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viernes, 12 de septiembre de 2025

Batalla de Santa Isabel, 1866


Muerte en Santa Isabel


El comandante Brian (de Foussieres Fonteneuille) Paul (1828-1866), era un hombre robusto, de barba y bigote cerrados y parecía de más edad que la suya. No tenía familia y manifestaba poca inclinación para las mujeres más allá de las exigencias del cuerpo. Eso sí, tomaba ajenjo y mucho, y se volvía entonces muy platicador. Generalmente bebía con el teniente Liberman. Brian aguantaba muy bien. Linberman no. En esa región de México sobraba el vino local y también el whisky que venía del Norte con los americanos de Juárez. Salido de Saint Cyr entre los últimos de su promoción, había pasado 15 de sus 19 años militares en el regimiento extranjero. Por cierto, no sé por qué la Legión decidió hacer del combate de Camarón otra derrota, algo como su símbolo. El combate de Santa Isabel, el primero de marzo de 1866, no fue menos catastrófico, ni los legionarios menos valientes. Hasta fueron más, bastantes más los que murieron en ese desgraciado encuentro. Pensándolo bien, digo tonterías. El capitán D'Anjou no cometió ningún error, se sacrificó para cubrir el convoy de pólvora sin el cual no se rinde Puebla, mientras que Brian sacrificó a sus hombres para nada, combinando errores y mala suerte y, quizá, ajenjo, a un peso la botella. 

No fue sólo el responsable de su propia muerte, sino de la de 103 hombres. El destacamento francés quedó aniquilado, y todos los sobrevivientes -yo entre ellos- presos. Quizá no fue realmente culpable. A veces en el cuerpo expedicionario soplaba un viento de bravura loca, quizás soplaba para él en esos últimos días de febrero, en esa terrible primera noche de marzo, quizá su destino era llevar a su tropa a la catástrofe. Hacía frío. Lo veo todavía, montado en su caballo, con sus botas anchas y altas, muy altas, sobre su caballo alto, las riendas colgando a lo largo de su brazo, las manos en las bolsas para protegerse del frío, caminando delante de nosotros. Nos empujaba hacia lo desconocido una fuerza tan invisible como el viento en la noche fría. Veo también la cara algo adolescente del subteniente Royiaux, titiritando de frío, y las caras campesinas de nuestros alemanes y polacos, la tropa en su uniforme azul oscuro. Todos, casi todos murieron en esa mañanita, al mismo tiempo. La realidad no podría ser más nítida que mi recuerdo. Todo se me grabó, no olvido nada, no olvidaré, nunca. 

El 28 de febrero, al atardecer, Brian, comandante de las fuerzas de Parras, cuatro compañías del segundo batallón del regimiento extranjero, fue informado de que los liberales se encontraban a tres leguas de la ciudad, en la hacienda de Santa Isabel. Contra la opinión de todos los oficiales, decidió salir a medianoche con tres compañías y 400 mexicanos de las fuerzas rurales, entre ellos 90 jinetes, pero todos mal armados, con un solo cartucho en la bolsa y menos de 15 días de servicio. 

A paso rápido llegamos en 3 horas a la primera vanguardia del enemigo, quien se retiró a la primera descarga, y poco después nos topamos con el grueso de sus fuerzas, parapetadas en un peñón de unos sesenta metros de altura, arriba de la hacienda de mampostería, con terrazas. Tardamos una hora en reconocer la posición y los liberales no dejaron de disparar. Les sobraba parque. Éramos 185 legionarios, contando a los ocho oficiales, y 400 mexicanos contra dos mil hombres. Recuerdo el viento, ligero, ligero, y el olor que llevaba consigo, un olor a cuartos sin ventilación o a fogata, y de repente se me ocurrió que ese olor era el de la muerte o que el olor de la muerte debería ser algo semejante. Era de noche todavía. Brian decidió atacar. ¿Irresponsabilidad? Eso dijeron después: que no había esperado al despuntar del día para reconocer mejor el terreno y apreciar la fuerza adversa. Pero sabíamos que eran muchos, muchos más que nosotros, y Brian quería esconder nuestra inferioridad numérica y atacar protegido por los últimos momentos de oscuridad. En otras ocasiones habíamos hecho lo mismo y la sorpresa había derrotado a un enemigo tres o cuatro veces más numeroso. Pero no hubo sorpresa. Nos esperaban bien protegidos en las terrazas y detrás de los bancos de roca; además, nos disparaban desde arriba. 

La noche ya era más clara. Un perro aulló, otro le respondió y varios más. Cuando el capitán Moulinier menciona la posibilidad de retirarnos, Brian montó en cólera. Dicen que había tomado bastante, pero no me consta y además aguantaba demasiado bien. Eso sí, regañó fuertemente a Moulinier. Dijo que jamás había huido, que los mexicanos no eran tantos y que nos íbamos a tumbar tranquilamente con una buena carga de bayoneta, y que la caballería aliada terminaría su derrota. Dio la orden, gritó ¡La France!, grito que repetimos todos con entusiasmo, olvidando las tres horas de marcha forzada, y ¡a la carga! Corrimos, corrimos bajo una lluvia de balas, detrás de nuestro comandante, que había dejado su caballo y desenvainado su espada. Nos disparaban por delante, por atrás, por los lados, desde la hacienda y desde el cerro. Tres veces intentamos con esfuerzo sobrehumanos tomar la posición, tres veces fuimos rechazados con pérdidas crecientes. Los auxiliares mexicanos, ¿qué podían hacer sin parque y sin práctica? Nos abandonaron al inicio de la carga, menos el jefe Campos, prefecto de Parras, quién atacó una vez con 50 de sus hombres. Logró escapar en su buen caballo y no hay nada que reprocharle, bueno, sí, algo se le debió reprochar: se habían equivocado sobre la distancia y por eso Brian lanzó el ataque desde muy lejos; tampoco nos había dicho que una barranca cruzaba el camino antes de llegar a los muros de la hacienda, la cual nos impidió amenazar el flanco enemigo. Nuestra ala tuvo que replegarse al centro de nuestra línea de frente y nos encabestramos unos a otros. Perdí a mis hombres o mis hombres me perdieron a mí y llegamos en grupo compacto y desordenado, con la respiración cortada después de una carrera de 800 metros. Normalmente uno va al paso de carga durante 200 metros nada más. Sin embargo, tratamos de escalar tres veces el cerro.

Ahí cayó herido el comandante y muerto a su lado el teniente Roiyaux.  Brian gritó y agitó su sable como si fuera a hablar a la columna, pero era tan fuerte el ruido de los disparos que no se oyó una sola palabra. ¿Se habría dado cuenta de que nos conducía a una muerte segura? Nadie lo sabrá porque en ese momento explotó una granada a su derecha y unas esquirlas dejaron su corazón al descubierto. El sable se le cayó de la mano, pero su brazo derecho seguía en alto; luego Brian se derrumbó y no volvía a ver ni su cadáver. 

Todos nuestros esfuerzos, 150 contra 2000, fracasaron; entre los liberales bien protegidos, unos 100 tenían el famoso rifle yanqui de ocho tiros ¡una maravilla! Nos retiramos después de haber perdido a más de la mitad de lo nuestros, ya no había caballería para protegernos y nos vimos rodeados por 600 jinetes; el teniente Schmidt, valiente entre los valientes, cayó en la bajada, acribillado, alentando aún a los soldados con su voz debilitada; tenía los dos brazos rotos cuando un balazo en la cabeza acabó con él. El capitán Cazes también. El capitán Moulinier, ya sin caballo, tomó el mando con la ayuda del teniente Rabix y la mía, los tres sin heridas. Varias veces intentamos formar el cuadrado pero era imposible, eran demasiado numerosos, como dijo un viejo soldado de Waterloo. Moulinier, al brincar una barranca, recibió quince balazos y lo remataron a sablazos. Quedamos Rabix y yo, intentando formar una línea de tiradores, pero el enemigo venía más y más; caímos en una tercera barranca, ya protegidos contra los sables de la caballería, pero ahora llegaba la infantería y nosotros adentro de la barranca y ellos fusilándonos desde arriba, por todos lados. Mataron a Rabix. Armé mi pistola para acabar pronto y no ser masacrado, hice una breve oración y de repente me acordé de mis padres. Entonces me levanté, preferí sufrir y sobrevivir por ellos. En ese instante se presentó un oficial enemigo que me pidió cortésmente mis armas. Sobrevivimos 82, 37 de los cuales heridos. Habían muerto 97 soldados y seis oficiales. Entre las filas liberales había un francés, un tal Albert, no sé si era su nombre o su apellido, un desertor del 62° de línea. Brian había sido capitán el regimiento 62° de 1861 a 1864. Dicen que Albert mutiló su cadáver. Sé que remató a nuestro médico, el buen Rustegho, herido, recogido por los mexicanos, en su ambulancia. Espero que el diablo se haya llevado al tal Albert. Los liberales, ellos se portaron bien, nos trataron como se trata a presos de guerra y no me quejaré nunca de ellos. 

Atravesamos a pie el desierto del Bolsón de Mapimí, sufriendo como ellos sed y hambre, pero siempre nos trataron bien. Los generales Treviño y Viesca nos perdonaron la vida cuando pudieron fusilarnos, puesto que desde el abominable decreto de Maximiliano teníamos instrucciones de no tomar prisioneros, de fusilar a los oficiales y soltar a los soldados. Quisieron hacer matones de nosotros. Duré preso nueve meses, libre bajo palabra en la ciudad de Monterrey, con oficiales austríacos; terminé de aprender el español a fondo, aprendí algo de alemán y de inglés. De no ser tan francés, me hubiera quedado en Monterrey con esas mexicanas tan bonitas. Y es todo lo que le puede contar Ernest Moutiez, en aquel entonces subteniente en el regimiento extranjero.

(Tomado de Meyer, Jean - Yo, el francés. Crónicas de la Intervención francesa en México, 1862-1867, Maxi Tusquets Editores S.A. de C.V., México, Distrito Federal, 2009)

jueves, 7 de septiembre de 2023

Juan de Dios Arias

 

Juan de Dios Arias

1828-1886

Periodista, militar y poeta poblano que nació en 1828. Desde adolescente se ganó la vida por medio de ocupaciones mercantiles, las cuales no le privaron de escribir artículos llenos de ingenio e ironía. Ocupó uno de los primeros puestos en el periodismo mexicano al iniciarse en 1844, escribiendo para El Centinela y otros periódicos liberales. En 1856 publicó el periódico satírico La Pata de Cabra. Luego colaboró en La Orquesta y en La Sombra. Su participación en la política como liberal lo llevó a ocupar una curul como diputado varias veces, incluso en el Congreso Constituyente de 1856-1857.

Ingresó al ejército y alcanzó el grado de coronel. En la campaña contra los franceses fue secretario del general Mariano Escobedo durante el sitio de Querétaro. Sirvió en los cargos de oficial mayor de la Secretaría de Relaciones y desempeñó la Secretaría de la Legación Mexicana en los Estados Unidos. Después fue subsecretario de Estado en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Escribió la Reseña Histórica del Ejército del Norte durante la Intervención Francesa, publicada en México en 1867. Colaboró en la magna obra México a Través de los Siglos. Murió en la Ciudad de México. 


(Tomado de: de Lara, María Eugenia, y Amparo Gómez Tepexicoapan - Liberales mexicanos del siglo XIX. Álbum fotográfico. Varía Gráfica y Comunicación, S. A. de C. V. México, D. F., 2000)

jueves, 22 de junio de 2023

José María Arteaga

 


José María Arteaga 

1833-1865

Aguascalientes fue la cuna de José María Arteaga. Aunque algunas fuentes refieren que nació en la Ciudad de México y que aún siendo niño fue llevado a la capital hidrocálida donde hizo algunos estudios. En 1848 se trasladó a San Luis Potosí y sentó plaza de soldado. Ingresó en la carrera militar en 1852, alcanzó el grado de sargento y al año siguiente el de capitán. En 1854 marchó hacia el sur bajo las órdenes de Zuloaga, de tal manera que comenzó sirviendo en las filas conservadoras pero sus convicciones le llevaron al bando liberal desde 1855, después de la capitulación de Nuzco entre santanistas y partidarios del Plan de Ayutla. Ascendió a Comandante de Batallón. En Uruapan, con el grado de mayor y bajo las órdenes de Comonfort, intervino en la lucha de Jalisco y Colima; ascendió a coronel y se convirtió en gobernador de Querétaro.

Durante la Guerra de Reforma alcanzó el grado de capitán de brigada, combatiendo contra los conservadores. Realizó la campaña de Michoacán. Al terminar la lucha civil fue nombrado de nuevo gobernador de Querétaro, cargo que dejó para combatir a los franceses. Intervino militarmente en Barranca Seca y en Acultzingo, y fue herido en esta última batalla por lo cual se retiró algún tiempo a Morelia. Se reincorporó a la lucha; en 1864 se le nombró gobernador de Jalisco y tomó el mando de una División del Ejército del Centro. Ascendió a general de División por sus méritos contra los invasores y realizó con gran valor la campaña de Michoacán. Fue hecho prisionero por las fuerzas de Méndez en el pueblo de Santa Ana Amatlán. Merece ser conocida la carta que Arteaga escribió a su madre momentos antes de morir: "Hoy -dice- he caído prisionero y mañana seré fusilado. Muero a los treinta y tres años de edad. En hora tan suprema es mi consuelo legar a mi familia un nombre sin tacha. Mi único crimen consiste en haber peleado por la Independencia de mi país. Por esto me fusilan. Pero el patíbulo, madre mía, no infama, no al militar que cumple con su deber y con su Patria". Fue fusilado en Uruapan Michoacán el 21 de octubre de 1865.


(Tomado de: de Lara, María Eugenia, y Amparo Gómez Tepexicoapan - Liberales mexicanos del siglo XIX. Álbum fotográfico. Varia Gráfica y Comunicación, S. A. de C. V. México, D. F., 2000)

jueves, 17 de noviembre de 2022

Carlota de México


Carlota de México

El 9 de julio de 1866, muy temprano, la emperatriz Carlota salió de la Ciudad de México rumbo a Veracruz, donde abordaría un barco con destino a Europa. No iba en viaje de placer, sino a cumplir una misión política: convencer al emperador francés Napoleón III y al papa Pío IX para que ayudaran al tambaleante imperio que 2 años antes una junta de 215 notables decidiera establecer en tierras mexicanas. Su esposo Maximiliano, el archiduque de Austria y emperador de México, la había acompañado hasta Ayotla, en las estribaciones de la Sierra Nevada, donde medio de fragantes naranjales el matrimonio se dio el que sería su último beso.

A partir de ese momento la mala suerte pareció ensañarse con la soberana, de sólo 26 años. Llovía torrencialmente, los caminos estaban casi intransitables y una rueda del carruaje que la transportaba se partió en 2, retrasándola varias horas.

Niña bonita

Nacida en 1840, María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina pasó su niñez en el castillo de Laecken. De tarde en tarde, su padre, el rey Leopoldo I de Bélgica, la sentaba sobre sus piernas y acariciándole los cabellos castaños la llamaba "mi pequeña sílfide". Su madre, la piadosa Luisa María de Orleans, hija de Luis Felipe (rey de Francia entre 1830 y 1848) había muerto cuando Carlota tenía 10 años, pero la niña encontró a diario en los mimos de su progenitor y sus hermanos mayores: Felipe, príncipe de Flandes, y Leopoldo, duque de Brabante, quien más tarde sería rey de Bélgica y del Congo Belga.

Precoz, dotada de fuerte temperamento y notable perseverancia, la chiquilla poseía una figura esbelta y sus ojos color castaño oscuro cambiaban al verde claro cuando les daba la luz del sol. De adolescente,  leía las obras de los santos Alfonso de Ligorio y Francisco de Sales, del historiador griego Plutarco y de Carlos Forbes, Conde de Montalembert y defensor del catolicismo liberal.

Por aquellos tiempos llego a la corte de Bruselas un personaje que marcaría su destino: el archiduque Maximiliano de Habsburgo, hermano de Francisco José, emperador de Austria y Hungría. Al recién llegado le gustaba la buena comida, la danza, la música, la poesía y la literatura (en su castillo de Miramar, a orillas del mar Adriático, guardaba alrededor de 6,000 libros). No tenía una gran fortuna personal, por lo que su familia buscaba cazarlo con alguna acaudalada princesa.

Días de vino y rosas

Carlota, de 17 años, se enamoró profundamente del apuesto noble de 1.85 de altura, ojos azules y larga barba rubia. Él tenía 25 años y no aparentaba quererla con tanta intensidad; de hecho, había negociado con Leopoldo I casarse con ella, a cambio de un millón de francos que requería para terminar de construir su Palacio en Miramar.

El matrimonio se celebró el 27 de julio de 1857 en la catedral de Santa Gúdula. Carlota uso una diadema de brillantes entreverados con flores de naranjo, un velo confeccionado por hilanderas de Bruselas y un manto real bordado en Brujas. Maximiliano, por su parte, lucía el vistoso uniforme del ejército austríaco. Después de la ceremonia viajaron por el río Rhin y, a su paso, los lugareños arrojaban floridas guirnaldas.

Los recién casados fueron comisionados para gobernar las provincias lombardo-venecianas, al norte de Italia. En Milán fueron bien recibidos, pero los conflictos regionales y las intrigas palaciegas los obligaron poco después a dejar los asuntos de Estado y retirarse al castillo de Miramar.

La aventura mexicana

A Maximiliano le faltaban bienes y le sobraban deudas; en cambio la fortuna de Carlota era cuantiosa (algunos historiadores afirman que al morir, en 1927, era la mujer más rica del mundo). Leopoldo I, previendo que al archiduque no lo movía el amor sino la ambición, había incluido en el contrato matrimonial una cláusula según la cual las posesiones de Carlota no podían ser usadas por su consorte. El rey no se equivocaba: cuando Maximiliano aceptó gobernar México se fijó a sí mismo un sueldo de un millón 600,000 al año. En contraste, el presidente Benito Juárez (a quien la lucha contra los conservadores había obligado a asentarse en Paso del Norte, actual Ciudad Juárez) sólo percibió 30,000 pesos  anuales durante su gestión.

El 14 de abril de 1864, a bordo de la fragata Novara, Maximiliano y Carlota enfilaron hacia México, convencidos por los conservadores mexicanos y por Napoleón III de que México entero anhelaba una monarquía y de que el emperador francés apoyaría el Imperio con tropas y recursos económicos. En junio llegaron a Veracruz; y cuando entraron a la Ciudad de México, con gran pompa y circunstancia, fueron seguidos por más de 200 carruajes en los que viajaba lo más lucido de la sociedad capitalina. Al anochecer fueron conducidos a las habitaciones del Palacio Nacional, pero la cama estaba tan llena de chinches que no pudieron dormir. El emperador pasó horas tendido sobre una mesa de billar y su esposa permaneció en un sillón, rascándose furiosamente. Por las ventanas se colaba el ruido ensordecedor de los cohetones y petardos que los partidarios de la monarquía lanzaban para festejar a sus regias majestades.

El principito

Radicados en el castillo de Chapultepec, Maximiliano y Carlota jamás volvieron a dormir juntos ni engendraron hijos. Un pasquín difundido por un por un tal Abate Alleau decía que Maximiliano era estéril debido a una enfermedad venérea que una mulata le contagio en un viaje por Brasil y otros murmuraban que era impotente. Al menos esta última versión era falsa: mientras Carlota se ocupaba de los quehaceres administrativos en México, el emperador solía escaparse a Morelos donde, en la Quinta Borda de Cuernavaca o en su quinta El Olvido, en Acapantzingo, recibía a mujeres como Guadalupe Martínez (la legendaria "India bonita") y Concha Sedano, hija del jardinero que cuidaba la quinta morelense.

Un biógrafo no muy confiable dijo que cuando Carlota partió hacia Europa a solicitar auxilio estaba embarazada del coronel Karl van der Smissen, jefe del cuerpo de voluntarios belgas que custodiaban a los emperadores. En todo caso, para asegurar la sucesión en el trono, Carlota y Maximiliano adoptaron a un nieto del ex gobernante Agustín de Iturbide; llamado igual que su abuelo, tenía 3 años de edad, era hijo de una estadounidense y hablaba con acento "pocho". Por la adopción, los familiares del pequeño fueron nombrados príncipes y princesas, indemnizados con 150,000 pesos cada uno y obligados a establecerse en Europa, con la promesa de no volver sin permiso de Maximiliano.

Momento de decisión

Durante los primeros meses del imperio, una parte del pueblo adoraba a los soberanos, en especial a Carlota, preocupada más por el bienestar de sus gobernados que por las banalidades del protocolo que su marido cumplía con fastidioso rigor. La emperatriz fundó la Casa de la Maternidad e Infancia e impulsó leyes que prohibían el castigo corporal y las jornadas excesivas de trabajo para los indígenas.

En febrero de 1866 Napoleón III a anuncio Maximiliano el retiro de las tropas francesas de México (porque su mantenimiento era muy costoso); sólo dejaría al servicio del mandatario a 10,000 integrantes de la Legión Extranjera. Desconsolado, el emperador decidió renunciar a su cargo y largarse del país, pero Carlota, en una elocuente carta, le hizo ver que abdicar era como extenderse un certificado de incapacidad. "Mientras en México haya un emperador, habrá un imperio", sentenció la archiduquesa.

Cinco meses después se embarca rumbo a Europa, donde la aguardaba un triste destino: la locura.

Diplomacia dudosa 

Respecto a la pérdida de sus facultades mentales se ha contado numerosas historias. Unos dicen que la archiduquesa fue víctima de hechizos del culto vudú; otros, que le dieron ciertas yerbas de origen prehispánico capaces de enloquecer a quien las ingiere, como el toloache o el ololiuque ("hongo de los ojos desorbitados" que causa "visiones o cosas espantables"). 

En todo caso, la emperatriz se trastornó a partir del desdeñoso recibimiento que tuvo en Europa. En Francia, Napoleón III y su consorte se negaron a verla y la hospedaron en un hotel y no en el Palacio de las Tullerías, como correspondería a su cargo imperial. Cuando por fin logró ver al monarca francés, lo acusó a gritos de traidor, advenedizo, desleal y carente de palabra. Como réplica, el aludido convocó a un consejo de ministros que decidió dejar a su suerte a Maximiliano frente a sus enemigos.

Tampoco tuvo éxito con el papa Pío IX. El 2 de octubre llegó al Vaticano pero el pontífice (que estaba desayunando cuando la exaltada emperatriz, vestida de negro, irrumpió en sus aposentos) le dijo de mal talante que nada podía hacer por ella ni por su marido. Colérica, Carlota metió los dedos en la taza de chocolate de Pío IX; decía no haber bebido o comido nada tras el intento de Luis Napoleón y su mujer de envenenarla y calificó el emperador de "Satanás disfrazado". Luego se negó a salir de la residencia papal, asegurando que espías de Napoleón III la esperaban afuera para matarla, y tanto lloró y gritó que el papá se resignó a dejarla dormir en la biblioteca del edificio.

Paranoia

Al día siguiente, para lograr sacarla del Vaticano, inventaron una visita al orfanatorio de San Vicente de Paul donde, sedienta, Carlota metió la mano en un puchero hirviente y se desmayó. Los guardias vaticanos aprovecharon esta circunstancia para ponerle una camisa de fuerza y depositarla en el Grand Hotel de Roma.

De allí se escapaba regularmente para tomar agua de las fuentes y exigía que antes de probar bocado una tal señora Kruchacsévic y su gato cataran los alimentos. La camarera particular de la emperatriz, Matilde Doblinger, puso en las habitaciones de su ama un brasero y unas gallinas, porque la hija del rey Leopoldo solo accedía a comer los huevos que las aves ponían ante sus ojos.

Su hermano Felipe fue por ella a Roma y se la llevó a Miramar, donde la mantuvo enclaustrada por espacio de varios meses. Algunos biógrafos sostienen que allí vino al mundo el hijo de Carlota e identifican a ese vástago con el general Máximo Wygand, quien, nacido en 1867, fue sucesivamente gobernador de Argelia, ministro de guerra francés y jefe militar en África del Norte.

La hora final

Maximiliano se enteró de la locura de su esposa desde octubre de 1866, al recibir un telegrama del Vaticano y otro de Miramar. La noticia lo desmoronó por completo. Acosado por los liberales, inició una descontrolada huída, hasta que fue apresado, encerrado en el convento queretano de Las Capuchinas y fusilado el 19 de junio de 1867 en el cerro de las Campanas, junto con sus aliados conservadores Tomás Mejía y Miguel Miramón.

Carlota no solo sobrevivió a su marido sino a casi todos sus contemporáneos. Conservaba como reliquia una caja de palo de rosa que, según ella, contenía un fragmento del corazón de Maximiliano, órgano que presuntamente le habían arrancado después de fusilarlo. Como jamás soltaba la caja, sus damas de compañía tenían que darle de comer en la boca.

Durante sus últimos años quedó casi calva, tullida y semiciega, además de padecer cáncer de mama. Comía hilos de colchas, alfombras y cortinas, insectos, el jabón con que la bañaban y hasta sus propios y escasos cabellos.

Finalmente, murió el 19 de enero de 1927, a los 86 años de edad. En sus manos cruzadas fue colocado un rosario, en su cabeza, un gorro de encaje blanco (cuyas cintas le sostenían la mandíbula) y sobre su cuerpo docenas de rosas. Una helada tarde prolífica y nieve y ventiscas fue enterrada en la capilla del castillo de Laecken, donde había transcurrido su infancia, junto al lugar en que yacía el cuerpo de su madre.


(Tomado de: Estrada, Elsa R. de - Carlota de México. Contenido ¡Extra! Mujeres que han dejado huella. Segunda serie, segundo tomo. Editorial Contenido, S. A. de C. V. México, D. F., 1999)

jueves, 8 de septiembre de 2022

Batalla de Cumbres de Acultzingo, 1862



Primer enfrentamiento contra los franceses, 28 de abril de 1862

El ejército francés, cuyos jefes y su emperador creían que podían conquistar México con poco más de cinco mil hombres en unas cuantas semanas y casi sin combate, se enfrentaron por primera vez con los patriotas mexicanos en un estrecho paso de la sierra llamado Cumbres de Acultzingo. 

Luego de romperse las negociaciones entre los representantes del emperador de los franceses y los del gobierno mexicano, el ejército francés, fuerte en seis mil hombres, había salido de sus campamentos en Orizaba y, rompiendo su promesa de regresar al puerto de Veracruz, avanzaron hacia la Ciudad de México, ocupando el pueblo de Acultzingo.

El gobierno mexicano había reunido precipitadamente un pequeño ejército para oponerlo al avance de los franceses, cuyo jefe era el general Ignacio Zaragoza, quien decidió esperar a los invasores en la ciudad de Puebla, hacia la que se retiró sin combatir, pero dejó en las Cumbres de Acultzingo -entrada natural al altiplano central- una parte de sus fuerzas a las órdenes del general José María Arteaga, con instrucciones de causar a los enemigos el mayor daño posible y retrasar su marcha. 

Cuando los franceses empezaron a escalar las cumbres, el día 28 de abril, los dos mil soldados de Arteaga se enfrentaron con los franceses que, por primera vez, se encontraban con resistencia armada en su camino. Luego de combatir durante tres horas, Arteaga ordenó a sus hombres retirarse hacia Palmar, pero el valiente general mexicano fue gravemente herido en las piernas; sus hombres estaban a punto de ser rodeados cuando llegó en su auxilio una fuerza de caballería mandada por el general Porfirio Díaz, que permitió que la División de Arteaga llegara sana y salva a Puebla, tal como había ordenado Zaragoza. Una vez que los soldados mexicanos se retiraron, los franceses pudieron avanzar, llegando al día siguiente al valle de Puebla.

Fue en Acultzingo donde los franceses tuvieron la primera muestra de la tenaz y heroica resistencia del pueblo mexicano que, apenas una semana después, se hizo más que evidente cuando el orgulloso y pretendidamente invencible ejército invasor fue derrotado en la ciudad de Puebla por las fuerzas de Ignacio Zaragoza.


(Tomado de: Salmerón, Luis A.  y Salmerón, Pedro Agustín - Cumbres de Acultzingo. Relatos e historias en México. Año III, número 29, Editorial Raíces, S.A. de C. V., México, D. F., 2011)

lunes, 14 de febrero de 2022

Epitacio Huerta

 


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Epitacio Huerta (1827-1904)

"Era mi deber defender la Patria y la causa santa de sus leyes; y así lo hice -escribiría en sus memorias-. Era mi deber preferir, en el destierro, el hambre a la deshonra, el dolor a la ignominia; y con dignidad, y aún con placer, los preferí".El general había luchado contra el mejor ejército del mundo, el francés, y había sido derrotado. El castigo que tuvo que pagar por la defensa heroica de su patria fue muy caro. Y aún así, lo enfrentó con estoico carácter.

Epitacio Huerta era un reconocido militar que había entrado a la lucha ideológica durante la Revolución de Ayutla. Peleó contra Antonio López de Santa Anna en Jalisco y Michoacán, en donde estableció, con éxito, su centro de operaciones. Fue por ello nombrado comandante militar y gobernador de Michoacán. Las ideas liberales le convencían y peleó contra los conservadores en la Guerra de Reforma. Sin embargo, su mayor enemigo habría de provenir del exterior. Al inicio de la Intervención Francesa, habían pocos militares más decididos a desterrar a los invasores que Epitacio Huerta.

Estuvo en varias de las batallas más importantes de la época; sin embargo, la que habría de marcar su vida para siempre sería el sitio de Puebla de 1863. Tras varios meses de sacrificio y coraje, cayó la plaza, y lo aprehendieron. Se le ofreció un indulto a cambio de dejar las armas, lo cual rechazó tajantemente. Su castigo sería el exilio en Francia. Huerta era tan sólo uno de varios militares que no pudieron escapar en el camino de sus captores y que el 23 de julio fueron conducidos al país europeo.

En Francia, los prisioneros fueron intimidados en varias ocasiones para firmar un documento de sumisión al imperio francés. De los más de 500 soldados que llegaron al país galo, sólo 123 se negaron a firmarlo. Por supuesto, Epitacio Huerta, quien era el jefe de los prisioneros, estaba entre ellos. Por un año pasaron penas y humillaciones. No contaban con recursos para subsistir más que los que enviaban algunos mexicanos. Fue entonces cuando recibió la noticia que los prisioneros podían salir con libertad de Francia. El gobierno de Napoleón III, sin embargo, sólo pagaría el transporte a los que habían firmado la hoja de sumisión.

Huerta, desde ese momento, buscó por todo París los medios para pagar el transporte de sus compañeros leales a su patria. Para el 11 de julio, los recursos no eran suficientes. El gobierno francés decidió que, de no salir en las siguientes 24 horas, los combatientes mexicanos serían reducidos a prisión. Huerta decidió que viajaran a España. Sin embargo, el camino hacia la patria se veía aún lejano.

Pidió recursos a todo el mundo. Solicitó auxilio de los hombres más acaudalados de México, la mayoría de quienes, temerosos del castigo de los franceses, dieron poco o nada. Los alimentos comenzaron a escasear a los prisioneros en libertad.

El año de 1864 transcurrió sin que se viera una solución próxima al problema. Por si fuera poco los prisioneros comenzaron, además, a tener problemas con algunos prestamistas a quienes habían pedido dinero para comer. Aunque la desesperación hacía presa de los mexicanos, Huerta siempre mantuvo ecuanimidad y liderazgo para resolver los problemas conforme se iban presentando. Sin embargo, su frustración por no ver llegar la ayuda, a pesar de poner su nombre como promesa de pago o sus propias tierras a la venta, fue creciendo conforme se acercaba diciembre.

En los primeros meses de 1865 olvidó toda posibilidad de que los recursos oficiales auxiliaran a los leales mexicanos. Contactó entonces a uno de sus socios en México, Manuel Terreros, quien pronto aceptó donar la mitad de los gastos. El propio Huerta, de su bolsillo y de algunos donativos de otros mexicanos, puso el dinero restante. El 26 de febrero Huerta les decía a los prisioneros: "Partid al suelo patrio, buscad en el campo del honor nuevas glorias, sostened con bravura el pabellón nacional". Los prisioneros salieron de Europa el 27 de febrero siguiente. La misión más complicada y patriota de Huerta había sido cumplida.

Hubiera sido más sencillo firmar el documento de sumisión. Los traidores a la patria llegaron al país al poco tiempo de su firma; pero pisaron suelo mexicano deshonrados. Huerta y los demás oficiales prefirieron el hambre a la deshonra.


(Tomado de: Tapia, Mario - 101 héroes en la historia de México. Random House Mondadori, S.A. de C.V. México, D.F., 2008) 



jueves, 11 de noviembre de 2021

Juan A. Mateos

 


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Juan A. Mateos (1831-1913)

Guardaba cada batalla en su memoria o en los papeles sueltos en donde siempre escribía algún comentario o recuerdo que no quería se perdiera con el tiempo. En el campo de guerra se batía como si el fuego y el coraje dieran sentido a su vida. Pero el capitalino Juan Antonio Mateos era mucho más. Aquel 1854 había interrumpido su carrera de Leyes en el Colegio San Juan de Letrán de la Ciudad de México para luchar a favor de sus ideas liberales. El deber le había llamado a las armas, pero estaba seguro de que regresaría a la senda del conocimiento.

Así lo hizo en el momento en que la guerra se intensificaba. Aunque su participación en los campos liberales había sido trascendental, el destino le tenía marcadas nuevas y más importantes tareas. No por ello dejó de participar en grandes batallas, más aún después de enterarse de que su hermano Manuel había sido fusilado por órdenes del general conservador Márquez. Mateos no encontró consuelo hasta terminada la Guerra de Reforma, cuando por fin tuvo tiempo de escribir lo que había vivido como combatiente.

Sin embargo, aquella tranquilidad le duraría poco, pues la Intervención Francesa lo obligó a enfrentar a un nuevo enemigo. Esta vez su trinchera sería las de las letras. Por medio de varios artículos atacó la ocupación francesa y al llamado Segundo Imperio. Fue por uno de sus artículos, publicado en La Orquesta, que Mateos fue encarcelado.

La prisión no lo hizo cambiar de ideas. Una vez en libertad, volvió al ataque, esta vez criticando duramente el proyecto de colonización de Sonora. Ésta vez su castigo fue el destierro en San Juan de Ulúa y, meses más tarde, en Yucatán. Fue entonces que Mateos decidió volver a las armas. Con algo de fortuna logró ponerse a las órdenes de Porfirio Díaz, a cuyo lado luchó exitosamente en contra de las tropas invasoras. Mateos fue testigo y partícipe de la derrota final del imperio de Maximiliano y vio al poder republicano y progresista, en la figura de Benito Juárez, tomar las riendas del país. El capitalino no podía más que enorgullecerse de ello.

No descansó y siguió escribiendo, contando sus recuerdos de lo que había sucedido en el país y dejando crónicas fidedignas para la posteridad. Juárez le reconoció su aporte nombrándolo ministro de la Suprema Corte de Justicia. El abogado fue además diputado y director de la Biblioteca del Congreso, pero fue el soldado y el escritor el que ha pasado para siempre a la historia.


(Tomado de: Tapia, Mario - 101 héroes en la historia de México. Random House Mondadori, S.A. de C.V. México, D.F., 2008) 

jueves, 28 de octubre de 2021

Alejandro García

 


General, nació y murió en Campeche, Camp. (1818-1872). Estuvo en el servicio de las armas del 30 de marzo de 1836 al 28 de junio de 1863. En 1847, bajo las órdenes del general Domingo Echegaray, combatió a los invasores norteamericanos en el Estado de Tabasco; en 1861 fue comandante militar de Perote y jefe de la segunda brigada de la División Llave; en 1862, siendo encargado de la Mayoría del Ejército de Oriente, luchó contra los franceses, y en 1863 estuvo en la caída de Puebla. En marzo de ese año fue nombrado general en jefe de las fuerzas de Veracruz y gobernador del Estado, y cuando el ejército francés ocupó la ciudad de Oaxaca convocó a varias entidades para unir sus fuerzas. Asumió entonces la jefatura del Ejército de Oriente y el mando de los estados de Chiapas, Tabasco, Tlaxcala, Puebla y Oaxaca. De noviembre de 1866 a marzo de 1867 fue gobernador y comandante militar de Oaxaca, puesto al que renunció para marchar a la costa y ocupar la plaza de Veracruz. Era comandante del Distrito Federal en 1871 cuando se pronunciaron los generales Cosío, Carrillo, Toledo y Negrete, a quienes persiguió y derrotó en Puebla. A la muerte de Juárez, ya fuera del servicio militar, se retiró a vivir a Campeche.


(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen V, - Gabinetes - Guadalajara)

lunes, 27 de septiembre de 2021

Nicolás Romero

 


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Nicolás Romero (1827-1865)

Fue un jinete excepcional. Recorría las veredas de los estados de México, Michoacán y Guerrero cual si hubiera nacido guerrillero. Su instinto le ayudaba a desaparecer cuando no quería ser visto y a atacar cuando nadie lo esperaba. Era una calamidad para el enemigo, que veía burlados todos sus intentos para capturarlo. El hidalguense jamás recibió instrucción militar, y sin embargo las tropas del mejor ejército del mundo se vieron incapaces de frenar las escaramuzas de Nicolás Romero, "El león de las montañas".

Sus manos estaban hechas para el trabajo duro. Su jornada laboral comenzaba muy temprano y terminaba tarde. Así es la vida de quienes tienen que trabajar para mantener a sus familias día con día. Desde joven tuvo la oportunidad de trabajar en la pujante industria textil que se desarrollaba en la Ciudad de México. Como textilero, gozó de cierta tranquilidad económica, aun y cuando no pudo ascender dentro de las clases sociales. Nicolás Romero luchaba por vivir al día. En varias ocasiones, de acuerdo con las ondulaciones de la economía nacional, cambiaba de empresa. Llegó incluso a trabajar en fábricas en el entonces lejano poblado de Tlalpan. En otras se dedicaba a la agricultura. Así que cuando tuvo la oportunidad de servir a su patria, con la fortaleza de los justos, no dudó en hacerse a las armas.

Sus ideales eran republicanos y patriotas. No contaba con experiencia en las armas cuando se unió al grupo de Aureliano Rivera durante la Guerra de Reforma. Fue ahí donde aprendió la táctica y estrategia de la guerra de guerrillas. Sus operaciones tuvieron gran éxito y fueron de mucha importancia para la causa liberal. Con esa experiencia, Romero comenzó a forjarse como hombre, como guerrillero y héroe.

Cuando supo que un invasor extranjero pretendía controlar el país, no dudó en enfrentarlo. De inmediato se unió a las tropas de Vicente Riva Palacio y a su lado participó en las campañas de Michoacán, Guerrero, Querétaro y el Estado de México. Una y otra vez consiguió sorprender a las tropas francesas. Muy pronto, Romero se convirtió en uno de los enemigos más peligrosos del imperio de Maximiliano de Habsburgo.

Los franceses lo buscaron exhaustivamente. Durante días y meses siguieron su huella sin poderlo capturar, hasta aquel fatídico día en que se enfrentó al ejército imperial en la cañada de Papanzidán, en el estado de Michoacán. Después de una fuerte batida, Romero fue hecho prisionero y conducido a la Ciudad de México en donde se le juzgó. La sentencia era de todos conocida y fue fusilado el 11 de marzo de 1865 en la plazuela de Mixcalco.


(Tomado de: Tapia, Mario - 101 héroes en la historia de México. Random House Mondadori, S.A. de C.V. México, D.F., 2008) 

lunes, 23 de agosto de 2021

Mariano Escobedo

 

 


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Mariano Escobedo (1826-1902)


Cuando se enteró de la entrada del ejército estadounidense a suelo mexicano, tomó la decisión que habría de dirigir su vida para siempre. Apenas tenía 20 años, pero ya era un jinete ejemplar. Pocos como él conocían los caminos del norte del país. Desde pequeño había ayudado a su padre a llevar ganado por esas veredas. Nunca se imaginó que, al enlistarse como soldado raso para luchar contra la invasión estadounidense, comenzaría a forjar una de las más ilustres carreras militares.

Durante la invasión, participó destacadamente en varias refriegas, pero la que mayor atención le otorgó fue la de la Angostura, donde hasta el ejército enemigo se vio sorprendido por sus hazañas. Escobedo hizo prisioneros a 37 hombres en la acción del Cañón de Santa Rosa. Quienes lo vieron en aquella ocasión supieron que aquel joven tenía un largo y próspero futuro. En especial en un país donde la forma de dirimir desacuerdos ideológicos, políticos, religiosos y sociales era por medio de las armas.

Por conciencia fue liberal. Por ello, durante la Revolución de Ayutla se unió a la lucha contra el régimen santannista. Fue en su ciudad natal, Galeana, donde en 1855 encontró a los hombres que irían con él hacia la libertad. Su paso por el sur de Nuevo León fue exitoso yreplegó a los conservadores hacia Saltillo donde impuso el orden liberal.

Para cuando dio inicio la Guerra de Reforma (1858-1861) entre liberales y conservadores, Escobedo era ya un reconocido militar. Enfrentó en el centro del país a destacados militares, como Miguel Miramón, el azote de los liberales, y venció a la mayoría, incluido este último, en distintas batallas en Zacatecas, Guanajuato y San Luis Potosí. Quizá su derrota más sensible fue la que sufrió en Irapuato frente a Adrián Woll.

Pero su fama y heroicidad serían realmente reconocidas durante la Intervención Francesa. Por segunda ocasión, el neoleonés se lanzó en defensa de su patria. Su aplaudida participación en la batalla del 5 de mayo de 1862 le valió el ascenso a general brigadier. Varias fueron las acciones de Escobedo contra los franceses y en todas destacó por su coraje, inteligencia y decisión. Ello le llevó a participar en el sitio de Querétaro en 1867. La toma de esa plaza fue el tiro de gracia al imperio de Maximiliano.

A pesar de haber ocupado en varias ocasiones la gubernatura de Nuevo León y San Luis Potosí, ser ministro de Guerra e incluso diputado, su verdadero legado se encuentra en las batallas que tan destacadamente libró en contra de conservadores y enemigos extranjeros. Su participación en cada una de ellas fue definitiva para el triunfo de unos y derrota de otros. Murió en 1902, ocupando una curul desde la que se oponía al régimen de Porfirio Díaz.


(Tomado de: Tapia, Mario - 101 héroes en la historia de México. Random House Mondadori, S.A. de C.V. México, D.F., 2008) 


jueves, 12 de agosto de 2021

Corrido entrada de Juárez a la ciudad de México 1867

 


De la entrada de Juárez a la ciudad de México

[1867]

Señores escuchen/la bendita nueva:

ya murió el austriaco,/ya ganó el chinaco.

El quince de julio

del año sesenta y siete,

entró don Benito Juárez

triunfante a la capital.


Después de años de fatigas,

la nación lo vio triunfar,

ya fue destruido el francés,

¡que viva la Libertad!


La guerra fue sangrienta,

pues los malos mexicanos,

que se cubrieron de afrenta,

se unieron a los tiranos.


Juárez, Iglesias y Lerdo,

Corona y Riva Palacio,

con inaudito valor

dominaron al traidor.


Y con las tropas mejores

combatieron bravamente,

derrocando a los traidores,

hasta que entró el Presidente.


La revuelta fue tremenda,

la lucha fue desigual,

mas la victoria estupenda

los trajo a la capital.


Don Benito les decía,

en días de tribulación:

-Combatamos con denuedo,

y que viva la nación.


Los soldados aguerridos,

con singular esperanza,

combatían sin vacilar

a los infames traidores.


¡Viva Juárez, mexicanos,

que viva la Libertad,

ya todos somos hermanos,

que viva la capital!


¡Que vivan todos los libres,

vivan los bravos soldados,

que vivan y que revivan,

toditos los mexicanos!


Ya con ésta me despido

de esta bella capital,

aquí se acaba el corrido

del triunfo de la nación.


(Tomado de: Mendoza, Vicente T. – Corridos mexicanos. Lecturas Mexicanas #71; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1985)

viernes, 9 de abril de 2021

Francisco Gómez Palacio

 


Liberal duranguense de gran prestigio que actuó como civil en la guerra de Reforma y frente a la Intervención. Durante el porfiriato tuvo ingerencia en el desenvolvimiento de la Región Lagunera como gobernador de Durango.

(Tomado de:  Tamayo, Jorge L. (Introducción, selección y notas) - Antología de Benito Juárez. Biblioteca del Estudiante Universitario #99. Dirección General de Publicaciones, UNAM, México, D. F. 1993).

jueves, 18 de marzo de 2021

Corrido del sitio de Querétaro


Al patíbulo del Cerro de las Campanas

van a morir mis compañeros,

sucumbieron cual fieles guerreros.

Eran Méndez, Mejía y Miramón.


Ya la muerte fue llegando,

compañeros..., ¡qué dolor!,

que por ser Emperador

la existencia fue a perder,

y sus títulos de honor;

todito se acabó.

¡Adiós, Gobierno imperial!


Adiós, querida Carlota,

que te hallas en Miramar,

llorando loca de amores

a tu esposo sin cesar.


Año de sesenta y siete,

Miguel López, ¡qué dolor!,

en el día quince de mayo

entregó al Emperador.


Ese fuerte de la Cruz

se rindió a discreción,

fue por haberlo vendido

Miguel López, ¡qué dolor!


El general Escobedo

a sus tropas les decía:

-Éntrenle, fieles muchachos,

con todo valor y hombría.


Las cinco de la mañana,

el Emperador corría

al Cerro de las Campanas

con Miramón y Mejía.

¡Viva Juárez, mexicanos!


¡Vivan los republicanos

que nos dieron libertad!

¡Viva don Porfirio Díaz

que a sus pies hizo rodar

el infame Gobierno imperial!


Por el Cerro de las Cruces

empezaron a tirar

los de las blusas rayadas

que tiraban con afán; 

los de adentro les decían:

-¡Tengan sus piezas de pan!

¡Apárenlas, que allá van!


Juárez pensaba indultar

al grande Maximiliano

y deseaba que a su tierra

lo mandasen desterrado.


Pero Lerdo de Tejada,

según dicen, lo inclinó

a firmarle la sentencia

y el indulto no valió.


Aristócratas damas

pedían del Emperador

la vida, con grande afecto

y lágrimas de dolor.


Pero era fuerza y preciso

que el Archiduque muriesen,

para así salvar la patria

y el honor no padeciese.


El sitio fue muy terrible,

como pocos había habido,

fraguado con mucha astucia

y con genio precavido.


El mexicano triunfó

de la imperial opresión.

¡Viva Juárez y su Ley!

¡Viva la Constitución!


Mucha sangre se perdió

y muchas viudas quedaron;

mas la patria se salvó

y el pendón republicano.


Memorable fue ese sitio

porque señaló la gloria

del valiente mexicano

que inmortaliza la historia.


¡Viva, viva el Benemérito

Juárez, el gran liberal!

¡Viva, viva su justicia

y su genio colosal!


¡Viva México por siempre!

Cantemos a una voz

y de Querétaro el sitio

que tanto triunfo alcanzó.


(Tomado de: Mendoza, Vicente T. – Corridos mexicanos. Lecturas Mexicanas #71; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1985)

lunes, 8 de marzo de 2021

José María Arteaga

 


Nació en Aguascalientes en 1833. Ingresó en el ejército en 1852. En 1855 se incorporó al partido liberal. Desempeñó el cargo de gobernador de Querétaro. Fue fusilado en Uruapan, el 13 de octubre de 1865, por las fuerzas imperiales, siendo gobernador y jefe de las fuerzas republicanas en Michoacán.

(Tomado de:  Tamayo, Jorge L. (Introducción, selección y notas) - Antología de Benito Juárez. Biblioteca del Estudiante Universitario #99. Dirección General de Publicaciones, UNAM, México, D. F. 1993).

jueves, 28 de enero de 2021

Ignacio L. Alatorre

 


Nació en Guaymas, Sonora, en 1833. Estudió en el Seminario de Guadalajara, Jalisco. En 1850 se incorporó a la Guardia Nacional. Afiliado al ejército liberal participó en la guerra de Reforma. Se distinguió luchando contra la Intervención Francesa y alcanzó el grado de general de división en 1870. Aplastó la rebelión de la Noria en el Sur (1871-1872). En 1876, fiel al presidente Lerdo, luchó contra el Plan de Tuxtepec y fue derrotado en Tecoac por Porfirio Díaz. En el porfiriato desempeñó comisiones técnicas y se le nombró ministro en Centroamérica. Murió en Tampico el 11 de febrero de 1899. Es una de las figuras militares más notables de la segunda mitad del siglo pasado.

(Tomado de:  Tamayo, Jorge L. (Introducción, selección y notas) - Antología de Benito Juárez. Biblioteca del Estudiante Universitario #99. Dirección General de Publicaciones, UNAM, México, D. F. 1993)


lunes, 14 de diciembre de 2020

Corrido de Nicolás Romero

 


Viene Nicolás Romero,

como valiente y osado,

con Aureliano Rivera

que al mocho ya ha derrotado.


Es impetuoso y ardiente,

y combate con valor

al francés y al mexicano

que se ha unido al traidor.


En cien acciones de guerra

como valiente ha lucido,

Michoacán fue ya testigo

de sus hechos singulares.


-Ahora sobre ellos, muchachos

-grita Nicolás Romero-,

vamos a desbaratarlos

cual manada de borregos.


El francés retrocedía,

cuando miraba al valiente,

que con grandiosa osadía,

con su guerrilla combate.


Ganó en acciones de guerra,

y combatió valeroso,

con su espada que blandía

se portó como un coloso.


Michoacán fue la guarida,

fue el sitio de sus hazañas;

y como buen guerrillero

tuvo siempre buenas mañas.


Era el rayo de la guerra

ese rústico campeón,

y no había otro tan valiente

en todita la nación.


Los franceses le temieron,

porque él no conocía el miedo,

y a su nombre a más de cuatro

se les arrugaba el cuero.


En las guerras contra Francia

fue el primero entre los bravos,

ya que siempre repetía:

-México no tiene esclavos.


En Tacámbaro y por Ario,

y lo mismo en las montañas,

se batió como guerrero;

grandes fueron sus hazañas.


Riva Palacio decía:

-Ahora sí que venceremos,

viene Nicolás Romero,

y a franceses comparemos.


Toditos los combatientes

reconocieron su hombría,

y él en su caballo moro

su machete así blandía.


Estando ya por Zitácuaro,

le vinieron a decir

que el francés con sus legiones

lo atacaba y debía huir.


Él les respondió altanero;

-Combatiré con denuedo,

que soy puro mexicano,

y no conozco yo el miedo.


A inmediaciones del pueblo

fue la acción y la perdieron

los valientes de Romero,

que a la mala sucumbieron.


Él ya sólo busca abrigo

en las ramas de árbol grande,

mas al fin lo descubrieron,

sin que él pidiera las frías.


Un gallo lanzó un volido,

n'el árbol buscó refugio,

cuando vió que perseguido

se le llegaba su turno.


Ésa fue su perdición

y no hubo ya componendas,

y sorprendido en el punto

le pusieron centinelas.


Lo trajeron prisionero,

a la mera capital,

y sin ningún miramiento

le aplicaron el dogal.


En la plaza de Mixcalco,

al sonido de la diana,

fue matado aquel valiente

a la luz de la mañana.


Antes de la ejecución

-¡Viva México! -decía-,

mátenme, que al cabo a ustedes

se les llegará su día.


El año sesenta y cinco,

miren lo que sucedió:

un valiente entre los bravos,

por valiente se murió.


Nicolás Romero fue

el guerrillero afamado

que con nobleza y valor

por doquiera fue aclamado.


Vuela, vuela, palomita,

llévale la despedida

a ese que murió luchando

por la patria tan querida.

(Tomado de: Mendoza, Vicente T. – Corridos mexicanos. Lecturas Mexicanas #71; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1985)