manicomio, en donde también era un enfermo recluido para exámenes médicos.

Sabido es que Gregorio Cárdenas, a quien todo el mundo conoció como "Goyo", dio muerte a cuatro mujeres, estrangulándolas y a la postre enterrándolas en el patio de su propia casa, en la célebre dirección de Mar del Norte 17, en Tacuba.

Las muertes provocadas por este sujeto causaron un verdadero pánico en la sociedad, que exigía un ejemplar castigo para el responsable de ellas.

Sólo que para resolver con plena justicia, el juez necesitaba saber si estaba frente a un demente y únicamente los especialistas podían determinar tal cosa.

Ante esa situación el proceso quedó suspendido después del auto de formal prisión y Gregorio fue enviado a La Castañeda, en donde los médicos se aventaron la pelota y nunca dictaminaron la verdad.

Solamente el doctor Alfonso Quiroz Cuarón mantuvo la tesis de que"Goyo" no estaba en sus cabales.

Después de transcurrir algunos años en Mixcoac, el reo decidió que había llegado el momento de"tomar unas vacaciones", como él mismo lo confesó a la policía cuando lo recapturaron, y el 24 de diciembre, fecha tan especial, les dio comienzo fugándose del manicomio.

Confesó que acercó una mesa a la ventana que tenía en su celda y se subió a ella para romper la malla que la protegía, una vez ante la oquedad libre de obstáculos brincó hacia un pasillo, el cual comunicaba directamente con la muralla del establecimiento, pero que podía ser franqueable con cierta facilidad.

Y eso fue lo que hizo el reo, quien seguía los pasos de Burgos, su cómplice y amigo que ya lo esperaba en ese punto.

Ambos se ayudaron hasta que alcanzaron la calle, sin que ninguno de los vigilantes se percatara de su hazaña. Con 250 pesos que el"estrangulador" había ahorrado, decidió irse a Veracruz, llevando con él a su "secretario", pero llegaron hasta Oaxaca, en donde un policía que antes estuvo comisionado en La Castañeda, lo reconoció y avisó al D. F. lo que había visto, saliendo agentes hacia allá para recapturarlo.

La tarea no resultó fácil, porque el prófugo "brincó" por diversos sitios logrando burlar a sus perseguidores, temporalmente.

A pesar de todo los detectives dieron con él, acompañados por el propio "secretario" del prófugo.

Ya en el Palacio Negro se le confinó en una "jaula" de la circular uno, en donde se le mantuvo por largo tiempo sin darle mayores facilidades, ante la posibilidad de que pudiera intentar una nueva fuga.

El tiempo transcurrió y él se dedicó a estudiar leyes, haciéndose de una gran cantidad de libros que le ayudaron en ese objetivo, y cuando adquirió conocimientos comenzó a ayudar a muchos reclusos que carecían de una forma de defensa real y a otros que fueron victimados por inmorales seudoabogados que únicamente los despojaron del poco dinero que tenían, con el pretexto de "tramitarles su libertad", lo cual jamás hicieron.

Al mismo tiempo "Goyo" trataba de ayudarse él mismo con su caso, ya que el proceso estaba suspendido por haberlo trasladado a Mixcoac, y tampoco podía considerársele legalmente como un loco por no existir dictámenes al respecto.

Volvió a caminar el reloj y así transcurrieron 34 años, poco menos de lo que el juez Espeleta Torrijos pudo haberle impuesto como condena, si el juicio no se suspende.

En ese momento aparece una nueva legislación, incluyendo la Ley de Normas Mínimas que abrió las puertas de la prisión a muchos reclusos.

Se buscó ahí la forma de beneficiar a Cárdenas, mientras las puertas del lóbrego Palacio Negro se cerraban definitivamente.

Dos semanas después de esto, habiendo sido enviado al Reclusorio Oriente mientras tanto, "El Estrangulador de Mujeres" recuperó la libertad.


(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de Periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)

martes, 14 de mayo de 2019

Luis Romero Carrasco

El negro manto de la madrugada fue atravesado por varios disparos que provocaron angustia y mucho temor en más de ciento cincuenta personas que viajaban a bordo del ferrocarril, que en esos momentos casi llegaba a la estación de Huehuetoca.


Un tremendo bullicio surgió en seguida de los balazos, se acalló por sí solo cuando, a pesar de todo, pudo apreciarse cómo caía al suelo un pesado cuerpo.


El tren, que arrastraba algunos carros blindados, transportaba un nutrido grupo que estaba formado por cien reclusos que eran conducidos a las Islas Marías, acompañados por cincuenta custodios sobre cuyas espaldas pesaba la grave responsabilidad de llegar a la meta con orden y seguridad.


Los ojos de los presidiarios se abrieron al máximo, reflejando un espanto total, ávidos de conocer los más insignificantes detalles de lo que acontecía, pero todos estaban bajo estricto control y debieron conformarse, por el momento, con saber que las balas vomitadas por una pistola, o tal vez algún fusil, no había alcanzado a nadie de los que estaban en ese vagón.


Como resultado del incidente nadie pudo recuperar el sueño, muy a pesar de que todos estaban profundamente sumidos en los brazos de Morfeo cuando la balacera surgió en la escena.


Ahora lo que más les importaba era saber al detalle qué había motivado aquellos disparos; no pocos temían por su vida y el viaje hasta el islote del Pacífico todavía guardaba muchísimas horas.


Los cautivos dieron inicio a las especulaciones, que iban desde la posibilidad de que en forma accidental se haya disparado el arma, hasta el hecho de que premeditadamente se hubiera matado a alguien.


Los más avezados recordaron a sus compañeros que entre ellos viajaba el torvo criminal Luis Romero Carrasco, quien ya se había fugado meses antes de la Cárcel de Belém y que, tal vez, en un nuevo intento llegaba seguramente al empleo de la fuerza a cambio de recuperar la libertad.


El debate siguió su curso, nadie hizo ya el menor intento por volver a dormir puesto que lo principal era saber qué aconteció en Huehuetoca.


El calendario marcaba el amanecer del día 13 de marzo de 1932 y el reloj indicaba que eran las 2:20 de la madrugada, hora muy inoportuna para poner a tos los viajeros de aquel tren en la tesitura de adivinar lo acontecido apenas escasos minutos antes.


A pesar de que la marcha del ferrocarril resultó muy lenta a partir del momento en que se escucharon los balazos, poco tiempo después el convoy hizo alto total al llegar a la estación de Tula.


La ansiedad creció, los militares que iban en aquella comitiva, custodiándola, bajaron en forma precipitada y haciendo grupos hablaban entre sí a un lado del tren.


Por la forma en que discutían era notorio que algo muy grave había acontecido en Huehuetoca, pero la pregunta seguía en el aire para los cien reos que ahí estaban: “¿Qué fue lo que sucedió...?”.


Faltaba muy poco para saberlo y ello vino cuando un grupo de soldados rasos ayudaron a bajar una camilla en la que un cuerpo, aparentemente sin vida, era conducido al interior de la estación.


A través de las ventanillas, totalmente cerradas, los que estaban más cerca se asomaban y a la vez se encargaban de transmitir a sus compañeros lo que veían.


Por momentos el murmullo crecía, pero en la misma forma descendía hasta hacer perceptible el más leve sonido.


Uno de los oficiales que proseguía el viaje con los cien reclusos, porque el tren reanudaba la marcha, se acercó al grupo de reos para recomendarles que se comportaran en la debida forma y nada de intentos de fuga o rebelión porque podían seguir el camino de “su compañero, Luis Romero Carrasco”.


¡Por fin! la angustiosa espera llegaba a su término.


El torvo criminal que bajó en una camilla cargada por los soldados ya no volvería a sus andanzas tristes en esta vida, porque ¡está muerto…!, dijo con voz grave el oficial.


A las insistentes e interminables preguntas de las cien curiosos el militar respondió, más que nada por obligarlos a que no trataran de imitar a Romero Carrasco, explicando que con el pretexto de ir al sanitario Luis Romero Carrasco había querido fugarse.


Y revivió la escena surgida en las goteras de Huehuetoca:


Concedido el permiso para que acudiera al baño, porque dijo que “era ya imposible aguantarse más”, se encaminó hacia el reservado en cuestión seguido de cerca por un capitán que estaba encargado personalmente de vigilarlo.


Apenas abrió la puerta de gabinete y se introdujo, intentó cerrarla detrás de él, con lo que el oficial hubiera quedado con un palmo de narices mientras que él buscaría abrir la ventana para lanzarse al vacío en pos de la recuperación inmediata de su libertad.


Pero no contó con la agilidad del militar, que adivinando que buscaría cerrarle la puerta interpuso el pie derecho e impidió que el reo consiguiera su objetivo.


Al percatarse Romero Carrasco de que el militar no le daba la libertad de encerrarse, sacó de entre su ropas una enorme chaveta y luego lanzó un ataque con ella, mismo que pudo evitar el capitán que, ni tardo ni perezoso, desenfundó su pistola y disparó en tres ocasiones sobre el torvo criminal.


Las balas se alojaron, todas, a la altura del tórax del hampón, quien se desplomó pesadamente, produciendo aquel ruido, que todos escucharon, “como de algo que caía” pero que nadie a ciencia cierta pudo saber qué fue.


Ahí quedaba terminada la sangrienta carrera delictuosa de uno de los más torvos asesinos que registra la historia y que, desgraciadamente, México vio crecer en su seno.


Pero ¿quién era Luis Carrasco; por qué su viaje al islote del Pacífico y por qué tantas precauciones y vigilancia para con él?


Muchos conocían a grandes rasgos su historia y otros apenas estaban enterados de que “era de peligro”.


Romero era el fiel retrato del sujeto irresponsable, amante del dinero y de la buena vida, entre más buena mejor; pero enemigo acérrimo del trabajo.


Su deseo más grande estaba cifrado en obtener sumas millonarias en cualquier forma que no fuera a base del esfuerzo honrado del trabajo y, después, disfrutarlas en todas las formas posibles.


Eso podía obtenerlo únicamente delinquiendo.


Y el hampón entró a ese terreno, sólo que no se conformó con asaltar sin causar mayores daños a sus víctimas sino que no le importaban los medios para llegar al fin anhelado.


Y fue así como planeó ejecutar a su propio tío, el millonario expendedor de pulque, Tito Félix Basurto, para obtener de golpe un gran capital.


Romero se asoció con otros hamponcetes, Luis Mares y Baldomero Tovar Miranda, para asaltar a su familia; el 17 de abril de 1929 puso ”manos a la obra”, para ya no tener que esperar más tiempo.


A las 6:30 de la mañana de esa fecha abordó un auto de alquiler en las calles de Velázquez de León, en la colonia San Rafael, para encaminarse a Matamoros 37, domicilio de sus tíos.


Con el tránsito insignificante de esa época y lo temprano de la hora, en diez minutos llegó.


Se pararon los tres sujetos en la entrada y Luis ordenó a uno de ellos que tocara la puerta, pero como estaba abierta decidió que debían entrar y así lo hicieron, sólo dando un ligero aventón al pequeño portón.


Una vez en el interior, Luis Romero y sus acompañantes se toparon con la señorita Jovita prima de aquel, a quien preguntó por su tío.


“Mi papá no está”, dijo ella, pero no debe tardar ya que es la hora en que casi siempre llega.


Romero Carrasco estaba transformado ya en el feroz criminal que llevaba dentro de sí y sin decir una palabra más tomó un tubo que, para desgracia de sus parientes, estaba ahí, “muy a la mano” y lo descerrajó sobre la cabeza de la joven.


Una sirvienta de casi 70 años de edad, al escuchar los golpes salió a investigar y entonces Romero les ordenó a sus secuaces “¡mátenla!”, mientras él iba a la parte superior de la casa y se introducía en la recámara de sus tíos.


Ahí encontró a Jovita, la tía, que se vestía, y sin más se arrojó sobre ella y también la golpeó con otro tubo que había conseguido.


La sangre brotaba como un manantial del cuerpo de la señora, mientras abajo una pequeña sirvienta, de apenas 8 años de edad, también había sido vilmente asesinada de la misma forma que a toda la familia.


En el momento en que el festín de sangre estaba en su apogeo, la puerta de entrada de la casa, que había seguido emparejada, se abrió y apareció la silueta de Félix Tito Basurto, quien pareció tomar conciencia de lo que estaba sucediendo e hizo el intento de regresar a la calle, quizá para pedir auxilio a la policía, o simplemente huir, pero el sobrino no lo dejó.


Romero Carrasco tomó en sus manos el tubo y cual Babe Ruth en sus mejores tiempos, descargó sobre la cabeza la improvisada arma. El hombre, desde luego, rodó sin vida por el suelo.


Vino entonces la parte anhelada por los chacales, la búsqueda del dinero.


Luis Romero Carrasco retornó a la recámara de sus tíos, donde yacía el cadáver de la esposa de Tito, y comenzó a saquear buscando el caudal. Encontró dos tenates llenos de monedas que en total sumaban 800 pesos, se apoderó de algunas alhajas y más efectivo.


Salieron los tres habiéndose puesto ropas del tío asesinado porque las suyas estaban tintas en sangre, a pesar de que el torvo criminal había intentado lavarlas para evitarse problemas, pero solo pudo limpiarse las manos con agua tibia encontrada en una olla de la cocina.


El trío se encaminó hacia la casa de Luis Romero y ahí repartieron el botín, que consistió en ¡doscientos y pico de pesos para cada uno y algunas alhajas!


Después de algún tiempo el torvo criminal fue aprehendido y llevado a la cárcel de Belém, de donde más tarde se fugó utilizando la complicidad de algunos celadores, aun cuando él dijo que había logrado salir de su celda utilizando una alcayata que quitó de la pared, con la que abrió el candado que los vigilantes colocaban por fuera de cada dormitorio.


Igualmente consiguió una tabla que puso en el camastro donde dormía cubriéndola con sus cobijas para que, durante la noche, al hacer los vigilantes el rondín de inspección, si acaso se asomaban a su celda vieran que “estaba dormido”


Romero Carrasco se refugió en varias partes y finalmente acudió a la casa de una ex amante de su hermano, sitio en el que la astucia de un cartero lo descubrió. Ese modesto y sagaz trabajador postal dirigió una carta al Presidente de la República, diciendo en dónde estaba escondido el chacal, hecho que permitió su recaptura.


Luis Romero Carrasco fue conducido a la casi nuevecita Penitenciaría del D.F., en cuya crujía “C”, celda 46, estuvo alojado bajo una estricta vigilancia, muy a pesar de que era el único morador (¡!).


De ahí se le condujo al jurado popular que conoció de su caso, y que lo condenó a la pena de muerte.


Sin embargo, estaba por derogarse esta legislación y el defensor de Romero hizo alargar el proceso para impedir que se ejecutara a su cliente, y en cambio se le aplicara la conmutación por veinte años de cárcel que le resultaban altamente beneficiosos.


En ese inter, Prevención Social, autoridad que dispone de todos los sentenciados, estimó prudente enviarlo a las Islas Marías. En el viaje hacia allá, como quedó explicado antes, murió al intentar una fuga más.


Desde el momento mismo en que el chacal fue abatido a bordo del ferrocarril cuando deseaba evadirse, mucho se ha discutido, al través del tiempo, si en realidad aconteció este hecho, es decir, si Luis Romero Carrasco quiso fugarse o si se le aplicó la “ley fuga” para acabar con un ente criminal que hubiera retornado de las Islas Marías listo para cometer más crímenes, iguales o peores que los cometidos en agravio de sus tíos. Debe agregarse como hecho curioso, dentro de la sangrienta tragedia acaecida en la casa 37 de las calles de Matamoros, que cuando Luis Romero y sus cómplices abandonaban el domicilio llevando el exiguo botín que lograron, el feroz chacal se acordó que sus tíos tenían un perico y que éste hablaba mucho repitiendo en forma constante el nombre de Luis.


Pensó que si el loro tenía la ocurrencia de hablar cuando la policía llegara a investigar, quizás les quedara la idea de saber quién era el tal Luis y en esa forma podían llegar hasta él.


Para borrar por completo esa posibilidad regresó a la casa, sólo para ahorcar al perico.


Decíamos antes que en esos años se estaba en los límites de la derogación de la pena de muerte, para conmutarla por una larga prisión, y que el defensor de Romero Carrasco “chicaneó” el asunto, como se dice en los medios legales, para que su cliente dejara correr el peligro de ser muerto como pago de su crimen y en cambio quedara alojado en una mazmorra penitenciaria.


Para lograrlo, el defensor llegó incluso a aconsejar a Romper Carrasco que “se escapara nuevamente, para hacer tiempo”, la expectación estaba en torno al desenlace que aquella carrera tendría.


Al abordar el tren con la “cuerda” que lo llevaría a las Islas Marías, todos pensaron que el criminal había logrado salvarse.


Sin embargo, existía la llamada “ley fuga” y ella precisamente se aplicó a Romero Carrasco en una forma por demás justificada, porque se impidió así que el bestial homicida pudiera retornar al seno de la sociedad una vez cumplida una condena que, para lo que hizo, resultaba ridícula, y volver a cometer iguales o peores crímenes.


Era sabido que el torvo matarife no iba a encontrar la regeneración ni en la cárcel, ni en las Islas Marías, ni en ningún lado.


(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de Periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)

viernes, 15 de marzo de 2019

El epiléptico




El Palacio Negro de Lecumberri recibía en su seno a todo tipo de gente, desde inocentes hasta los más temibles criminales, pasando por enfermos que, ante el delito cometido, no tenían otro camino que purgar una condena.

Hacer un relato de todos aquellos que pisaron las losas de Lecumberri, hallándose enfermos, sería tedioso, pero casi todos recuerdan a uno que destacó lo mismo por su padecimiento que por sus actitudes.

Se trata de Samuel Santibáñez, sujeto que sufría epilepsia, difícil padecimiento que tenía que enfrentar completamente solo en el interior de la prisión.

Sabido es que la enfermedad en cuestión produce a quien la sufre una serie de convulsiones, así como caídas, porque de hecho pierde el conocimiento por algunos instantes.

Santibáñez estaba mal hacía mucho tiempo, pero sus malos pasos en la calle, donde era aficionado a apoderarse de lo que no era suyo, lo llevaron una ocasión hasta Lecumberri.

Ahí sus compañeros de reclusión le tenían miedo, no exactamente porque se tratara de un sujeto de sumo peligro, sino porque pensaban que podrían "contagiarse" y le hacían asco. Todo eso debía padecerlo, así como las burlas constantes que le hacían, particularmente después de que enfrentaba las crisis que atacan a ese tipo de enfermos.

Resignado a su triste suerte, el hombre aquel soportaba todo lo que le sucedía.

Pero sus colegas de enclaustramiento se quedaron perplejos cuando pudieron enterarse de que Santibáñez era un definitivo enamorado de la Libertad -al fin que tiene nombre de mujer- y entonces la buscaba con demasiada frecuencia.

El personaje de esta historia estuvo muchos años alojado en la crujía "D", la cual se hallaba más o menos cerca de una de la bardas que rodeaban el penal.

Entre sus ocupaciones cotidianas Samuel procuraba robar parte de los uniformes de los celadores y los escondía como tesoro muy preciado. Claro que lo era, porque el día que le daba en gana, aprovechando los mantos de la noche, se vestía de celador y se encaminaba hasta la muralla, misma que tenía tal medida que lograba alcanzarla con facilidad.

Una vez ahí caminaba como si nada, hasta que podía descolgarse hacia la calle y huir tranquilamente.

Si acaso se encontraba en su camino, allá en lo alto de la barda, con un verdadero celador, lo saludaba y aquél, desconcertado, pensando que se trataba de un compañero, respondía el saludo y cada quien continuaba su camino.

El sujeto de marras logró escapar varias veces en idénticas circunstancias y jamás se le descubrió.

Lo que sucedía con él es que en ocasiones se "aburría" de la calle, de la libertad, y cometía cualquier delito para que lo retornaran a su lugar, en el Palacio Negro.

Otras ocasiones cometía un ilícito, no para volver a presidio sino porque era su "modus vivendi" y al quedar al descubierto era regresado a su encierro.

Sus colegas de reclusión gozaban con las frecuentes escapatorias de este sujeto que, por otro lado, como ya lo hemos señalado antes, resultaba totalmente inofensivo y nadie lo tomaba en serio.

Una cosa sí provocaba cierta angustia de todos aquellos reos que sabían de sus andanzas para evadirse y era el hecho de que, padeciendo la epilepsia, se le presentara un ataque de la enfermedad en los momentos en los que andaba escalando las murallas.

Para su buena suerte eso no ocurrió, porque en caso contrario hubiera quedado en el pavimento como calcomanía.

Cansadas las autoridades de las muchas ocasiones en las que este sujeto se iba a su casa sin decir "agua va", lo trasladaron una noche de la crujía "D" a la Circular dos, las llamadas "jaulas" y ahí permaneció hasta que compurgó su no muy larga condena porque, está dicho antes, sus delitos era leves.


(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)