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domingo, 4 de noviembre de 2018

Las tortillas



Las tortillas, alimento habitual del pueblo, y que no son más que simples pasteles de maíz, mezclados con un poco de cal, y de la misma forma y tamaño de nuestros scones, las encuentro bastante buenas cuando se sirven muy calientes y acabadas de hacer, pero insípidas en sí mismas. Su consumo en todo el país se remonta a los primeros tiempos de su historia, sin cambio alguno en su preparación, excepto con las que consumían los antiguos nobles mexicanos, que se amasaban con varias plantas medicinales, que se suponía las hacía más saludables. Se las considera particularmente sabrosas con chile, el cual para soportarlo en las cantidades en que aquí lo comen, me parece que sería necesario tener la garganta forrada de hojalata.


(Tomado de: Madame Calderón de la Barca: La vida en México)



De las comidas que usaban los señores

1.- Las tortillas que cada día comían los señores se llamaban totonqui tlaxcalli tlacuelpacholli, quiere decir tortillas blancas y calientes, y dobladas, compuestas en un chiquíhuitl, y cubiertas con un paño blanco.

2.- Otras tortillas comían también cada día que se llamaban ueitlaxcalli, quiere decir tortillas grandes; éstas son muy blancas y muy delgadas, y anchas y muy blandas.

3.- Comían también otras tortillas que llaman quauhtlaqualli; son muy blancas, y gruesas y grandes y ásperas;

4.- otra manera de tortillas comían que eran muy blancas, y otras algo pardillas, de muy buen comer, que llaman tlaxcalpacholi;

5.- también comían unos panecillos no redondos, sino largos, que llaman tlaxcalmimilli; son rollizos y blancos y del largor de un palmo o poco menos.

6.- Otra manera de tortillas comían, que llamaban tlacepoalli ilaxcalli, que eran ahojaldradas, eran de delicado comer.

La que vende tortillas

2.- La que vende solamente tortillas vende tortillas de muchas maneras como se dijo en el libro octavo, capítulo XIII, y otras tortillas que tienen dentro ají molido o carne, y las que son untadas con ají, y hechas pella entre las manos, y las que están untadas con chilmolli; y las tortillas de huevos, y las de masa mezclada con miel, que son como guantes, y tortillas cocidas debajo del rescoldo, y otras muchas maneras de tortillas.

(Tomado de: Sahagún, fray Bernardino de - Historia General de cosas de Nueva España. Numeración, anotaciones y apéndices de Ángel María Garibay K. Editorial Porrúa, S. A. Colección “Sepan Cuantos…” #300. México, D.F. 1982)




martes, 16 de octubre de 2018

Terremoto en la ciudad de México, 1840

Terremoto en la ciudad de México

(Grabado: José Guadalupe Posada)


Ayer comimos en Tacubaya, donde la familia Cortina, especialmente las mujeres, se encuentran en un estado de gran ansiedad.

Acababa yo de escribir estas palabras cuando con tremenda sorpresa, empecé a sentir como si me jalaran para arriba y para abajo, junto con la silla y la mesa. De improviso, todo comenzó a moverse; el cuarto, las paredes y aun el suelo se balanceaba como las olas del mar. Me creí, al principio, víctima de un vértigo, pero casi en el acto me vino a las mientes que se trataba de un terremoto. Todos corrimos, o más bien haciendo eses, alcanzamos a llegar al corredor, donde los criados, arrodillados, rezaban y persignábanse con una celeridad nunca vista. Duró el temblor cerca de un minuto y medio, y creo que no causó más perjuicio que el susto consiguiente y cuarteaduras en las paredes viejas.


Mientras duraba el temblor, todo México se arrodilló; hasta los pobres dementes de San Hipólito, en donde se encontraba Alex de visita en compañía del Señor … Desde ese momento tengo la sensación de mareo. Se espera que se repita el temblor dentro de veinticuatro horas. ¡Qué horroroso debe ser un gran terremoto! Qué horrible es sentir que se mueve la tierra firme y que nuestra confianza en su estabilidad se desvanece, y pensar que los elementos de destrucción que se agitan bajo nuestros pies son aún más veloces y poderosos para destruir que los que están por encima de nosotros.


Todavía me río cuando recuerdo la cara que puso un pobre y joven dependiente que acababa de entrar a la casa con un paquete de cartas para Calderón. Este no se arrodilló, optó por sentarse en los peldaños de la escalera, tan pálido como la muerte, y parecía tener “cara de crema” como el criado de Macbeth, y en terminando el temblor se encontraba el muchacho tan mareado, que sin decir esta boca es mía tomó las de Villadiego para llegar a tiempo a la calle. La guacamaya, lanzando un chillido desgarrador, voló de su percha, y ejecutando un vuelo en zigzag en el aire, fue a caer en las agitadas aguas de la fuente del patio.


(Tomado de: Madame Calderón de la Barca – La vida en México)

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Madame Calderón de la Barca





Francis Erskine Inglis, marquesa Calderón de la Barca nace en Edimburgo, capital de Escocia, en 1806 y muere en Madrid, el 6 de febrero de 1882. Siendo muy joven publica su novela The Offended One (La ofendida). Emigrada a los Estados Unidos, casa con el diplomático Ángel Calderón de la Barca; sus vivencias como acompañante de su esposo las vuelca en dos libros: La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, y El “attaché” en Madrid. Su vejez transcurría en la corte real de Madrid, donde se encargaba de la educación de la infanta doña Isabel, cuando fue sorprendida por una apacible muerte.

La vida en México, de Madame Calderón de la Barca, traducida del inglés y prologada por Felipe Teixidor, quien considera esta obra como “el mejor libro que jamás haya escrito sobre México un extranjero”. Clásico en su género, la crónica de viaje de The life in Mexico, que recoge en forma epistolar las impresiones de quien fuera esposa de Ángel Calderón de la Barca –primer ministro plenipotenciario de España en México- durante su estancia de dos años en nuestro país (18 de diciembre de 1839-6 de enero de 1842), fue publicada originalmente en 1843, en Boston, no fue sino hasta 1920, año en que se hizo la primera edición en español, cuando cobró de inmediato merecida fama y fue objeto de numerosas ediciones y comentarios, entre otros el muy acertado de Manuel Toussaint: “Ningún viajero, en ningún tiempo, ha hecho una descripción más detallada y más sugestiva de nuestro país… Se diría un naturalista que con potente microscopio analiza los hombres y a las cosas.” La vida en México no fue escrita con el propósito de publicarse; fue William H. Prescott, el célebre historiador de la Conquista de México, quien convenció a la marquesa de la necesidad de publicar su epistolario mexicano, cabe subrayar que en dicha obra coexisten una prosa fluida y elegante. Y una “íntima tristeza reaccionaria”.


(Tomado de: Mme. Calderón de la Barca. Recorrido por Michoacán. Cuadernos Mexicanos, año II, número 77. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F. s/f)

martes, 11 de septiembre de 2018

Urbanidad a la mexicana


Urbanidad a la mexicana




He pasado cerca de una semana con una ligera fiebre; entre escalofríos y calor. Me atendió un médico de aquí y que parece ser la persona más inofensiva que uno pueda imaginarse.

 Cada día me tomaba el pulso y me recetaba alguna inocente pócima. Más lo que dio de veras fue una lección de urbanidad. Todos los días, cuando se ponía en pie para despedirse, sosteníamos el siguiente diálogo:

“-¡Señora (esto junto a la cama), estoy a sus órdenes!”

“-Muchas gracias, señor.”

“-¡Señora (esto ya al pie de la cama), reconózcame por su más humilde servidor!”

“-¡Buenos días, señor!”

“-¡Señora (aquí haciendo alto junto a una mesa), beso a usted los pies!”

“-¡Señor, beso a usted la mano!”

“-¡Señora (esto cerca de la puerta), mi pobre casa, y cuanto hay en ella, y yo mismo, aunque inútil, todo lo que tengo, es suyo!”

“-¡Muchas gracias, señor!”

Me da la espalda para abrir la puerta, pero se vuelve hacia mí después de abrirla.

“-¡Adiós señora, servidor de usted!”

“-¡Adiós, señor!”

Sale por fin, mas entreabriendo luego la puerta y asomando la cabeza:

“-¡Buenos días, señora!”

Estos cumplidos, tan prolongados entre el médico y el paciente, como si indicasen una separación con un no sé qué de “dulce pesar”, me parece que están, hasta cierto punto, mal empleados. Se considera aquí más cortesano decir Señorita que Señora, aun cuando se trate de una mujer casada; y la dueña de la casa es generalmente llamada La niña, aunque pase de los ochenta. Esta última costumbre es todavía más común en la Habana, en donde las negras ancianas que siempre han vivido con la familia están acostumbradas a llamar así a sus jóvenes amas, sin cambiar jamás el tratamiento en el curso de los años.

(Tomado de: Madame Calderón de la Barca: La vida en México)


martes, 28 de agosto de 2018

Gritos callejeros


Gritos callejeros



Hay en México diversidad de gritos callejeros que empiezan al amanecer y continúan hasta la noche, proferidos por centenares de voces discordantes, imposibles de entender al principio; pero el señor… me los ha estado explicando, mientras empiezo a tener un más claro entendimiento de lo que significan. Al amanecer os despierta el penetrante y monótono grito del carbonero:

¡Carbón, señor!” El cual, según la manera como se pronuncia, suena como “¡Carbonsiú!
Más tarde empieza su pregón el mantequillero:

“¡Mantequía! ¡Mantequía de a real y di a medio!”

¡Cecina buena, cecina buena!”; interrumpe el carnicero con voz ronca.

¿Hay sebo-o-o-o-o?” Esta es la prolongada y melancólica nota de la mujer que compra las sobras de la cocina, y que se para delante de la puerta.

Luego pasa el cambista, algo así como una india comerciante que cambia un efecto por otro, la cual canta:

¡Tejocotes por venas de chile!”; una fruta pequeña, que propone en cambio de pimientos picantes. No hay daño en ello.

Un tipo que parece buhonero ambulante deja oír la voz aguda y penetrante del indio. A gritos requiere al público que le compre agujas, alfileres, dedales, botones de camisa, bolas de hilo de algodón, espejitos, etcétera. Entra a la casa, y en seguida le rodean las mujeres, jóvenes y viejas, ofreciéndole la décima parte de lo que pide, y que después de mucho regatear, acepta. Detrás de él está el indio con las tentadoras canastas de fruta; va diciendo el nombre de cada una hasta que la cocinera o el ama de llaves ya no pueden resistir más tiempo, y asomándose por encima de la balaustrada le llaman para que suba con sus plátanos, sus naranjas y granaditas, etc….

Se oye una tonadilla penetrante e interrogativa, que anuncia algo caliente, que debe ser comido sin demora, antes de que se enfríe: “¡Gorditas de horno caliente!”, dicho en un tono afeminado, agudo y penetrante.

Le sigue el vendedor de petates: “¿Quién quiere petates de la Puebla?, petates de cinco varas?” Y éstos son los pregones de las primeras horas de la mañana.

Al mediodía, los limosneros comienzan a hacerse particularmente inoportunos, y sus lamentaciones y plegarias, y sus inacabables salmodias se unen al acompañamiento general de los demás ruidos. Entonces, dominándolos, se deja oír el grito de:

“-¡Pasteles de miel!

¡Queso y miel!

¿Requesón y melado bueno?” (El requesón es una especie de cuajada, que se vende como si fuera queso).

En seguida llega el dulcero, el vendedor de fruta cubierta, el que vende merengues, que son muy buenos, y toda especie de caramelos.

¡Caramelos de espelma, bocadillos de coco!

Y después, los vendedores de billetes de la lotería, mensajeros de la fortuna, con sus gritos:

¡El último billetito, el último que me queda, por medio real!” un anuncio tentador para el mendigo perezoso, que ha encontrado que es más fácil jugar que trabajar, y que a lo mejor tiene el dinero para comprarlo, escondido entre sus harapos. A eso del atardecer se escucha el grito de:

¡Tortillas de cuajada!”, o bien “¡Quién quiere nueces!”, a los cuales le sigue el nocturno pregón de “¡Castaña asada, caliente!”, y el canto cariñoso de las vendedoras de patos: “¡Patos, mi alma, patos calientes!”, “¡Tamales de maíz!”, etc., etc. Y a medida que pasa la noche, se van apagando las voces, para volver a empezar de nuevo, a la mañana siguiente, con igual entusiasmo.


(Tomado de: Madame Calderón de la Barca: La vida en México)


domingo, 18 de marzo de 2018

Antonio López de Santa Anna (Manga de Clavo, 1839)

Antonio López de Santa Anna (Manga de Clavo, 1839)



Las chozas se ven pobres, pero limpias; sin ventanas, pero una luz tamizada se abre paso entre las frondosas cañas. Conseguimos algunos vasos de leche recién ordeñada, y después del relevo de las mulas., proseguimos nuestro viaje, ya no sobre médanos de arena, sino a través de la soledad del campo, entre árboles y flores, resplandecientes creaciones de la tierra caliente. A eso de las cinco llegamos a Manga de Clavo, después de pasar durante leguas a través de un jardín natural, que es propiedad de Santa Anna.

La casa es hermosa, de graciosa apariencia y muy bien cuidada. Fuimos recibidos por un ayudante uniformado y varios oficiales, y conducidos a una estancia amplia, fresca y agradable, amueblada con parquedad, en la que no tardó en presentarse la Señora de santa Anna, alta, delgada, y vestida para recibirnos, a tan temprana hora de la mañana, de transparente muselina blanca, zapatos blancos de raso, muy espléndidos aretes de diamantes, prendedor y sortijas. Se mostró muy amable y nos presentó a su hija Guadalupe, miniatura de la mamá, en los rasgos y en el vestir. Poco después hizo su entrada el general Santa Anna en persona. Muy señor, de buen ver, vestido con sencillez, con una sombra de melancolía en el semblante, con una sola pierna, con algo peculiar del inválido, y, para nosotros, la persona más interesante de todo el grupo. De color cetrino, hermosos ojos negros de suave y penetrante mirada, e interesante la expresión de su rostro.

No conociendo la historia de su pasado, se podría decir que es un filósofo que vive en digno retraimiento, que es un hombre que, después de haber vivido en el mundo, ha encontrado que todo en él es vanidad e ingratitud, y si alguna vez se le pudiera persuadir en abandonar su retiro, sólo lo haría, al igual que Cincinato, para beneficio de su país.

Es curioso cuán frecuente es encontrarse una apariencia de filosófica resignación y de plácida tristeza en el semblante de los hombres más sagaces, más ambiciosos y más arteros.

Calderón le entregó una carta de la Reina, escrita en el supuesto de que todavía era Presidente, la cual pareció complacerle mucho, pero que sólo suscitó de su parte una inocente observación: “¡Qué bien escribe la Reina!”.

Se le notaba a veces una expresión de angustia en la mirada, especialmente cuando hablaba de su pierna, amputada debajo de la rodilla. Hablaba de ella con frecuencia, como Sir John Ramorny de su mano ensangrentada, y al contar la manera como le hirieron, y alude a los franceses, su semblante adquiere el mismo aire de amargura que debe haber tenido el de Ramorny cuando hablaba de “Enrique el Herrero”.

Por lo demás estuvo muy agradable. Habló mucho de los Estados Unidos y de las personas que allí ha conocido, y sus modales revelaban calma y caballerosidad, y en conjunto resultó ser un héroe mucho más fino de lo que yo me esperaba. Si hemos de juzgar por el pasado, no habrá de permanecer largo tiempo en su actual estado de inacción, ya que además, según Zavala, posee en su interior “un principio de acción que le impulsa siempre a obrar”. 

En Attendant, se anunció al almuerzo. La Señora de Santa Anna me introdujo al comedor. Colocaron a Calderón a la cabecera y a mí a su derecha; Santa Anna enfrente de Calderón, y la Señora a mi derecha. El almuerzo fue espléndido, y consistió en una variedad de platos españoles, carne y legumbres, pescado, aves, frutas y dulces, café, vinos, etcétera, todo servido en vajilla francesa en blanco y oro. Después del almuerzo, la Señora mandó a un oficial que fuese a traerle su cigarrera, que es de oro, con el cierre formado por un diamante, y me ofreció un cigarrillo que rehusé. Encendió ella el suyo, un pequeño cigarrito de papel, y los caballeros siguieron su buen ejemplo.

Vimos después las dependencias y las oficinas, y también el caballo predilecto del general, un viejo corcel blanco, quizás un filósofo más sincero que su amo; varios gallos de pelea, criados con especial cuidado, ya que las peleas de gallo son una de las diversiones favoritas de Santa Anna; y su litera, hermosa y cómoda. No hay jardines, pero él mismo decía que todas las doce leguas cuadradas que le pertenecen son su jardín.  

(Tomado de: Madame Calderón de la Barca – La Vida en México)