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jueves, 25 de julio de 2024

El colibrí y el arte plumario

 



El colibrí y el arte plumario

Está el colibrí en el aire como una suntuosa joya agitada. Brilla entera la avecilla con la refulgencia de sus múltiples colores. Cintila en un perenne tornasol. Se oye un zumbido ligero con el apresurado batir de sus alas chiquitas. Mete el luengo pico, largo y delgado, como una aguja, entre el cáliz de las flores para sacarles miel que es su manutención, pero no hace esto el pajarillo parado en una rama sino volando aceleradamente delante de la flor; avanza y retrocede, se adelanta de nuevo y vuelve a recular, lleno de gracia y ligereza, como una cosa leve y esplendente. Vuela hacia atrás con la misma facilidad que para adelante. Con el rocío detenido en hojas o en pétalos es con lo que sacia su sed. El colibrí es un pequeña “flor de pluma” o “ramillete con alas” como se dice en las famosas décimas de La vida es sueño.

Era creencia general que con un colibrí muerto que se llevara debajo de las ropas y encima del pecho, se deshacían los mayores desdenes de los amantes y se lograba que el desamorado volviera pronto a acercarse muy rendido a quien se apartó, pues no había talismán más provechoso para conseguir y retener amores. El colibrí es el pájaro más pequeño que existe en toda la extensa ornitología mexicana, por eso se le dice pájaromosca, también le llaman chuparrosa, chupamirto y picaflor. Los antiguos aborígenes le decían huitzitzilin. Pero variaba la designación con que lo distinguían según fuese el color predominante que ostentaba; así si la tenía bermeja, encendida como una tuna, era tenachuitzitzilin; si verde, xiuhuitzitzilin; iztauitzitzitzilin si solamente había en él plumas blancas; y si azules quetzalhuitzitzilin; si le rodeaba el cuello un collarín amarillo, texcacozhuitzitzilin y cuando lucía variedad de colores brillantes entonces le nombraba cochiohuitzitzilin.

De las muy vistosas plumas de este pajarillo era, principalmente, de lo que hacían los indígenas los magníficos trabajos de mosaico, admiración de los ojos no sólo de los conquistadores, sino de todos cuantos vieron en España semejantes cosas lindas. Gran pericia y paciencia era menester para componer los exquisitos trabajos de plumería. Se hicieron mantos, túnicas, mitras, adargas de parada, rodelas, imágenes de santos y qué sé yo cuántos primores. Para asentar definitivamente una pluma necesitaba de mucha sabiduría el artífice; tomábala con dedos sutiles, la examinaba largamente, la veía por un lado, la veía por el otro, la veía al trasluz y luego ensayaba si convendría colocar ésta o colocar aquélla o la de más allá. Era una obra de meditación continua, de probaturas constantes. Por eso resplandecía con perfección asombrosa. No había nada superfluo en ella ni falto en lo necesario.

El capellán Francisco López de Gómara escribe en su Historia de las conquistas de Hernán Cortés que “lo más lindo sin duda –de la plaza del mercado- eran las obras de oro y pluma de las que contrahacen cualquier cosa y color y son los indios tan ingeniosos oficiales desto que hacen de pluma una mariposa, un árbol, una rosa, las yerbas y peñas, tan al propio que parece lo mismo que si estuviera vivo o natural. Y acontéceles no comer en todo un día poniendo, quitando parte y asentando la pluma, y mirando a una y a otra, al sol, a la sombra y a la vislumbre, por ver si dice mejor a pelo o contrapelo o al revés, de la haz o del envés; y en fin no la dejan de las manos hasta ponerla con toda perfección. Poco sufrimiento pocas naciones lo tienen, mayormente donde hay cólera, como la nuestra”.

En la Casa de las Aves que tenía Moctezuma en su ciudad de Tenochtitlan las había en abundancia de todas las especies conocidas en el Anáhuac sin que faltase una sola y se les sustentaba con los adecuados alimentos a que estaban acostumbradas en la región de que eran originarias. Había gente especial encargada de recoger sus plumas cuando pelechaban y aun quitabánselas con cuidadoso esmero y las guardaban en sitios apropiados para ser usadas después en los vestidos, armas, estandartes e insignias del fastuoso Emperador y en lindas cosas para adornar su anchurosa morada.

El padre José de Acosta se queda suspendido, lleno de embeleso, ante el maravilloso arte plumario y asegura que esos objetos no parecían hechos de la materia colorida de que eran sino que se hallaban bien ejecutados a pincel y con excelentes colores. En el libro que compuso bajo el título de Historia Natural y Moral de las Indias escribe que “en la Nueva España hay copia de páxaros de excelentes plumas, que de su fineza no se hallan en Europa, como se puede ver por las imágenes de pluma que de allá se traen: las cuales con mucha razón son estimadas, y causan admiración que de plumas de páxaros se pueda labrar cosa tan delicada y tan igual, que no parece sino de colores pintadas, y lo que no puede hacer el pincel y los colores de tinte: tienen unos visos miradas un poco al soslayo tan lindos, tan alegres y vivos que deleitan admirablemente. Algunos indios, y buenos maestros, retratan con perfección de pluma lo que ven de pincel, que ninguna ventaja les hacen los pintores de España.

“Al príncipe de España, don Felipe, dio su maesthro tres estampas, pequeñitas, como para registros de diurno, hechas de pluma, y Su Alteza las mostró al rey Felipe nuestro señor, su padre, y mirándolas Su Majestad dijo: que no había visto en figuras tan pequeñas cosas de mayor primor. Otro cuadro mayor en que estaba retratado San Francisco recibiendo alegremente la santidad de Sixto V, y diciéndole que aquello hacían los indios, de pluma, quiso probarlo trayendo los dedos un poco por el cuadro para ver si era pluma aquélla, pareciéndole cosa maravillosa estar tan bien asentada, que la vista no pudiese juzgar si eran colores naturales de plumas o eran artificiales de pincel. Los visos que hace lo verde y un naranjado como dorado, y otras colores finas, son de extraña hermosura: y mirada la imagen a otra luz, parecen colores muertas, que es variedad de notar.

“Hácense las mejores imágenes de pluma en la provincia de Mechoacán, en el pueblo de Páscaro. El modo es con unas pinzas tomar las plumas, arracándolas de los mismos páxaros, muertos, y con un engrudillo delicado que tienen, irlas pegando con gran presteza y policía. Toman estas plumas tan chiquitas y delicadas de aquellos páxarillos que llaman en el Perú tominejos o de otros semejantes, que tiene perfectísimos colores en la pluma. Fuera de imaginaria usan los Indios otras muchas obras de pluma muy preciosas, especialmente para ornato de los Reyes y señores, y de los templos e ídolos. Porque hay otros páxaros de aves grandes de excelentes plumas y muy finas de que hacían bizarros plumajes y penachos, especialmente cuando iban a la guerra; y con oro y plata concertaban estas obras de plumería rica, que era cosa de mucho precio.”

Los mosaicos de pluma son una industria de procedencia mexicana y no sólo se trabajó en ella en los tiempos precortesianos, sino en la época virreinal, prueba evidente de ello es la Instrucción para el cobro de la Alcabala del año de 1754 en que estas cosas quedaban sujetas a pago.

En su Historia de la Nueva España, Alonso de Zorita, al enumerar los oficiales mecánicos que había en el México del siglo XVI, afirma: “Entre ellos hay oficiales de la plumería, de que hacen riquísimas imágenes que no los hay en ninguna ciudad, ni en el mundo como ellos.”

Como se fabricaron al principio, así se les siguió haciendo sin variación alguna; se conservaron los procedimientos tradicionalmente de unos a otros, sin modificar los métodos originales. El Abate Francisco Javier Clavijero habla con su saber acostumbrado de las varias manipulaciones que se seguían para la preciosa confección de estas plumerías:

“Nada –dice- tenían en tan alta estima los mexicanos como los trabajos de mosaico, que hacían con las plumas más delicadas y hermosas de los pájaros. Para esto criaban muchas especies de aves bellísimas que abundan en aquellas regiones, no sólo en los palacios de los reyes, donde mantenían, como ya hemos dicho, toda clase de animales, sino también en las casas de los particulares, y en ciertos tiempos del año les quitaban las plumas, para servirse de ellas con aquel fin, o para venderlas en el mercado. Preferían las de aquellos maravillosos pajarillos que ellos llaman huitzitzilen y los españoles picaflores, tanto por su sutileza como por la finura variedad de colores. En estos y otros lindos animales, les había suministrado la naturaleza cuantos colores puede emplear el arte y otros que ella no puede imitar. Reúnanse para cada obra de mosaico muchos artífices, y después de haber hecho el dibujo, tomado las medidas y proporciones, cada uno se encargaba de una parte de la obra; y se esmeraba en ella con tanta aplicación y paciencia que solía estarse un día entero para colocar una pluma, poniendo sucesivamente muchas, y observando cuál de ellas se acomodaba mejor a su intento.

Terminada la parte que a cada uno tocaba, se reunían todos para juntarlas y formar el cuadro entero. Si se hallaba alguna imperfección se volvía a trabajar hasta hacerla desaparecer. Tomaban las plumas con cierta substancia blanda para no maltratarlas y las pegaban a la tela con tzauthtli, o con otra substancia glutinosa; después unían todas las partes sobre una tabla, sobre una lámina de cobre y las pulían suavemente hasta dejar la superficie tan igual y tal lisa, que parecía hecha a pincel.

“Tales eran las representaciones de imágenes que tanto celebraban los españoles y otras naciones de Europa, sin saber que si en ellas era más admirable la belleza del colorido o la destreza del artífice, p la ingeniosa disposición del arte.

“Los mexicanos gustaban tanto de estas obras de pluma, que las estimaban en tanto más que el oro. Cortés, Bernal Díaz, Gómara, Torquemada y todos los otros historiadores que las vieron no hallan expresiones con que encomiar bastante sus perfecciones.”

Los indios tarascos sobresalían en este arte, vistoso y de extremada paciencia. Superaron con mucho a los nahoas, mixtecos, matlatzingas, totonacos, tzapotecas, huastecos y mayas. Los individuos de estas tribus adornaban con variadas plumas sus vestidos de combate, las ponían de todos los colores en sus luengos penachos, sujetas con mucha argentería o áureas ataduras, en sus rodelas en las que formaban dibujos graciosos, en sus ornamentos e insignias alegóricas y en otras cosas no sólo de uso en la guerra sino en la paz. Era todo ello brillante y vistoso, pero no hecho con el arte fino, y exquisito de los michoacanos, todo primor.

Infinidad de objetos hechos vistosamente de plumas envió Hernán Cortés tanto a Carlos V, como a señores de su corte, valedores del gran Conquistador, de los que sacó grandes ventajas y a quienes deseaba seguir teniendo gratos, como a personas encumbradas, de las que esperaba ayuda y favor en sus complicados negocios; y con mayor razón –fiel católico- los mandó a iglesias y a conventos en que estaban las veneradas vírgenes y santos a quienes se encomendó en los riesgos que tuvo en las jornadas de la conquista. A ellos debía haber salido con la vida en tantísimos peligros y le dieron fuerza y maña para vencerlos y con esos presentes quería testificar los beneficios recibidos.

Con este destino salieron cosas magníficas de plumería deslumbrante para iglesias y monasterios, en los que figura en primer término el de Nuestra Señora de Guadalupe en su natal Extremadura, y después para el de las Cuevas, de Sevilla, para el de San Salvador, de Oviedo, para el de Santo Tomás, de Ávila, para el de Santa Clara, de Tordesillas, para los franciscanos de Ciudad Real y de la Villa de Medellín, para los jerónimos, que eran muy sus amigos. También hizo regalo de estas bellas cosas a imágenes de su particular devoción, aparte de su Guadalupe extremeña, a Nuestra Señora la Antigua de Sevilla, a Nuestra Señora del Portal, muy venerada en la ciudad de Toro, al trágico crucifijo de Burgos, a Señor Santiago, de Galicia, a San Ildefonso en su capilla de la catedral de Toledo.

Estos presentes los formaban abundantes plumajes a manera de capas, medias casullas y mucetas, de todo lo cual se asegura que eran tan esplendentes como los rasos y los brocados de los ornamentos o de las vestiduras de las imágenes, y que no había ojos para admirar tanta hermosura. También en estas amplias ofrendas iban coseletes, ventalles, atadores, ramos, penachos y todo ello con bastantes adornos de oro y argentería muy bien labrada, y en bastantes se veían cerúleas turquesas o bien verdes y brillantes chalchihuites que teníanse por valiosas esmeraldas, a demás de la blancura de la concha y los cambiantes de nácar. Igualmente a monasterios e iglesias les ofreció don Hernando preciosas rodelas en las que lucía la gama de todos los colores y las enriquecía una resplandeciente suntuosidad de oro y plata.

Para las atinadas combinaciones que hacían los mexicanos y las otras antiguas tribus antes citadas, empleaban muchas plumas de pericos, de cardenales, de zanates, de guacamayas, de coas, de correcaminos, y de otros muchos pájaros vistosos, pero que no igualaban a las finas de los colibríes usadas por los tarascos, llenas de espléndidos y perpetuos tornasoles. En la lengua tarasca se llaman tzinzun a estos leves pajarillos que abundan en las montañas próximas al lago de Pátzcuaro. Los indios michoacanos usaban con preferencia los maravillosos plumajes de tales avecillas de tan multicolores cambiantes, y solamente, de modo secundario, los de otros pájaros para ponerlos como fondo a los dibujos que elaboraban con las plumas de los chupamirtos y darles realce a así excedían a todos en belleza y primor.

En la Antigua Relación de las Ceremonias y Ritos y Población y Gobernación de los Indios de la Provincia de Mechoacán, hecha al virrey don Antonio de Mendoza, y conocida generalmente, ya abreviado su título, por Relación de Mechoacán, escrita por un fraile anónimo que se supone que no es otro sino Fray Martín de la Coruña, uno de los doce primeros apostólicos y seráficos varones que vinieron a la conversión de estas partes, en ese libro y en el capítulo que trata De la gobernación que tenía y tiene esta gente entre sí se enumeran con todas sus atribuciones los distintos diputados por la Corona para presidir como para cuidar las artes y oficios que de padres a hijos se venían transmitiendo los indios tarascos o purépechas desde época inmemorial.

“Habían uno llamado Uscurécuri, diputados que labran de pluma los atavíos para sus dioses y hacían los plumajes para bailar. Todavía hay estos plumajeros (1550), éstos traían por los pueblos muchos papagayos grandes colorados y de otros papagayos para la pluma y otros traían pluma de garzas, otros, otras maneras de plumas de aves.” Éstos eran los afamados mosaicistas que hacían tan admirables obras de plumas de colores en capas, rodelas, estandartes y paños de tapiz.

“Había otro diputado sobre las rodelas, que las guardaban y los plumajeros las labraban de plumas de aves ricas, y de papagayos y de garzas blancas. Había otro que tenía cargo de guardar todos sus jubones de guerra de algodón y jubones de guerra de plumas de aves.”

No solamente el padre José de Acosta afirma que “hácense las mejores imágenes de pluma en la provincia del Mechoacán y en el pueblo de Pázcaro”, sino que varios cronistas de esa región celebran con buenas alabanzas este arte, así el queretano Fray Alonso de la Rea en su seráfica Crónica de la Provincia de San Pedro y san Pablo, escribe en la página 39 de la segunda edición que es la que yo leo, que: “Aún no ha hecho pausa el orgullo de su inclinación, sino que corriendo impelida de su natural viveza, inventaron los tarascos cosas tan singulares como lo han sido las de pluma, cuyo origen apunté en el capítulo 6, y cuya fábrica, invención y artificio, sin hinchazón ni pompa, se llevan consigo los encarecimientos que pudiera referir en aquesta Historia. El modo de engarzar las plumas de diversos colores, es que después de haber cortado las plumas en partículas tan pequeñas que cada una parece un punto invisible, se coge una penca de maguey, y sobre ella con cola muy bien templada, se van organizando todas las plumas y hacen una iluminación tan vistosa, que parece niegan aquí desvanecidas las galas de su natural coordinación. Cada partícula se pone de por sí, con tanta presteza, como lo apercibe la facultad siguiendo las líneas y círculos del bosquejo sobre que se obra tan exquisito primor. Hácenos de este género de iluminación de pluma, imágenes, colgaduras, adargas, mitras y marlotas, con tan linda vista, que jamás la perspectiva tuvo mejor motivo para olvidar las galas de la Primavera.”

También en la voluminosa Crónica de la Provincia de San Pedro y San Pablo, pero compuesta por Fray Pablo de la Purísima Concepción Beaumont (México, 1874), en el tomo III y páginas 34 a 95 se lee lo siguiente:

“Inventó el ingenio del tarasco las cosas singulares de pluma con sus mismos nativos colores, asentando de la misma manera que lo hacen en un lienzo de los más diestros pintores con delicados pinceles. Solían en su gentilidad formar de estas plumas, aves, animales, hombres, capas y mantas para cubrirse, vestiduras para sus sacerdotes y templos, coronas, mitras y rodelas, mosqueadores, con otros curiosos instrumentos que les sugería su imaginación. Estas plumas eran verdes, azules, rubias, moradas, pardas, amarillas, negras y blancas, no teñidas por industria, sino como las crían las aves que cogían y mantenían vivas al intento, valiéndose hasta de los más mínimos pajarillos. El modo de engastar las plumas era cortarlas muy menudas; y en lienzo de maguey, que es la planta de la tierra, con cola, muy templada, iban organizando las plumas que arrancaban de uno a otro pájaro muerto con unas pinzas, y pegándolas a la penca o tabla; se valían de sus nativos colores para dar las sombras y demás necesarios primores que caben en el arte, según pedía la imaginación que querían pintar. Cada partícula se ponía de por sí, con tal presteza, que seguían la línea y el círculo del bosquejo, y la iluminación formaba en la pintura una vistosa primavera. De las plumas de estos y otros pájaros hacían estos indios sus plumajes, y aún imágenes de pluma tan particulares, principalmente en Pátzcuaro, que según refiere Acosta, se admiró el señor Felipe Segundo de tres estampas que dio a su hijo, el señor Felipe Tercero, su maestro: la misma admiración causó al Papa Sixto Quinto, un cuadro de N. P. San francisco que enviaron a su santidad, hecho de plumas por los indios tarascos. He visto láminas muy curiosas y acabadas de este género en gabinetes de curiosos en la Europa; y principalmente mi maestro el doctor Morán, uno de los sabios de la Academia de las Ciencias de París, apreciaba mucho, y con razón, dos láminas de santos, que adornaban su singular museo, cuya hechura de plumas de tan exquisitos colores era de lo más perfecto que se podía desear, a más de lo raro de la invención. No trabajan ya con tanto primor los tarascos las estampas que hacen de pluma, y en el día se escasean mucho estas obras de plumería.”

Y en su Americana Thebaida, página 26, Fray Matías de Escobar glosa estas frases con estas otras: “...forman letras del mismo modo, tan primorosas, no son más redondas las de molde, venciendo aquí las plumas a la imprenta”.

Pocas cosas quedan esparcidas por ahí del precioso arte plumario de los indios, el tiempo las acabó –“dellas destruye la edad”-, eran objetos leves y delicados en los que entran polillas y carcomas que los consumen y no dejan nada. Lo que quedó es, en su mayoría, de indudable origen michoacano, obras perfectas de las manos maestras de los tarascos. Las joyantes mitras del Escorial, las del Museo María Teresa, de Viena, las del Palacio Pitti, de Florencia, la gran adarga de parada de la Armería Real de Madrid, lo de nuestro Museo nacional y algo que anda en el comercio de antigüedades y en colecciones privadas, es lo que conozco de este exquisito arte en el que se anima el dibujo de la imagen con la distinción y hermosura de los colores de plumas menudas. He leído que existen mosaicos de esta especie en la rica colección Ambrass, pero no sé cuál es, ni en dónde está esa mentada colección.

Hay abundancia en muchas partes de México de estos colibríes leves y vistosos, pero apenas llegan los primeros fríos, desparecen y no se ve ni uno solo por esos campos y jardines; vuelven a llenar el aire con su belleza cuando entra la primavera. Surgen como otras tantas flores. Flores vivas y trémulas. Se decía por esta súbita desaparición que huían temerosos del invierno e íbanse a buscar las tierras calientes que les daban vida. Pero los colibríes no son aves migratorias que andan en pos de tónica tibieza, sino que tiene la extraña particularidad de caer en un largo marasmo durante toda la invernada. Se cuelgan por el pico de una rama y así permanecen con inmovilidad de muerte; se les caen las plumas como en pelecha, con lo cual toda su vistosidad queda trocada en una pura lástima. Tal vez de esto provenga la frase “ya colgó el pico Fulano”, que se aplica a quien ya no tiene ánimos para nada, que está el infeliz como para morir. Para el arrastre, dicen los castizos. El sopor de los colibríes es como el que mantiene inmóviles a otros animales y del que salen cuando llegan los templados y deliciosos días de la primavera, alegre renacer de la naturaleza, tiempo en el cual está todo en su mayor vigor y hermosura.

Fray Bernardino de Sahagún, conocedor como nadie de cuanto hubo en el México precortesiano y en cuya Historia general de las cosas de la Nueva España no deja nada que tratar con maestría e indudable competencia, al escribir de las aves que aquí tienen ricas plumas, dice de los colibríes: “Hay unas avecitas en esta tierra que son muy pequeñitas, que parecen más moscardones que aves; hay muchas maneras de ellas, tienen el pico chiquito, negro y delgadito, así como aguja; hacen su nido en los arbustos, allí ponen sus huevos y los empollan y sacan sus pollos; no ponen más de dos huevos. Comen y mantiénense del rocío de las flores, como las abejar, son muy ligeras, vuelan como saeta; son de color pardillo. Renuévanse cada año: en el tiempo del invierno cuélganse de los árboles con el pico, allí, colgados se secan y se les cae la pluma; y cuando el árbol torna a reverdecer él torna a revivir, y tórnales a nacer la pluma y cuando comienza a tronar para llover entonces despierta y vuela y resucita. Es medicinal para las bubas, comido, y el que los come nunca tendrá bubas; pero hace estéril al que los come.” Abusiones, patrañas, digo yo, de las que abundan en todas las épocas. Vanas creencias populares que se meten con fuerte arraigo.

“Hay unas de estas avecitas –sigue diciendo el franciscano- que llaman “quetzalhuitzitzilin” que tiene las gargantas muy coloradas y los codillos de las alas bermejos, el pecho verde y también las alas y la cola; parecen a los finos “quetzales”. Otras de estas avecicas son todas azules, de muy fino azul claro, a manera de turquesa resplandeciente. Hay otras verdes claras, a manera de hierba. Hay otras que son de color morado. Hay otras que son resplandecientes como una brasa. Hay otras que son leonadas con amarillo. Hay otras que son larguillas, unas de ellas son cenicientas, otras son negras, estas cenicientas tienen una raya de negro por los ojos, y las negras tienen una raya blanca por los ojos.

“Hay otras que tienen la garganta colorada y resplandeciente como una brasa; son cenicientas en el cuerpo, y la corona de la cabeza y la garganta resplandeciente como una brasa.

“Hay otras que son redondillas, cenicientas, como unas motas blancas.”

Refiere el ya dicho Alonso de Zorita al tratar de un “pajarito que duerme la mitad del año, y de qué y cómo se mantiene”, que dice Fray Toribio que no quiere callar una cosa maravillosa que Dios muestra en un pajarito muy pequeñito, de que hay muchos en la Nueva España y lo llaman Vicicilim, y en plural Viciciltim, y que su pluma es muy preciosa, en especial la del pecho y cuello, aunque es poca y menuda, y que, puesta en lo que los indios labran de oro y pluma, se muestra de muchos colores; mirada derecha, parece como pardilla; vuelta un poco de la veslumbre, parece naranjada y otras veces como llamas de fuego; y aunque este pajarillo es muy pequeñito, tiene el pico largo como medio dedo, y delgado; y que como él y su pluma es estremado, también lo es su mantenimiento, porque solamente se ceba y se mantiene de la miel o rocío de las flores, y anda siempre chupándolas con su piquillo, volando de unas en otras y de un árbol en otro, sin se sentar sobrellas; y que por el mes de octubre, cuando aquella tierra se comienza agostar y se secan las yerbas y flores y le falta el mantenimiento, busca lugar competente donde pueda estar escondido en alguna espesura de árboles, y en algún árbol secreto pega sus pies en una ramita delgada, encogidito, y está como muerto hasta el mes de abril, que con las primeras aguas y truenos, como quien despierta de un sueño, torna a revivir y sale volando a buscar sus flores, que en muchos árboles las hay desde marzo; y aun antes, algunos han tomado destos pajaritos, hallándolos por los árboles, y los han metido en jaulas de cañas, y por el mes de abril revivían y andaban volando dentro hasta que los dejaban salir fuera; y dice que él mismo vio estar estos pajaritos pegados por los pies en un árbol de la huerta del monasterio de Tlascalan, y que cada año crían sus hijos y que él ha visto muchos nidos dellos con sus huevos; y que un día, estando un fraile predicando la resurrección general, trujo a comparación lo deste pajarito, y pasó uno volando por encima de la gente, chillando porque siempre va haciendo ruido...”

También el abate Clavijero habla en su Historia del pequeño huitzitzilin que no es otro que el ya tan mencionado colibrí y dice: “que es aquel maravilloso pajarillo tan encomiado por todos aquellos que han escrito sobre las cosas de América por su pequeñez y ligereza, por la singular hermosura de sus plumas, por la corta dosis de alimento con que vive, y por el largo sueño en que vive sepultado durante el invierno. Este sueño, o mejor decir, esta inmovilidad, ocasionada por el entorpecimiento de sus miembros se ha hecho constar jurídicamente muchas veces, para convencer la incredulidad de algunos europeos, hija sin duda de la ignorancia; pues que el mismo fenómeno se nota en Europa en los murciélagos, las golondrinas, y en otros animales que tienen fría la sangre, aunque en ninguno dura tanto como en el huizitzilen, el cual en algunos países se conserva privado de todo movimiento desde octubre hasta abril”.

Yo creía, al igual que una infinidad de buenas personas, que sólo el jugo azucarado de las flores constituía el alimento único e ideal de los colibríes, pero cuando supe que eso era muy secundario tuve una gran desilusión. ¿Cómo esas iridiscentes miniaturas, emanaciones de los rayos del sol, como los llamaban los antiguos mexicanos, habían de comer arañas, gusanos, y otros animalejos como cosa preferente? Miel, sólo miel, y perfumada miel de las flores. Darwin en una anotación de fecha 24 de septiembre de 1834 de su Diario, asienta que “aunque se los vea volar de una flor a otra en busca de comida, su estómago contiene de ordinario restos abundantes de insectos, que son los que, a mi juicio, buscan mejor que el néctar”. ¡A ver si no es esto penoso! No hay más remedio que creer lo que dice este famoso sabio.

Confieso que tuve infinita tristeza cuando supe semejante cosa, como la tuve también y muy grande, al leer -¿para qué lo leí, Señor?-, que un distinguido lepidopterólogo, Alberto Breyer, muy señor mío, para atraer algunos ejemplares de las más lindas mariposas, empleaba como cebo cerveza fermentada y queso de Limburgo, el más hediondo. ¿No es esto para decepcionar a cualquiera? Pero, ¡qué le vamos a hacer!, la vida está llena de grandes desengaños, cuando menos se espera llega uno y ¡zas! Nos hiere en pleno corazón.


(Tomado de: de Valle-Arizpe, Artemio. De perros y colibríes en el México antiguo. Cuadernos Mexicanos, año II, número 86. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

lunes, 22 de mayo de 2023

Artemio de Valle-Arizpe y los perros

 


De los perros

Perros no había en el suelo de México en los tiempos precortesianos. Los que existían no eran, ni con mucho, como los actuales. Eran muy otros estos perros. Don Antonio de Herrera para componer las extensas décadas de su magna Historia General de los Hechos de los Castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, estudió, cuidadosamente, papel por papel, todos los repletos archivos de España, aun los más reservados, que le mandó abrir de par en par el rey don Felipe el Segundo. Aparece su obra en 1601 y en ella asienta: “En el otro hemisferio no había perros, asnos, ovejas, etcétera”. Al afirmar esto el acucioso Cronista Real acaso creía que los perros precolombinos no tenían la dócil domesticidad que los europeos, con su familiar mansedumbre, pero si éste era su pensamiento estaban muy en contra de él además de las relaciones de los oidores de la Casa de Sevilla, lo dicho por Pedro Mártir de Anglería, por Fray Bartolomé de las Casas y por el capitán Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, primer cronista del Nuevo Mundo, a quienes cita con justa alabanza, como historiadores clásicos de la conquista. 

Pedro Mártir asegura que Cristóbal Colón vio “perros y perras” en la isla de Santa Cruz, de las pequeñas Antillas, cuando su segundo viaje de descubrimiento, al ir en dirección de la verde Hispaniola. El Almirante no le dio ninguna importancia a tal hallazgo por el triste pergeño de esos canes achaparrados, que no sabían ladrar y sin pizca de pelo en el cuerpo desmedrado. Acaso creyera Colón que no tenía nada de extraño el que se encontrasen ahí esos feísimos animales, pues estaba muy seguro en su creencia de haber llegado a las cercanías del soñado y áureo Cipango, norte y fin de sus anhelos, pues eran del todo semejantes a una fea raza canina del Asia cuya particularidad era carecer igualmente de pelo.

Conforme iban adelantando los descubrimientos geográficos notaban los españoles variedad de razas caninas con distintas características zootécnicas. Las había con la piel enteramente desnuda, como los de la dicha isla antillana de Santa Cruz, y las había como aquellas que después vieron asombrados en México y en el Yucatán, y también las había con pelo, corto siempre, y de distintos colores en el que imperaba el jaro. Todos los perros de estas razas eran de baja estatura e inofensivos, aunque hallaron algunos que tenían el genio menos apacible, con el hocico siempre arrufado; pero los autores están de acuerdo que los canes precolombinos dentro de su natural inofensivo, poseían siempre una cierta aversión al hombre, mayor desde luego para el español que para el indígena. Pero pelones o con pelo, tenían entrambos de común el no saber ladrar.

En una información sobre cosas del Yucatán mandada levantar por Su Majestad don Felipe el Segundo, se pone en lo relativo a la población de Motul que “hay unos perros de la tierra que no muerden ni ladran”, y en la que se refiere a Mérida se asienta más explícitamente que “hay unos perros naturales de la tierra que no tienen pelo nunca y no ladran y que tienen los dientes ralos y agudos, las orejas pequeñas, tiesas y levantadas”. A esto se agrega en la misma pormenorizada averiguación que “los indios tienen otra suerte de perros que tienen pelo, pero tampoco ladran y son del mismo tamaño que los demás”.

Se ha dicho que la mudez de estos animales no es más que un puro accidente fisiológico ocasionada por falta de hábito, el cual puede ser recuperado, perdido de nuevo, y otra vez vuelto a adquirir por el perro doméstico y que esto es lo que lo distingue entre los demás carnívoros, tales como el lobo, el zorro, etcétera, cuya emisión de voces no llega nunca a sostener un ladrido continuo. Enseñaron a ladrar a los canes aborígenes los perros que después trajeron los españoles conquistadores y pobladores de estas partes de las Indias del Mar Océano.

Ahora bien, está viva esta pregunta ¿Dé dónde proceden los perros americanos? Los señores zoólogos no parece que andan muy acordes al contestarla. Unos de estos sabios dicen que los que encontraron en el Perú los soldados de Pizarro son de un claro origen español, y otros aseguran con mil razonamientos, que los pelones de México tienen un parentesco directo con los turcos y los chinos que no son sino de igual figura, exactos. Fernández de Oviedo es de los de este parecer. A estos antipáticos pelones cuando se conocieron en Europa se les llamó turcos por ser idénticos, se dijo, a los que andan errantes por las calles de Constantinopla, en tanto que en muchos lugares de América se les dijo chinos. El naturalista Brehem pone el origen de estos perros en el centro mismo del continente africano de donde diz que pasaron a Guinea, a Manila, a China, a las Antillas, después a entrambas Américas.

Con esto de los perros andan en tantas y tan revesadas hipótesis los sabios como con el origen del hombre en América. El de mayor imaginación es el que aventura, como es natural, las suposiciones más extraordinarias y peregrinas, en tanto que los que la tienen enjuta y seca como limón viejo, no inventan sino teorías muy áridas, muy complicadas, difíciles de que las entienda el común de los mortales, y, por lo mismo, no convencen, pero sí aburren extraordinariamente como mentira mal contada. Pero con lo que dicen unos y otros señores se queda uno turulato, hecho un candelero de Flandes, sin saber cómo vino el hombre a esta América, diz que feliz e inocente.

Tres eran las especies de perros que existían en México: los que se les decía xoloitzcuintli, los izcuintipotzotli y los tepeitzcuintli. Se parecían todos ellos a los de Europa, aunque con evidentes características raciales que los diferenciaban. Ninguno de los de estas especies sabían ladrar, de lo que nació la torpe conseja de que los perros de Europa enmudecían al ser transportados a América, pues pensaban, los que no lo sabían, que los que aquí había no eran autóctonos sino que vinieron de ultramar. Al contrario, los perros hispanos fueron los que enseñaron a ladrar a los del país que sólo aullaban largamente y con esto querían dar a entender ya su alegría o su enojo. La misma voz para sentimientos contrarios.

El primero de los enumerados en el párrafo anterior, el xoloitzcuintli, no era mayor su grandor que el de un perro común y corriente; tenía luenga cola movediza, colmillos largos, agudos, tal y como los de un lobo, las orejas muy erectas y el cuello robusto, bastante ancho. Los xoloitzcuintli eran de los extraños y feos que carecían de pelo, únicamente en el hocico ostentaban largas cerdas retorcidas a manera de unos ralos mostachos. Color cenizoso tenía su piel, aunque en partes manchas amarillas y negras, y siempre tersa y suave. De esta particularidad proviene su nombre, pues xólotl equivale a pez liso, e itzcuintli quiere decir perro. Se utilizaban los de esta especie para cargar bultos pequeños, tenerlos al cuidado y vigilancia de las casas e ir con sus dueños a paseos y por los caminos. Hombre y bestia andaban siempre juntos, y juntos comían y dormían de ordinario.

También se aseguraba que eran los xoloitzcuintli un magnífico remedio para quitar para siempre jamás el reumatismo. Restituían la sanidad. Se les ponía encima del miembro dañado y diz que en unos cuantos días absorbían todo entero el mal doloroso y el enfermo quedaba sano y bien puesto como si tal cosa.

Más chico que el anterior era el llamado izcuintipotzotli. Las palabras de que se forma este nombre dicen claramente de cómo era el infeliz animal: itzcuintli significaba perro, y tepótzotl jorobado. Y sí, estos gozques ostentaban en su espinazo la rara particularidad de una alta prominencia, joroba feísima, que les daba aspecto bien ridículo, aumentado con otra extraña prominencia que se les alzaba encima de las narices. La cabeza parecía más bien unida a la corcova que el resto del cuerpecillo desmedrado y ruin, pues éste resultaba ser muy más pequeño que la abultadísima chepa que les daba repulsiva fealdad. El rabo lo tenían corto y retorcido, las orejas largas; pero, en cambio, sus ojos pequeños y negros eran de un mirar apacible, tal vez había en ellos una inconsciente tristeza por su figura grotesca que movía a risa. Salían de sus ojos dulces las más desgarradoras elegías.

Los había blancos, los había negros y también leonados. Se les daba muerte en los funerales de los indios para que cargaran después a cuestas con el difunto al cruzar éste las aguas turbulentas del río Chiahuanahuapan –que equivale a decir aguas nuevas-, la Estigia fatal en la complicada mitología nahua, para ir al temido reino de Mictlantecutli, espantoso soberano de los infiernos. Plutón autóctono, horrífico y feroz. Para este largo viaje al más allá se prefería siempre a los perros de color leonado, pues eran poseedores de no sé qué extrañas virtudes o cualidades esenciales, para mejor acompañar al muerto. Cuando se les iba a inmolar en las exequias de sus amos, o si el indio no los tenía en propiedad, entonces a los que compraban para el triste acontecimiento a través de las aguas letales del río sagrado, se les ponía en el cuello una simbólica cuerda de algodón que ignoro qué es lo que querían representar con eso.

También estos horribles izcuintipotzotli se comían. Eran un preciado manjar en las abundantes mesas de los grandes señores mexicanos, a quienes se les suspendían los sentidos, arrobados en el deleite de comer esa carne blanda. En los festines de los isleños canarios, antes de la conquista española, estaba en suculenta competencia la carne de perro bien cebado, con la de las cabras que allí había en abundancia. Lo mismo en los comelitones precolombinos el comer un perrillo bien gordo era “el mejor regalo”. A Hernán Cortés en su marcha deslumbrada hacia la gran Tenochtitlan lo regalaban con cachorrillos los indios del tránsito, que según su decir, eran sabrosísimos. Los hispanos gustaron de ellos relamiéndose de gusto. Bien que saborearon su carne jugosa en todo tiempo, no sólo en días de apretada necesidad, en los que no se repara en calidades de comestibles. Se engullen de la clase que sean y a Dios gracias. “Los perrillos volvían –dice Bernal Díaz del Castillo- y allí los apañábamos, que eran harto buen mantenimiento.”

Estos perrillos causaron notable admiración a los españoles por ser mudos como ya se ha dicho y repetido, y tener, además, un aspecto como melancólico. Les decían también tepechichis, “el perro que no gañe”. La palabra techichi viene de tépetl, que significa cerro, esto es, que no tiene voz. Cortés los vio en el mercado del que le hace brillante, colorida descripción al César Carlos V en su segunda y extensa carta de relación. “Venden –le escribe- conejos, liebres, venados, y perros pequeños que crían para comer castrados.”

Refiere el curioso Pedro Mártir de Anglería que al poco tiempo de que los aborígenes tomaron cabal conocimiento de los hábitos, gustos y costumbres de sus férreos conquistadores, entraron en “poquedad” para confesar su afición cinofágica y hasta creían menester disculparla por lo muy apetecible que les era la carne de perro. Hasta algunos castellanos apreciaban con gozo su delicado gusto porque diz que tenía un sabor meramente como de lechón bien gordo. Fray Bernardino de Sahagún, en la extensa enumeración que hace en el tomo tercero de su circunstanciada Historia general de las cosas de la Nueva España de los varios mantenimientos de los indios, no enlista a los perros entre las cosas comestibles que para el paladar de los naturales bien sabemos que eran un delicado y suculento placer. Les atizaban la gula y sentían con esa carne suavidad y gusto especialísimo. Se paladeaban largamente con ella.

El tepeitzcuintli, aunque pequeñuelo como un perro chico, era indómito y bravo como fiera y atacaba con decisión y singular valentía a animales mayores que él, los que en un tris hubieran podido deshacerlo de una sola patada si hubieran querido. Perseguían empeñosamente a los venados y hasta llegaban a matarlos. No sabían como sus congéneres ni ladrar ni morder a los hombres, pero no perdían por esto sus instintos de buenos, de excelentes rastreadores, y no dejaban de hacer de hacer gran daño en la montería y la volatería, “ca encaraman las codornices y otras aves y siguen mucho a los venados”. Los acosaban con infatigable tenacidad hasta no dejarlos rendidos de cansancio; entonces los mataban y solamente les comían las vísceras, que ellas eran su manjar preferido.

Pocos tepeitzcuintli había destinados para la venta en el extenso y bullicioso mercado de Tenochtitlan. Solamente se expendían allí los perrillos de comer para pasarlos con mucha gana en guisos sabrosos dentro de las entrañas. El tianguis para adquirir y vender perros de todas las castas tenía su único asiento en Acolhua, populosa ciudad antigua que ahora, con el nombre de Acolman, es un poblacho triste, terroso y desolado. Sólo en la ancha plaza de esta ciudad magnífica se podían hacer transacciones, ventas y trueques con los mentados perros tepeitzcuintli, pues por leyes expedidas tanto por los emperadores mexicanos como por los soberanos sus feudatarios sumisos, se ordenaba, bajo muy severos castigos, que únicamente se podía comerciar con ciertas cosas en determinados lugares bien delimitados y en días precisos y no en otros. Delinquía gravemente quien contraviniera estos terminantes mandatos reales y, por lo mismo, iba a dar a la rigurosa ejecución de la justicia. El que atropellase leyes y ordenanzas siempre sentía pesada la mano del juez, que jamás abríale la puerta al perdón. El que la hacía la pagaba, y la pagaba con exceso.

Las joyas, las piedras que en aquel entonces se tenían por preciosas, y las plumas lucientes, se vendían únicamente en Cholula, Cholollán en su eufónico nombre primitivo. En Atzcapotzalco y en Izúcar, dicho Itzocan en tiempos antiguos, se traficaba en esclavos; Texcoco, era el único lugar fijado para comerciar con ropa, con jícaras y buena loza; para los perros se tenía señalado Acolhua, ya lo he dicho antes. Todavía en el último tercio del siglo XVI hacíase en esta hermosa población un amplio comercio con los tales canes, ya que tanto tenían que ver en la desdichada vida como en la muerte de los indígenas. Pero vinieron otras costumbres suaves con las puras enseñanzas de los misioneros y también usos distintos que impusieron los señores que dominaban la tierra y se acabó este comercio como también se extinguieron muchas cosas aborígenes, y con él el curioso mercado de los perros que acompañaban a los indios tanto en sus casas y caminos, como en el viaje postrero, el que no tiene regreso.

Fray Diego Durán, que entre los años de 1579 y 1581 escribía su Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme, dice en ella al hablar de este mercado en el que sólo se hacían tratos con chuchos: “A la feria de Acolman habían dado que vendiesen allí los perros y todos los que quisiesen vender acudiesen allí a vendellos, como a comprallos y así toda la mercadería que allí acudía eran perros chicos y medianos de toda suerte, donde acudían de toda la comarca a comprar perros y hoy en día acuden porque hasta hoy hay allí el mesmo trato donde fui un día de tianguis por sólo ser testigo de vista y satisfacerme y hallé más de cuatrocientos perros chicos y grandes y liados en cargas de ellos ya comprados y de ellos que todavía andaban en venta, y era tanta la cantidad que había de ellos que me quedé admirado. Viéndome un español baquiano de aquella tierra me dijo que de qué me espantaba que nunca tan pocos perros había visto vender como aquel día y que había habido falta de ellos. Preguntando yo a los que los tenían por allí comprados que para qué los querían, me respondieron que para celebrar sus fiestas, casamientos y bautismos, lo cual me dio notable pena por saber que antiguamente era particular sacrificio de los dioses los perrillos y después de sacrificados se los comían, y más me espanté de ver que había en cada pueblo una carnicería de vaca y carnero y que por un real dan más vaca que puedan tener dos perrillos y que todavía los coman.”

Y añade el cronista dominicano con hondo desconsuelo: “No sé por qué se ha de permitir y no soy de tan torpe juicio que no vea que éstos son ya cristianos y bautizados y que creen la fe católica y un Dios verdadero y en Jesucristo su único hijo y que guardan la ley de Dios por que les hemos de consentir que coman las cosas inmundas que ellos tenían antiguamente por ofrenda de sus dioses y sacrificios lo cual, aunque sea así que ya no comen estas cosas inmundas de perros y zorrillos y topos y comadrejas y ratones por superstición ni idolatría sino por vicio y suciedad, es muy loable el aprender los confesores y predicadores para que acaben ya de vivir en policía humana.”

En el llamado Lienzo de Tlaxcala aparece al lado de Hernán Cortés un airoso perro. Éste no es macho, sino hembra, la lebrela que en el año de 1518 venía con los de la expedición que comandaba Juan de Grijalva.

Se quedó la perra abandonada en tierras mexicanas porque al embarcarse los arriesgados expedicionarios se había internado entre las profundidades del bosque persiguiendo, tal vez, alguna presa, o sólo con deseos de correr libremente después de los largos días de navegación, sin tener más que la reducida estrechez del navío, y cuando quiso juntarse con quienes venía, éstos ya se habían hecho a la mar y estaban lejos, apenas se divisaban las velas blancas, llenas de viento y de sol.

Correría de un lado para otro desesperada, dando aullidos quejumbrosos, mientras que veía con largas miradas de ansiedad el barco distante, pero el bronco latido del mar tapaba la desolación de sus lamentos y no los dejaba que fueran a donde ella quería. Anhelaba llegar con sus plañidos hasta las orejas de los que la abandonaron para moverles el alma a piedad a fin de que volviesen a recogerla y no quedar en aquel temeroso abandono. Pero persuadido el pobre animal de que ya no regresarían más, se echaría lleno de abatimiento, metiendo la cabeza entre las manos alargadas, y sus ojos con lágrimas seguirían tenazmente fijos en la inquieta extensión del mar, en el rumbo por el que se fue el bajel. 

Vivió la lebrela solitaria en aquellos lugares, manteniéndose de los conejos y otros animales que cazaba con singular destreza por todos aquellos contornos. Cuando Cortés venía con su armada para lo de la conquista, envió a un fulano Escobar a reconocer la tierra y al llegar éste a Boca de Términos que así se le había puesto por nombre a ese paraje por la laguna que allí estaba, pues manifestó aquí Antón de Alaminos, el famosísimo piloto, que el Yucatán al que había dado el nombre de Nueva España, partía términos con otras tierras, pues bien, al arribar a ese sitio encontró el mentado Escobar a la lebrela “que estaba gorda y lucia”, dice Bernal Díaz. Y añade el pintoresco soldado cronista que “dijo el dicho Escobar que cuando vio el navío que entraba en el puerto, que estaba halagando con la cola y haciendo otras señas de halagos, y se vino luego a los soldados y se metió con ellos en la nao”. No paraba de hacer fiestas con brincos interminables y con aúllos. Éste fue el primer perro europeo que pisó tierra de México.

Después los bárbaros conquistadores los traían muy fieros, de los irascibles de presa, que lanzaban contra los aborígenes combatientes para que los mataran a puras mordidas. Pronto los hacían pedazos a dentelladas los feroces animales. Donde clavaban los dientes sacaban gran bocado. En las heroicas luchas de la conquista, cuando los indígenas entraban en gran número a defender su suelo y les daban a los castellanos dura guerra con sus hondas cargadas con piedras zumbadoras, con sus certeras flechas, con sus lanzas, con sus macanas pesadísimas, ya solas o guarnecidas con navajones filosos de obsidiana, los hispanos les azuzaban a los terribles perros, utilizándolos como una nueva arma y con ellos les infundían gran espanto y hacínales enorme carnicería. Un español tenía el extremo de una recia cadena que sujetaba al perro bravo que se abalanzaba impetuoso sobre el aborigen desnudo para despedazarlo, o bien ataban al desventurado y dándole un palo para que se defendiera de la rabiosa acometida de la fiera jauría, libre toda ella, ya sin traíllas que la sujetaran; el infeliz repartía, desesperado, algunos garrotazos a diestro y siniestro con los cuales más despertaba la ferocidad de los terribles canes que al fin lo despedazaban. “Así los pintan, dice el padre Andrés Cabo, en los mapas antiguos que hay en la Universidad y he visto.” Así, igualmente, están representados con vivos colores en los códices. También ya en paz, sojuzgados los tristes indios, se los echaban encima para castigarlos sin ninguna misericordia. A esta crueldad enorme, nacida de gente sin corazón, se le llamaba aperrear.

Apenas habían transcurrido unos cuantos años después de consumada la conquista y ya se encontraban en todos los ámbitos de la Nueva España gran número de perros. Se propagaron rápidamente, pues se trajeron bastantes de la Metrópolis, de distintas razas y calidades. Tanto y tanto llegaron a abundar que los había en gran cantidad y en vagabundeo constante por las calles de la ciudad causando daños y mil molestias, por lo cual mandó el Ayuntamiento del año de 1581 que el que tuviese algún perro no lo dejase andar libre por las rúas, sino que siempre debería mantenerlo atado, o al menos, dentro de la casa, pues al que anduviese suelto y sin dueño se le daría muerte inmediatamente sin que hubiese lugar ninguna reclamación por parte del propietario que tendría, además, hasta diez pesos de multa por su descuido.

No solamente en poblaciones causaban daños sino que también muy grandes los cometían en los campos. Fray Antonio de Remezal lo dice en su sabrosa crónica dominica de la gobernación de Chiapa y Guatemala. Refiere el padre que en Almolonga acababan con ganados no solamente los feroces leones que en esa región montuosa abundaban, sino que también los perros bravos que se habían utilizado en la guerra devoraban hatos enteros de ovejas y piaras de cerdos. No se podía librar de su ferocidad toda esa extensa región. El gobierno dispuso bajo penas severísimas que se mantuviesen bien sujetos a tales perros que tamaños estropicios ocasionaban en los ganados. Se atrevían no sólo con el inofensivo lanar sino aun con el mayor. No les valían a las reses ni la ligereza de las piernas, ni la aguda defensa de sus cuernos para que los perros no se hartaran de sus carnes. En ellas hacían comida a toda satisfacción.

Un perro famélico sirvió para una salvadora estratagema que hicieron unos españoles asediados tenazmente por los indios. El padre Fray Alonso Ponce lo cuenta. Sucedió que los naturales batían sin intermisión alguna a los conquistadores que estaban en el pueblo de Tinum, en el Yucatán. Ni de día ni de noche les daban reposo. No les valían a los hispanos los filos y aceros de su valor para alejar a los airados aborígenes, por lo que acordaron unánimemente salir del lugar y así lo hicieron, pero en el badajo de la campana con que hacían sus velas, ataron con una larga cuerda a un perro hambriento, poniéndole la comida a una distancia a la que no podía llegar; para alcanzarla tiraba el animal constantemente de la cuerda con lo cual hacía sonar la campana, y así, con sus tañidos continuos, los indios creyeron que aún los españoles permanecían en el pueblo cuando ya iban bien lejos, pies en polvorosa, y no salieron a perseguirlos, lo que hubiese sido acabarlos a todos.

En el año de 1792 había tal abundancia de perros en todo México y eran tan fastidiosos e intolerables, que daban molestias sin cuento a todos los habitantes de la ciudad y sacábanlos de paciencia con sus alborotadísimas riñas, con sus ruidosos amores, con sus ladridos inacabables y su corretear continuo en manadas alharaquientas y rivales, que por dondequiera pululaban. Revilla Gigedo ordenó que los exterminaran. “Habiendo en esta ciudad –escribe en sus Noticias de México el diarista Francisco Sedano-, grande cantidad de perros en las calles de día y de noche, por orden superior, se mandó a los serenos guardafaroles que los mataran, pagándoles a cuatro pesos el ciento. En abril y mayo de 1792 mataron gran cantidad, hasta casi exterminarlos, y no bastando esta primera providencia, a la presente todavía los matan de noche.”

Cuando venían las inundaciones que anegaban a todo México, convirtiendo sus calles en caudalosos canales y sus plazas en lagunas y, por lo tanto, el tránsito solamente se hacía en canoas, a los perros que sin dueño vagaban por la ciudad lo llevaba su instinto para defenderse de las aguas y no perecer ahogados, a guarecerse en la parte más elevada de la población adonde no llegaba la corriente, lo que ahora es el comienzo de la segunda calle de la Avenida de la República de Guatemala.

Isla de los perros se le dijo a ese sitio que les era seguro refugio y lugar de buen acogimiento. Ahí encontraban guarida, defensa y abrigo. Pero tan luego como descendían las aguas y quedaban las calles y plazas enjutas seguían de nuevo sin rumbo, vagando otra vez alegres por todas partes, ya persiguiendo enamorados a alguna perra coqueta y veleidosa, ya armando grandes riñas por la posesión de un hueso seco y sin tuétano, o bien continuaban trotando por aquí y por allá, se acercaban a olisquear las esquinas para luego alzar la pata y despachar su líquido menester.


(Tomado de: de Valle-Arizpe, Artemio. De perros y colibríes en el México antiguo. Cuadernos Mexicanos, año II, número 86. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

viernes, 21 de septiembre de 2018

Artemio de Valle-Arizpe


(Artemio de Valle Arizpe, por Saturnino Herrán)

Artemio de Valle-Arizpe nació en Saltillo, Coahuila, en 1884, y murió en la ciudad de México en 1961. El 1° de febrero de 1942 fue nombrado cronista de la ciudad de México. Sus relaciones amistosas con estudiosos y escritores mexicanos de la talla de Luis González Obregón y Victoriano Salado Álvarez lo aficionaron a los temas virreinales. El profundo interés que por estos temas compartían los escritores mencionados los llevó a constituir la tendencia literaria conocida como “colonialista”, de la cual él es, quizá, el máximo representante. No sólo creó un estilo adecuado a la vida de la Colonia, sino que dio forma a un léxico y una sintaxis abundante en arcaísmos. Entre sus obras sobresalen:

Por la vieja calzada de Tlacopan (1937), historia.

Del tiempo pasado (1932), leyendas.

El Canillitas (1941), novela.

(Tomado de: Artemio de Valle-Arizpe. De perros y colibríes en el antiguo México. Cuadernos Mexicanos, año II, número 86. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F. s/f)