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lunes, 11 de marzo de 2019

Enfermedades periódicas, 1808


Capítulo V

Enfermedades periódicas que detienen el progreso de la población. Viruelas naturales e inoculadas. Vacuna. Matlazáhuatl. Hambre.

Nos falta examinar las causas físicas que detienen casi periódicamente el aumento de la población mexicana. Estas causas son las viruelas, la cruel enfermedad que los indígenas llaman matlazáhuatl, y sobre todo el hambre, cuyos efectos dejan rastros por mucho tiempo.

Las viruelas, introducidas desde el año de 1520, parece que no son asoladoras sino cada 16 o 18 años. En las regiones equinocciales tiene esta enfermedad, como la del vómito prieto, y otras, sus períodos fijos de que no puede salir. Podría decirse que la disposición para ciertos miasmas no se renueva en aquellos naturales sino en épocas distantes entre sí; porque, si bien los navíos que llegan de Europa introducen muchas veces el germen de las viruelas, no llegan sin embargo a ser epidémicas sino en intervalos de tiempo muy marcados; circunstancia singular que hace tanto más peligroso el mal para los adultos. Los destrozos que hicieron las viruelas en 1763, y más aún en 1779, fueron terribles; en este último año arrebataron a la capital de México más de nueve mil personas; todas las noches andaban por las calles los carros para recoger los cadáveres, como se hace en Filadelfia en la época de la fiebre amarilla; una gran parte de la juventud mexicana pereció en este año fatal.

Menos mortal fue la epidemia de 1797, en lo cual influyó mucho el celo con que se propagó la inoculación en las inmediaciones de México y en el obispado de Michoacán. En la capital de este obispado, Valladolid [hoy Morelia], de 6,800 individuos inoculados no murieron sino 170, que corresponde a 2 1/2 por ciento; y debe observarse que muchos de los que perecieron fueron inoculados cuando ya probablemente estaban atacados del mal por efecto del contagio. De los no inoculados perecieron 14 por ciento de todas las edades. 

Muchos particulares, entre los cuales se distinguió el clero, desplegaron en esta ocasión un patriotismo muy digno de elogio, conteniendo el progreso de la epidemia por medio de la inoculación. Me contentaré con señalar a dos hombres igualmente ilustrados, el señor Riaño, intendente de Guanajuato, y don Manuel Abad y Queipo, canónigo penitenciario de la catedral de Valladolid, cuyas miras generosas y desinteresadas han tenido siempre por objeto el bien público. Se inocularon entonces en el reino más de 50 a 60,000 individuos.

Desde el mes de enero de 1804 se introdujo en México la vacuna por el activo celo de un ciudadano respetable, don Tomás Murphi, que hizo venir en repetidas ocasiones el virus de la América Septentrional. Esta introducción ha encontrado pocos obstáculos; porque la vacuna se presentó desde luego como una enfermedad muy ligera y la inoculación había acostumbrado ya a los indios a la idea de que podía ser útil causarse un mal pasajero, para precaverse contra las resultas de un mal mayor. Si el preservativo de la vacuna, o a lo menos la inoculación ordinaria, hubieran sido conocidas en el Nuevo Mundo desde el siglo XVI, no hubieran perecido millones de indios víctimas de las viruelas, y más todavía de su mal método curativo con el cual ha llegado a ser tan peligrosa esta enfermedad. Ella es la que ha disminuido de un modo tan espantoso el número de los naturales de la California.

 Últimamente, poco después de mi salida, llegaron a Veracruz los buques de la marina real, destinados a llevar la vacuna a las colonias de la América y de Asia. Don Antonio Balmis, médico en jefe de esta expedición, visitó Puerto Rico, la isla de Cuba, el reino de México y las islas Filipinas. Aunque ya antes se conocía en México la vacuna, la llegada de Balmis facilitó infinito la propagación de este benéfico preservativo.  En las principales ciudades de aquel reino se han formado juntas centrales, compuestas de las personas más ilustradas, las cuales, haciendo vacunar todos los meses, cuidan de que no se pierda el miasma de la vacuna.

 Ahora ya hay tanto menos peligro de que se pierda, cuanto el señor Balmis lo ha descubierto en las inmediaciones de Valladolid y en el pueblo de Atlixco, cerca de la Puebla, en la ubre de las vacas mexicanas. La comisión llenó las miras benéficas del rey de España, y puede esperarse que el influjo del clero, y especialmente de los misioneros, conseguirá introducir la vacuna hasta el interior del país. Así este viaje de Balmis será para siempre memorable en los anales de la historia. Las Indias vieron entonces por primera vez esos mismos navíos que encierran los instrumentos de la carnicería y de la muerte, ¡llevar a la humanidad doliente el germen del alivio y del consuelo!

El arribo de las fragatas armadas con que Balmis recorrió el océano Atlántico y el mar del Sur, dio lugar en muchas costas a una ceremonia religiosa de las más sencillas y, por lo mismo, de las más tiernas. Los obispos, los gobernadores militares, las personas más distinguidas acudían a la orilla, tomaban en sus brazos a los niños que debían llevar la vacuna a los indígenas de la América y a la casta malaya de las Filipinas, y colocando, entre las aclamaciones del pueblo, al pie de los altares estos preciosos depósitos de un preservativo bienhechor, daban gracias al ser supremo de un acontecimiento tan feliz. En efecto, es menester conocer de cerca los destrozos que las viruelas hacen en la zona tórrida, y especialmente en una casta de hombres cuya constitución física parece contraria a las erupciones cutáneas, para penetrarse de cuánto más importante ha sido el descubrimiento de Eduardo Jenner para la parte equinoccial del Nuevo Continente que para la templada del Antiguo.
[…]
El matlazáhuatl, enfermedad especial de la casta india, apenas se deja ver sino de siglo en siglo; hizo mil desastres en 1545, en 1576 y en 1736, y los autores españoles le dan el nombre de peste. Como la más moderna de estas epidemias se verificó en una época en que aún en la capital no se miraba la medicina como una ciencia, nos faltan noticias exactas acerca de esta enfermedad. Sin duda tiene alguna analogía con la fiebre amarilla o con el vómito prieto; pero no ataca a los blancos, sean europeos o descendientes de indígenas. Los individuos de la raza del Cáucaso no parecen estar expuestos a este tifus mortal, al paso que, por otra parte, la fiebre amarilla o el vómito prieto ataca rarísima vez a los indios mexicanos. El asiento principal del vómito prieto es la región marítima, cuyo clima es en exceso caliente y húmedo. El matlazáhuatl, al contrario, lleva el espanto y la muerte hasta el interior del país, en el llano central, en las regiones más frías y más áridas del reino.

El P. Toribio, franciscano, más conocido por su nombre mexicano de Motolinía, asegura que las viruelas introducidas el año de 1520 por un negro esclavo de Narváez, arrebató la mitad de los habitantes de México. Torquemada se aventura a decir que en las dos epidemias de matlazáhuatl, de 1545 y 1576, murieron en la primera, 800,000 y en la segunda dos millones de indios. Pero si se reflexiona sobre la gran dificultad con que aún hoy se valúa en la parte oriental de Europa el número de los que mueren de la peste, se puede dudar, con razón, de que en el siglo XVI los dos virreyes Mendoza y Almansa, que gobernaron aquel país recién conquistado, hayan podido averiguar el número de indios segados por el matlazáhuatl. No acuso de falta de verdad a los dos frailes historiadores; pero es muy poco probable que su cálculo esté fundado en datos exactos.
[…]
Un tercer obstáculo contra los progresos de la población de la Nueva España, y acaso el más cruel de todos, es el hambre. Los indios americanos, como los habitantes del Indostán, están acostumbrados a contentarse con la menor porción de alimentos necesaria para vivir; y su número crece, sin que el aumento de subsistencias sea proporcionado a este aumento de población. Indolentes por carácter, y sobre todo por lo mismo que habitan un suelo por lo común fértil, y bajo un hermoso clima, los indígenas no cultivan el maíz, las patatas y el trigo sino en la proporción precisa para su propio alimento, o cuando más, lo que se consume ordinariamente en las ciudades y minas inmediatas. Es cierto que los progresos de la agricultura son muy visibles de 20 años a esta parte; pero también se ha aumentado el consumo extraordinariamente por el incremento de la población, por un lujo desenfrenado y que no se conocía antes en las castas mestizas, y por el beneficio de las nuevas venas de metales, el cual exige muchos hombres, caballos y mulos. Las manufacturas ciertamente ocupan muy pocos brazos en Nueva España; pero son muchos los que se sustraen a la agricultura por la necesidad de transportar a lomo las mercancías, los productos de las minas, el hierro, la pólvora y el mercurio desde la costa a la capital, y de allí a las minas en el lomo de las cordilleras.

Millares de hombres y animales pasan su vida en los caminos reales de Veracruz a México, de México a Acapulco, de Oaxaca a Durango, y en los caminos de travesía por donde se llevan a esas instalaciones, situadas en regiones áridas e incultas. Esta clase de habitantes, a la que en el sistema de los economistas se da el nombre de estéril y no productiva, es, por las causas referidas, mayor en América de lo que podría esperarse de un país en que la industria de manufactura está todavía tan poco adelantada. La desproporción que hay entre los progresos de la población y el aumento de alimentos por efecto del cultivo, renueva el triste espectáculo del hambre, siempre que, o por alguna gran sequía, o por otra causa local, se ha perdido la cosecha de maíz. La penuria de víveres ha ido acompañada en todos los tiempos y en todas las partes del globo, de epidemias, las más funestas para la población. En 1784, la falta de alimentos causó enfermedades asténicas entre la clase más pobre del pueblo; y estas calamidades reunidas acabaron con un gran número de adultos, y mucho mayor de niños; se cuenta que en la ciudad y minas de Guanajuato perecieron más de 8,000 individuos. Un fenómeno meteorológico muy notable contribuyó principalmente a esta hambre; y fue que en la noche del día 28 de agosto se heló el maíz, después de una sequía extraordinaria, y esto a 1,800 metros de altura. Se cree pasó de 3000,000 el número de habitantes que perecieron en todo el reino por esta fatal reunión de hambre y enfermedades. Este número nos admirará menos si recordamos que aun en Europa las hambres disminuyen a veces la población en un año sólo más que el aumento que tiene en cuatro años por el exceso de los nacidos a los muertos. La Sajonia, por ejemplo, en 1772 vio perecer más de 66,000 habitantes, al paso que el exceso de nacidos sobre los muertos no fue un año con otro, desde 1764 hasta 1784, arriba de 17,000.

(Tomado de: Alejandro de Humboldt – Ensayo Político sobre el reino de la Nueva España)




lunes, 21 de enero de 2019

Antigüedades mexicanas




Entre los escasos restos de antigüedades mexicanas, interesantes para un viajero instruido, que quedan ya en el recinto de la ciudad de México, ya en sus inmediaciones, pueden contarse las ruinas de las calzadas (albarradones) y de los acueductos aztecas; 

la piedra llamada de los sacrificios, adornada de un bajo relieve que representa el triunfo de un rey mexicano, 


el gran monumento calendario que con el precedente está abandonado en la plaza mayor; 


la estatua colosal de la diosa Teoyaomiqui, tendida por el suelo en uno de los corredores de la Universidad y por lo común envuelta en tres o cuatro dedos de polvo; los manuscritos o sean cuadros jeroglíficos aztecas pintados sobre piel de maguey, sobre pieles de ciervo y telas de algodón (colección preciosa de que se despojó injustamente al caballero Boturini, Muy mal conservada en el archivo del palacio de los virreyes y cuyas figuras atestiguan la imaginación extraviada de un pueblo que se complacía en ver ofrecer el corazón palpitante de las víctimas humanas a ídolos gigantescos y monstruosos); los cimientos del palacio de los reyes de Acolhuacán, en Texcoco; el relieve colosal esculpido en la faz occidental del peñasco de pórfido llamado el Peñón de los Baños; y otros varios objetos que recuerdan al observador instruido las instituciones y las obras de pueblos de la raza mongolesa, y cuya descripción y dibujos daré en la relación histórica de mi viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente.

(Tomado de: Humboldt, Alejandro de – Ensayo Político sobre el reino de la Nueva España. Estudio preliminar, revisión del texto, cotejos, notas y anexos de Juan A. Ortega y Medina. Editorial Porrúa, colección “Sepan Cuantos…” #39. México, D.F.,2004)


miércoles, 10 de octubre de 2018

Las montañas de la Nueva España

Las montañas de la Nueva España



Apenas hay un punto en el globo en donde las montañas presenten una construcción tan extraordinaria como las de Nueva España. […]

La cadena de las montañas que forman la grande llanura del reino de México, es la misma que con el nombre los andes atraviesa toda la América Meridional; pero la construcción, o digamos el armazón de esta cadena, se diferencia mucho al sur y al norte del ecuador. En el hemisferio austral, la cordillera está por todas partes hendida y cortada, como si fuera por venas de minas abiertas y no llenas de sustancias heterogéneas. Si algunas llanuras hay elevadas de 2,700 a 3,000 metros, como en el reino de Quito y más al norte en la provincia de Los Pastos, no pueden compararse en extensión con las de Nueva España; son más bien valles altos longitudinales, cerrados por dos ramales de la gran Cordillera de los Andes. Pero en México, por el contrario, la loma misma de las montañas es la que forma el llano; de modo que la dirección de la llanura es la que va marcando, por decirlo así, la de toda la cadena. En el Perú, las cimas más elevadas forman la cresta de los Andes; y en México, estas mismas cimas, menos colosales a la verdad, pero siempre de 4,900 a 5,400 metros de altura, están o dispersas en la llanura, o coordinadas en líneas que no tienen ninguna relación de paralelismo con la dirección de la cordillera.


El Perú y el reino de la Nueva Granada presentan valles transversales, cuya profundidad perpendicular es a veces de 1,400 metros. Estos valles son los que impiden a los habitantes viajar si no es a caballo, a pie, o llevados a hombros de los indios que se llaman cargadores. En el reino de Nueva España, al contrario, van los carruajes desde la capital hasta Santa Fe, en la provincia del Nuevo México, por un espacio de más de 500 leguas comunes; sin que en todo este camino haya tenido el arte que vencer dificultades de consideración.


En general, el llano mexicano está tan poco interrumpido por los valles, y su pendiente uniforme es tan suave, que, hasta la ciudad de Durango situada en la Nueva Vizcaya, a 140 leguas de distancia de México, se mantiene el suelo constantemente elevado, de 1,700 a 2,700 metros, sobre el nivel del océano vecino; altura a que están los pasos del Montcenis, del San Gotardo y del gran san Bernardo. Para examinar este fenómeno geológico con toda la atención que merece, yo hice cinco nivelaciones barométricas. La 1ª, atravesando el reino de Nueva España desde las costas del Grande Océano hasta las del Golfo mexicano, desde Acapulco a México, y desde esta capital a Veracruz. La 2ª, desde México por Tula, Querétaro y Salamanca, hasta Guanajuato; la 3ª, comprende la intendencia de Valladolid desde Guanajuato hasta Pátzcuaro, en el volcán de Jorullo. La 4ª, desde Valladolid a Toluca, y de aquí a México; y la 5ª abraza los contornos de Morán y de Actopan. Los puntos cuya altura he determinado, ya por medio del barómetro, ya trigonométricamente, son 208; distribuidos todos en un terreno comprendido entre los 16° 50’ y 21° 0’ de latitud boreal, y los 102° 8’ y 98° 28’ de longitud (occidental de París). Fuera de estos límites, no conozco sino un solo paraje cuya elevación esté determinada con exactitud, es, a saber, la ciudad de Durango, cuya elevación, deducida de la altura barométrica, es de 2,087 metros. El llano de México conserva por consiguiente su extraordinaria altura, aun extendiéndose por el norte mucho más allá del trópico de Cáncer.

(Tomado de: Humboldt, Alejandro de – Ensayo Político sobre el reino de la Nueva España. Estudio preliminar, revisión del texto, cotejos, notas y anexos de Juan A. Ortega y Medina. Editorial Porrúa, colección “Sepan Cuantos…” #39. México, D.F.,2004)




martes, 18 de septiembre de 2018

Volcanes de Nueva España


Volcanes de Nueva España



El descanso de los habitantes de México es menos turbado por temblores de tierra y explosiones volcánicas que el de los habitantes del reino de Quito y de las provincias de Guatemala y de Cumaná. En toda la Nueva España no hay sino cinco volcanes encendidos, esto es, el Orizaba, el Popocatépetl, y las montañas de Tuxtla, de Jorullo y de Colima. Los temblores de tierra, que son bastante frecuentes en las costas del océano Pacífico y en los alrededores de la capital, no causan en aquellos parajes desastres semejantes a los que han afligido a las ciudades de Lima, de Riobamba, de Guatemala y de Cumaná. Una horrible catástrofe hizo brotar de la tierra, el día 14 de septiembre de 1759, el volcán de Jorullo, rodeado de innumerable multitud de pequeños conos humeantes. En el mes de enero de 1784 se oyeron en Guanajuato truenos subterráneos que eran casi más espantosos por lo mismo que no venían acompañados de ningún otro fenómeno. Todo esto parece probar que el país contenido entre los paralelos de 18 y 22° oculta un fuego activo que rompe de tiempo en tiempo la costra del globo, incluso a grandes distancias de la costa del océano.

(Tomado de: Humboldt, Alejandro de – Ensayo Político sobre el reino de la Nueva España. Estudio preliminar, revisión del texto, cotejos, notas y anexos de Juan A. Ortega y Medina. Editorial Porrúa, colección “Sepan Cuantos…” #39. México, D.F.,2004)