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jueves, 28 de abril de 2022

Nueva España: mosaico social

 


La sociedad novohispana estaba compuesta por una amplia variedad de grupos étnicos, entre los que destacaban seis: europeos, criollos, indios, africanos, mestizos y mulatos. Las Leyes de Indias redujeron esa clasificación a cuatro grandes componentes: los blancos españoles, los indios mexicanos, los negros africanos y las diversas mezclas raciales comprendidas bajo la denominación de castas. Según Humboldt, a fines del siglo XVIII había cerca de cinco millones de habitantes en la Nueva España. De éstos, 2 500 000 eran indios, 1 025 000 criollos, 70 000 europeos, 6 100 africanos, y los restantes, más de un millón, conformaban las castas. A fines del siglo XVIII, el 98 por ciento de la población había nacido en el virreinato. 

La legislación colonial asignaba derechos y deberes específicos a cada uno de esos grupos. Desde el siglo XVI, se había impuesto una distinción jurídica y política entre la república de los españoles y la de los indios. Esta legalidad segregacionista prohibía el asentamiento de españoles en los pueblos indígenas y el de los indios en las ciudades españolas. En términos generales, la división tripartita de la sociedad feudal (nobles, plebeyos y esclavos) fue trasladada a la Nueva España, por medio de la distinción racial entre blancos, indios y negros.

No todos los peninsulares alcanzaban una alta posición social, pero todos los blancos, europeos o criollos, eran súbditos privilegiados del reino, y gozaban plenamente de sus derechos y deberes. Los indios, según la legislación colonial, eran rústicos o menores de edad, por tanto, gozaban de derechos y protecciones especiales. Por ejemplo, estaban exentos del servicio militar, de la jurisdicción del Tribunal de la Inquisición, del pago de alcabalas y de otros impuestos. A cambio de ello, como vasallos del rey de España, estaban obligados a dar un tributo personal.

Aunque el matrimonio entre individuos de diferente grupo étnico era socialmente mal visto, y en algunos casos ilegal, el mestizaje creció a través de uniones ilegítimas. A finales del siglo XVIII las castas representaban el 25 por ciento de la población total. Sin embargo, estos grupos fueron declarados "infames de derecho" por las Leyes de Indias: los mestizos por "defecto natal" y los mulatos por la marca indeleble de la esclavitud que les transmitía su ascendencia africana. En ambos casos, esa marca infamante les impedía acceder a los trabajos, oficios y puestos administrativos abiertos a los españoles y a los criollos. No podían -mestizos y mulatos- ser maestros en los talleres llamados obrajes y tenían prohibido portar armas, usar joyas y algunas otras prendas.


(Tomado de: Florescano, Enrique y Rojas, Rafael - El ocaso de la Nueva España. Serie La antorcha encendida. Editorial Clío Libros y Videos, S.A. de C.V. 1a. edición, México, 1996)

viernes, 15 de abril de 2022

¿Quién excomulgó a Miguel Hidalgo?

 


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¿Quién excomulgó a Hidalgo?

La Inquisición recordaba en todo momento que el principio de obediencia seguía vigente a pesar de la insurrección. Los insurgentes estaban expuestos a penas de excomunión, como la que recibió Hidalgo por herejía y apostasía. Se le acusaba no tanto por sedición, sino por "errores groseros contra la fe", en concreto contra la eucaristía y la confesión. También en temas mariológicos y por fomentar prácticas inmorales. Al responder a la acusación, Hidalgo dijo en su defensa que si no hubiera sido por su levantamiento militar, no habría sido amenazado de excomunión. Las penas le parecían abusivas y las denunció. Al final, el obispo electo de Michoacán, don Manuel Abad y Queipo, decretó su excomunión ferendae sententiae en Valladolid (ahora Morelia), el 24 de septiembre de 1810. Queipo había sido amigo personal de Hidalgo, pero se opuso desde un principio al movimiento de Independencia, pues defendía la soberanía española. Este tipo de excomunión consiste en obtener la sentencia del juicio de una corte eclesiástica. Difiere de la otra forma, late sententiae, la cual es automática y se lleva a cabo en el momento mismo del acto herético.

Al año siguiente se le hizo a Hidalgo la pregunta fundamental: ¿creía compatible su estado clerical y la doctrina evangélica con la insurrección, luchar por la independencia y romper la unidad de la monarquía política? A pesar de la excomunión que le decretó el obispo Abad y Queipo, la Inquisición no lanzó contra él ningún cargo por cuestiones de fe y de costumbres. Finalmente se le impuso la pena de dimisión del estado clerical por fomentar la insurrección. Por medio de una ceremonia de terrible escenificación, perdió el fuero eclesiástico y fue entregado al brazo secular. La ejecución se llevó a cabo el 30 de julio de 1811.

Esta medida provocó los ataques de los insurgentes contra Abad y Queipo, quien irónicamente fue una de las figuras más sobresalientes del clero novohispano. Fue una de las primeras personas en pronosticar la posibilidad de un levantamiento armado si no se mejoraban las condiciones de los indios y las castas. Dirigió a Carlos IV su célebre obra Representación al rey, sobre inmunidades al clero. Queipo escribe sobre una sociedad virreinal con notables síntomas de descontento. En ese documento pospuso la abolición general del tributo a los indios y a las castas, sectores sociales marcados por el maltrato. Se atrevió a proponer una distribución igualitaria de las tierras y la libertad para establecer fábricas de algodón y lana. Sin embargo, tras enviar un informe para denunciar los actos violentos de Calleja, viajó a España para asistir a un interrogatorio por sus ideas liberales en beneficio de la independencia de América. Él mismo padeció en 1816 un proceso de la Inquisición por haber sido amigo de los insurgentes. En 1824 el régimen absolutista español lo encarceló en el monasterio de Sisla hasta su muerte en medio de la pobreza un año después.


Tomado de: Pacheco, Cecilia - 101 preguntas sobre la independencia de México. Grijalbo Random House Mondadori, S.A. de C.V., México, D.F., 2009)

domingo, 27 de diciembre de 2020

El Chuchumbé y otras canciones prohibidas, 1766

 

LAS CANCIONES Y LOS BAILES

En 1776 se extiende por las esquinas y las calles de la ciudad de Veracruz un baile con que se solazan negros y mulatos, soldados, marinos y broza. Tiene por nombre el Chuchumbé y, a decir del comisario del Santo Oficio, se baila con ademanes, meneos, zarandeos, manoseos y abrazos, hasta dar barriga con barriga. Los bailarines se visten "a la diabla", con trajes prendidos de listas amarillas, negras, coloradas, y de unos ramitos y alamares negros de trecho en trecho; y se adornan con "rosarios diablescos" formados por una cuenta negra y una roja. Hoy no se conserva la música de este baile, cuyos ritmos y melodías pertenecieron sin duda a la familia del Caribe, y sólo quedan las coplas que cantaban los espectadores, mientras los otros bailaban. Estas coplas podrían ser una de tantas manifestaciones aisladas de la profanidad religiosa, si a partir de su aparición no hubieran sucedido otras de tendencias similares, y si el edicto con que fueron prohibidas no hubiese sido aplicado a la persecución de los múltiples bailes y canciones profanas, que surgieron desde entonces. Son además singulares, porque representan algunas de las más audaces burlas a la religión y a la muerte, y porque nunca abandonan el regocijo de evocar los lances sexuales, y pocas el de relacionarlos con las cosas santas. Integradas a la brutalidad de los movimientos, a la fantasía irreverente de los trajes, al clima demoniaco creado por la música y los gritos, parecen haber formado un conjunto destinado a romper la armonía de la música sacra, o de las danzas y canciones piadosas. Separadas de la vida, el ruido y los colores con que se acompañaban, ayunas de la música "infernal", de la risa y la alegría de los espectadores y bailarines, todavía conservan los motivos que tenían para escandalizar a las personas timoratas, y hasta quizás ganan en vulgaridad y rudeza. Los temas varían muchísimo de una a otra copla y sólo es común la alusión a la vida sexual y la grosería de las palabras. En una copla se pinta a un fraile con los hábitos alzados; en otra, a una vieja santularia que va y viene a la iglesia, donde se haya el "padre" de sus hijos; en otra, a una prostituta llamada Martha la piadosa, que "socorre" a todos los peregrinos; en otra más, a una mujer que revela sus tormentosos amores con el "demonio del jesuita", y así, sucesivamente, se habla de soldados "en guardia", casadas en "cueros", y prostitutas de "cuaresma", dando generalmente a la palabra chuchumbé un significado fálico. Escogemos como ejemplo algunas de las coplas menos atrevidas, dejando que el lector interesado busque las demás:

En la esquina hay puñaladas.

¡Ay Dios, qué será de mí!

¡Que aquellos tontos se matan

por esto que tengo aquí!


Si usted no quiere venir conmigo,

señor Villalba le dará el castigo.

....

Me casé con un soldado,

lo hicieron cabo de cuadra

y todas las noches quiere

su merced montar la guardia.

Sabe usted que, sabe usted que

Canta la misa le han puesto a usted

....

Mi marido se fue al puerto

por hacer burla de mí.

El de fuerza ha de volver

por lo que dejó aquí.

Que te pongas bien, que te pongas mal,

el chuchumbé te he de soplar.

....

¿Qué te puede dar un fraile

por mucho amor que te tenga,

un poquito de tabaco

y un responso cuando mueras?


El chuchumbé de las doncellas,

ellas conmigo y yo con ellas.

....

En la esquina está parado

el que me mantiene a mí,

el que me paga la casa

y el que me da de vestir.

....

y para alivio de las casadas

vivir en cueros y amancebadas!

[AGN, Inq., t. 1052, ff. 292-303 (1766)]

El edicto con que fueron prohibidas estás coplas, las consideraba "en sumo grado escandalosas, obscenas y ofensivas de castos oídos", y acusaba a los practicantes del Chuchumbé de provocar a lascivia, en perjuicio de las conciencias del pueblo cristiano, de las Reglas del Purgatorio y de los mandamientos del Santo Oficio. La sanción para los reincidentes era la Excomunión Mayor latae sententiae, y otras penas que quedaban al arbitrio de los inquisidores. Pero a pesar de la prohibición y de los castigos con que amenazaban, el baile del Chuchumbé se extendió en la Colonia, pasando de mar a mar, por la ciudad de México, hasta el puerto de Acapulco, donde lo bailan y cantan los vecinos hacia 1771, con otros cantos no menos profanos y escandalosos. Y es que el edicto no hacía, quizás, sino avivar la intención maliciosa de los bailarines y cantores, su deseo de gozar un mundo prohibido, de bailarlo y cantarlo con descaro y hasta con cinismo. Es el caso que un año más tarde ocurrió en la villa de Jalapa, un hecho poco común, en el cual se ve con claridad el propósito de profanar las cosas santas, de mortificar a los beatos, de provocar a los dioses y a las autoridades. Al estarse celebrando la misa diaria, en la madrugada de la Natividad de Cristo, cuando el sacerdote elevaba la sagrada hostia, comenzaron en el órgano a tocar el Chuchumbé y otros sones, como el Totochín y Juégate con canela "todos lascivos, torpes e impuros, que no solamente bastaron a interrumpir la devoción, sino que escandalizaron a los fieles que asistían al Santo Sacrificio". Alguien hizo la delación, acusando a los propios religiosos de haber inducido al organista a cometer semejantes excesos; pero el Tribunal no abrió proceso ni persiguió a los delincuentes. En tal forma, quedó impune el delito; la música profanó el acto más sagrado de la Iglesia, para risa de unos y cólera de otros, y evocó en pleno sagrario los movimientos lascivos y las palabras obscenas.

En general la costa del Golfo y en particular Veracruz fueron sede fecunda en desmanes musicales. La alegría de su gente, el desenfado religioso de sus almas, la proximidad en que se hallaban de una de las regiones musicales más inquietas de América, como tradicionalmente han sido las Antillas, y el tráfico constante con los puertos españoles, hacían que surgieran diariamente en esas regiones nuevos cantos y bailes profanos que escandalizaban a las autoridades religiosas. Ni las amenazas, ni los consejos, ni la cárcel bastaron a detener el impulso de bailarines y cantores. Sucesivamente fueron apareciendo la Maturranga, un son cuyos estribillos "no eran muy honestos", el Pan de Manteca, con "movimientos torpes y provocativos", el Sacamandú, baile traído a Veracruz por un negro de la Habana que había estado de forzado en San Juan de Ulúa, las contradanzas y fandangos lascivos, el son llamado Toro nuevo, Toro viejo -"torpe, escandaloso, profano, por el modo con que lo ejecutaban las personas de ambos sexos, que sin respeto a la ley Santa, mostraban en él todo el desenfreno de sus pasiones, usando de los movimientos, acciones y señas más significativos del acto carnal..." -, en fin, la bolera del Miserere, que contenía entre sus versos las palabras tibi soli peccari... Estos bailes horrorizaban a las personas beatas y parecían escandalizar a las autoridades, principalmente por su contenido sexual. Había en ellos demasiada alegría, una gran abundancia de actividad y de gasto de energías, muchas risas y algazaras, que sumían a los cristianos de Veracruz en un mundo pagano y ajeno a Dios. La descripción del Torito que hace un comisario del Santo Oficio, el año de 1803, prueba esa doble actitud de los actores desenfadados y de los celosos espectadores:

Tenemos la desgracia de oír entre la gente plebeya de esta unidad y los pueblos comarcanos otro son llamado el Torito -escribe el comisario-, deducido del antiquísimo llamado tango, que no he visto bailar, pero repetidas veces he oído detestar entre las personas que presenciándolo no han podido sacrificar, en obsequio de la dirección, los remordimientos de su conciencia ni los sentimientos de la religión. Báilase el detestable Torito entre un hombre y una mujer; ésta es generalmente la que sigue el ademán de torear, como el hombre el embestir; la mujer provoca y el hombre desordena; el hombre todo se vuelve cuernos para embestir a la toreadora y la mujer toda se desconcierta o se vuelve banderillas para irritar al toro: en los movimientos de torear y en los de embestir, uno y otro mutuamente se combaten, y ambos torean y embisten a los espectadores, que siendo por lo común personas tan libertinas y disolutas como los bailadores, fomentan con gritos y dichos la desenvoltura y liviandad de los perniciosos bailadores. Este baile no es de aquellos que se ven de tarde en tarde. Es bastante frecuente y creo que no hay concurrencia de arpa y guitarra, especialmente en las casas de campo, en las pequeñas de la ciudad, y en los pueblos de Medellín, Xalapa y Antigua Veracruz, en que no se vea bailar, unas veces con más, otras con menos desenvoltura, pero casi siempre con demasiada disolución... 

Casanova, Pablo González - La literatura perseguida en la crisis de la Colonia. Colección Cien de México. Secretaría de Educación Pública, México, D.F., 1986.

viernes, 23 de octubre de 2020

Los negros y la música en la Nueva España


EL INSTRUMENTO MUSICAL Y EL OBJETO SONORO EN LOS NEGROS DE LA NUEVA ESPAÑA

los negros traídos a la Nueva España correrían diferente suerte a la de los llevados a otros países de América. Mientras en algunos países del Caribe eran distribuidos en comunidades de acuerdo a sus orígenes, lo que provocó que ahí los negros hayan conservado gran cantidad de tradiciones africanas, en la Nueva España eran juntados indiscriminadamente y llevados a residir a lugares donde fueron vecinos de culturas indígenas. Este contacto terminaría siendo solidario propiciando el mestizaje no solo entre indios y negros, sino también con españoles, de lo que surgieron castas, mestizos que en un principio habrían de ser severamente discriminados, pero que con el tiempo serían la mayoría de habitantes de este país.
Los negros presentaron ante la esclavitud dos actitudes: se resignaron a su condición de esclavos, o asumieron su libertad por medio del matrimonio con indígenas o españoles lo que provocaría su más rápida aculturación, no reproducirían más sus instrumentos ancestrales, adoptaron y adaptaron instrumentos musicales europeos e indígenas a su sentido y modo de ejecución; la otra actitud de rebeldía a asumir su condición de esclavos propició el movimiento cimarrón, es decir, la huída y refugio a lugares recónditos, ya por negros de la Nueva España o de la Unión Americana. De esta situación se provocó probablemente que, en huída y refugio constante, los negros pudieran reproducir objetos que fabricaban en África entre ellos instrumentos musicales.
Al parecer otra razón que propició en algunas regiones en que había esclavos negros el que siguieran usando algunos de sus ancestrales instrumentos fue que las estrictas prohibiciones de la Nueva España no lo fueran tanto en los señoríos o territorios que ocuparon algunos caciques españoles o misiones religiosas, como sucedió en la región de la Costa Chica, habitada aún en la actualidad por negros y mulatos que siguen ejecutando varios instrumentos de origen africano; o como sucedió en Chiapas, Tabasco y Guatemala en una hacienda formada por una misión religiosa que se valió en su empresa de un grupo de negros, lo que provocó la existencia de varios instrumentos de origen africano y la utilización de instrumentos indígenas y europeos bajo esquemas africanos.
La influencia africana en la música de la Colonia no se dio sólo con la implantación de instrumentos musicales africanos, aunque existen en cantidad mayor a la comúnmente supuesta, la influencia musical africana en la Colonia se dio mayormente en la forma de ejecutar instrumentos indígenas y/o europeos, los que adaptaron tempranamente; hay varias referencias coloniales que mencionan la ejecución de instrumentos musicales europeos por negros desde el siglo XVI, como la del atentado hecho al poeta Gutierre de Cetina en la ciudad de Puebla, donde se menciona la presencia de un negro que se encontraba tañendo una vihuela; asimismo existen otros en que se mencionan fiestas religiosas que en interpretación de autoridades eclesiásticas, eran deshonestas entre los negros y mulatos; bailes o zarandeados que eran gustados además entre los novohispanos de la clase popular como el famoso chuchumbé de fines de la Colonia. En este sentido son varias las referencias que aparecen en los documentos del  ramo de la Inquisición que se encuentran en el Archivo General de la Nación en que aparecen mencionados negros que infringían musical y danzariamente  la moral religiosa y que sin embargo iban popularizándose cada vez más aun entre los novohispanos; de ahí surgen personajes negros como Melchor el cantador, Benito Delgado guitarrista, Nicolás Andrés Lázaro y muchos más todos ellos músicos juzgados por participar en fiestas no permitidas por la iglesia; se menciona en esos documentos el uso entre negros de arpas y guitarras que bien podían haber sido adaptadas en sustitución a dotaciones africanas, instrumentos que aunque en modelos diferentes y con otros géneros musicales significaría un canal donde volcaron su quehacer musical.

(Tomado de: Contreras Arias, Juan Guillermo. Atlas Cultural de México. Música. SEP, INAH y Grupo Editorial Planeta. México, 1988)

viernes, 14 de agosto de 2020

Leyenda de la Plazuela de Santo Domingo


EL VIRREY EN LA INQUISICIÓN
Leyenda de la plazuela de Santo Domingo

En los más favorecidos
y más populosos centros
de la muy rica, famosa
y noble ciudad de México

corren ya de boca en boca
los más infundados cuentos
que a pisaverdes y ociosos
están de pasto sirviendo;

en los portales, de noche,
por la mañana en los templos
y por la tarde en las calles
del Refugio y de Plateros,

escúchanse las consejas,
las fábulas, los enredos
que componen y entretejen
al par los nobles y el pueblo.

Con razón a tales sitios,
la gente que tiene seso,
en toda ocasión les llama
corrales del Mentidero.

Gobierna con gran pericia,
de la Nueva España el reino,
un militar aguerrido,
inteligente y enérgico.

El marqués de Croix, famoso,
hombre de origen flamenco,
y que brilla y sobresale
por elegante y apuesto.

el año sesenta y seis,
del siglo anterior al nuestro,
tomó el veintitrés de agosto
en Otompan el gobierno.

Y con previsión y tacto
quiso imponer desde luego
la disciplina que entonces
faltaba tanto al ejército.

Enemigo de la leva,
pronto decretó el sorteo
y señaló los jornales
debidos a los mineros.

Oponiéndose a esas leyes
nuevos disturbios surgieron
y en Valladolid y Pátzcuaro
hubo motines muy serios.

Quejóse el virrey al trono
con humildad exponiendo,
que necesitaba tropas
para no mirarse en riesgo.

Ya en el Mineral del Monte
un alboroto tremendo
había orillado a la muerte
a don Pedro de Terreros.

A rico tan bondadoso,
tan filántropo y tan tierno,
que cifraba su ventura
en curar males ajenos,

salió don Ramón de Coca
a defenderle, y fue muerto,
causando luto a Pachuca
dónde era alcalde primero.

El Rey, sabedor de todo,
del Marqués cedió al deseo
y mandó en respuesta infantes
y dragones y artilleros.

Guadalajara y Castilla,
Granada y Zamora dieron
lo más útil de sus tropas
para guarnecer a México.

La expulsión de los jesuitas,
preparada en el misterio,
y en toda la Nueva España
hecha en un mismo momento,

inquietó todos los ánimos, 
encendió todos los pechos
y al Marqués le fue preciso
ser con todos muy discreto.

Al comentarse en el vulgo
tan alarmante suceso,
no faltó quien acusara 
de hereje a Carlos Tercero,

ni quien sin temor dijera
que por Dios, pedazos hecho,
iba a derrumbarse el trono
en que tanto ofendió al cielo.

Más nada pasó al monarca,
quedó en paz su vasto imperio
y al marqués de Croix ninguno
lo vio débil y con miedo.

Entretanto, de este modo
se hablaba en el mentidero
por los ricos y los pobres, 
los nobles y los plebeyos:

-Ya tiene muchos soldados
el desalmado extranjero.
-Quien no respeta a la iglesia,
no ha de respetar al pueblo.

-Dicen que su soberano
le tiene cariño inmenso.
-Como que ha de acompañarle
alguna vez al infierno.

-Eso es tan claro y seguro
cómo el sol
-Ya lo veremos
si no llama a los jesuitas
llegando a su último extremo.

-Pero señor, quién diría,
y todos lo estamos viendo,
que se mandara a un hereje
a gobernarnos en México.

-En San Luis y en Guanajuato
están las cosas ardiendo.
-Hubo un motín en Uruapam.
-Y en Valladolid no menos.
San Luis de la Paz ya tiene
sobre las armas...
-¡Silencio!
allí vienen dos esbirros
que también irán al fuego.

-Dicen que el marqués no gusta
de hacer visitas al templo.
-Con razón; se le aparece
en cada altar un espectro.

Ojalá lo trasladaran
a otra parte...
-No está lejos
el instante de ordenarle
que a alguno le deje el puesto.

-Un gran escándalo ha habido
en el palacio.
-Sabremos.
-Hoy, miércoles de ceniza
temprano al palacio fueron

dos canónigos llevando
a su excelencia el memento.
-Y bien...
-Los tuvo dos horas 
esperando...
-¿Será cierto?

-Dos horas lo han esperado
cómo si fueran dos legos.
-Algún asunto muy grave.
-¡Qué asunto ni niño muerto!

-¿No recibió la ceniza?
-De mal talante y mal gesto.
-Pero ya lo han castigado.
-¿Lo han castigado?
-Y bien presto.

-Ya lo citó el Santo Oficio.
Y hoy mismo allí lo veremos.
. . . . . . . . . . . 
Con semejantes rumores
de que el Virrey era un reo
que la Inquisición llamaba
como al más triste perchero,

acudió en masa la gente
llenando en muy poco tiempo
la plaza y calles vecinas
del edificio siniestro.

No se dejó esperar mucho
el Virrey; todos oyeron
los toques que eran anuncio
de su salida, y contentos

se dijeron en voz baja:
-"¡Ya viene! lo pondrán preso
o tal vez arda en la hoguera
de sus pecados en premio".

Llegó el marqués escoltado
por dragones y artilleros,
que abocaron los cañones
en determinados puestos;

y entró el de Croix al edificio,
alegre, altivo, sereno,
y subió a la oscura sala
do juzgaban a los reos.

Halló en torno de una mesa
a los oidores severos,
con dos velas frente a un Cristo
y todo entre paños negros.

-Señores, vengo a la cita
y no he de robaría tiempo,
pues bastarán diez minutos
para que todo arreglemos.

-Es que es largo...
-Nada importa;
diez minutos... ya he dispuesto
que si al pasar ese plazo
a mí palacio no he vuelto,

los cañones que he traído,
sobre está casa hagan fuego
hasta derribar los muros
y sepultarnos en ellos.

-Si Excelencia obró con juicio.
-¿Qué me queréis?
-Gran acierto
tiene en todo su Excelencia...
-Hablad...

-Os agradecemos 
que hayáis venido, y sois libre
de retirados...

-Yo tengo
que saber a qué me llaman.
---Pues... por el gusto de veros.

-Es decir,cqué ha terminado 
la audiencia...
-Desde el momento,
señor, en que habéis venido
con abogados tan buenos.

Les volvió el Marqués la espalda,
ganó la calle ligero
y se regresó a palacio
tranquilo, sano y risueño.

Cuentan que al subir al coche
encontró a sus artilleros
con las mechas preparadas
para comenzar el fuego.

Tanta burla al Santo Oficio
llenó de placer al pueblo,
que vio al Marqués desde entonces
con cariño y con respeto.

Y que más tarde su nombre
repitió con leal afecto,
pues el de Croix fue tan hábil
cómo honrado y como enérgico.

(Tomado de: Peza, Juan de Dios – Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México. Prólogo de Isabel Quiñonez. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #557, México, D.F., 2006)

lunes, 24 de febrero de 2020

Leyenda de la calle de La Perpetua


La calle de la Perpetua

[Juan de Dios Peza, 1852-1910]

Una eterna soledad;
una ancha plaza desierta
y una casa que en verdad
revela que por su puerta
da entrada a la eternidad.

Casa terrible y sombría
que corona un esquilón
que en la noche y en el día
lanza el toque de agonía
de la Santa Inquisición.

A pobres encarcelados
ninguno asomar los ve,
pues tan sólo enmascarados
salen, para ser quemados
en algún auto de fe.

Los muros que azota el viento
no le permiten salir
ni al desgarrador lamento
del que en medio del tormento
miente para no sufrir.

En la noche más serena
un rumor que da sonrojo
parte el corazón de pena:
¡Siempre cruje una cadena!
!Siempre rechina un cerrojo!

Siempre está la pared muda;
y el antro en silencio eterno;
la puerta pesada y ruda
es negra como la duda
y horrible como el infierno.

Todo repugna y espanta;
todo da miedo y pavor
y se anuda la garganta
al llamarle casa santa
a la casa del dolor.

La calle está abandonada;
quien por ella cruza, reza,
y por triste y por odiada
es por el pueblo llamada
de la Perpetua Tristeza.

Hasta en nuestra alegre edad
como triste le da fama
su constante soledad,
y el pueblo en nuestra ciudad,
de la Perpetua le llama.

En ella surge y domina
la inolvidable mansión
que hoy el saber ilumina...
¡Se tornó la Inquisición
Escuela de Medicina!



(Tomado de: Peza, Juan de Dios – Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México. Prólogo de Isabel Quiñonez. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #557, México, D.F., 2006)

viernes, 15 de noviembre de 2019

El teatro en ciudad de México, de 1824 a 1826

(Teatro Principal)


En 1824 llega a México un buen actor español, Diego María Garay, quien forma la primera compañía seria de teatro que funcionó en la capital, es decir, sujetos los actores a una disciplina, a un sueldo fijo y a una dirección escénica. Garay, que era hombre hábil, de inmediato se enteró de las ideas liberales privativas de la ciudad, y para congraciarse con el público anunció en sus primeras representaciones el drama intitulado La virtud perseguida por la superstición y el vicio, que era una diatriba en contra de la Inquisición y de los inquisidores. La publicidad que hizo Garay fue tan directa en contra del clero, que las familias protestaron y las autoridades mandaron prohibir la representación. ¡A los tres años escasos de la proclamación de la Independencia y cuando no se hablaba de otra cosa en toda la República que no fuesen la libertad y los derechos del hombre! La censura teatral nació, pues, con la libertad de expresión. México ha hecho siempre honor a su fama de país de contrastes y de paradojas.
Pero no sólo las autoridades andaban un tanto atrasadas y sin hacer caso a las nuevas ideas de progreso: también el público seguía viviendo en pleno oscurantismo, como pudo darse cuenta un pobre italiano que recorría el mundo con su espectáculo de prestidigitación. El el mes de agosto de 1824 se presenta Castelli en el Coliseo Nuevo y los espectadores se santiguan horrorizados al ver cómo aquel hombre hace desaparecer los objetos, convierte el agua en vino y resucita a un pajarillo. ¿Prestidigitación? ¿Juego de manos? El público no conocía el significado de tales palabras; sólo daba crédito a sus ojos y aquello no era otra cosa que brujería. ¿Por qué habrá desaparecido la santa Inquisición?, se preguntaban, y decidieron convertirse ellos mismos en inquisidores y quemar en leña verde a aquel hechicero. El pobre de Castelli tuvo que abandonar el teatro a toda prisa, y la capital, y el país. José Joaquín Fernández de Lizardi, “El Pensador Mexicano”, lamenta la ignorancia y el fanatismo de sus conciudadanos desde las páginas del diario El Sol.
El estado del teatro Principal en 1825 era lamentable. Por desidia de los empresarios hacía muchos años que se le había abandonado y apenas si diariamente los mozos lo barrían con desgano. Los sanitarios despedían tales emanaciones, que los espectadores desde sus palcos y lunetas se veían obligados a llevarse a la nariz constantemente sus pañuelos empapados en perfume; pero en cambio, existía una pequeña capilla en la entrada que estaba siempre muy limpia, y a veces el santo que la ocupaba se veía iluminado por veladoras. El público, como ya se ha visto, tampoco era muy escrupuloso ni ilustrado, y las tertulias proseguían en voz alta una vez que ya había comenzado la representación, y en ciertas ocasiones una discusión entablada en un palco tenía un volumen mayor que el de la voz de los actores, de manera que el público se olvidaba de éstos y seguía con interés lo que se hablaba en el palco. Cuando terminaba un acto de la comedia o drama, en el intermedio aparecían cantantes a entonar coplas de actualidad, o bailarinas a ejecutar “sonecitos del país”, como se llamaba entonces a nuestro folklore. Entre bastidores se agolpaba un heterogéneo conjunto de petimetres que iban en pos de las cómicas, de criadas y vestidoras, de tramoyistas y de amigos, y todos comentaban en voz alta lo que les venía en gana y sus carcajadas se escuchaban por todo el teatro, así como la voz del apuntador, quien desde su concha dejaba escapar todo el torrente de su voz y todo el humo de su pestilente cigarro. Las decoraciones eran ya hilachos llenos de remiendos y de manchas, y el vestuario era el mismo para una tragedia de corte griego que para una comedia de Fernández de Moratín. A todo esto debe añadirse el desagradable olor que despedían las lámparas de aceite con que se iluminaba el escenario y el salón, y casi siempre las que estaban colgadas sobre los espectadores dejaban gotear incesantemente su viscoso líquido que manchaba los vestidos de las señoras. Este estado del teatro perduró por mucho tiempo, puesto que quince años después, en 1840, cuando llegó la marquesa Calderón de la Barca como esposa del embajador de España en México, en sus deliciosas cartas sobre La vida en México nos lo confirma.


(Tomado de: Reyes de la Maza, Luis - Cien años de teatro en México. Colección ¿Ya LEISSSTE?. Biblioteca del ISSSTE. México, 1999)