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lunes, 26 de febrero de 2024

Volcanes y lagunas

 


Volcanes y lagunas

Damos por supuesto que todo el mundo considera muy patético vivir al pie de un volcán por el peligro latente que representa. Sin embargo, no es tan fiero el león como lo pintan. Y las dos moles volcánicas próximas a México son, por su belleza y su grandeza, la tentación de los pintores paisajistas.

El Popocatépetl y el Iztaccíhuatl son dos promontorios ingentes anclados como inmensos trasatlánticos en una laguna gigantesca desaparecida. Uno es empinado como un cono, si se le mira desde las Lomas de Chapultepec, y el otro, alargado como un prisma tendido. Tal vez por estas formas o posturas, la gente le otorga sexo masculino al primero y femenino al segundo. El Popo, además, para subrayar su varonía, fuma de vez en cuando su cachimba. Mas el penacho de humo ligerísimo nos intimida tanto como el de la chimenea de una casita en mitad del campo. Todos sabemos que sus entrañas hierven y que los designios de Dios son arcanos, pero su amenaza latente se disipa ante la majestad de la mole.

Tanto el Popo como el Izta se complacen en ser mexicanos, se sirven de las nubes como de rebozos y sarapes. Uno y otro tienen sus cúspides nevadas durante casi todo el año, y las nubes carecen muchos días de aliento para remontarlas, quedando así como a la altura de sus cuellos súperrealistas.

Infinidad de veces se nos presenta el Popo vestido de volcán japonés o chino, de esos que vemos en las tarjetas acuareladas, donde las cimas blancas se destacan nítidas sobre un cielo añil y la base se esfuma en tenues grises, dorados y blancos.

Este chinismo o japonesismo del Popo contribuye a pensar en las raíces asiáticas de México. Muchas veces hemos rozado este tema, sobre todo al contemplar las caras indígenas. Unas nos parecían egipcias o gitanas, otras mongolas, otras hindúes y otras de familia chinesca. La palabra chino se aplica en México, además, a muchas cosas y aspectos, como si el mexicano llevase en la subconsciencia algo que no conoce pero barrunta o presiente. Así, del pelo ensortijado se dice que es chino, y de la piel erizada o en carne de gallina se dice que está chinita o enchinada. Existe, por añadidura, la china poblana, o mujer típica de Puebla, con sus vistosas ropas, nada chinas por cierto.

El chinismo o japonesismo del Popo lo ha comprendido algún pintor paisajista mexicano, pero no el extranjero que quiso levantar una colonia en sus faldas. El Popo Park. Sólo a un teutón se le ocurre edificar casas de gnomos y de leyendas nebulosas, casas pesadas y alambicadas, de aquel mal estilo germano de principios de siglo, en un paisaje de sabor y color orientales.

Este chinismo del Popo cabe enlazarlo con el de la región tarasca. Al escribir de Pátzcuaro señalé ya el sabor chino-japonés de la toponimia. Alguien me dijo ya que los japoneses comprenden y explican el significado de los nombres que llevan los pueblecitos tarascos. Y yo no sé qué tienen también de japoneses o chinos los útiles de pesca en aquel delicioso lago.

En estas páginas que me sugiere México no hablaré de ríos porque sigo creyendo no haber visto ninguno. Los hay, pero la impresión mía es de que un país tan extenso necesita más. En cambio, me veré obligado a decir algo de sus lagunas y sus lagos. Entre otros motivos porque no pasa día sin que se nos advierta que la ciudad de México está fabricada sobre un lago y que el polvo que durante el mes de marzo arremete contra nosotros viene de un lago desecado, el de Texcoco.

La realidad es que hoy, para pasearse en lancha por canales, hay que ir a Xochimilco, porque el lago de la ciudad no puede tocarse con el dedo sino en los mapas o preciosas cartas geográficas antiguas y en las páginas literarias de Bernal Díaz.

Estos lagos de la altiplanicie, tan extraordinarios, pasaron a la historia. En los mapas podemos ver que la antigua México era una isla unida a la tierra circundante por ligeros puentes que parecen esparadrapos. Pero de todo eso no nos queda más que el Puente de Alvarado, que es una calle hoy.

Para disfrutar del agua tiene los capitalinos que irse a las albercas, o a los lagos y orillas del mar que se hallan a muchas leguas. Principalmente a Acapulco, porque el lago de Chapala es terroso y el de Pátzcuaro, frío.


(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)

jueves, 13 de abril de 2023

Antojitos y comidas de cuidado

 


Antojitos y comidas de cuidado

En la base de toda comida mexicana están los chiles y las tortillas de maíz. Quien llega a compenetrarse bien de esto tendrá la clave culinaria. Otra cosa es que llegue a gustarle.

La tortilla mexicana no tiene nada que ver con las tortillas francesa o española. Ya lo dije en otro capítulo. Es un disco de masa de maíz que se lamina y sutiliza a palmetazos maestros. Las tortillas no llevan huevos. Se cuecen y se ponen calientitas en la mesa, entre servilletas.

Son de muy distintos diámetros, espesores y hasta formas. La más pequeña tiene unos ocho centímetros y la mayor unos treinta. Cada tipo de tortilla tiene su nombre. He recogido algunos: redonda, chalupa, sope, peneque, gorda, pachola y moreliana. Con la redonda se hacen los totopos y los chilaquiles. El totopo es la tortilla cortada en pedazos y frita en manteca: sirve de adorno para los frijoles refritos. Los chilaquiles son cuarterones de tortilla, remojados en salsa de chile espolvoreadas con queso añejo y adornados con ruedas de cebolla y rabanitos. La gorda es una tortilla muy gruesa. El sope es una pequeña tortilla redonda con bordes altos. El peneque, una tortilla doble rellena de cualquier guiso del país. Las chalupas son pequeñas tortillas oblongas, fritas y aderezadas con fibras de carne, chile, queso, etcétera. Finalmente, la moreliana es una tortilla grandota, dorada, dulce y quebradiza.

La tortilla es manjar e instrumento. Se puede usar como vehículo horizontal o plano, como vehículo cilíndrico o enrollado y como vehículo plegado. Sabiendo usarla resulta un auxiliar cómodo y limpio.

El indio pobre apenas come otra cosa que tortillas restregadas con chile. Es la comida más elemental o primaria que cabe. Por eso digo que el chile y la tortilla son la base de la comida mexicana. La base y el antojo, porque la tortilla escueta, monda y lironda, hace las veces de pan, pero aderezada constituye el antojo. El peneque y la chalupa, por ejemplo, son antojos.

El extremo opuesto a esa comida elemental sería el mole, comida de cuidado que se explica en el capítulo sobre Puebla. Digno compañero suyo, aunque menos agresivo, es el mole verde.

Pero el maíz no termina en esto de las tortillas. Falta que hablemos del elote y el tamal, dos alimentos típicamente mexicanos. El elote es la mazorca del maíz tierno, simplemente cocida o asada. El tamal es un rollo de masa de maíz relleno de mole o pollo o carne de puerco y envuelto en hojas de la misma planta. Se venden en la calle como las castañas calientitas.

Es insospechable lo que este pueblo mexicano saca del maíz con refinamiento para comer y beber. Con el maíz me va pasando lo que con la tlapalería. Pregunto de qué se compone este manjar o este líquido pastoso y me responden, de maíz.

De maíz es la corunda, tamal grande en forma de pilón. De maíz es el pozole, guiso a base de este grano cocido con jitomate, puerco y lechuga. De maíz son los semilíquidos atoles, el atole blanco (sin azúcar) y el champurrado (atole de maíz con chocolate). Entre los absolutamente líquidos están el juacotole, bebida de maíz rojo fermentado, que se acompaña con tamales, y el tejuino, refresco de maíz con algo de cebada y nieve de limón.

Suprimo en este capítulo los tacos, por haber hablado de ellos en otro lugar. Paso ligeramente sobre los gusanos de maguey para que no se asusten los escrupulosos. Diré sin embargo que, una vez vencida la repugnancia que inspira el nombre, resultan parecidos a las rodajas finas de papas fritas que sirven con el aperitivo. Con éste se toman en México pepitas de calabaza tostadas.

En cambio no es posible callar sobre el arroz y el frijol. Éstos son después del maíz y del chile los elementos nutritivos que no faltan ningún día en ninguna casa mexicana. El frijol se prepara de diversos modos, pero el más típico acaso sea llamado frijoles refritos, masa muy fina que se obtiene cociéndolos, moliéndolos y friéndolos.

El arroz por lo general se sirve en seco; es rojizo por la cochura con jitomate, lleva rodajas de zanahoria, guisantes y tiras de plátano frito y guacamole.

El guacamole es una de las cosas más sabrosas de la cocina mexicana; se compone de aguacate machacado, cebolla picada, tomate y cilantro.

Y como no pretendo escribir un libro sobre la cocina mexicana, sino apuntar los elementos más importantes de ella, terminaré con estas dos líneas:

El mexicano ciento por ciento 

vive de maíz, arroz y  pimiento.


(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)

jueves, 2 de marzo de 2023

Claroscuro urbano

 


Claroscuro urbano

La primera gran perspectiva de México se tiene desde el fondo de la avenida 20 de Noviembre, que enfoca a la magnífica Catedral, uno de los lados del Zócalo.

El Zócalo es una plaza colonial de grandes dimensiones, verdadero pulmón del México antiguo, donde están el Palacio, la Catedral, las casas de Cortés y el Ayuntamiento. La belleza y las grandes proporciones de esta plaza no se aprecian cumplidamente sino desde un balcón, porque la parte jardinera del centro es un poco elevada e interfiere la perspectiva. Creo que hay que verla además en pleno mediodía, con mucho sol, cuando brillan los automóviles estacionados en perfectas hileras. Yo no he visto una y limpidez mayor que la de esta plaza a esa hora y desde un balcón de Palacio o de las casas de Cortés. Allí nos damos cuenta que estamos a dos mil y pico de metros, a donde no llegan los miasmas de la tierra baja.

Otra perspectiva de gran ciudad, aunque no terminada todavía, se tiene desde la Avenida Juárez, mirando al Caballito y al arco monumental de la Revolución. Estos dos monumentos se destacan siempre sobre las barrocas nubes de México que durante el año de 1938 me hicieron pintar siete cuadros, entre otros El despertar de los ángeles.

El carácter urbano de México, siendo tan complicado a primera vista, puede resumirse diciendo que tiene un poderoso claroscuro. Hay un aspecto claro, brillante, anchuroso, y un aspecto sombrío, sórdido y estrecho. A la parte vieja de la ciudad le corresponde hoy este segundo aspecto; no lo tuvo antaño, ha sido cosa de estos últimos tiempos. El México antiguo, con su traza urbana colonial, de calle rectas y anchurosas, era más que suficiente para el trajín de los siglos pasados, trajín de tres coches, siete carros y diez carretas. Pero al cabo de los siglos, aquellas claras y anchurosas calles se han quedado estrechas y oscuras. Oscuras por el amontonamiento loco de letreros, anuncios, repintes, cartelones y toda clase de pegotes feos en las fachadas; estrechas, porque se amontonan en ellas los comercios, bancos, oficinas mercados, cafés, teatros y, en suma, todas esas células que traen consigo coches particulares o populares, carros de mudanza, autos de mercancía, camiones de reparto, motocicletas y bicicletas, tranvías y camionetas de anuncios ambulantes, a más de todo el gentío que converge, coincide, choca y suda, roe, mastica, escupe y tira cosas a determinadas horas, dejando por la tarde cubierta las calles de papeles rotos, cáscaras y residuos incalificables como si hubiese librado una batalla descomunal. El México viejo, a la hora del atardecer, es triste y feo a pesar de sus magníficos palacios coloniales. Hay que escapar de su seno y salir en busca de las Lomas de Chapultepec, de San Ángel o de algunas otras colonias nuevas que presentan horizontes, paz, aire limpio, suelo limpios, casas limpias. En diez minutos hemos pasado de loo oscuro a lo claro. Señal de que hay claroscuro.

México se ensancha, crece de una manera alarmante. Parece que quiere reunir en la capital todas las almas de la república, más las que llegan de Siria. Siguiendo así, México será una ciudad sola en un inmenso país desolado. Y con ello reafirmar a su carácter barroco, de gigantesca cornucopia, fuertemente contrastada.

En el ensanchamiento de México abundan las casitas. Una arquitectura menuda y como de bambalinas o teatro californiano, propensa a toda clase de fantasías, pero sin agresividad, antes bien, con deseos mimosos de halagar a los ojos. Los mexicanos invierten en fincas urbanas su dinero. Casi no hay mexicano que teniendo algún ahorro no tenga casa propia. Constantemente se levantan nuevas colonias o barriadas, cada vez más atendidas de servicios. Esto aumenta los suelos de asfalto y el número de automóviles, que ya es fabuloso. En México se ven más automóviles de lujo que en Nueva York y, desde luego, que en Europa. Cada propietario cambia de coche año por año. Y todo esto contribuye también al claroscuro de esta república hecha de rizos de oro y rizos negros.

Los barrios de la capital fueron colonias en su día, pero hoy forman un todo con el núcleo de la población. Cada colonia de éstas tiene su fisonomía propia. Así, la Colonia Juárez, por ejemplo, es de la época porfiriana, de la época del dinero, y tiene residencias grandes, de gusto francés, con jardines espaciosos. Sus casas resultan hoy frías y destartaladas en el interior, de techos demasiado altos, semisótanos propensos a inundaciones, puertas como para gigantes, carencia de closets, de baños bien acondicionados y otra porción de detalles arquitectónicos que han conquistado nuestra época.

Ampliación propiamente de la Colonia Juárez es el triángulo entre el Paseo de la Reforma y la Avenida Chapultepec, donde están las dos calles más bonitas del México moderno: Niza y Florencia.

La Colonia Roma, lindante con la Juárez, pero algo más separada del Paseo de la Reforma, tiene algo de común con la Juárez, pero ya hay en ella más mezcolanza. Junto a residencias ricas, casas de pacotilla. En esta colonia hay una plaza de gran sabor romántico. Tiene grandes árboles, canapés de hierro en su jardín central y bastante quietud. Antiguamente se llamaba Plaza de Orizaba, hoy Plaza Río de Janeiro.

la Colonia Hipódromo-Condesa se caracteriza por los parques, el de España y el de México o San Martín, la Plaza de Miravalle y unas cuantas avenidas deliciosas: Sonora, Veracruz, Durango, Tamaulipas y Nuevo León. En ella radica el Edificio Condesa, primer gran edificio de apartamentos levantado en México. Por lo demás, esta colonia está en crecimiento y tiene mucho de este tipo de casitas falsas que buscan más el preciosismo que la solidez y nobleza de los materiales. La Plaza de Toros está enclavada en esta colonia. Por cierto que se quedó sin revestir y resulta para la vista la primera plaza yanki del mundo, por ser tan ferretera como el Puente de Brooklyn.

La Colonia Lomas de Chapultepec se caracteriza por sus residencias con jardines exteriores y por estar en lo más alto de México.

Finalmente quiero incluir en este grupo de colonias selectas un pueblecito llamado San Ángel, que hace cuarenta años estaba lejísimos y hoy se alcanza en unos minutos. En él hay casonas antiguas de tipo colonial con preciosos jardines y añosos árboles. Junto al pueblo había varios conventos; uno de ellos sigue viviendo gracias al famoso restaurant mestizo de yanki por el nombre, San Ángel-Inn, en una de cuyas celdas vivió el poeta granadino don José Zorrilla cuando estuvo en México.


(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)




jueves, 2 de febrero de 2023

Seis ademanes

 


Seis ademanes

Dentro de la serie de ademanes que tiene el hombre para evitar palabras o para subrayarlas hay algunos que son exclusivos de una raza o nación. En México veo tres ademanes nacionales o propios que son los que doy en diseño para su mejor comprensión. El ademán 1, significa dinero (pesos); el número 2, unidad mínima de tiempo y de volumen; el número 3, acción de gracias.

Cuando un español quiere significar dinero valiéndose de la de la mímica, frota repetidamente la yema del pulgar contra el índice.

Este ademán, que es ante todo movimiento, como si fuésemos pasando una por una las monedas, se usa también en México pero no es el típico. El ademán mexicano es mucho más sobrio y contundente, consiste en abrir ciertos dedos de modo que evoque la forma del peso. Es un ademán estático.

Cuando un español quiere decirle a otro, valiéndose de la mímica, que espere un poco, tiene que acudir a una serie de movimientos aproximativos: con la mano hace un signo de detener o aguardar y, con la expresión del rostro y el movimiento de la cabeza, una especie de súplica confirmativa. Total, movimientos y pocas sobriedad. El mexicano, en cambio, no tiene más que estirar paralelamente dos dedos dejando entre ellos un pequeño espacio. Ademán muy plástico, muy sobrio y sin dinamismo.

Finalmente cuando el español quiere agradecer algo pronuncia las gracias acompañándolas con una sentimiento de la cabeza. En cambio, el mexicano que agradece un cigarrillo, por ejemplo, no tiene más que levantar la mano abierta, darle un giro de un cuarto de círculo y afirmar esta postura.

En estos tres ademanes mexicanos hay la nota común ya dicha, expresividad estática, lo cual hace pensar en el hieratismo de las razas asiáticas. Pero vemos además esto otro: que el mexicano consiguió sus ademanes propios para estas tres cosas, el dinero el tiempo o el espacio, y la cortesía.

Más tarde averigüé que los mexicanos tienen tres ademanes para señalar la altura: uno para la altura de los seres humanos, otro para la altura de los animales y otro para la de las cosas. En cada uno de estos casos presenta la mano una postura especial. Para el primero se apiñan los dedos, cuidando de unir el pulgar y el índice; para el segundo, la mano extendida y plana se proyecta como telón o cuchillo; y, para la tercera, se extiende plana, como si fuese a posarse en la superficie de una mesa o de un libro.


¿Qué es esto? ¿No es una maravilla, por lo pronto? ¿No es una maravilla de finura, de agudeza, llegar a diferenciar con esos tres ademanes las tres categorías de lo humano, lo animal y lo inerte?

No creo que exista otro pueblo tan sensible a las alturas. ¿Proviene ello de una vieja civilización que se cuidaba mucho de las jerarquías? ¿Será un residuo azteca? ¿Hay entre los indios o los chinos algo parecido? Y hago esta pregunta porque los orientales y los mexicanos coinciden en otras sutilezas de olfato y de paladar que no alcanzamos los occidentales.

No creo que los etnólogos deban pasar por alto estos ademanes significativos de los mexicanos. Téngase en cuenta que los mexicanos son hombres que no bracean ni manotean al hablar; vicios comunes entre latinos. Sus ademanes no son como los del español o del italiano: alharaquientos, improvisados, tumultuosos y personalísimos; son pocos y rituales. Hasta el grado de poder catalogarse y dibujarse. Yo puedo dibujarlos y decir: ademán para indicar pesos; ademán para indicar agradecimiento; ademán para indicar tamaño del hombre, de la bestia o de la cosa.

De los seis ademanes genuinamente mexicanos, los que más se prestan a filosofar son el de espacio y tiempo y los de altura.

Vemos que uno y otros son signos de medición. "Espérame tantito", "dame tantito café" o bien "la mesa, el animal o el niño eran así de altos".

El haber dado con un signo para aquel diminutivo de tantito es un hallazgo feliz pero, además, tiene que responder a la psicología mexicana, cautelosa, refrenada, medida.

¿Ven ustedes? Ya salió la medida.

El mexicano es cauto y meticuloso, muy distinto que el español. Si este dice: "espérame un rato", o, incluso "espérame un ratito", no expresa lo mismo que el mexicano con su "espérame tantito".

Este tantito es sumamente nebuloso, no compromete a nada. Es una medida elástica y escurridiza; cautelosa. Con él expresa el mexicano la relatividad del tiempo y el espacio.

Muchos de los diminutivos que se usan en México se deben probablemente al mismo sentimiento de inseguridad, a la misma idea de relatividad. "Te veo en la nochecita." "En la mañanita, en la tardecita." "Orita vengo." "Lueguito".

El mexicano desmigaja el tiempo, lo hace migas, para que no le coaccione ni comprometa.

Y, pasando a los ademanes que indican alturas, nos encontramos con el mismo escrúpulo, con la misma meticulosidad.

¿Qué es eso de medir a todos con el mismo rasero? ¿Es que se pueden sumar o barajar cantidades heterogéneas?

Pues fijémonos bien en cómo son los ademanes que aplican en cada caso. ¿Por qué se pone la mano en esa postura cuando se refiere al tamaño de un burro? Porque así alude a las cuatro patas y al avance del caminar, se le supone en cuatro patas. ¿Y por qué en esa otra cuando se trata de la mesa o de cosa inerte? Porque con tal postura se indica mejor la gravitación, la inercia de los objetos. ¿Y por qué en la otra cuando hablamos del niño? Porque el ser humano es espiritual y erguido.

Estas explicaciones no se las he oído a ningún mexicano, pero me parecen lógicas y perfectamente aceptables.


(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)


viernes, 12 de julio de 2019

La Muerte como elemento sin importancia

No conozco todo el mundo, pero en lo que conozco de él no he visto nada que pudiera inspirarme la frase que encabeza este capítulo. México es la primer nación donde encuentro datos suficientes para sugerirla. Calaveras que comen los niños, esqueletos que sirven de recreo y hasta cochecitos fúnebres para encanto de la gente menuda. Ayer me despertaron con un llamado pan de muerto para que me desayunase. El ofrecimiento me produjo mala impresión, francamente, y aún después de saboreado el bizcocho me rebelé contra el nombre.
La fiesta de los muertos existe en España también, pero lo que no existe allá es esta recreación con la muerte. Aquí cabe pensar que el mexicano no le da importancia ninguna. En las banquetas o aceras, hechos con maderitas o bejucos articulados con alambre y tachonados de lentejuelas claras y negras, y en las confiterías, montones de calaveritas de azúcar. Los muñecos macabros bailan apoyándolos en un cabello de mujer que se tiende disimuladamente de rodilla a rodilla; y las calaveritas de azúcar se las mete uno en la boca y las mastica.
Estoy seguro de que cualquier chico europeo retrocedería ante el ofrecimiento que le hicieran por primera vez de una de estas confituras. Es la mejor prueba de que nos hallamos ante un fenómeno exótico.
Además de los juguetes y de los dulces macabros, se pregona por las calles un periódico lleno de calaveras políticas, El Tornillo, hoja epigramática en que se dan por muertos a los hombres eminentes en política o en otras actividades nacionales. En esta otra forma vuelve a entrar la muerte como de rondón en las casas para regocijo de las familias.
Hubiera querido ver en México al buen don Miguel de Unamuno, que tanto se preocupó de la muerte. A él, que la tomaba tan en serio. A él, que la convirtió en centro mental de su vida.
Para nosotros  la pregunta inmediata es ésta: ¿cómo puede llegar toda una comunidad a este manoseo y jugueteo con una cosa tan seria y tan importante? ¿Es concebible una invitación a la muerte como es concebible una invitación al vals? ¿Será esta costumbre un residuo del culto a la muerte que practicaban los aborígenes, como lo practicaban los egipcios? ¿Se enlaza con esto el libro de Xavier Villaurrutia Nostalgia de la Muerte?
Seguramente ningún mexicano de hoy ve en tal costumbre nada de particular. No ve la muerte en tales objetos. Le debe ocurrir lo que al blasfemo en mi tierra, que nombra  Dios sin saber que lo nombra. O que lo mismo le da Dios que diez. ¡Rediós, rediez! ¡Qué invenciones verbales! Y es que la costumbre, el uso excesivo de los vocablos, hace que el hombre se olvide del significado primario a fuerza de la repetición. La costumbre es rutina. Después de abrocharse los botones del chaleco durante cuarenta años el hombre se los abrocha sin darse cuenta, y después de cuarenta años de tragar humo no es fácil que se maree como con el primer cigarrillo.
Vengo de un país donde ahora, más que nunca, la muerte no es un juego (año de 1938). Donde lo que se juega es la vida. Y, naturalmente, la costumbre mexicana me impresiona y obliga a filosofar. México ha tenido, como España, una educación religiosa y una educación taurófila. A la fiesta de los toros se le ha llamado fiesta de la sangre o fiesta de la muerte, y en la educación religiosa es un punto central la muerte, sea la de Cristo o la del individuo católico. Si de los toros o de la religión pudiera derivarse esta familiaridad mexicana con la muerte, ¿por qué no se derivó lo mismo en España?
En esto, como en muchas otras cosas, el europeo cree advertir un elemento asiático incomprensible para él. En Europa tuvimos durante la Edad Media la danza de la muerte, pero ella no puede separarse de la religión, mientras lo de aquí se me antoja paganismo, indiferencia.

(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)

martes, 11 de junio de 2019

Las “chivas” y otras voces



Publicado en El Nacional, ¿junio de 1954?

Los mexicanismos -que son muy abundantes- me interrumpían a cada momento la comprensión de la frase cuando llegué a Mexico. No digo con esto que ya esté al cabo de la calle, o sea que todos aquellos vocablos peculiares del país se hayan incorporado a mi léxico. Todavía tengo que preguntar a mis interlocutores los significados de muchos. Y si no pregunto a veces es por no desviar la conversación hacia las etimologías. O por no hacerme el extranjero. Cuando se llevan ya diecisiete años en un sitio, da vergüenza ignorar las palabras que se usan en él.

Yo distingo dos clases de mexicanismos: los basados en palabras españolas que aquí cobraron nuevo sentido y los que son puras palabras indígenas o levemente alteradas.

Los primeros me confunden, me desorientan, suelo contar lo que me ocurrió con la palabra mascada al oírle decir a la criada: “Señor, le metí la mascada en el saco.”

Perplejo y hasta temeroso de que aquella infeliz hubiese hecho algún disparate, le pregunté: “Pero, ¿qué me dices, muchacha? ¿De qué saco saco hablas y por qué le metiste una mascada?

Y es que por mascada no entendía yo otra cosa que bocado, y por saco una talega o un costal.

También lo de chivas me intrigó en su día. Salió de la casa con todo y chivas. Y especialmente cuando me preguntó un amigo: “Entonces, ¿usted no pudo sacar de Madrid ninguna de sus chivas?"

¿Es que yo había sido alguna vez cabrero?

-¿De qué chivas me habla usted? -inquirí.

El amigo se echó a reír al ver mi perplejidad.

-Aquí le llamamos chivas a los bártulos, a los chismes, a los trastos, a todas esas cosas que van amontonándose en torno a nosotros en las casas y son, en realidad, las que nos ayudan en las tareas diarias o las que hemos ido coleccionando o atesorando para nuestro recreo.

-Ah, vamos. Yo no sé qué les habrá impulsado a llamarles chivas a esas cosas, pero, ya que ha equiparado usted chivas con bártulos, ¿sabe usted lo que bártulos significó en su origen? Pues, tanto como alhajas…

Acaso ocurre con chivas lo mismo. Chivas son cabras en camino, futuras fuentes de leche, riqueza. De modo que al decir nuestras chivas decimos nuestros tesoros, como al decir nuestros bártulos lo que hacemos es llamarles alhajas a nuestros pequeños bienes.

El pudor, la vergüenza es la que nos impele a ironizar y motejar despectivamente a lo que mucho amamos y necesitamos. Nos sonaría a ridiculez decir: “Salí de mi casa con todos mis bienes.” Resulta en cambio simpático decir: “Salí con todos mis trastos, con todos mis chismes, cachivaches, chismarracos, cacharros, chirimbolos”.

Con las palabras mexicanas de origen indígena no hay confusión posible. Nos paran como desconocidas que son, pero no por ambiguas. Hay que aprendérselas y confieso que muchas de ellas me encantan.

Por ejemplo, la palabra chiquear.

Oigo a la madre que le dice al escuincle con aire compungido: “A mí nadie me chiquea”. Y me produce más efecto que si la oyera decir: “A mí nadie me acaricia” (o me mima).

Escuincle es también una palabra muy útil: está entre niño y mocoso.

Otra que me agrada es apapachar, que como chiquear, significa mimar, hacer carantoñas. Hay en ella tanta papa blandita que me parece apropiada para designar las caricias táctiles del mimo.

Hay, sin embargo, palabras que considero mal empleadas. Por ejemplo, llamar chino al pelo rizado. ¿De cuándo acá les nace rizado el pelo a los chinos? Yo no les conozco otra clase de pelo que negro y sumamente lacio.

Volviendo a las chivas, y para contestar a quien me preguntó, digo que las mías se quedaron en Madrid. Todas. Absolutamente todas, y que ninguno de los amigos que allá tengo sabe adónde fueron a parar. Si en vez de chivas hubieran sido cabras, yo diría: “¡Qué remedio!; como eran cabras, tiraron al monte!”. Pero eran mis humildes chivas, mis libros, mis pinturas y dibujos, mis manuscritos o recortes de artículos, mis trabajos de veinticinco años.




(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)

miércoles, 30 de enero de 2019

Frutos exóticos

El fruto más pulido, más comedido, más bien educado que yo conozco, es el aguacate. Viste un pellejo liso y negro como de hule fino. Tiene un solo hueso o semilla, casi tan grande como el total de su cuerpo. Y la carne es una mantequilla verdosa que no se adhiere al hueso. No tiene, pues, jugo que chorree, dureza que esquivar, acritud ni dulzura excesivas. Se le toma en el plato, se le hace una incisión en redondo, se tira de las medias cápsulas, dentro de una de las cuales queda el hueso, y se expulsa éste apretando un poco la media fruta que lo retuvo.

Lo más opuesto al aguacate es el mango, fruta chorrosa, sumamente rica en jugo y con una carne que apenas puede separarse del hueso. Las adherencias de su carne son tales que para poder darme cuenta de cómo era la semilla tuve que rasparla y dejarla secar. Entonces obtuve una especie de lengüeta peluda. Estos filamentos o nerviecillos del mango se notan al morderlo. Pero si no hincamos en su carne los dientes, sino el pincho especial, y le cortamos sus lomos con el cuchillo, gustaremos de una fruta fresca, blanda, jugosa, sabrosísima y de un color alegre, amarillo cálido.

La más exótica o extraña por su color es la fruta llamada zapote prieto. Bajo una lisa, delgada y verde vestidura, una carne negra que ha de batirse para servirla en los platos. La primera vez que le presentan a uno este riquísimo postre natural, se resiste a comerlo, porque los manjares negros no avivan el apetito a través de los ojos. Ocurre lo mismo con los calamares en su tinta, comida negra que luego gusta tanto. La pulpa negra del zapote prieto, una vez aceptada por la razón es, para el paladar, de una consistencia tan leve y espumosa como la del merengue.


Queda por ver cómo es el mamey. Oval y alargado como el mango, pero de corteza color de barro seco. Una vez que lo abrimos en canal, nos enseña un interior de color rojo llameante. Como bajo su corteza la Tierra, tiene el mamey fuego bajo la suya. Y esta carne no rezuma líquido libre; y es apelmazada, para ser extraída con cuchara.

Al pensar y escribir de estas cuatro magníficas frutas exóticas, padece la pluma una tentación: la de adentrarse en alguno de los ubérrimos mercados de México capital, especialmente en el de la Merced, que abastece a todos. Pero, a los mercados como a las ferias, a las verbenas y todo lo que sea barullo voy rara vez. Y bien sabe Dios que me gustaría poder describir aquí una de las más lindas pequeñeces que encierran:  la variedad de semillas para pasto, refrescos, infusiones, emplastos y demás, cuyas cantidades fascinan al pintor. Pero, después de las semillas reclamarían su lugar las yerbas medicinales o de simple recreo que aquí son muchas y para los más variados dolemas, según los indios. Y después tendría que ocuparme de los hechiceros, de la hechicería, que se sigue practicando. En los periódicos de hoy se puede leer en grandes letras: “Hechicero linchado en Ojinaga.”


Pero no es correcto patinar o dejarse ir en alas de las asociaciones emergentes en una nota como ésta. No pensemos en el mercado de la Merced. Evitemos el barullo y regresemos al frutero que teníamos delante con las cuatro frutas escogidas.


El aguacate nos hace pensar en una raza blanda, de muchas eles y tes, de pocas erres.


El mamey nos hace pensar en una raza cálida y concentrada.


El zapote prieto nos hace pensar en una raza oscura, leve y fina.

El mango, en una raza lujuriosa.


Con el aguacate se comprenden estas palabras: Popotla, Tlalnepantla.


Con el mamey se comprende la hoja diaria de los crímenes.


Con el zapote prieto se comprende la finura ingrávida de la indita.


Con el mango se comprenden la hamaca y los ojos brillantes.




Y con la papaya, ¿qué se comprende? “Te has olvidado de la fruta que tomas cada día en el desayuno”, me dijo la voz de la conciencia.

Cuidado con pedirla en Cuba con este nombre. En Cuba hay que llamarla fruta bomba.


Con la papaya se comprende la buena digestión. Su nombre parece compuesto por un chico o por una raza balbuciente. Es fruta que no seduce por el olfato, sino por el paladar. Con unas gotas de limón es exquisita. Se diría que es hermana del melón, pero es opuesta a él por la carencia de rico aroma y por su virtud estomacal. ¡Viajero! ¡Desayúnate con papaya!

(Tomado de: José Moreno Villa – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)

lunes, 8 de octubre de 2018

El mercado de la Merced




Es el más importante de la capital. Radica en la parte vieja, en terrenos del antiguo convento que le da nombre. Pero no se ciñe a un ámbito propio, de construcción adecuada, sino que se extiende y derrama por una porción de calles y callejones adyacentes que hacen imposible dominarlo en una visita.


Los mercados revelan en todas partes muchos pormenores de la población y de la vida, pero éste es particularmente rico en datos de importancia. Lo primero que sorprende es el silencio dominante en todo aquel conglomerado humano que por la índole de su comercio suele ser ruidoso. Ya en otro lugar hemos apuntado algo sobre ese silencio del indio. Como sobre sus modales suaves y finos. En este mercado no se grita, no se canta, no se despide con mal humor al visitante; nadie ríe, nadie pide. Si se invita a comprar, se hace con maneras modosas y tan simpáticas que se siente uno dolorido de no poder acceder a todas las ofertas.



Antes de penetrar en el edificio matriz del mercado, entre las apreturas de una calle obstruida por barracas, puestecillos, automóviles y peatones, topamos con el hombre del pajarito de la suerte. La jaula triple, donde tenía a sus tres pajaritos amaestrados, merecía una foto porque su forma, su color y adornos eran de un mexicanísimo agudo. Esta jaula, pintada con amarillo limón, pequeño mueble rococó, teatrito de singular arquitectura, estaba cubierto con su pequeño dosel de terciopelo para evitar insolaciones a los cómicos pajaritos.





Para poder avanzar y salir con bien de este laberinto es preciso un práctico, como en las ensenadas difíciles. Sin él nos pararíamos ante el primer montón de cosas y no llegaríamos nunca a los mejores. Inés Amor, esta mexicana inteligente y activa, nos llevó, a Pedro Salinas, el poeta, y a mí, a un corredor del mercado que parecía el templo de la magia, cubierto desde el suelo al techo con la más rica variedad de plantas aromáticas y medicinales, que uno puede soñar, más algún camaleón vivo, algunas alas de murciélago y algunos cuernos de macho cabrío. Delante del puesto número 380 campeaba un cartelón que decía: “Dominga Paredes, herbolaria. Vende toda clase de hierbas medicinales, explicando su procedencia de cada una de ellas. Cura toda clase de enfermedades. Especialidad en venéreas y del corazón.” Y en otro, lo que sigue: “Curo la diabetes y la úlcera del estómago, la tuberculosis, la sangre [este nombre acompañado de un manchón carmín], embriagues [así, con s], sin perjudicar el organismo.”


Mil aromas invitaban a comprar. Pero ¿para qué? La herbolaria nos sacó de dudas: “Para un baño tónico y aromático”. Y nos puso en un papelón varios puñados de estas hierbas: toronjil, hinojo, romero, azocopaque, santodomingo, pericón, azahar, hoja de higo, ruda, cedrón, rosa de Castilla y manzanilla.



La experta, la práctica, la conductora Inés nos empujó a otro corredor lleno de encanto, pasando sin detenernos ante los puestos de chiles variadísimos den tamaño, colores y calidades. Este otro corredor estaba especializado en objetos de caña, paja, petate, jarcia, junco y madera. Es decir, en canastos, cestas, sillas, anaqueles e infinidad de variantes.



A partir de este segundo corredor ya no pude ordenar mis observaciones. Sólo puedo decir que salimos a una calle, a cuyo fondo se veía una extrañísima iglesita barroca llamada del Cristo de Manzanares. Donde había patibularias y sucias imágenes entre centenares de lamparitas de aceite, paredes renegridas y altares sin lienzo. Sé que tuve en mis manos ojos de venado, secos y adornados con hilos y cuentas de plata, útiles contra el mal de ojo, y manitas de azabache que vendían las mismas mujeres para el mismo fin. Sé que observamos las llamadas encomiendas, que son portales para mercaderes, y notamos que en el interior de todas ellas lucían altarcitos con su correspondiente lámpara encendida. Sé que pasamos cerca del Callejón de la Pulquería de Palacio y que nuestros ojos se colaban por puertas con vistas a corredores superholandeses donde flameaban los lienzos colgados a secar y se movían mujeres y niños, entre hombres apoyados en bultos de mercancía.





Dando vueltas por puestos de frutas ricas y bajo letreros y muestras de tiendas pintorescas, objetos brillantes y mates, coloreados o desvaídos, fuimos a parar a unas barracas donde vendían soldaditos de plomo o apetitosos dulces más visitados por las moscas de lo que era menester. Pedro Salinas goza con todos los productos menores del pueblo artista y se detuvo a comprar chácharas plumíferas y de barro. Compró soldaditos de plomo y todo un bestiario de diminutas figurillas arcillosas tan toscas como gráciles. La vendedora nos ofreció unos banquillos muy bajos para poder examinar sus géneros extendidos en el suelo.

Y Salinas exclamaba a cada momento: “¿No es un encanto comprar así, en plena calle, sentado bajo un toldo y sin prisas ni abusos?” Todo el papelón lleno de figurillas costó noventa y cinco centavos.


Nuestro examen final fue el de los dulces. La dulcería es en México un tema tan cabal y tan extenso que tardaré varios años en medio documentarme para poder abordarlo. En este momento baja de su motocicleta un militar, compra un dulce hincado en un palillo, se lo pone en los labios monta otra vez y arranca veloz. Nuestros ojos escudriñan, saltan y comparan buscando los dulces más seductores de forma, color y jugosidad. Entre los puestos andan o duermen los perros. Hay dulcerías de éstas que preservan sus confituras con vitrinas, otras no. Despachan mujeres de abundantes carnes, que mientras no tienen parroquianos, amamantan a sus chamacos. El colorido de los puestos es variado pero, por si no bastan los colores de los dulces, cuelgan de las paredes abigarrados cartones de lotería con premios en juguetes entre tiras de plata y oro.




(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)