domingo, 18 de marzo de 2018

Antonio López de Santa Anna (Manga de Clavo, 1839)

Antonio López de Santa Anna (Manga de Clavo, 1839)



Las chozas se ven pobres, pero limpias; sin ventanas, pero una luz tamizada se abre paso entre las frondosas cañas. Conseguimos algunos vasos de leche recién ordeñada, y después del relevo de las mulas., proseguimos nuestro viaje, ya no sobre médanos de arena, sino a través de la soledad del campo, entre árboles y flores, resplandecientes creaciones de la tierra caliente. A eso de las cinco llegamos a Manga de Clavo, después de pasar durante leguas a través de un jardín natural, que es propiedad de Santa Anna.

La casa es hermosa, de graciosa apariencia y muy bien cuidada. Fuimos recibidos por un ayudante uniformado y varios oficiales, y conducidos a una estancia amplia, fresca y agradable, amueblada con parquedad, en la que no tardó en presentarse la Señora de santa Anna, alta, delgada, y vestida para recibirnos, a tan temprana hora de la mañana, de transparente muselina blanca, zapatos blancos de raso, muy espléndidos aretes de diamantes, prendedor y sortijas. Se mostró muy amable y nos presentó a su hija Guadalupe, miniatura de la mamá, en los rasgos y en el vestir. Poco después hizo su entrada el general Santa Anna en persona. Muy señor, de buen ver, vestido con sencillez, con una sombra de melancolía en el semblante, con una sola pierna, con algo peculiar del inválido, y, para nosotros, la persona más interesante de todo el grupo. De color cetrino, hermosos ojos negros de suave y penetrante mirada, e interesante la expresión de su rostro.

No conociendo la historia de su pasado, se podría decir que es un filósofo que vive en digno retraimiento, que es un hombre que, después de haber vivido en el mundo, ha encontrado que todo en él es vanidad e ingratitud, y si alguna vez se le pudiera persuadir en abandonar su retiro, sólo lo haría, al igual que Cincinato, para beneficio de su país.

Es curioso cuán frecuente es encontrarse una apariencia de filosófica resignación y de plácida tristeza en el semblante de los hombres más sagaces, más ambiciosos y más arteros.

Calderón le entregó una carta de la Reina, escrita en el supuesto de que todavía era Presidente, la cual pareció complacerle mucho, pero que sólo suscitó de su parte una inocente observación: “¡Qué bien escribe la Reina!”.

Se le notaba a veces una expresión de angustia en la mirada, especialmente cuando hablaba de su pierna, amputada debajo de la rodilla. Hablaba de ella con frecuencia, como Sir John Ramorny de su mano ensangrentada, y al contar la manera como le hirieron, y alude a los franceses, su semblante adquiere el mismo aire de amargura que debe haber tenido el de Ramorny cuando hablaba de “Enrique el Herrero”.

Por lo demás estuvo muy agradable. Habló mucho de los Estados Unidos y de las personas que allí ha conocido, y sus modales revelaban calma y caballerosidad, y en conjunto resultó ser un héroe mucho más fino de lo que yo me esperaba. Si hemos de juzgar por el pasado, no habrá de permanecer largo tiempo en su actual estado de inacción, ya que además, según Zavala, posee en su interior “un principio de acción que le impulsa siempre a obrar”. 

En Attendant, se anunció al almuerzo. La Señora de Santa Anna me introdujo al comedor. Colocaron a Calderón a la cabecera y a mí a su derecha; Santa Anna enfrente de Calderón, y la Señora a mi derecha. El almuerzo fue espléndido, y consistió en una variedad de platos españoles, carne y legumbres, pescado, aves, frutas y dulces, café, vinos, etcétera, todo servido en vajilla francesa en blanco y oro. Después del almuerzo, la Señora mandó a un oficial que fuese a traerle su cigarrera, que es de oro, con el cierre formado por un diamante, y me ofreció un cigarrillo que rehusé. Encendió ella el suyo, un pequeño cigarrito de papel, y los caballeros siguieron su buen ejemplo.

Vimos después las dependencias y las oficinas, y también el caballo predilecto del general, un viejo corcel blanco, quizás un filósofo más sincero que su amo; varios gallos de pelea, criados con especial cuidado, ya que las peleas de gallo son una de las diversiones favoritas de Santa Anna; y su litera, hermosa y cómoda. No hay jardines, pero él mismo decía que todas las doce leguas cuadradas que le pertenecen son su jardín.  

(Tomado de: Madame Calderón de la Barca – La Vida en México)



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