lunes, 8 de octubre de 2018

El mercado de la Merced




Es el más importante de la capital. Radica en la parte vieja, en terrenos del antiguo convento que le da nombre. Pero no se ciñe a un ámbito propio, de construcción adecuada, sino que se extiende y derrama por una porción de calles y callejones adyacentes que hacen imposible dominarlo en una visita.


Los mercados revelan en todas partes muchos pormenores de la población y de la vida, pero éste es particularmente rico en datos de importancia. Lo primero que sorprende es el silencio dominante en todo aquel conglomerado humano que por la índole de su comercio suele ser ruidoso. Ya en otro lugar hemos apuntado algo sobre ese silencio del indio. Como sobre sus modales suaves y finos. En este mercado no se grita, no se canta, no se despide con mal humor al visitante; nadie ríe, nadie pide. Si se invita a comprar, se hace con maneras modosas y tan simpáticas que se siente uno dolorido de no poder acceder a todas las ofertas.



Antes de penetrar en el edificio matriz del mercado, entre las apreturas de una calle obstruida por barracas, puestecillos, automóviles y peatones, topamos con el hombre del pajarito de la suerte. La jaula triple, donde tenía a sus tres pajaritos amaestrados, merecía una foto porque su forma, su color y adornos eran de un mexicanísimo agudo. Esta jaula, pintada con amarillo limón, pequeño mueble rococó, teatrito de singular arquitectura, estaba cubierto con su pequeño dosel de terciopelo para evitar insolaciones a los cómicos pajaritos.





Para poder avanzar y salir con bien de este laberinto es preciso un práctico, como en las ensenadas difíciles. Sin él nos pararíamos ante el primer montón de cosas y no llegaríamos nunca a los mejores. Inés Amor, esta mexicana inteligente y activa, nos llevó, a Pedro Salinas, el poeta, y a mí, a un corredor del mercado que parecía el templo de la magia, cubierto desde el suelo al techo con la más rica variedad de plantas aromáticas y medicinales, que uno puede soñar, más algún camaleón vivo, algunas alas de murciélago y algunos cuernos de macho cabrío. Delante del puesto número 380 campeaba un cartelón que decía: “Dominga Paredes, herbolaria. Vende toda clase de hierbas medicinales, explicando su procedencia de cada una de ellas. Cura toda clase de enfermedades. Especialidad en venéreas y del corazón.” Y en otro, lo que sigue: “Curo la diabetes y la úlcera del estómago, la tuberculosis, la sangre [este nombre acompañado de un manchón carmín], embriagues [así, con s], sin perjudicar el organismo.”


Mil aromas invitaban a comprar. Pero ¿para qué? La herbolaria nos sacó de dudas: “Para un baño tónico y aromático”. Y nos puso en un papelón varios puñados de estas hierbas: toronjil, hinojo, romero, azocopaque, santodomingo, pericón, azahar, hoja de higo, ruda, cedrón, rosa de Castilla y manzanilla.



La experta, la práctica, la conductora Inés nos empujó a otro corredor lleno de encanto, pasando sin detenernos ante los puestos de chiles variadísimos den tamaño, colores y calidades. Este otro corredor estaba especializado en objetos de caña, paja, petate, jarcia, junco y madera. Es decir, en canastos, cestas, sillas, anaqueles e infinidad de variantes.



A partir de este segundo corredor ya no pude ordenar mis observaciones. Sólo puedo decir que salimos a una calle, a cuyo fondo se veía una extrañísima iglesita barroca llamada del Cristo de Manzanares. Donde había patibularias y sucias imágenes entre centenares de lamparitas de aceite, paredes renegridas y altares sin lienzo. Sé que tuve en mis manos ojos de venado, secos y adornados con hilos y cuentas de plata, útiles contra el mal de ojo, y manitas de azabache que vendían las mismas mujeres para el mismo fin. Sé que observamos las llamadas encomiendas, que son portales para mercaderes, y notamos que en el interior de todas ellas lucían altarcitos con su correspondiente lámpara encendida. Sé que pasamos cerca del Callejón de la Pulquería de Palacio y que nuestros ojos se colaban por puertas con vistas a corredores superholandeses donde flameaban los lienzos colgados a secar y se movían mujeres y niños, entre hombres apoyados en bultos de mercancía.





Dando vueltas por puestos de frutas ricas y bajo letreros y muestras de tiendas pintorescas, objetos brillantes y mates, coloreados o desvaídos, fuimos a parar a unas barracas donde vendían soldaditos de plomo o apetitosos dulces más visitados por las moscas de lo que era menester. Pedro Salinas goza con todos los productos menores del pueblo artista y se detuvo a comprar chácharas plumíferas y de barro. Compró soldaditos de plomo y todo un bestiario de diminutas figurillas arcillosas tan toscas como gráciles. La vendedora nos ofreció unos banquillos muy bajos para poder examinar sus géneros extendidos en el suelo.

Y Salinas exclamaba a cada momento: “¿No es un encanto comprar así, en plena calle, sentado bajo un toldo y sin prisas ni abusos?” Todo el papelón lleno de figurillas costó noventa y cinco centavos.


Nuestro examen final fue el de los dulces. La dulcería es en México un tema tan cabal y tan extenso que tardaré varios años en medio documentarme para poder abordarlo. En este momento baja de su motocicleta un militar, compra un dulce hincado en un palillo, se lo pone en los labios monta otra vez y arranca veloz. Nuestros ojos escudriñan, saltan y comparan buscando los dulces más seductores de forma, color y jugosidad. Entre los puestos andan o duermen los perros. Hay dulcerías de éstas que preservan sus confituras con vitrinas, otras no. Despachan mujeres de abundantes carnes, que mientras no tienen parroquianos, amamantan a sus chamacos. El colorido de los puestos es variado pero, por si no bastan los colores de los dulces, cuelgan de las paredes abigarrados cartones de lotería con premios en juguetes entre tiras de plata y oro.




(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)


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