(Grabado por Adolfo Mexiac)
Todo el siglo
anterior lo hemos pasado luchando por la libertad.
Luchamos por
ella cuando el dominio español hincaba sus garras en esta joven América.
Sacudido su yugo, vino un tirano, audaz y de odiosa memoria: Iturbide. Hizo
traición a los españoles para después hacer traición a los mexicanos. Con su
vida pagó su audacia.
Después, en
lucha siempre por la libertad, se regaron los campos con sangre hermana. El
clero, por medio de sus mercenarios, quería imponerse, pero las ideas
democráticas y republicanas se lo impedían: la fresca savia de este pueblo tan
befado y hostigado repudiaba las tenebrosidades del claustro y por naturaleza
odiaba las opresiones vergonzosas.
Con
vertiginosidad pasmosa sucedían presidentes a los presidentes. Sus
administraciones efímeras no eran más que el reflejo de ese ir y venir de ideas
que se encontraban, y después de una corta lucha decidían una situación.
La patria
sangraba. La República era un inmenso campo de batalla. El hambre hacía víctima
y la peste asolaba las comarcas, y los campos fecundos se convertían en yermos.
Y continuaba
la pugna.
Al anglosajón
le correspondía representar su papel: sangrando, la patria tuvo que sufrir una
dolorosa amputación, quedando sus miembros amputados en poder del cirujano.
Muchos lloramos esa pérdida, pero el dolor se olvidó con nuevos dolores.
El enemigo
irreconciliable del progreso volvió a atentar contra las libertades públicas, y
el mismo déspota que vendió por un puñado de dólares la integridad de la patria,
siempre afiliado a su partido tenebroso, porque siempre han hermanado la
soldadesca y el fraile, removió el rescoldo y se avivaron los odios, y la
sangre hermana continuó empapando los campos.
Pero vino la
mejor época para las instituciones democráticas. Una época que había de decidir
la suerte de los dos partidos antagonistas: la de la Reforma. No obstante que
la patria sangraba, tuvo vigor para sostenerla, porque ese era el remedio de
sus males porque con la Reforma habían de recibir libertad sus hijos y con
ellos asegurarían sus derechos y podrían reclamar sus prerrogativas. Ya no
habría esclavos en el territorio mexicano; todos seríamos iguales; todos
podrían abrazar el oficio o profesión que tuvieran por conveniente; a nadie se
juzgaría sino por ley expresa; las ideas podrían ser emitidas libremente; ya no
habría prisión por deudas, ni penas infamantes ni trascendentales, etcétera,
etcétera. Pero esas libertades no convencían al enemigo de la libertad, y
volvieron a ensangrentarse los campos y la patria volvió a sangrar.
El enemigo de
la libertad, en su despecho, echó un lazo al cuello de la nación y la sujetó a
los pies de un déspota europeo.
La patria,
indignada, rompió sus cadenas y ensució con la sangre del déspota el Cerro de
las Campanas.
Volvimos a
aspirar un soplo de libertad, bajo el gobierno del Benemérito de las Américas
pero murió el coloso, el que encarnaba las aspiraciones nacionales, porque él
había sostenido nuestra bandera en la época de prueba, la bandera de la
libertad que tanto amamos y que tanto se nos arrebata.
Otro coloso,
de enorme talento y de firmes convicciones, ocupó el puesto del anterior; pero
la revolución, so pretexto de un plan regenerador, lo derrocó.
Triunfó
Tuxtepec; su programa de regeneración política lo acreditó y le abrió los
brazos de todos los mexicanos.
No
reelección, moralidad administrativa, sufragio libre, libertad de prensa,
supresión de las alcabalas, supresión del timbre, etcétera, etcétera, formaban
ese halagador programa.
La República
se conmovió hondamente ante tales promesas, y como joven, se entregó a la
voluntad del iniciador de tan simpáticas ideas.
Veinticuatro
años llevamos de esperar a que se cumpla el programa y en balde hemos esperado.
Las cosas siguen como antes, con el agravante de haber perdido la libertad de
sufragio, la libertad de prensa, la libre manifestación de las ideas, en lo que
se refiere a asuntos políticos, y de haber reformado la Constitución en el
sentido de que haya reelección indefinida y de haber dado cabida, en un programa
que se decía liberal y regenerador, a ese odioso espectro que se llama política
de conciliación. De modo que una administración que comenzó liberal termina
conservadora y que las instituciones democráticas y federales han sido
desalojadas por el centralismo y la autocracia.
Por lo que se
ve, habiendo luchado por la libertad todo el siglo XIX, estamos condenados a
seguir luchando por ella en el presente.
No obstante,
no debemos desmayar, que las debilidades políticas se quedan para espíritus
medrosos y voluntades nulas; no debemos encontrar en la decepción un pretexto
para huir de la refriega, sino un estímulo para procurar que en lo de adelante
sean un hecho, y no una quimera, las libertades públicas.
Regeneración,
n. 21. 7 de enero de 1901.
(Tomado de: Armando Bartra (Selección) - Ricardo Flores
Magón, et al: Regeneración, 1900-1918. Secretaría de Educación Pública,
Lecturas Mexicanas #88, Segunda Serie, México, D.F., 1987)
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