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viernes, 27 de septiembre de 2019

Martín Luis Guzmán


La figura máxima de la década 1920-1930 es Martín Luis Guzmán (Chihuahua, 1887- [Ciudad de México, 1976]). Domina a todos con El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929). La primera es una obra maestra que entreteje los fundamentos del género: relatos, crónicas, impresiones, memorias, que forman un libro clásico en cuanto a fondo y forma, y proporciona la clave para entender lo que fue la Revolución en su período agudo y no solamente como el canto épico que es Los de abajo. Las ficticias Memorias de Pancho villa corresponden al periodo siguiente y aún al último, ya que empezaron a publicarse en 1938 y fueron terminadas hace relativamente poco. También son ejemplo, aunque estrictamente apegadas a la historia y publicadas mucho más tarde, sus Muertes históricas.
[...]
Martín Luis Guzmán nació en Chihuahua; su infancia la pasó en Tacubaya y en el puerto de Veracruz, antes de regresar a la capital a estudiar en la Escuela Nacional Preparatoria. Es decir, que conoció desde su niñez el Norte, el Golfo y el Altiplano. Todo eso se reflejará en su obra de novelista y quizá por ello no hay escritor mexicano que dé esa sensación de conjunto, de totalidad como él. Los compañeros de la adolescencia de Martín Luis Guzmán, los del Ateneo, bajo la égida de Pedro Henríquez Ureña, eran muchachos serios para quienes la literatura y el liberalismo no constituían sólo palabras: tomaron el estilo en serio. Naturalmente depende de a qué se le ata y confunde. El hecho de que Martín Luis Guzmán viviera los años de su formación de hombre en plena Revolución y ajustara su manera de ser y de escribir a los hechos que vivió, hacen de él el escritor más agudo y certero que “nos deja sorprendidos con el dominio perfecto del oficio” -tal como quiere Azuela. Los de abajo tendrá otro tipo de fuerza, de novelista ya hecho; los cuentos de Rafael Muñoz o de JUan Rulfo jugarán más con la memoria; ninguno de ellos coincide con la sazón de Martín Luis Guzmán. Vasconcelos fue otra cosa, quiso y jugó un papel de dirigente político y pagó sus culpas. En cambio el novelista chihuahuense supo ver y retratar y transmitir con “habilidad, arte y hondura ese perfume de honda tristeza de aquellos días amargos que seguimos respirando en esas páginas imperecederas los que tuvimos la dicha inenarrable de haberlo vivido en toda su intensidad”.
El gran arte de Martín Luis Guzmán es, todo, el de retratista. Sobrarían ejemplos para compararle con los mayores. Es tan buen dibujante como colorista; sabe componer, figurar, interesar progresivamente. Para decirlo de una vez, es a la novela de la Revolución Mexicana lo que pudo ser Velázquez a la pintura española. Sus personajes secundarios se recortan y agrandan pintados con la misma seguridad que deforma a los protagonistas del gran retablo. Su ideología literaria le salva de ciertos sectarismos que pueden achacarse a los pintores mexicanos de su época. Su estilo, todo él hecho de gravedad, no cae en el fácil pintoresquismo de otros. De algún tiempo a esta parte, La sombra del caudillo ha venido gozando de un mayor renombre que El águila y la serpiente. Es injusto darle a la primera mayores virtudes novelísticas por el solo hecho de que no da los nombres exactos de los personajes, aunque él mismo se haya encargado de dejar muy en claro quiénes fueron sus modelos:


-El Caudillo es Obregón, está descrito físicamente. Ignacio Aguirre -ministro de la Guerra- es la suma de Adolfo de la Huerta y del general Serrano; en el aspecto externo su figura no corresponde a ninguno de los dos. Hilario Jiménez -ministro de Gobernación- es Plutarco Elías Calles. El general Protasio Leyva -nombrado por el Caudillo, tras la renuncia de Aguirre, jefe de las Operaciones en el Valle, y partidario de Jiménez- es el general Arnulfo Gómez. Emilio Oliver Fernández -”el más extraordinario de los agitadores políticos de aquel momento, líder del Bloque Radical Progresista de la Cámara de Diputados, fundador y jefe de su partido, ex alcalde de la ciudad de México, ex gobernador”- es Jorge Prieto Laurens. Encarnación Reyes -general de división y jefe de las Operaciones Militares en el Estado de Puebla- es el general Guadalupe Sánchez. Eduardo Correa -presidente municipal de la ciudad- Jorge Carregha. Jacinto López de la Garza -consejero intelectual de Encarnación Reyes y jefe de su Estado Mayor- es el general José Villanueva Garza. Rivalde -líder de los obreros partidarios de Jiménez- es Luis N. Morones. López Nieto -líder de los campesinos, como el anterior, del ministro de Gobernación- es Antonio Díaz Soto y Gama.
En cambio en El águila y la serpiente los personajes principales de la Revolución ostentan su nombre, aunque los hechos engarcen según la mejor manera de despertar el interés del lector no solamente llevado por la realidad histórica. Es una superioridad evidente ya que deja al autor con la libertad necesaria para exponer sus ideas y fraguar el relato sin ninguna atadura. El águila y la serpiente viene así a ser el fresco más importante de toda la narrativa revolucionaria, aunque Los de Abajo le superen pero sólo en un aspecto determinado, más reducido.
Dejando aparte otras obras menores, que no por ello dejan de ser excelentes, su tercera obra mayor: Memorias de Pancho Villa, la más voluminosa, es, en cierto aspecto, la más ambiciosa.


“Siempre me fascinó -dice- el proyecto de trazar en forma autobiográfica la vida de Pancho Villa, siempre y por varias razones. Me lo exigían móviles meramente estéticos -decir en el lenguaje y con los conceptos y la ideación de Francisco Villa lo que él hubiera podido contar de sí mismo, ya en la fortuna, ya en la adversidad- móviles de alcance político -hacer más elocuentemente la apología de Villa frente a la iniquidad con que la contrarrevolución mexicana y sus aliados lo han escogido para blanco de los peores desahogos-, y, por último, móviles de índole didáctica, y aún satírica -poner más en relieve cómo un hombre nacido de la ilegalidad porfirista, primitivo todo él, todo él inculto y ajeno a la enseñanza de las escuelas, todo él analfabeto, pudo elevarse, proeza inconcebible sin el concurso de todo un estado social, desde la sima del bandolerismo as que lo había arrojado su ambiente, hasta la cúspide de gran debelador, de debelador máximo, del sistema de la injusticia entronizada, régimen incompatible con él y con sus hermanos en el dolor y en la miseria.”


Es comprensible el interés del escritor pero también la imposibilidad de que uno tan bueno pueda auténticamente integrarse en un personaje “todo él analfabeto”. Hubiera sido un milagro y, desgraciadamente, los milagros no son de nuestro mundo. Si en vez de querer “meterse” dentro del prodigioso personaje, Martín Luis Guzmán hubiera escrito su biografía, como lo hizo con Mina, el mozo, seguramente podría compararse a sus dos libros fundamentales; así sólo quedó en un intento extraordinario.
Toda la obra de Martín Luis Guzmán tiene que ver con la Revolución; sus antecedentes o consecuencias nunca pierden interés, aun cuando se atiene a la verdad  histórica, hasta donde ésta cabe en lo humano; Filadelfia, paraíso de conspiradores, por no hablar de la primera edición de La querella de México; Muertes históricas: tránsito sereno de Porfirio Díaz, e ineluctable fin de Venustiano Carranza; Febrero de 1913, relatado tantas veces por otros, demuestran su superior calidad literaria.


(Tomado de: Aub, Max – Guía de narradores de la Revolución Mexicana. Lecturas Mexicanas #97, 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,1985)

miércoles, 13 de febrero de 2019

Rafael F. Muñoz






(Chihuahua, 1899; Ciudad de México, 1972) Escribe antes que nadie unas Memorias de Pancho Villa (1923) a las que sigue El feroz cabecilla, en 1928; pero publicará sus libros más importantes en la década siguiente: Vámonos con Pancho Villa y Se llevaron el cañón para Bachimba (1931) y Si me han de matar mañana… (1934). Obras incompletas, dispersas o rechazadas, con notas del mismo autor, publicado en 1968.

Fue el más “reporteril” de todos, pero se engañarían los que creyeran que su literatura estaba hecha para el periódico, llamado a desaparecer con el de la fecha siguiente. Rafael F. Muñoz, como todos los narradores de esta época, relata lo cierto pero lo amalgama con lo que deberá haber sido. Baste como ejemplo su cuento de la muerte de Rodolfo Fierro, el lugarteniente de Villa –del de La feria de las balas, de Martín Luis Guzmán. Efectivamente, Fierro murió en un tremedal, pero no como lo cuenta Muñoz. Ahora bien, para la historia la verdad será la del novelista.

En nadie como en él –como no sea en Gregorio López y Fuentes, que carece de su garra de narrador, y se irá por los linderos del “indigenismo”- se deja constancia de ese machihembrar de realidad e imaginación, sin tomar partido, como no sea adverso, para elevar un monumento de admiración precisamente a lo que no se quiere admirar, tan propio del género.

Se puede encontrar en sus relatos, y en los de López y Fuentes, si no las primeras –son de genealogía española- algunas manifestaciones de lo que ha venido a ser el famoso “machismo” mexicano, por ejemplo: ese campesino cuya mujer e hijas son asesinadas por Villa, frente a él, y que luego es capaz de morir por el caudillo aguantando impertérrito las torturas más refinadas, callando lo que sabe.

Rafael F. Muñoz prefirió el hecho al dicho. Su estilo es puro, desnudo, sin cuidados femeniles. Escribió lo que tenía a pecho, luego calló, dedicándose a jugar al dominó.

(Tomado de: Max Aub – Guía de narradores de la Revolución Mexicana)

lunes, 15 de octubre de 2018

Heriberto Frías

Heriberto Frías



(1870-1925). Publicó, de 1893 a 1895, en El Demócrata, su novela Tomóchic, basada en los sucesos ocurridos en 1892 en la Sierra de Chihuahua, a consecuencia de las predicaciones de Teresita Urrea, “La Santa de Cabora”, que exaltó a los indios en pro de un mundo mejor. Dio a luz, en 1916, una novela autobiográfica, Las miserias de México, y en 1923, ¿Águila o Sol?, en la que dibuja, con humor e ironía, es decir, no exento de tristeza, algunos aspectos de la época.

[…]

Se dan en él las características de lo que será la narrativa de la Revolución:  testimonio y autobiografía. De ambos tienen sus libros, ninguno tan sorprendente como el primero, escrito a los veinticinco años. Es evidente la influencia naturalista, tal como no podía menos de ser, pero no fue ni la faz socializante de Zola ni la imperturbable de Maupassant; las condiciones del país no eran las francesas. Pudo retratar la realidad condicionándola a la política mexicana, sin gritar su verdad (también Zola sufrió procesos) porque el poder tenía aquí métodos más expeditivos.


Según los documentos que se refieren a sus servicios en el ejército mexicano, desde el Colegio Militar hasta su baja definitiva, no fue nunca espejo de disciplina. Posiblemente por su pobreza entró en el servicio activo, como subteniente, en 1889. Teniente en 1892, tomó parte en los sucesos que relata en Tomóchic. En el proceso que se inició al año siguiente, con motivo de su publicación en El Demócrata, negó ser el autor, y el fino periodista Clausell, que dirigía el periódico, se declaró responsable. Absuelto, Frías fue dado de baja en el ejército.


Volvió otra vez a colaborar en el periódico de su amigo lo que motivó su encarcelamiento en 1895; varios artículos (Desde Belén) tienen interés. Liberado siguió malviviendo como periodista y autor de unos textos semihistóricos que no merecen recordación más que por los grabados de Posada. Fue luego a Mazatlán como director de un periódico, allí escribió varias novelas, hasta que tuvo que salir huyendo en 1909, por razones políticas. Colaboró con el régimen de Madero, fue villista, dirigió el órgano oficial de la Convención de Aguascalientes. El carrancismo lo condenó a muerte; el general Obregón lo nombró cónsul de México en Cádiz (1921-1923) donde escribió su última novela ¿Águila o Sol? Regresó a México, trabajó en la Secretaría de Relaciones; murió en Tizapán sin acabar su novela El diluvio mexicano.


Su obra, autobiográfica, es característica de la pobreza en la que vivió; periodista, trabajador incansable, idealista, amigo de la verdad y la justicia; sus héroes envejecen a su propia medida hasta aparecer como un viejo grueso, miope, mustios los ideales de la juventud, por la experiencia que le hizo comprender que no siempre triunfa la bondad ni la justicia.


¿Águila o Sol?, muy lejana naturalmente del genio idiomático de Valle-Inclán, es un “esperpento”, anterior en tres años a Tirano Banderas. Presenta futuros hombres importantes de la Revolución –sucede en 1910- con sus nombres, en situaciones inventadas, con intención satírica.


Salvador Azuela dictaminó acerca de Tomóchic, con propiedad: “Exalta la sobriedad, el amor a la tierra, la independencia de carácter y la valentía de los indígenas, tratados con tanta saña por las fuerzas federales. La novela de Heriberto Frías, escrita con poderosa vitalidad, pero con desaliño, se lee con mucho interés. Hay pasajes que dejan huella muy viva; de tal suerte pinta con trazos inolvidables a las soldaderas del ejército, que pasan por las páginas de Tomóchic con toda su grandeza y miserias. La obra deja en el lector una impresión realista de verdad en el relato y de justiciera indignación que el autor comunica."


En sus otras novelas, hay trazos que las une a las de la Revolución; su gusto por lo popular, refranes, corridos, canciones, dichos que ofrecen cierta explicación del catolicismo de las huestes revolucionarias al recordar, por ejemplo, en La vida de Juan Soldado (1918), un corrido de la guerra de Tres Años:


Virgen de Guadalupe
Madre republicana:
Tú proteges al indio
Contra el encomendero
Y los ricos traidores.
¡Que viva el indio Juárez…!

De la misma manera que reproduce el de Adiós mamá Carlota, en el que ya se apuntan las finalidades de la Revolución al hablar de “amos ruines”:

Que roban a la patria
Sus aguas y su tierra.

En el prólogo de Miserias de México escribió, juzgándose con sinceridad: “Aquí hay poca literatura y mucha verdad…” En sus artículos se encuentra una clara visión revolucionaria.


Heriberto Frías merece y espera reivindicaciones.

(Tomado de: Max Aub – Guía de narradores de la Revolución Mexicana)

jueves, 30 de agosto de 2018

Mariano Azuela






Nació en Lagos de Moreno, Jal., en 1873; murió en la ciudad de México en 1952. Es autor de la primera novela de la Revolución Mexicana, Los de abajo (1916), traducida a muchos idiomas. Con anterioridad había escrito María Luisa (1907), Los fracasados (1908), y Mala yerba (1909). Sus obras posteriores son de carácter costumbrista con un estilo sencillo y ágil, que anima adecuadamente ambientes y caracteres. Otras novelas suyas son: La malhora (1923), Las moscas, el camarada Pantoja, Las tribulaciones de una familia decente, Nueva burguesía, Regina Landa, Avanzada, Andrés Pérez, maderista, Sin amor, La luciérnaga, Precursores, San Gabriel de Valdivia, La marchanta, La mujer domada y Sendas Prohibidas. Escribió también un tomo de piezas de teatro, un volumen de crítica (Cien años de novela mexicana, 1947) y una biografía novelada del insurgente Pedro Moreno.

(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen I, A - Bajío)





(Lagos, Jalisco,1873-México, 1952). Sólo citaré aquí sus obras que tienen que a la Revolución como meollo: Andrés Pérez, maderista (1911); la cumbre del género, Los de abajo (1915); Los caciques (1917); Las moscas (1918); Domitilo quiere ser diputado, del mismo año; De cómo al fin lloró Juan Pablo, Las tribulaciones de una familia decente, todas ellas de la misma fecha; La Malhora (1923). La Revolución volverá a aparecer en El camarada Pantoja (1937); Regina Landa (1939); Avanzada (1949) y Nueva burguesía (1941). Aunque, como es de razón, los hechos que presenció a lo largo de su vida surgen como fondo en casi todas sus novelas; no puede dejar de citarse Precursores (1953), en donde destaca ya su biografía de Manuel Lozada, y la novelada del presidente Madero. Fue médico y ejerció hasta el fin de su vida.
[...]
La obra de Mariano Azuela es la más importante, desde el punto de vista novelístico, de toda la época. Como autores de memorias lo superan Martín Luis Guzmán o José Vasconcelos; no coincide en ningún terreno con lo escrito con tanta elegancia por Alfonso Reyes, pero ninguno de ellos ha tenido la fuerza de invención y reconstrucción que dan cabida a ese famoso espejo que quiso caracterizar la novelística del siglo XIX. Lo mismo sucede con sus biografías que dibujan, como pocas, los sucesos del siglo pasado aun siendo escasos los personajes retratados. La fuerza de Azuela reside ante todo en su honradez, virtud poco frecuente en la literatura. De un hombre honrado, nadie puede hablar mejor que él mismo. Para dibujar un retrato de Mariano Azuela nada como sus palabras al recibir el Premio Nacional de Ciencias y Artes, en enero de 1950:


“Si este galardón se me otorga por mi amor entrañable a las gentes y cosas de México, está justificado. En verdad yo no habría escrito ni una sola línea en materia literaria si desde mi juventud no me hubiera atraído con fuerza irresistible el deseo de producir algo acerca de nuestro país, algo que siempre fue de mal tono escribir, particularmente en aquellos tiempos en que, incluso la literatura, todo lo importaban de Europa. De lo demás que pueda encontrarse en mi obra no me avergüenzo ni me ufano, porque siempre he creído que el artista no es más que un medio elegido por fuerzas que desconocemos totalmente y que para expresarse se valen de determinados seres humanos. El feliz hallazgo de un tema musical, de una combinación de líneas y colores, el acierto de un verso o pasaje de novela, no son a menudo -por no decir siempre- sino fruto de la subconciencia. Pero vanagloriarse de esto sería tan insensato como absurdo que el cenzontle se ufanara de la variedad de sus trinos, o la avutarda se abochornara por la pesadez de su vuelo. Son dones, y el que los posee sólo está obligado a adueñarse de la técnica indispensable para producir su obra con la mayor perfección.
Pero, en mi concepto, este premio tiene además una significación que trasciende más allá de lo meramente personal. Se le concede a un escritor independiente, y esto equivale a reconocer las ideas que le van aparejadas. Es decir, ese derecho por el que los mexicanos venimos luchando desde la consumación de nuestra Independencia.
Como escritor independiente, mi norma ha sido la verdad. Mi verdad, si así se quiere, pero de todos modos lo que yo he creído que es.
En mis novelas exhibo virtudes y lacras sin paliativos ni exaltaciones y sin otra intención que la de dar con la mayor fidelidad posible una imagen fiel de nuestro pueblo y de lo que somos. Descubrir nuestros males y señalarlos ha sido mi tendencia como novelista; a otros corresponde la misión de buscarles remedio.
En ocasiones hice la crítica acerba de la Revolución; mejor dicho, la autocrítica de nuestra Revolución, ya que tomé parte activa en ella con el entusiasmo de mis mejores años. Reconozco que la novela tendenciosa o de tesis es mala por lo que la enturbia como obra de arte; pero muchas veces tuve necesidad de decir, de gritar lo que yo pensaba y sentía, y de no haberlo hecho así me habría traicionado a mí mismo. No todos comprendieron esta actitud mía y a menudo fui censurado por ello. Por fortuna sí me comprendieron los que a mí me importaban más, los revolucionarios auténticos e íntegros. He proclamado muy claro y muy alto: ninguno de los gobiernos emanados de la Revolución estorbó jamás la publicación de mis escritos ni me tocó nunca en mi persona.”


Ésta es la verdad, nadie la ha dicho mejor; señala el rumbo y la reforma de las novelas de Mariano Azuela; de las de combatiente activo a las de crítico implacable, de Los de abajo a El camarada Pantoja.
Había confesado que “Los autores que influyeron en mis comienzos literarios, casi con exclusión de cualesquiera otros, fueron Honorato de Balzac, Emilio Zola, Flaubert, los Goncourt y Alfonso Daudet.” ¿Qué novelista de su edad no la sufrió?
En cambio no cita -y no puedo entrar ahora en intentar explicar el porqué- a escritores españoles que si no influyeron coincidieron con él. Dejando aparte a Balzac, no hay gran cosa en su obra que recuerde a Flaubert o a Daudet ni siquiera a Zola; tampoco hay influencia de la gran escuela española de fines del XIX: Galdós, Clarín, Pardo Bazán, Valera; pero sí, y era inevitable por la coincidencia de fechas, de Baroja -que podía haber pronunciado el discurso anterior-, por el espíritu pesimista y el estilo que en fondo y forma no deja a veces de traslucir su condición médica y, en segundo lugar y en su segunda época, la de Valle-Inclán, por lo recortado, agrio, desgarrado, popular del lenguaje hablado.
En latinoamérica ¿con quién compararle? ¿Con Roberto J. Payró? ¿Con el envarado Larreta?¿Con Augusto D’Halmar? ¿Con Eduardo Barrios? ¿Con Alcides Arguedas? ¿Con Benito Linch? ¿Con Rómulo Gallegos? Tal vez con el único con quien se codee es con Horacio Quiroga, aunque éste fuera más cuentista que novelista. José Eustasio Rivera escribió un solo libro valedero que se puede comparar, si se quiere, con Los de abajo; pero ¿y los demás?
Muchos de los primeros libros de escritores americanos contemporáneos o anteriores a Azuela podrían titular sus volúmenes -y no dejaron de hacerlo- Del natural. Luego la mayoría se dejó morder por el folletín pero, de hecho, “del natural” son, auténticamente, los primeros relatos de Mariano Azuela. 
Desde los sucesos de la Revolución, su manera será más expresionista: sucesión rápida de imágenes, sin comentario; descripciones violentas y acertadas, feroces las más; la frase corta, burilada, sin rebuscamientos; los diálogos exactos, reducidos a lo esencial; en cierta manera: un Hemingway avant la lettre.
Su última gran novela fue Nueva burguesía (1941), totalmente contemporánea de los hechos que relata. No dejaría de ser curiosa una comparación con Los hijos de Sánchez (de Lewis); Juan del Riel, de Guadalupe de Anda, sucede en el mismo ambiente ferrocarrilero de Nonoalco al igual que Nueva burguesía.
No fue un escritor político sino un gran escritor. Dijo lo que creyó que debía lo mejor que pudo; moralmente se mantuvo siempre más allá que “a la altura del arte”.
-Éstos hablan. Yo no. No tengo nada que decir. Escribir es otra cosa -decía en sus últimos años, en el Colegio Nacional, viendo charlar en otro extremo del salón a Alfonso Reyes y otros componentes de la Institución.
-Escribí lo que ví, sin tomar partido -me dijo una vez don Mariano.


(Tomado de: Aub, Max – Guía de narradores de la Revolución Mexicana. Lecturas Mexicanas #97, 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,1985)