Carlota de México
El 9 de julio de 1866, muy temprano, la emperatriz Carlota salió de la Ciudad de México rumbo a Veracruz, donde abordaría un barco con destino a Europa. No iba en viaje de placer, sino a cumplir una misión política: convencer al emperador francés Napoleón III y al papa Pío IX para que ayudaran al tambaleante imperio que 2 años antes una junta de 215 notables decidiera establecer en tierras mexicanas. Su esposo Maximiliano, el archiduque de Austria y emperador de México, la había acompañado hasta Ayotla, en las estribaciones de la Sierra Nevada, donde medio de fragantes naranjales el matrimonio se dio el que sería su último beso.
A partir de ese momento la mala suerte pareció ensañarse con la soberana, de sólo 26 años. Llovía torrencialmente, los caminos estaban casi intransitables y una rueda del carruaje que la transportaba se partió en 2, retrasándola varias horas.
Niña bonita
Nacida en 1840, María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina pasó su niñez en el castillo de Laecken. De tarde en tarde, su padre, el rey Leopoldo I de Bélgica, la sentaba sobre sus piernas y acariciándole los cabellos castaños la llamaba "mi pequeña sílfide". Su madre, la piadosa Luisa María de Orleans, hija de Luis Felipe (rey de Francia entre 1830 y 1848) había muerto cuando Carlota tenía 10 años, pero la niña encontró a diario en los mimos de su progenitor y sus hermanos mayores: Felipe, príncipe de Flandes, y Leopoldo, duque de Brabante, quien más tarde sería rey de Bélgica y del Congo Belga.
Precoz, dotada de fuerte temperamento y notable perseverancia, la chiquilla poseía una figura esbelta y sus ojos color castaño oscuro cambiaban al verde claro cuando les daba la luz del sol. De adolescente, leía las obras de los santos Alfonso de Ligorio y Francisco de Sales, del historiador griego Plutarco y de Carlos Forbes, Conde de Montalembert y defensor del catolicismo liberal.
Por aquellos tiempos llego a la corte de Bruselas un personaje que marcaría su destino: el archiduque Maximiliano de Habsburgo, hermano de Francisco José, emperador de Austria y Hungría. Al recién llegado le gustaba la buena comida, la danza, la música, la poesía y la literatura (en su castillo de Miramar, a orillas del mar Adriático, guardaba alrededor de 6,000 libros). No tenía una gran fortuna personal, por lo que su familia buscaba cazarlo con alguna acaudalada princesa.
Días de vino y rosas
Carlota, de 17 años, se enamoró profundamente del apuesto noble de 1.85 de altura, ojos azules y larga barba rubia. Él tenía 25 años y no aparentaba quererla con tanta intensidad; de hecho, había negociado con Leopoldo I casarse con ella, a cambio de un millón de francos que requería para terminar de construir su Palacio en Miramar.
El matrimonio se celebró el 27 de julio de 1857 en la catedral de Santa Gúdula. Carlota uso una diadema de brillantes entreverados con flores de naranjo, un velo confeccionado por hilanderas de Bruselas y un manto real bordado en Brujas. Maximiliano, por su parte, lucía el vistoso uniforme del ejército austríaco. Después de la ceremonia viajaron por el río Rhin y, a su paso, los lugareños arrojaban floridas guirnaldas.
Los recién casados fueron comisionados para gobernar las provincias lombardo-venecianas, al norte de Italia. En Milán fueron bien recibidos, pero los conflictos regionales y las intrigas palaciegas los obligaron poco después a dejar los asuntos de Estado y retirarse al castillo de Miramar.
La aventura mexicana
A Maximiliano le faltaban bienes y le sobraban deudas; en cambio la fortuna de Carlota era cuantiosa (algunos historiadores afirman que al morir, en 1927, era la mujer más rica del mundo). Leopoldo I, previendo que al archiduque no lo movía el amor sino la ambición, había incluido en el contrato matrimonial una cláusula según la cual las posesiones de Carlota no podían ser usadas por su consorte. El rey no se equivocaba: cuando Maximiliano aceptó gobernar México se fijó a sí mismo un sueldo de un millón 600,000 al año. En contraste, el presidente Benito Juárez (a quien la lucha contra los conservadores había obligado a asentarse en Paso del Norte, actual Ciudad Juárez) sólo percibió 30,000 pesos anuales durante su gestión.
El 14 de abril de 1864, a bordo de la fragata Novara, Maximiliano y Carlota enfilaron hacia México, convencidos por los conservadores mexicanos y por Napoleón III de que México entero anhelaba una monarquía y de que el emperador francés apoyaría el Imperio con tropas y recursos económicos. En junio llegaron a Veracruz; y cuando entraron a la Ciudad de México, con gran pompa y circunstancia, fueron seguidos por más de 200 carruajes en los que viajaba lo más lucido de la sociedad capitalina. Al anochecer fueron conducidos a las habitaciones del Palacio Nacional, pero la cama estaba tan llena de chinches que no pudieron dormir. El emperador pasó horas tendido sobre una mesa de billar y su esposa permaneció en un sillón, rascándose furiosamente. Por las ventanas se colaba el ruido ensordecedor de los cohetones y petardos que los partidarios de la monarquía lanzaban para festejar a sus regias majestades.
El principito
Radicados en el castillo de Chapultepec, Maximiliano y Carlota jamás volvieron a dormir juntos ni engendraron hijos. Un pasquín difundido por un por un tal Abate Alleau decía que Maximiliano era estéril debido a una enfermedad venérea que una mulata le contagio en un viaje por Brasil y otros murmuraban que era impotente. Al menos esta última versión era falsa: mientras Carlota se ocupaba de los quehaceres administrativos en México, el emperador solía escaparse a Morelos donde, en la Quinta Borda de Cuernavaca o en su quinta El Olvido, en Acapantzingo, recibía a mujeres como Guadalupe Martínez (la legendaria "India bonita") y Concha Sedano, hija del jardinero que cuidaba la quinta morelense.
Un biógrafo no muy confiable dijo que cuando Carlota partió hacia Europa a solicitar auxilio estaba embarazada del coronel Karl van der Smissen, jefe del cuerpo de voluntarios belgas que custodiaban a los emperadores. En todo caso, para asegurar la sucesión en el trono, Carlota y Maximiliano adoptaron a un nieto del ex gobernante Agustín de Iturbide; llamado igual que su abuelo, tenía 3 años de edad, era hijo de una estadounidense y hablaba con acento "pocho". Por la adopción, los familiares del pequeño fueron nombrados príncipes y princesas, indemnizados con 150,000 pesos cada uno y obligados a establecerse en Europa, con la promesa de no volver sin permiso de Maximiliano.
Momento de decisión
Durante los primeros meses del imperio, una parte del pueblo adoraba a los soberanos, en especial a Carlota, preocupada más por el bienestar de sus gobernados que por las banalidades del protocolo que su marido cumplía con fastidioso rigor. La emperatriz fundó la Casa de la Maternidad e Infancia e impulsó leyes que prohibían el castigo corporal y las jornadas excesivas de trabajo para los indígenas.
En febrero de 1866 Napoleón III a anuncio Maximiliano el retiro de las tropas francesas de México (porque su mantenimiento era muy costoso); sólo dejaría al servicio del mandatario a 10,000 integrantes de la Legión Extranjera. Desconsolado, el emperador decidió renunciar a su cargo y largarse del país, pero Carlota, en una elocuente carta, le hizo ver que abdicar era como extenderse un certificado de incapacidad. "Mientras en México haya un emperador, habrá un imperio", sentenció la archiduquesa.
Cinco meses después se embarca rumbo a Europa, donde la aguardaba un triste destino: la locura.
Diplomacia dudosa
Respecto a la pérdida de sus facultades mentales se ha contado numerosas historias. Unos dicen que la archiduquesa fue víctima de hechizos del culto vudú; otros, que le dieron ciertas yerbas de origen prehispánico capaces de enloquecer a quien las ingiere, como el toloache o el ololiuque ("hongo de los ojos desorbitados" que causa "visiones o cosas espantables").
En todo caso, la emperatriz se trastornó a partir del desdeñoso recibimiento que tuvo en Europa. En Francia, Napoleón III y su consorte se negaron a verla y la hospedaron en un hotel y no en el Palacio de las Tullerías, como correspondería a su cargo imperial. Cuando por fin logró ver al monarca francés, lo acusó a gritos de traidor, advenedizo, desleal y carente de palabra. Como réplica, el aludido convocó a un consejo de ministros que decidió dejar a su suerte a Maximiliano frente a sus enemigos.
Tampoco tuvo éxito con el papa Pío IX. El 2 de octubre llegó al Vaticano pero el pontífice (que estaba desayunando cuando la exaltada emperatriz, vestida de negro, irrumpió en sus aposentos) le dijo de mal talante que nada podía hacer por ella ni por su marido. Colérica, Carlota metió los dedos en la taza de chocolate de Pío IX; decía no haber bebido o comido nada tras el intento de Luis Napoleón y su mujer de envenenarla y calificó el emperador de "Satanás disfrazado". Luego se negó a salir de la residencia papal, asegurando que espías de Napoleón III la esperaban afuera para matarla, y tanto lloró y gritó que el papá se resignó a dejarla dormir en la biblioteca del edificio.
Paranoia
Al día siguiente, para lograr sacarla del Vaticano, inventaron una visita al orfanatorio de San Vicente de Paul donde, sedienta, Carlota metió la mano en un puchero hirviente y se desmayó. Los guardias vaticanos aprovecharon esta circunstancia para ponerle una camisa de fuerza y depositarla en el Grand Hotel de Roma.
De allí se escapaba regularmente para tomar agua de las fuentes y exigía que antes de probar bocado una tal señora Kruchacsévic y su gato cataran los alimentos. La camarera particular de la emperatriz, Matilde Doblinger, puso en las habitaciones de su ama un brasero y unas gallinas, porque la hija del rey Leopoldo solo accedía a comer los huevos que las aves ponían ante sus ojos.
Su hermano Felipe fue por ella a Roma y se la llevó a Miramar, donde la mantuvo enclaustrada por espacio de varios meses. Algunos biógrafos sostienen que allí vino al mundo el hijo de Carlota e identifican a ese vástago con el general Máximo Wygand, quien, nacido en 1867, fue sucesivamente gobernador de Argelia, ministro de guerra francés y jefe militar en África del Norte.
La hora final
Maximiliano se enteró de la locura de su esposa desde octubre de 1866, al recibir un telegrama del Vaticano y otro de Miramar. La noticia lo desmoronó por completo. Acosado por los liberales, inició una descontrolada huída, hasta que fue apresado, encerrado en el convento queretano de Las Capuchinas y fusilado el 19 de junio de 1867 en el cerro de las Campanas, junto con sus aliados conservadores Tomás Mejía y Miguel Miramón.
Carlota no solo sobrevivió a su marido sino a casi todos sus contemporáneos. Conservaba como reliquia una caja de palo de rosa que, según ella, contenía un fragmento del corazón de Maximiliano, órgano que presuntamente le habían arrancado después de fusilarlo. Como jamás soltaba la caja, sus damas de compañía tenían que darle de comer en la boca.
Durante sus últimos años quedó casi calva, tullida y semiciega, además de padecer cáncer de mama. Comía hilos de colchas, alfombras y cortinas, insectos, el jabón con que la bañaban y hasta sus propios y escasos cabellos.
Finalmente, murió el 19 de enero de 1927, a los 86 años de edad. En sus manos cruzadas fue colocado un rosario, en su cabeza, un gorro de encaje blanco (cuyas cintas le sostenían la mandíbula) y sobre su cuerpo docenas de rosas. Una helada tarde prolífica y nieve y ventiscas fue enterrada en la capilla del castillo de Laecken, donde había transcurrido su infancia, junto al lugar en que yacía el cuerpo de su madre.
(Tomado de: Estrada, Elsa R. de - Carlota de México. Contenido ¡Extra! Mujeres que han dejado huella. Segunda serie, segundo tomo. Editorial Contenido, S. A. de C. V. México, D. F., 1999)
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