El mexicano de Abel Quezada: manual de usos y
costumbres
Ficción voluntariosa y
anhelante, relato especular, la indagación sobre "el mexicano"
requiere que todo un pueblo se convierta en persona, derive en carácter y al
fin ascienda al cielo de los arquetipos. Desde esa altura metafísica tendrá que
responder a nuestras acuciantes y repetitivas preguntas: ¿Qué somos? ¿Qué deuda
acumulada nos inquieta? ¿Qué destino se manifiesta en nuestras abulias,
desgracias, cantares, salsas picantes y bravatas de cantina?
En tonos que van de la
comprensión condescendiente al regaño desesperado, no pocos de los intelectuales
mexicanos del siglo XX han solicitado la comparecencia de un ente que es el
albacea de nuestra diferencia idiosincrásica, en buena medida proyección de
nuestra complicada estancia en los limbos e infiernos de la historia. Estos médicos
de almas colectivas han concluido que "el
mexicano" es el nombre común de un hondo desasosiego que requiere,
para empezar, de muchas explicaciones, largas terapias y, sobretodo, de
instructivos para su manejo. El diagnóstico conjunto señala que nuestro máximo representante
es una criatura empachada de pasado, asolada por sus espectros y sitiada en su
incurable soledad.
Samuel Ramos, el autor del
primer clásico de estas pesquisas introspectivas, El perfil del hombre y la cultura en México (1934), extrapola un
concepto de la teoría sicológica de Alfred Adler y lo coloca en el sufrido corazón
del comportamiento mexicano: "Al
nacer México, se encontró en el mundo civilizado en la misma relación del niño frente
a sus mayores. Se presentaba en la historia cuando ya imperaba una civilización
madura, que solo a medias puede comprender un espíritu infantil. De esta situación
desventajosa nace el sentimiento de inferioridad que se agravó con la
conquista, el mestizaje, y hasta por la magnitud desproporcionada de la
naturaleza." A esta falla de origen, según Ramos, "el mexicano" le debe su gusto
imitador de las modas extranjeras y su ánimo autodenigratorio, así como su recurrencia
al camuflaje para ocultar sus debilidades, su engañosa percepción de la
realidad y su "inmutabilidad egipcia".
Emilio Uranga, en su Ensayo de una ontología del mexicano
(Cuadernos Americanos num. 2, marzo-abril de 1949), sustituye la inferioridad por
la "insuficiencia" y
califica a "el mexicano" de
sentimental, un carácter determinado por "el juego de la emotividad, la inactividad y la rumiación interior
infatigable". Nuestro compatriota es un ser ensimismado cuya frágil interioridad
se esconde de las asechanzas e incitaciones del mundo exterior a través del
fingimiento, el doblez y el disimulo. Su imaginación está enferma de melancolía;
su ánimo desganado está siempre a la espera de ser salvado por los otros.
Jorge Portilla, en su Fenomenología del relajo (ensayo establecido
en su versión definitiva en 1966, de manera póstuma), revela a "el mexicano" a través de una de las
más socorridas expresiones de su conducta pública, el ruidoso comportamiento
que a base de gestos, actitudes y palabras provocadoras, de reiteradas invocaciones
al desorden, pone en suspenso a la seriedad y desvaloriza sus contenidos.
Concluye el filósofo que aquel hombre de indudable simpatía, alma de todas las
fiestas, no se define por el humor o la ironía, "modalidades de la
libertad subjetiva [ que] aclaran los caminos de la acción", sino por el
insustancial chisporroteo del relajo: el sabotaje, la abdicación, la
seudo-libertad mediante las que consigue no elegir nada y escurrir de sus compromisos.
El laberinto de la soledad (1959) de Octavio Paz, el ensayo tótem sobre nuestra
identidad nacional, reconfirma a "el
mexicano" como un ser distante y hermético, un prófugo de sí y de los otros,
que se evade tras la hueca muralla de los formalismos y las formas. El poeta descubre que el rostro y la sonrisa, el silencio o la
palabra, el trato cortés y reservado con los que "el mexicano" se presenta en sociedad y enfrenta la mirada ajena,
son en realidad las máscaras de "un
cuerpo y un alma a la intemperie", el disfraz de un "desollado" que quiere pasar desapercibido
porque se sabe Ninguno, hijo de Don Nadie y de la Malinche, producto de la
cópula violenta entre el Gran Chingón y la Chingada. Por debajo de las malas
palabras y las dulces devociones sigue manando la hiel de la conquista, la
orfandad que busca consuelo en Guadalupe-Tonantzin. La fiesta mexicana es el
ritual estallido, la momentánea liberación, el alarido y la desgarradura de un pueblo
en el fondo triste, tan indiferente a la vida como fascinado por la muerte.
"La historia de México -resume
Paz- es la del hombre que busca su filiación,
su origen. Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, 'pocho', cruza su
historia como un cometa de jade que de vez en cuando relampaguea. En su excéntrica
tarea ¿qué persigue? Va tras su catástrofe: quiere volver a ser sol, volver al
centro de vida de donde un día -¿en la conquista ola independencia?-fue desprendido.
Nuestra soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad,
una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del todo y una ardiente búsqueda:
una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la
creación".
Una década más tarde, de
regreso a esos conflictivos orígenes donde dos mundos se encontraron de manera por
demás dramática, Santiago Ramírez conduce a "el mexicano" hacia el diván sicoanalítico e indaga sobre la
formación de una personalidad calificada de insegura, fatalista, "chipilona", mimética e "importamadrista", según el término acuñado
por Jorge Carrión. En El mexicano. Psicología
de sus motivaciones (1959) Ramírez perfila un eterno adolescente afectado por
"un conflicto oagudo de
identificaciones múltiples" que ha crecido con la imagen de un padre
ausente y una madre desvalorizada. Este trauma de la infancia histórica explicaría
nuestra debilidad por los caudillos y los héroes, nuestra ambivalente relación
con la autoridad, el poder y Estados Unidos, nuestro alcoholismo y
guadalupanismo –según esto, expresiones, sicopática y sublimada, del anhelo de
madre- y nuestra afición por las canciones con falsete. "El mexicano" sería, entonces, la
prolongada y doliente queja que va del "¿Somos
acaso algo?" del libro de los Coloquios
de Tlatelolco a "La vida no vale
nada" del guanajuatense José Alfredo Jiménez.
(Tomado de: Alfonso Morales
(prólogo) - Abel Quesada: El Mexicano. Los mejores cartones. Colección Espejo
de México. Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V.; México, D.F., 1999)
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