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lunes, 6 de noviembre de 2023

El terrible culto a la Santa Muerte

 


El terrible culto a la Santa Muerte


NO ES ACEPTADA POR LA IGLESIA CATÓLICA PERO ESTA DEVOCIÓN SE HA EXTENDIDO ENTRE LAS PERSONAS QUE BUSCAN PROTECCIÓN CONTRA SUS ENEMIGOS Y HASTA SOLICITAN FAVORES MUY ESPECIALES.


Por Mario Ostos

La llamada Santa Muerte, a menudo identificada con delincuentes, santería y ritos heterodoxos, ha logrado posicionarse en la fe de millares de mexicanos, al punto de que su culto se extiende poco a poco por gran parte del territorio nacional y otros lugares del mundo. Incluso muchos pretenden que este fervor sea reconocido como una doctrina institucional.

¿De dónde viene este entusiasmo por la muerte?

Para los mexicanos no es algo nuevo: la adoración y petición de favores se remonta a los tiempos previos a la Conquista, cuando cada cultura prehispánica tenía un apartado muy especial para ofrecer tributos a los fenómenos de la naturaleza. Los orígenes exactos de cómo empezó la adoración no son localizables; sin embargo, en México desde hace más de 3,000 años existe un tipo de culto festivo a la muerte. Las antiguas culturas la concebían como algo necesario para todos los seres de la naturaleza.

Mictecacíhuatl, para los mexicas; Yum-Kimil, HunAhau, para los mayas, los dioses de la muerte estaban presentes en las culturas precolombinas. Una vez terminada la Conquista, el culto se mantuvo en secreto con la instauración del cristianismo como religión única. Empero, la veneración por la muerte continuó discretamente.

"La Santa Muerte, como hoy la conocemos, apareció en Hidalgo en 1965 -apunta el periodista José Gil Olmos- y su culto está muy arraigado en los estados de México, Guerrero, Veracruz y el Distrito Federal. Su crecimiento ha sido tal que se posiciona a la altura de otros grandes personajes como los santos católicos".


CÓMO NACIÓ EL CULTO A LA SANTA MUERTE

Se originó en un barrio del poblado de Tepatepec, cabecera del municipio Francisco I. Madero, ubicado a 49 kilómetros de Pachuca y antiguamente habitado por indígenas otomíes. Todo empezó cuando murió una mujer otomí de 65 años, conocida con el nombre de Albina y famosa en el rumbo por las "curaciones milagrosas" que realizaba: ella tenía en su casa una efigie que los devotos consideraban la verdadera imagen de la Santa Muerte: un esqueleto de madera de un metro de alto, al que Albina reverenciaba, y muchos feligreses del pueblo aseguran que representa a San Bernardo. Tras la muerte de la india Albina, sus sobrinos comenzaron a transportar la efigie de madera por el poblado "haciendo toda clase de conjuros raros para perjudicar y matar gente", según dicen los escépticos del singular culto. Tiempo después, un sacerdote del lugar, alarmado por la actividad de los hermanos, confiscó el esqueleto, lo vistió de blanco, lo encerró en una vitrina y lo entronizó en la iglesia de San Agustín, donde la supuesta representación de San Bernardo desplazó a los otros santos y empezó a ser visitado por centenares de peregrinos que le ofrendaban veladoras negras y exvotos de oro y plata (ver: Los hidalguenses que le rezan a la Santa Muerte, Contenido, Nov. 1995).

Los templos se fueron multiplicando: La Noria, Zacatecas, seguidos de Yanhuitlán, Oaxaca, el "santuario" nacional de Tepito, en el Distrito Federal, San Pascualito, en Chiapas, Tultitlán, en el Estado de México, y el controvertido santuario de David Romo Guillén, cuyo rito desagradó a quienes lo seguían, por la notoria influencia santera que incluyó, al grado de cambiar a la Santa Muerte por un ser encarnado llamado Ángel de la Muerte.

Aunque son muchas la representaciones que existen de la muerte, así como los nombres que ha tenido a lo largo de la historia, en la actualidad la más aceptada es la imagen esquelética vestida con una túnica, que porta una guadaña, una balanza y el mundo. Sus fieles la festejan en dos fechas principales: el 15 de agosto y el 1° de noviembre. Comparte varios varios elementos de la fe cristiana, en su honor se hacen procesiones y se dicen oraciones; otros optan por erigirle un altar propio en su hogar, oficina o negocio, para sentirse protegidos por ella. En los altares, además de la estatuilla, se le rodea de ofrendas diversas, entre las cuales se encuentra arreglos florales, frutas, inciensos, vinos, monedas, dulces y golosinas, además de velas, cuyo color varía según la petición hecha.

A "La Niña Blanca" se le solicitan milagros relacionados con el amor, la salud o el trabajo, pero también se le piden favores por fines distintos, como la venganza y la muerte.


CULTO IGUALADOR

Tener fe en la Santa Muerte no es cuestión de posición económica, nivel educativo o a lo que se dedique una persona. Entre sus feligreses se encuentran desde vendedores ambulantes, políticos, líderes sindicales, ex secretarios de gobierno o narcotraficantes.

El periodista José Gil Olmos, relata en su investigación que personajes como María Félix, la bailarina y cantante cubana Niurka, Amado Carrillo Fuente, "El señor de los cielos", la ex lideresa sindical del magisterio Elba Esther Gordillo, el ex gobernador de Oaxaca, Ulises Ruiz, el ex secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, entre otros, son algunos de los de los casi 2 millones de fieles que hay en México, de la también llamada "La Flaquita".


EXPRESIÓN DE CONTRACULTURA

la Santa Muerte es reverenciada, pero su culto y ritos han sido criticados y hasta prohibidos por la Iglesia católica, debido a las diferentes efigies de la escultura de un cuerpo esquelético cubierto por una túnica. Recibe ofrendas tales como puros, alhajas y hasta vestidos de novia, de quienes la invocan para conseguir marido. Hoy la veneración a La Niña reúne a narcotraficantes y otros delincuentes entre sus más fieles seguidores.

Apenas el año pasado, en mayo de 2013, la Arquidiócesis de México calificó el culto de la Santa Muerte como "blasfemo", además de asegurar que no se puede calificar como una religión o ramificación de la Iglesia católica.

El sacerdote Hugo Valdemar, director general de Comunicación Social de la Arquidiócesis de México, señaló que este rito a la muerte tampoco es "cultura" ya que desde el ámbito eclesial, lo que busca es la "destrucción del ser humano". La explotación de esta figura como una religión no mantiene siquiera una jerarquía y su culto procede de la ignorancia, afirma.

"No hay una jerarquía que la guíe, sino que se hace de una manera muy popular, y se extiende por la ignorancia de la gente que cree que es una devoción más, pero no lo es, y está en contradicción con la misma fe. No es posible rendir culto a la Santa Muerte y pretender tener una fe católica", señala Valdemar.

Por su parte, el cardenal Gianfranco Rabasi, presidente del Consejo Pontificio para la Cultura, indicó que el crimen organizado utiliza elementos como la muerte para borrar los valores de las relaciones humanas: "Primero, hay que aclarar a las jóvenes generaciones que la mafia, el crimen organizado y el narcotráfico no son religiones, a pesar de que la Santa Muerte se use de forma religiosa, pero no son religiones. Son, en efecto, un elemento blasfemo. Segundo, el crimen organizado no es cultura, sino anticultura, porque niega todos los valores humanos, sociales y culturales", expresó el cercano colaborador del Papa Francisco.


GUSTO POR LA CLANDESTINIDAD

precio de la gran cantidad de seguidores que ha sumado durante los últimos años en nuestro país, los intentos de institucionalizarse no han prosperado, en parte por sus propios líderes, que según los feligreses, se han encargado de ver en la creación de una "basílica" un negocio.

En 2005 las autoridades cancelaron su registro de grupo religioso bajo el argumento de que violó sus propios estatutos.

Al haber registrado un objeto de culto y dedicarse a otro, se afecta gravemente el objeto de la asociación religiosa y se les retira el registro en garantía de las personas que profesan esta confesión", esgrimió Armando Salinas Torre, entonces subsecretario de Población, Migración y Asuntos Religiosos, de la Secretaría de Gobernación.

Gil Olmos expone en su libro acerca de la Santa Muerte, que en 2008 David Romo Guillén, luego de haber perdido la licencia para rendir culto a la "Virgen de los olvidados", intentó darle un giro a la creencia y crear una parroquia para adorar al Ángel de la Muerte, pero esto no gustó a los fieles, principalmente porque Romo mostró gran voracidad, pues comenzó vendiendo criptas en 20,000 pesos, además de que sus "socios" eran los mismos que comercializaban estampas, estatuas y veladoras para la Santa. Esto fue tomado como un abuso por los adeptos que siguen prefiriendo la clandestinidad.

El cada vez más popular culto está dedicado, como exponen los expertos, a ofrecer un lugar a todos aquellos que han sido rechazados por la Iglesia católica: homosexuales, alcohólicos, drogadictos y criminales. Esta es una de las razones por la que ha adquirido tanta fuerza. Sus seguidores consideran que "es una mensajera que lo mismo que se lleva a un hombre pobre, que a un rico, a un niño o a un anciano".

La Santa Muerte se diferencia del resto de los santos no reconocidos por la Iglesia católica (como Jesús Malverde), en que no es una deidad que nazca de un personaje vivo, sino un símbolo y una tradición que conjuga costumbres prehispánicas y europeas.

La devoción hacia ella está definida por sus fieles como un culto popular al margen de la Iglesia católica: "Es una expresión del pueblo al que cohesiona y otorga identidad", expone la antropóloga Katia Perdigón.

La adoración a "La Flaquita" está lejos de terminar, coinciden los expertos, es un culto que seguirá creciendo más allá de cualquier moda. La muerte está más viva que nunca, sentencia José Gil Olmos.


LOS COLORES DE LA SANTA

*Blanca, salud y para los niños

*Negra, fuerza y poder

*Morada, para abrir caminos 

*Café, para contactar espíritus del más allá 

*Verde, para mantener unidos a los seres queridos 

*Roja, para el amor 

*Amarilla, para la buena suerte 

*Azul, para la vida profesional 

*Dorada, éxito económico y atracción del dinero 

*Ámbar, para la salud y la pronta rehabilitación.



(Tomado de: Ostos, Mario: El terrible culto a la Santa Muerte. Contenido No. 616. Editorial Contenido, S. A. de C. V. México, D. F., 2014)

jueves, 2 de febrero de 2023

Seis ademanes

 


Seis ademanes

Dentro de la serie de ademanes que tiene el hombre para evitar palabras o para subrayarlas hay algunos que son exclusivos de una raza o nación. En México veo tres ademanes nacionales o propios que son los que doy en diseño para su mejor comprensión. El ademán 1, significa dinero (pesos); el número 2, unidad mínima de tiempo y de volumen; el número 3, acción de gracias.

Cuando un español quiere significar dinero valiéndose de la de la mímica, frota repetidamente la yema del pulgar contra el índice.

Este ademán, que es ante todo movimiento, como si fuésemos pasando una por una las monedas, se usa también en México pero no es el típico. El ademán mexicano es mucho más sobrio y contundente, consiste en abrir ciertos dedos de modo que evoque la forma del peso. Es un ademán estático.

Cuando un español quiere decirle a otro, valiéndose de la mímica, que espere un poco, tiene que acudir a una serie de movimientos aproximativos: con la mano hace un signo de detener o aguardar y, con la expresión del rostro y el movimiento de la cabeza, una especie de súplica confirmativa. Total, movimientos y pocas sobriedad. El mexicano, en cambio, no tiene más que estirar paralelamente dos dedos dejando entre ellos un pequeño espacio. Ademán muy plástico, muy sobrio y sin dinamismo.

Finalmente cuando el español quiere agradecer algo pronuncia las gracias acompañándolas con una sentimiento de la cabeza. En cambio, el mexicano que agradece un cigarrillo, por ejemplo, no tiene más que levantar la mano abierta, darle un giro de un cuarto de círculo y afirmar esta postura.

En estos tres ademanes mexicanos hay la nota común ya dicha, expresividad estática, lo cual hace pensar en el hieratismo de las razas asiáticas. Pero vemos además esto otro: que el mexicano consiguió sus ademanes propios para estas tres cosas, el dinero el tiempo o el espacio, y la cortesía.

Más tarde averigüé que los mexicanos tienen tres ademanes para señalar la altura: uno para la altura de los seres humanos, otro para la altura de los animales y otro para la de las cosas. En cada uno de estos casos presenta la mano una postura especial. Para el primero se apiñan los dedos, cuidando de unir el pulgar y el índice; para el segundo, la mano extendida y plana se proyecta como telón o cuchillo; y, para la tercera, se extiende plana, como si fuese a posarse en la superficie de una mesa o de un libro.


¿Qué es esto? ¿No es una maravilla, por lo pronto? ¿No es una maravilla de finura, de agudeza, llegar a diferenciar con esos tres ademanes las tres categorías de lo humano, lo animal y lo inerte?

No creo que exista otro pueblo tan sensible a las alturas. ¿Proviene ello de una vieja civilización que se cuidaba mucho de las jerarquías? ¿Será un residuo azteca? ¿Hay entre los indios o los chinos algo parecido? Y hago esta pregunta porque los orientales y los mexicanos coinciden en otras sutilezas de olfato y de paladar que no alcanzamos los occidentales.

No creo que los etnólogos deban pasar por alto estos ademanes significativos de los mexicanos. Téngase en cuenta que los mexicanos son hombres que no bracean ni manotean al hablar; vicios comunes entre latinos. Sus ademanes no son como los del español o del italiano: alharaquientos, improvisados, tumultuosos y personalísimos; son pocos y rituales. Hasta el grado de poder catalogarse y dibujarse. Yo puedo dibujarlos y decir: ademán para indicar pesos; ademán para indicar agradecimiento; ademán para indicar tamaño del hombre, de la bestia o de la cosa.

De los seis ademanes genuinamente mexicanos, los que más se prestan a filosofar son el de espacio y tiempo y los de altura.

Vemos que uno y otros son signos de medición. "Espérame tantito", "dame tantito café" o bien "la mesa, el animal o el niño eran así de altos".

El haber dado con un signo para aquel diminutivo de tantito es un hallazgo feliz pero, además, tiene que responder a la psicología mexicana, cautelosa, refrenada, medida.

¿Ven ustedes? Ya salió la medida.

El mexicano es cauto y meticuloso, muy distinto que el español. Si este dice: "espérame un rato", o, incluso "espérame un ratito", no expresa lo mismo que el mexicano con su "espérame tantito".

Este tantito es sumamente nebuloso, no compromete a nada. Es una medida elástica y escurridiza; cautelosa. Con él expresa el mexicano la relatividad del tiempo y el espacio.

Muchos de los diminutivos que se usan en México se deben probablemente al mismo sentimiento de inseguridad, a la misma idea de relatividad. "Te veo en la nochecita." "En la mañanita, en la tardecita." "Orita vengo." "Lueguito".

El mexicano desmigaja el tiempo, lo hace migas, para que no le coaccione ni comprometa.

Y, pasando a los ademanes que indican alturas, nos encontramos con el mismo escrúpulo, con la misma meticulosidad.

¿Qué es eso de medir a todos con el mismo rasero? ¿Es que se pueden sumar o barajar cantidades heterogéneas?

Pues fijémonos bien en cómo son los ademanes que aplican en cada caso. ¿Por qué se pone la mano en esa postura cuando se refiere al tamaño de un burro? Porque así alude a las cuatro patas y al avance del caminar, se le supone en cuatro patas. ¿Y por qué en esa otra cuando se trata de la mesa o de cosa inerte? Porque con tal postura se indica mejor la gravitación, la inercia de los objetos. ¿Y por qué en la otra cuando hablamos del niño? Porque el ser humano es espiritual y erguido.

Estas explicaciones no se las he oído a ningún mexicano, pero me parecen lógicas y perfectamente aceptables.


(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)


sábado, 16 de febrero de 2019

El mexicano, manual de usos y costumbres





El mexicano de Abel Quezada: manual de usos y costumbres


Ficción voluntariosa y anhelante, relato especular, la indagación sobre "el mexicano" requiere que todo un pueblo se convierta en persona, derive en carácter y al fin ascienda al cielo de los arquetipos. Desde esa altura metafísica tendrá que responder a nuestras acuciantes y repetitivas preguntas: ¿Qué somos? ¿Qué deuda acumulada nos inquieta? ¿Qué destino se manifiesta en nuestras abulias, desgracias, cantares, salsas picantes y bravatas de cantina?

En tonos que van de la comprensión condescendiente al regaño desesperado, no pocos de los intelectuales mexicanos del siglo XX han solicitado la comparecencia de un ente que es el albacea de nuestra diferencia idiosincrásica, en buena medida proyección de nuestra complicada estancia en los limbos e infiernos de la historia. Estos médicos de almas colectivas han concluido que "el mexicano" es el nombre común de un hondo desasosiego que requiere, para empezar, de muchas explicaciones, largas terapias y, sobretodo, de instructivos para su manejo. El diagnóstico conjunto señala que nuestro máximo representante es una criatura empachada de pasado, asolada por sus espectros y sitiada en su incurable soledad.



Samuel Ramos, el autor del primer clásico de estas pesquisas introspectivas, El perfil del hombre y la cultura en México (1934), extrapola un concepto de la teoría sicológica de Alfred Adler y lo coloca en el sufrido corazón del comportamiento mexicano: "Al nacer México, se encontró en el mundo civilizado en la misma relación del niño frente a sus mayores. Se presentaba en la historia cuando ya imperaba una civilización madura, que solo a medias puede comprender un espíritu infantil. De esta situación desventajosa nace el sentimiento de inferioridad que se agravó con la conquista, el mestizaje, y hasta por la magnitud desproporcionada de la naturaleza." A esta falla de origen, según Ramos, "el mexicano" le debe su gusto imitador de las modas extranjeras y su ánimo autodenigratorio, así como su recurrencia al camuflaje para ocultar sus debilidades, su engañosa percepción de la realidad y su "inmutabilidad egipcia".

Emilio Uranga, en su Ensayo de una ontología del mexicano (Cuadernos Americanos num. 2, marzo-abril de 1949), sustituye la inferioridad por la "insuficiencia" y califica a "el mexicano" de sentimental, un carácter determinado por "el juego de la emotividad, la inactividad y la rumiación interior infatigable". Nuestro compatriota es un ser ensimismado cuya frágil interioridad se esconde de las asechanzas e incitaciones del mundo exterior a través del fingimiento, el doblez y el disimulo. Su imaginación está enferma de melancolía; su ánimo desganado está siempre a la espera de ser salvado por los otros.



Jorge Portilla, en su Fenomenología del relajo (ensayo establecido en su versión definitiva en 1966, de manera póstuma), revela a "el mexicano" a través de una de las más socorridas expresiones de su conducta pública, el ruidoso comportamiento que a base de gestos, actitudes y palabras provocadoras, de reiteradas invocaciones al desorden, pone en suspenso a la seriedad y desvaloriza sus contenidos. Concluye el filósofo que aquel hombre de indudable simpatía, alma de todas las fiestas, no se define por el humor o la ironía, "modalidades de la libertad subjetiva [ que] aclaran los caminos de la acción", sino por el insustancial chisporroteo del relajo: el sabotaje, la abdicación, la seudo-libertad mediante las que consigue no elegir nada y escurrir de sus compromisos.

El laberinto de la soledad (1959) de Octavio Paz, el ensayo tótem sobre nuestra identidad nacional, reconfirma a "el mexicano" como un ser distante y hermético, un prófugo de sí y de los otros, que se evade tras la hueca muralla de los formalismos y las formas. El poeta descubre  que el rostro y la sonrisa, el silencio o la palabra, el trato cortés y reservado con los que "el mexicano" se presenta en sociedad y enfrenta la mirada ajena, son en realidad las máscaras de "un cuerpo y un alma a la intemperie", el disfraz de un "desollado" que quiere pasar desapercibido porque se sabe Ninguno, hijo de Don Nadie y de la Malinche, producto de la cópula violenta entre el Gran Chingón y la Chingada. Por debajo de las malas palabras y las dulces devociones sigue manando la hiel de la conquista, la orfandad que busca consuelo en Guadalupe-Tonantzin. La fiesta mexicana es el ritual estallido, la momentánea liberación, el alarido y la desgarradura de un pueblo en el fondo triste, tan indiferente a la vida como fascinado por la muerte. "La historia de México -resume Paz- es la del hombre que busca su filiación, su origen. Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, 'pocho', cruza su historia como un cometa de jade que de vez en cuando relampaguea. En su excéntrica tarea ¿qué persigue? Va tras su catástrofe: quiere volver a ser sol, volver al centro de vida de donde un día -¿en la conquista ola independencia?-fue desprendido. Nuestra soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación".



Una década más tarde, de regreso a esos conflictivos orígenes donde dos mundos se encontraron de manera por demás dramática, Santiago Ramírez conduce a "el mexicano" hacia el diván sicoanalítico e indaga sobre la formación de una personalidad calificada de insegura, fatalista, "chipilona", mimética e "importamadrista", según el término acuñado por Jorge Carrión. En El mexicano. Psicología de sus motivaciones (1959) Ramírez perfila un eterno adolescente afectado por "un conflicto oagudo de identificaciones múltiples" que ha crecido con la imagen de un padre ausente y una madre desvalorizada. Este trauma de la infancia histórica explicaría nuestra debilidad por los caudillos y los héroes, nuestra ambivalente relación con la autoridad, el poder y Estados Unidos, nuestro alcoholismo y guadalupanismo –según esto, expresiones, sicopática y sublimada, del anhelo de madre- y nuestra afición por las canciones con falsete. "El mexicano" sería, entonces, la prolongada y doliente queja que va del "¿Somos acaso algo?" del libro de los Coloquios de Tlatelolco a "La vida no vale nada" del guanajuatense José Alfredo Jiménez.

(Tomado de: Alfonso Morales (prólogo) - Abel Quesada: El Mexicano. Los mejores cartones. Colección Espejo de México. Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V.; México, D.F., 1999)